29. Antes del amanecer

Recibió cien heridas, pero las cien se cerraron. Infligió muchas más, y todas quedaron abiertas y sangrantes. Llegó un momento en que nadie se atrevía ya a acercarse a Ivo, y se limitaron a observarle con odio y temor, pero siempre a una distancia prudencial. Sin más oposición, Ivo corrió. Corrió con la velocidad de los sueños y de la muerte, sin temer nada, sin desviarse de su camino, con la seguridad de que su auténtica misión ya estaba cumplida. Con la seguridad de que llegaría a tiempo.

Desde la ventana del ático, el Torturador lo observó alejarse con una sonrisa sincera en el rostro rechoncho que portaba en ese momento, y volvió a centrar su atención en el humano que se desangraba lentamente en el suelo.

—Perdón por el retraso —se disculpó con auténtica amabilidad. No le gustaba dejar las cosas a medias—. Sigamos.

Con meticulosa precisión, continuó separando la piel del cuerpo. Era un proceso que requería concentración y cuidado si quería coser una buena bolsa. Cortó, desgarró y tiró de la piel todo lo necesario, sin preocuparse de que el asesino de la Reina muriese antes del momento indicado. Había derramado la sangre de la reina Mab con sus propias manos; eso no iba a suceder. Y no sucedió. Todavía quedaba tiempo de sobra hasta entonces.

2

Había sido un día duro para la cazadora. Alina había tenido que huir. Había visto cómo mataban a gente. Había tenido que luchar. Había quitado vidas. Pero todo había transcurrido como a través de una bruma, sin tener realmente lógica, sin saber que era la cazadora. Hasta que se arrodilló junto a aquel cadáver y le cogió la máscara de hockey. Entonces todo comenzó a cobrar sentido, y ahora estaba a punto de culminar, en cuanto cruzase la puerta y acabase con su presa, que aguardaba atemorizada al otro lado. Aun así, no había sido fácil. Antes de esa noche Alina había sido administradora de redes informáticas, y cuando cayó la oscuridad en realidad aún lo era. Sabía que no debía seguir siéndolo, pero desconocía qué otra cosa debía ser. Recorrió las calles lo mejor que pudo, observando, aprendiendo, tratando de encontrar las conexiones entre todo lo que sucedía e intentando descubrir cómo encajaba ella en todo eso. Pero nada tenía sentido. Simplemente era una pesadilla hecha realidad, o mejor dicho, un mosaico de pesadillas. Pero aceptar esa idea no aclaró las suyas.

Hasta que se puso la máscara. En ese momento todo se hizo tan evidente, tan simple. Ella era otra pesadilla. Sin más. La cazadora. El nombre le daba una finalidad a su existencia. Así que cazó. La primera presa fue una oveja; una oveja fuerte y joven, pero oveja al fin y al cabo. Cuando el cuerpo del veinteañero yació inerte en el suelo a sus pies, haberlo matado con sus propias manos no le reportó ninguna satisfacción. Ahí tuvo la segunda revelación: era la cazadora, pero tenía un objetivo. Una presa. Así que partió en busca de un desafío mayor, lo cual era fácil, ya que la ciudad era un hervidero de grupos armados, enfrentándose y volviéndose a enfrentar en una compleja lucha por el poder y la posición. Tras su máscara de hockey, Alina eligió al que le pareció el líder más fuerte, y cayó sobre él con toda su ferocidad. Matarlo no le aportó la descarga de energía que esperaba, pero así logró su jauría. Eran dieciséis: fuertes, veloces, salvajes, crueles. En cuanto su líder murió, se arrodillaron ante ella en señal de lealtad. No juraron, porque ninguno podía hablar ya; se habían arrancado la lengua en señal de fidelidad inquebrantable, fidelidad que ahora depositaban en ella. Le pareció bien, y con la jauría a su espalda continuó su marcha en busca de presas. De la presa. Hubo otras luchas, escaramuzas, enfrentamientos, pero en ninguno de ellos la encontró. Hasta que, irónicamente, se le ocurrió volver al principio, al lugar donde había recogido la máscara de hockey y donde había descubierto su destino.

En cuanto puso el pie en la calle, antes incluso de ver el sitio exacto donde reposaba el cadáver del anterior portador, Alina la sintió: viva, joven, atemorizada. Suya. Esa era la sensación principal, de una intensidad abrumadora: era suya. La presa de la cazadora. E iba a cobrársela. Aun así, no permitió que la emoción nublase su astucia. La presa estaba oculta en una casa, y frente a su puerta yacían dispersos los restos de multitud de estúpidos que habían tratado de alcanzarla sin éxito. Allí donde ellos habían fracaso, Alina tendría éxito. Ella era la cazadora. El resto no. Con precaución, ordenó a su jauría que se dispusiese en forma de abanico, para abarcar cualquier posible ruta de escape. Después, con un silbido les ordenó avanzar. Era el momento.

3

Tras la cortina de la ventana del salón, Sakura observó como los atacantes se desplegaban sin poder evitar que un estremecimiento de pánico la recorriese. En algún rincón de su corazón había esperado que la destrucción de Hisakosan, su sacrificio, fuese suficiente para protegerla. Pero en su cabeza siempre había sabido que no sería así. Por eso tenía el tanto desenvainado y firmemente sujeto en la mano derecha, y la manga del brazo izquierdo remangada. Ya había visto lo que podía hacer la vida de una anciana. Ahora sólo restaba confiar en que la sangre de una muchacha fuese suficiente. Sólo tenía que hacer bajar la hoja, rozar la carne, y la sangre brotaría. La voluntad entretejida haría el resto. Pero no fue capaz de hacerlo. El brillante filo del tanto no se movió un milímetro. El estremecimiento de pánico se transformó en una cadena férrea, agónica, que amenazaba con asfixiarla.

Entonces la ventana estalló. Entre una lluvia de cristales y astillas, uno de los intrusos saltó hasta el salón, ignorando las pequeñas heridas que le había provocado el impacto. Sakura lanzó un grito y trató de colocar el arma a modo de defensa frente a ella, pero el atacante, un chico joven pero algo mayor que ella, se agachó con la rapidez de una serpiente y la aferró de los tobillos. Con un repentino tirón, la muchacha se encontró en el suelo, un choque seco y brutal que le vació los pulmones de aire. La vista se le nubló durante un segundo. «Voy a morir», pensó, pero no soltó el cuchillo. Una mano ascendió hasta su muslo, otra subió aún más para sujetarla de la cintura. Y el tanto descendió. No fue una decisión premeditada. Sólo fue el puro deseo de vivir concentrado en un filo de acero. La hoja se hundió con sorprendente facilidad a través de la piel y de la carne, y Sakura la sacó para volver a clavarla. Sólo cuando las manos que la sujetaban perdieron su fuerza, se dio cuenta de que le había acuchillado en el cuello y de que tenía las piernas empapadas de sangre. Sangre que no era suya. Inútil sangre derramada. Si su magia hubiera tenido otro origen ya habría vertido sangre suficiente para sobrevivir hasta el amanecer. Pero esas no eran sus reglas. Así que, antes de que el valor de la desesperación la abandonase, pasó la afilada hoja del tanto por su antebrazo izquierdo. Al instante, apareció en él una fina hebra carmesí que fue aumentando de tamaño. La ventana volvió a estremecerse cuando el segundo asaltante se encaramó a ella, pero la magia ya había entrado en funcionamiento.

Quizás vio algo inesperado en el marco. Quizás un temblor en una pierna le hizo perder el equilibrio. Era la magia que había comprado con su sangre, y Sakura no necesitaba conocer los detalles, sólo los efectos. El atacante resbaló, de tal manera que cayó con todo su peso sobre uno de los fragmentos de cristal que aún permanecían en la ventana, atravesándose la garganta y bloqueando el paso al mismo tiempo. No los detendría mucho, pero era lo que tenía. Rápidamente se incorporó y corrió hacia el baño, cerrando con fuerza la puerta tras de sí. Sólo entonces comenzó a notar el dolor del brazo. El corte era limpio, pero la hoja estaba tan afilada que había resultado más profundo de lo que pensaba. Tras unos segundos de duda, se decidió a dejar el tanto un instante sobre la pila del lavabo y a envolverse la herida con una toalla. Los oídos le zumbaban. El corazón le martilleaba. Y la puerta del baño no aguantaría más de un par de embestidas. Cogió de nuevo el arma y se preparó para enfrentarse a la siguiente oleada.

Ruido de cristales y un gemido ahogado. La ventana ya estaba despejada. Gruñidos y un chasquido metálico. La puerta de la calle ya estaba abierta. Pasos. Muchos. Ya estaban dentro. Demasiados. Sakura no quería morir. Pero la magia que le había trasmitido Hisakosan no permitía otra opción. Todo requería un sacrificio. Y el sacrificio necesario para salvarse en una situación así, probablemente la mataría. Pero no quería morir. No tenía la voluntad ni la entereza de su abuela. Tenía miedo. Muchísimo miedo. Así que esperó, y lloró. Pero no bajó el tanto. Lloró mientras oía que los pasos se acercaban. Lloró cuando el primer golpe hizo estremecerse la puerta del baño, y cuando el segundo arrancó astillas, y lloró con más fuerza cuando el tercero desgajó un pedazo de madera y vio al otro lado un rostro que no era un rostro. Una máscara de hockey.

—He venido a por ti —le dijo una voz femenina desprovista de emoción desde el otro lado de la máscara.

—¡Vete! —chilló Sakura.

—No hay salida —continuó la voz tras la máscara—. He venido a por ti. Eres mía.

—¡No! —gritó Sakura, pero esa vez mientras gritaba el miedo se transformó. En agotamiento. En odio. En furia—. ¡No! ¡No! ¡No! ¡No soy tuya! ¡Nunca lo seré!

Una risa cruel surgió de la máscara de hockey.

—¿Que no eres mía? Soy la cazadora. Claro que eres mía. Es mi destino. Es mi esencia. Es lo que soy.

Sakura avanzó un paso y lanzó una estocada a través del agujero de la puerta, más como un gesto simbólico que como un verdadero peligro para los atacantes.

—No eres más que una copia —rugió—. Una mala copia.

Y el miedo había desaparecido. Seguía sin querer morir, pero si iba a morir no quería que fuese en un cuarto de baño. Así que sujetó con firmeza el tanto y abrió la puerta. Al otro lado estaba la mujer de la máscara de hockey, y junto a ella una multitud de rostros crueles, que aguardaban pacientemente un paso atrás. La máscara asintió, como si Sakura hubiese salido en respuesta a su llamada, pero esa idea desapareció en cuanto la muchacha le escupió entre los ojos.

—Todos moriremos —susurró Sakura, mientras aproximaba el tanto a su vientre.

—No.

La voz no había surgido de la mujer de la máscara. Tampoco de sus acompañantes. Era una voz mucho más fría. Mucho más inhumana. La única voz que Sakura quería oír en ese momento.

—Todos no —dijo Ivo desde el marco de la puerta.

Y la muerte inundó el salón. El cuchillo de hierro silbó. Los huesos crujieron. La mujer de la máscara de hockey balbuceó con incomprensión. Y todo terminó. Sólo dos figuras permanecían en pie. Una menuda y con un tanto de acero. Otra, fría e imponente, con un cuchillo de hierro. Sakura sonrió. E Ivo le devolvió la sonrisa.

4

Había sido un trabajo arduo, pero ya estaba casi terminado. Con espíritu crítico, el Torturador analizó los resultados de su esfuerzo. Con cuidado, removió las cenizas a las que se había reducido el cuerpo mutilado del asesino de la Reina para asegurarse de que podía dar por concluido el proceso. Había ardido rápido, más de lo esperado, pero la bolsa de piel llevaba preparada desde hacía tiempo, así que sólo restaba el último paso. Con delicadeza, fue vertiendo la ceniza en el interior del receptáculo de piel, cucharada a cucharada. Una vez hubo terminado, cogió los huesos y los partió en partes más pequeñas para, acto seguido, irlos triturando en un mortero de mármol negro que había encontrado en la cocina. Sólo cuando la última esquirla de hueso estuvo a salvo en el interior de la bolsa humana, el Torturador se permitió estirar los músculos y desperezarse. El cuerpo que llevaba en ese momento no era precisamente atlético, y triturar huesos era una tarea dura. Los brazos le dolían con cada movimiento, y no quería ni imaginarse las agujetas que tendría el dueño a la mañana siguiente. Pero él no tenía intención de quedarse a verlo. El ritual se había completado. Era hora de volver a casa.

5

Mientras se colocaba una venda alrededor del antebrazo del mejor modo que pudo, Sakura se atrevió a hacer la pregunta que temía:

—¿Me llevarás contigo?

El Cazador había permanecido de pie en medio de la sala, sin prestar más atención a los cadáveres que a ella, pero no había mostrado intención de marcharse. De momento. Pero lo haría. No tenía ninguna duda al respecto, y cuando tuviese que marcharse, los votos que habían establecido no le servirían de nada. Así que tenía que convencerle. Convencerle, o quedarse sola en esa ciudad cubierta de cadáveres y repleta de monstruos.

—¿Me llevarás? —insistió, pero no podía hacer mucho más. No podía conmoverle, no podía seducirle.

El Cazador le devolvió una mirada tan fría e indiferente que su sonrisa, que sólo había durado un segundo, parecía una alucinación más que un recuerdo. Sakura sintió que el miedo volvía a apoderarse de ella, trepando lentamente desde su estómago, y un sollozo se le ahogó en la garganta. Además, no había forma de sujetar la maldita venda sin que se moviese.

—No puedo llevarte. —Su voz fue un puñal de hielo, destruyendo cualquier esperanza.

—Entonces, mátame —susurró—. ¡Mátame! No me queda nada.

El Cazador no contestó, sino que avanzó hasta su dormitorio, y tras coger uno de los libros de la estantería que tenía sobre el futón, se lo tendió. Sakura lo contempló sin entender, y el dibujo de un pequeño niño rubio le devolvió la mirada desde la tapa.

—No puedo llevarte —le explicó—. Esto es todo lo que puedo ofrecerte.

—¿El Principito? ¿Qué mierda quieres, que te siga aprovechando una migración de pájaros?

No tenía intención de insultar, y por un instante temió que se enfureciese con ella, pero ningún rastro de emoción atravesó el espejo de plata que tenía delante.

—No cómo viene. Cómo se va.

Sakura no entendía nada. Hasta que lo entendió.

—La serpiente. —Era cruel, era terriblemente cruel. Pero era una opción, la misma que ella había pedido a gritos unos instantes antes—. Si me mato, ¿iré contigo?

—En el Reino no hay lugar para los cuerpos —explicó el Cazador—. Pero si lo dejas atrás, te acogeré con gusto.

—¿Seré feliz? ¿No sufriré? —Una nota, que ni ella misma sabía si era desesperación o esperanza, tiñó su voz.

—Serás lo que quieras ser.

No era la respuesta que quería escuchar, pero Sakura supo que no le daría otra. Contempló el tanto, que descansaba sobre la mesa, al alcance de su mano. Estaba muy afilado. ¿Sentiría dolor si se cortaba el cuello con él? ¿Tendría la fuerza necesaria para clavárselo en el corazón? Un latigazo de dolor le recorrió el antebrazo izquierdo, que todavía tenía a medio vendar. Y eso apenas era un corte. No estaba preparada para morir. No todavía.

—Esa posibilidad ya es tuya. Siempre —le susurró el Cazador, y con gesto inescrutable le acarició la mejilla con una mano ensangrentada. Después irguió la cabeza, como si una llamada que sólo él oía resonase en la distancia—. Debo irme.

Y se desplomó. En el suelo, uno más entre los incontables cadáveres de la noche, yacía el cuerpo de Ivo Lain. Pero el Cazador ya no estaba allí.