La comitiva había alcanzado una imponente edificación de metal y cristal, y se había detenido ante su puerta. Desde su lugar en la retaguardia, Sombra aguardó. No tenía otra opción. Desde el fallido intento de acabar con el líder, llevaba todo el camino tratando de pensar qué iban a hacer para así poder impedirlo, pero el lugar elegido le desconcertaba. ¿Un auditorio? La magia, natural o ceremonial, incluso la de sangre, funcionaba con correspondencias, equivalencias. Una iglesia para rituales, un cementerio para aproximarse a la muerte y todo lo que la rodeaba, una cueva o un bosque para los espíritus elementales. Pero no encontraba ninguna razón para reunir una cantidad enorme de energía emocional y concentrarla en un auditorio. Lo único que se le ocurría era que no fuese más que una fachada, y que en el interior estuviese preparado otro tipo de escenario completamente diferente, que no podría ver hasta que todos hubieran entrado. Demasiado tarde para prepararse. Pero ya era demasiado tarde también para dar marcha atrás. Así que aguardó en silencio hasta que el último miembro del rebaño hubo entrado, y unos instantes después se deslizó por las puertas. Nada ni nadie le impidió el paso.
El interior resultó ser lo que cabría esperar de un auditorio de grandes dimensiones. Lo primero con lo que se encontró fue un amplio vestíbulo de techos que se perdían en la oscuridad, ya que nadie se había preocupado por encender las luces. Del techo colgaban largas banderolas en las que se podían ver las fotos de cantantes pasados y futuros, desdibujados por las sombras, y un mostrador de información central completaba la escasa decoración de la sala. Al otro lado, una puerta doble que aún se cimbreaba apuntaba la ruta que había seguido la comitiva, aunque Sombra no necesitaba indicaciones. Estaba claro que se dirigían al escenario. El problema era decidir adónde iba a dirigirse él. Se acercó al mostrador y consultó un mapa del recinto a la tenue luz que proporcionaban los focos del exterior. Cuando tuvo clara la ruta a seguir, dejó el prospecto, sacó de nuevo la pistola, y se dirigió hacia la escalera que le permitiría llegar hasta los palcos que se abrían justo sobre el lateral del escenario.
Mientras subía varios tramos de escalones, siguió considerando las posibilidades. Las dos grandes opciones eran una invocación o un pacto. El proceso podía ser similar, pero el resultado era bien distinto. Si el líder trataba de invocar a un Arconte, Sombra creía tener los recursos para frustrar el ritual, o frenarlo, incluso contando sólo con lo que llevaba encima. Pero había víctimas suficientes como para invocar una legión de Arcontes, y con que uno escapase bastaría para acabar con él. No con la ciudad, ni mucho menos con el mundo, pero sí con él. En cambio, si lo que trataba de llevarse a cabo allí era un pacto, el resultado era mucho más incierto. Cada pacto tenía su propia naturaleza, su propio ritmo de intercambio: bienes por servicios, bienes por poderes. Indudablemente, el pastor que con tanto esfuerzo había reunido a todas esas ovejas ya tenía poder, y si lo que deseaba era más poder, este aumentaría exponencialmente en cuanto el ritual comenzase. En ese caso todo podía reducirse a un disparo rápido y preciso, o la destrucción. Y él no era precisamente un buen tirador. Pero era el único que había, así que tenía que bastar.
Con toda la precaución posible, alcanzó el palco y se asomó con discreción para ver qué sucedía bajo sus pies. Bajo él se extendía el escenario, y más allá la sala de butacas, por la que se habían repartido los integrantes del rebaño, aunque no había rastro de su líder, al menos de momento. Sombra trató de analizar la distribución de los asientos ocupados y vacíos, pero carecía de sentido. El Auditorio tenía el aspecto de eso: un auditorio con media entrada. Murmuró una maldición. Algo se le estaba escapando, y ese algo podía costarle su vida y la de muchos más. Estaba comenzando a asomarse de nuevo cuando el telón que ocultaba el escenario comenzó a abrirse repentinamente. Una calurosa ovación estalló entre los espectadores y un foco iluminó el centro del escenario.
—¡Bienvenidos! —saludó una voz por los altavoces, y el pastor del rebaño entró en el círculo de luz.
Sombra encadenó una maldición con otra. ¿Qué clase de magia era esa? ¿La de la teletienda? Lo que había sobre el escenario no era un mago, era un vendedor. Nada tenía sentido. Con lo cual no había nada que pudiera detener. Comprobó que el seguro de la pistola estaba quitado, hizo un amago de apuntar por encima de la barandilla del palco y volvió a esconderse. Esperaría un poco más. Quizás hasta que fuese demasiado tarde.
2
Las Puertas estaban cerradas, pero ellos no estaban entrando en el Reino; ellos eran el Reino. Aun así, la preciosa carga que transportaban pertenecía al mundo de la vigilia, así que no podían arriesgarse a exponerla a los cambiantes influjos del vacío gris, y tuvieron que alcanzar el Salón de Mármol directamente. Una máscara de plata. Una sonrisa sardónica pero cansada. Una bolsa de piel humana. Y todo lo que las acompañaba.
—¡Han vuelto! —exclamó un servidor, y la frase se extendió como un incendio por todo el Salón.
Por doquier, piernas cansadas obligaron a sus cuerpos a levantarse, ojos agotados concentraron la mirada y brazos casi sin fuerzas aplaudieron para acompañar los vítores que brotaban por todas partes. La defensa del Reino se había cobrado un alto precio, sí, pero sería apenas un recuerdo en cuanto la Reina volviese a estar sobre su trono.
La Oscuridad fue el primero en adelantarse hacia sus hermanos, pero la primera en hablar fue la doncella de la Reina.
—¿Lo habéis conseguido? —Era más una súplica que una pregunta.
—Así es, valerosa Sura —respondió el Torturador acariciándole una mejilla, y después alzó la bolsa de piel humana para que todos pudieran verla claramente—. El asesino ha muerto. La Reina resucitará.
Un nuevo clamor de alegría empezó a alzarse, pero la argentina voz de la Oscuridad lo cortó antes de que cobrase mayor intensidad.
—Si es que tu ritual funciona.
—Funcionará —dijo la Cazadora tras su inescrutable máscara de plata—. Hemos pagado un precio demasiado alto para que no funcione.
La Oscuridad se encogió de hombros.
—Manos a la obra, entonces —dijo, y se apartó a un lado, abriendo paso hasta el catafalco en el que reposaba el cuerpo de la reina Mab.
3
Con una calma que rayaba la estupidez, el pastor llevaba casi un cuarto de hora alabando la valentía y la serenidad de su rebaño, exaltando de un modo tremendamente personalizado lo que cada uno de ellos había tenido que soportar y resistir para llegar hasta allí. Mientras tanto, con la espalda apoyada en la barandilla de su palco, Sombra jugueteaba con el seguro de la pistola. La invocación, el ritual o lo que quisiera que pensasen hacer parecía que no iba a empezar nunca. Sólo prolegómenos y prolegómenos. Pero esa misma ausencia de movimiento era lo que le mantenía a él paralizado. Durante un rato consideró seriamente la posibilidad de disparar antes de saber qué sucedía en realidad, pero no podía arriesgarse a que lo que tuviese delante fuera tan sólo la fachada de un ritual oculto. Tenía que saber. Así que siguió esperando.
—¡El amanecer se aproxima! —Algo en el tono de voz del pastor hizo que se irguiera ligeramente. Más intenso, y por primera vez con una nota de apremio, en vez de elogio o complacencia. Lo que quisiera que fuese iba a comenzar ahora—. ¡El amanecer se aproxima, y con él, el fin de todo este sufrimiento inmerecido!
Sombra entrecerró los ojos, atento a cualquier alteración en las líneas de energía que rodeaban al rebaño, a su líder, incluso a la sala en su conjunto, pero todo permanecía inalterado.
—Levantaos —dijo el pastor, y todos sus fieles le obedecieron. En ese instante recorrió la sala un repentino aumento de energía, una energía brillante, eufórica, que desconcertó a Sombra. No había una pizca de miedo ni de sufrimiento en ella. Con su largo discurso les había vendido la felicidad, y ahora esta comenzaba a fluir libremente—. Os prometí la salvación. Os prometí un lugar seguro. Y vamos a tenerlo. Alzad la vista hacia al este. Contemplad el amanecer.
En realidad, la enorme cúpula del Auditorio no tenía ventana alguna, pero la multitud reunida en sus asientos volvió la cabeza al unísono hacia el este, como si hubiera algo que ver. Un escalofrío plateado recorrió las palmas de las manos de Sombra, y se incorporó totalmente. Nadie le prestaba la más mínima atención, y necesitaba ver. Necesitaba comprender. La energía del rebaño era tan intensa que casi era perceptible a simple vista, un auténtico tornado plata y oro que giraba con lentitud, más que evidente para cualquiera que supiera cómo tenía que mirar. Jamás había visto una energía tan limpia y tan potente. Había presenciado rituales de alta magia llevados a cabo por adeptos que se purificaban doscientos días antes de penetrar en el pentáculo. Había participado en las multitudinarias danzas en espiral de las sacerdotisas wicca. Pero Sombra nunca pensó que vería un despliegue semejante.
Lo peor de todo era que, aun teniéndolo literalmente delante de sus narices, no lo comprendía. ¿De qué servía esa espectacular pirámide invertida de fuerza? ¿Cómo iba a emplearla un vendedor bien vestido para una invocación? ¿Por qué iba a canjearla? Nada tenía sentido. Era energía de curación, de regeneración, de protección. Pero nadie que tratase con los Arcontes, y mucho menos que les sirviese, tendría interés alguno en la salvación. Sangre y oscuridad. Eso eran los Arcontes. Para ellos la luz no representaba siquiera una molestia.
—Cuando salga el sol —continuó el pastor—, nos marcharemos, abandonaremos para siempre esta tierra de sufrimiento y dolor.
Un estallido de pura felicidad recorrió el rebaño. Sombra vio lágrimas de gozo, abrazos, besos, y el torbellino de luz comenzó a girar más rápido, aumentando su intensidad y su tamaño al mismo tiempo. Ya prácticamente rozaba el techo, y pronto traspasaría el edificio y sería visible desde cualquier punto de la ciudad. ¿Era eso lo que querían? ¿Un falso faro para atraer a toda la luz, utilizando un cebo vivo y sincero? ¿O era sólo el paso previo a un suicidio colectivo que alimentase la sed insaciable de los Arcontes? Porque el pastor les había hecho la promesa mesiánica tantas veces repetida, que sólo acababa de una forma. «Os llevaré a un lugar mejor. Pero no con vuestros cuerpos, por supuesto». Sacrificios voluntarios. Los más valiosos. Los más complicados. ¿Era eso? El arma le pesaba enormemente en la mano, y Sombra seguía sin saber qué hacer. Apuntó. Volvió a bajar el arma. Volvió a apuntar. La bajó de nuevo. No servía para eso. No era un asesino. Sólo quería saber. Tener la certeza. Así que cerró los ojos y, respirando profundamente, se separó de su cuerpo apenas lo suficiente, tratando de rozar con el espíritu lo que había más allá del rebaño, más allá de los muros. En unos instantes, el primer rayo de sol cortaría el horizonte. Tenía que saber, y tenía que saberlo ahora.
—¿Estáis conmigo? —Un «sí» entregado respondió a la pregunta del pastor—. ¿Estáis dispuestos a abandonar esta tierra injusta y cruel? ¿A dejarla atrás para siempre?
Sombra trató de apresurarse, de alejarse un poco más. Con precaución. Estaba rodeado de energías inmensas que podían desgajar su forma astral con la misma facilidad con la que un tornado destroza una cometa. Un nuevo «sí» estalló entre la multitud mientras él se deslizaba centímetro a centímetro, y con un movimiento fluido el torbellino de luz abandonó el patio de butacas y se desplazó hasta el escenario. Era inmenso. Perfecto. De un poder aterrador. No ilimitado. Pero casi. Y el rebaño seguía alimentándolo, y no paraba de crecer, aunque ya no le pertenecía. Habían entregado su voluntad a su líder. Al lobo con piel de cordero. Y con ella, todo ese poder.
—Vámonos, entonces.
Sólo en ese momento Sombra comprendió. Era un tornado, porque iba a hacer lo mismo que un tornado. Lo había tenido delante todo ese tiempo. Toda su vida, en realidad. Esa energía era curación, era regeneración. Era el instinto de salvarse. El instinto de huida. Huir. Por supuesto que se iban. Toda su vida lo había tenido en su interior, toda su vida el instinto de huir le había empujado, le había hecho saltar de un lugar a otro, esconderse, alejarse; y ahora, cuando más falta le hacía comprenderlo, no había logrado verlo. El pastor no estaba tratando de traer nada, de invocar nada. Se lo estaba llevando. Se lo estaba llevando todo. Rebaño. Sala. Auditorio. Todo. Dejando atrás toda cautela, Sombra extendió su conciencia más allá del palco, de la sala, del Auditorio, mientras el torbellino de luz se expandía a una velocidad prodigiosa, desbordando el edificio, engulléndolo. Pasó sobre él como una ola inmensa sobre un bañista sumergido, meciéndole suavemente, y en cuanto le superó, partió a toda velocidad tras la estela de la brillante energía blanca. Tras él, su cuerpo abandonado se desplomó flácidamente en el suelo, y frente a él contempló las calles que iban siendo inundadas por el estallido, anegadas por un maremoto de pura energía ardiente. Sombra se alejó aún más, pero era imposible seguir el ritmo de la cegadora expansión. Aun así alcanzó los parques, los edificios, los polígonos industriales de la periferia, y con un agónico esfuerzo final trató de alejarse aún más, de ver qué aguardaba más allá. Y chocó. Durante un segundo estuvo de nuevo sumergido en la cegadora fuerza de la ola, y un instante después salió despedido hacia atrás. Desconcertado, trató de avanzar de nuevo, lentamente. Era como intentar luchar contra un brutal torrente de luz. De todos modos, avanzó. Alcanzó el borde mismo de la ola de energía. Y contempló lo que había al otro lado. Pero no había nada. Nada. Donde antes se alzaba el mundo, ahora sólo había un vacío impenetrable. Nada. El pánico le inundó, y el delicado equilibrio del viaje astral se deshizo como un castillo de naipes, arrastrándole de vuelta al Auditorio. Con la velocidad de un relámpago, Sombra regresó a su cuerpo, boqueando e incapaz de tomar aire durante unos agónicos segundos por el simple peso del terror. Cuando finalmente logró respirar e incorporarse, vio que el torbellino de luz que antes estaba frente a él se había consumido hasta no ser ya más que una vela tenue sobre la frente del pastor.
Se había llevado la ciudad. El torbellino se había llevado la ciudad. De algún modo, toda la energía acumulada había arrancado todo lo que le rodeaba, como si se tratase de una pequeña choza, y lo había lanzado fuera de la realidad, envuelto por su propia magia, flotando quizás en el vacío como una inmensa pompa de jabón. Rodeada de nada. Se había llevado la ciudad.
Sombra quiso correr. Pero ya no había ningún sitio al que huir.
4
El Salón de Mármol era una extensión de rostros tensos y silenciosos. Los servidores habían formado un círculo de caras grisáceas y ropajes blancos, que rodeaba el círculo mucho más variopinto pero igual de silencioso de los Señores de la Pesadilla. Y en el centro de todos ellos, el catafalco sobre el que reposaba la figura inerte de la Reina. La mortaja había sido retirada del cuerpo, y las crueles heridas sufridas eran claramente visibles para todos. A ambos lados del catafalco se habían situado los cadáveres de los servidores que habían caído en defensa del Reino, y más allá del círculo se alzaba la forma imponente y exánime del Dragón.
—Es el momento —anunció el Torturador, y con paso seguro avanzó hasta la losa de mármol. En la mano izquierda portaba la bolsa de piel humana, y de ella extrajo con la otra mano el ungüento al que había sido reducido el cuerpo del asesino de la Reina. Rápida y metódicamente lo fue aplicando a cada una de las heridas, y después, dubitativo, dio un paso atrás. No sabía qué más hacer. No había nada más que hacer. El ritual había sido completado. Todo se había hecho de forma adecuada. Pero nada sucedió.
—Hemos fracasado —se lamentó el Laberinto tras unos segundos de silencio—. ¡Hemos fracasado!
Nadie se atrevió a oponerse a su grito.
—Era la única opción, y aún no sabemos… —trató de aplacarle el Torturador.
—Era un papel que bien pudo haberlo escrito un borracho, o un loco —le cortó la Oscuridad—. Hemos fracasado. La Reina ha muerto.
Con solemnidad, comenzó a volverse hacia el círculo exterior para proclamar la verdad, pero el hocico de la Bestia le detuvo.
—El Salón sigue aquí —gruñó—. Su poder sigue aquí.
—Hermana, es inútil —terció el Laberinto.
—No —replicó tajante la Bestia—. Ninguno de vosotros ha visto lo que yo. Su poder sigue aquí.
Y con un gesto de la cabeza señaló hacia una figura del círculo exterior.
—Por supuesto. —Los ojos del Torturador se iluminaron—. He estado fuera demasiado tiempo, perdonad mi estupidez. ¡Adelántate, Sura, doncella de la Reina!
La servidora dudó unos instantes y después salvó velozmente los metros que la separaban del catafalco. El Torturador esbozó una sonrisa cansada, que Sura no le devolvió.
—Ahora todo depende de ti. —Y con un encogimiento de hombros, se hizo a un lado.
La doncella de la Reina observó el catafalco y a la hermosa figura que yacía sobre él. Incluso en la muerte, incluso con las terribles heridas, la reina Mab era hermosa, hermosa como sólo podía serlo la Señora de las Pesadillas. Y no podía morir. No de ese modo, no después de todo lo que habían hecho. Así que Sura hizo lo único que podía hacer. Lo único que quería hacer. Se inclinó sobre la losa de mármol y depositó un suave beso sobre los labios de su reina.
No hubo un estallido, ni un resplandor, ni truenos ni relámpagos. En el Reino, los espectáculos se reservaban para los forjadores. Cuando la servidora se incorporó, las heridas de la Reina habían desaparecido. Con un suave movimiento, Mab se encogió para después desperezarse, como si acabase de despertar de un largo sueño. A continuación, se puso de pie sobre el catafalco con un movimiento fluido, no sin antes acariciar la mejilla de su doncella. La Reina posó su mirada sobre el Dragón, y la cortina gris que nublaba los ojos de la titánica criatura desapareció, y sus escamas indestructibles se agitaron de nuevo. Hizo un sutil gesto, y los servidores que reposaban muertos a sus pies se alzaron de nuevo en toda su plenitud.
—Abrid las Puertas —dijo.
Y las Puertas se abrieron.