27. Edificio Babilonia

Llegaban de todas partes de la ciudad, y ninguno sabía el porqué. La mayoría avanzaba en grupo, siguiendo a un líder que en algún momento de la noche había sentido el impulso de ponerse en marcha, de recorrer las calles sin ningún destino en mente, pero avanzando todo el tiempo hacia el mismo lugar. En ocasiones se cruzaban con otros grupos, casi siempre de forma silenciosa, intercambiando sólo miradas de hostilidad. Otras veces alguien lanzaba un insulto, una piedra, un disparo, y la calle se transformaba en un campo de batalla durante unos minutos salvajes pero breves. Finalmente acababa surgiendo un nuevo líder, y a su señal los supervivientes reemprendían la marcha, olvidado el conflicto. Todos avanzaban. Todos tenían que llegar allí. Y cuando lo vieron, supieron que habían alcanzado su destino. Los Cadenas de Acero hicieron resonar sus eslabones. Los Hijos de la Sangre lanzaron un aullido de triunfo. Los Cortadores besaron las orejas y los ojos que llevaban engarzados en sus collares. Y después se hizo el silencio. Algunos se sentaron, otros permanecieron de pie, pero todos se limitaron a contemplar el edificio sin saber qué hacer ni cómo hacerlo. Esperando la llamada de la voz que les había convocado. Esperando sus órdenes.

El grupo que seguía a la Chica de la Almádena improvisada fue de los últimos en llegar. Tras la muerte del Intocable habían sido necesarios muchos enfrentamientos y muertes para que un nuevo líder se alzase, y cuando finalmente la sangre comenzó a secarse en el suelo, la Chica ordenó avanzar, dejar atrás la colina y el parque, y dirigirse hacia el corazón de la ciudad. Recorrieron calles silenciosas y vacías, en las que hasta los cadáveres parecían haberse ocultado, sin encontrar oposición alguna, y pronto todos sintieron la urgencia que impulsaba a su líder. Tenían que llegar. Tenían que someterse. Un murmullo de asentimiento recorrió la mermada columna, aunque nadie sabía con qué estaban de acuerdo. Sólo sabían que lo estaban. Avanzar. Llegar. Someterse. Avanzar. Llegar. Someterse. Ese era el cántico que acompañaba cada paso. Finalmente doblaron una esquina y, con un gesto de la mano, la Chica les ordenó detenerse. Frente a ella la calle estaba llena. Cientos de personas. Quizás miles. Hombres y mujeres. Jóvenes y viejos. Todos guerreros. Todos supervivientes. Una sonrisa se abrió camino en su rostro, la primera desde la muerte del Intocable. Allí estaban entre hermanos, aunque antes hubiesen sido enemigos, aunque la sangre de alguna de esas tribus hubiese sido vertida por su almádena. Todo eso quedaba atrás. Cuando levantó la mirada hacia el edificio, no pudo evitar arrodillarse. En algún lugar tras el hormigón y el cristal, su nuevo señor aguardaba el momento de mostrarse. Y su ejército respondería.

—Esperaremos —dijo mientras dejaba caer pesadamente la almádena sobre el asfalto, y con un suspiro de satisfacción se permitió cerrar los ojos unos instantes para descansar. Nunca volvió a abrirlos.

2

—Problemas. Una maldita plaga de problemas es lo que tenemos ahí delante —dijo el Torturador suspirando—. Han crecido como setas.

—Setas con armas —apuntó Ivo.

Ambos observaban perchados desde la azotea más próxima al edificio en el que se encontraba el vórtice, aunque había más de veinte metros de uno a otro. Imposible alcanzarlo desde las alturas.

—Pues con armas o sin ellas, tendremos que cruzar. —El Torturador se encogió de hombros—. Salvo que tengas alguna otra idea, claro.

Ivo no contestó. Simplemente comenzó a bajar por la escalera de incendios, y el Torturador le siguió tras repetir el gesto con los hombros. Eran catorce pisos, pero el Torturador prefirió silbar en vez de preguntar de nuevo. Ya conocía lo suficiente a esa versión de la Cazadora como para saber que se tomaba su tiempo. Aun así, cuando Ivo se detuvo en la tercera planta para escrutar atentamente a los ocupantes de la calle, no pudo evitar insistir.

—¿Y bien?

Ivo sonrió tras su rostro impasible.

—Piel de cordero —dijo indicando con la cabeza—. Bajo nosotros tenemos a unos viejos conocidos.

—Tú primero —indicó el Torturador, y le cedió el paso.

E Ivo descendió. Bajó los últimos peldaños en completo silencio y salvó ágilmente los dos metros que le separaban del suelo, rodando sin provocar el menor sonido. Cuando se incorporó de nuevo ya tenía el cuchillo en la mano y estaba a unos quince metros de los hombres que se encontraban más alejados del edificio. Con zancadas rápidas, salvó la distancia que le separaba de ellos. En ese momento ya no eran individuos, no tenían capacidad de actuar por sí mismos. Eran parte de algo mayor, los brazos vivos y segmentados de una criatura más grande, inofensivos hasta que la cabeza se percatase de su presencia. Así que lo único que tenía que hacer era acabar con la cabeza. Estaba seguro de que si se hubiese acercado al edificio por cualquier otra calle, la alarma habría saltado al instante ante una presencia desconocida, pero para las personas que habían estado sobre la colina él no era en realidad un desconocido: era el asesino del Intocable, el que había derrotado a su líder. Y en algún rincón primitivo y oscuro de la mente humana, eso le otorgaba en cierta forma el derecho a gobernarlos. Por eso nadie alzó la voz, por eso nadie le señaló acusadoramente. Simplemente observaron como llegaba hasta ellos, y lo dejaron pasar. Ahora sólo necesitaba encontrar a su nuevo líder. Ivo recorrió el grupo con la mirada. ¿Qué hacía la cabeza cuando el cuerpo permanecía inactivo? Descansar. Dormir. Allí estaba. La chica que tenía a su lado la almádena improvisada. Sólo necesitó tres zancadas más y un movimiento rápido del cuchillo para cortarle la garganta. Después todo fue tan simple como levantar la enorme maza, y sus seguidores se pusieron en pie. Hizo un gesto en círculo sobre su cabeza y le rodearon en una apretada formación. Movió un poco la almádena en horizontal y abrieron el círculo lo suficiente como para que el Torturador llegase hasta su lado. Después comenzaron a caminar hacia el portal.

—¿Piel de cordero? —El Torturador sonrió—. Si estos son los corderos, pobres pastores.

—Esta ya no es ciudad para pastores —replicó Ivo, pero al decirlo algo resonó en su interior, algo que indicaba peligro, que tiraba de él de vuelta a las calles.

Sabía bien que no podía permitírselo, no ahora, así que desechó la sensación y se concentró en los metros que quedaban frente a ellos.

A pesar de la muchedumbre que se había congregado en torno al edificio, nadie parecía haberse decidido a cruzar las puertas, que permanecían abiertas pero desocupadas. Sólo aguardaban. La pregunta era: ¿les permitirían entrar a ellos? Ivo sujetaba con fuerza la almádena con una mano y el cuchillo con la otra, por si necesitaban abrirse paso, pero la respuesta fue sí. Nadie les bloqueó el camino, nadie pronunció siquiera una palabra para detenerlos. Cuando alcanzaron el escalón que daba acceso al portal, los hombres y mujeres que les rodeaban simplemente se detuvieron, como si hubieran tropezado con una muralla invisible, y la Cazadora y el Torturador cruzaron la arcada. EDIFICIO BABILONIA, ponía en letras doradas sobre la puerta.

—¿Y ahora? —preguntó el Torturador tras pulsar el interruptor de la luz, y esperar a que los fluorescentes del techo dejasen de parpadear.

—Arriba.

Y subieron.

Nadie de la calle había cruzado al interior del edificio, pero el cierre de las Puertas del Reino se había cobrado allí un precio mayor que en ninguna otra parte de la ciudad. Allí parecía como si la energía de los soñadores, en vez de extenderse y dispersarse, se hubiese concentrado y vuelto a concentrar, hasta prácticamente alterar la realidad. Ivo podía percibir el aroma de la Bestia surgiendo de una escalera que descendía al semisótano, aunque hacía tiempo que se había alejado de allí. Algunos pisos más arriba estaba la Oscuridad. Y más arriba, el Dragón. Y en lo más alto, la Reina. Sólo que no eran la Bestia, la Oscuridad, el Dragón ni la Reina. Eran mortales que, por su carácter, sus deseos o sus miedos habían manifestado las características de la Bestia, de la Oscuridad, del Dragón. Y era el asesino de la Reina. El cuchillo vibró con anticipación en su mano, y el deseo de regresar al Reino vibró en su corazón. Liberarse de esa prisión de carne, de ese mundo estático. Y sin embargo, una fibra del cuerpo en el que se había envuelto insistía en que no todo había concluido, en que tenía promesas que cumplir. Una en concreto. Observó el arma de hierro que esgrimía. Tendría que pagar su precio antes del amanecer. Pero no ahora. Seguido por el omnipresente silbido del Torturador, Ivo inició el ascenso por la escalera hacia su objetivo.

Cuando llegaron al segundo piso, pudieron percibir claramente el temor irracional que inspiraba la Oscuridad, pero provenía casi del final del pasillo, muy lejos de la escalera, así que se limitaron a ignorarlo.

Cuando alcanzaron el quinto, les llegó el olor a muerte y acero propio de la guarida del Dragón, pero no notaron su presencia, así que continuaron ascendiendo.

Cuando pusieron el pie en el descansillo del tramo que conectaba con el octavo piso, el Dragón atacó. No fue discreto, no fue sutil. Era el Dragón, y no necesitaba nada de eso. Su figura surgió de las sombras de la escalera, y lanzó un hachazo paralelo al suelo, directo al cuello de Ivo. No fue un golpe excesivamente rápido, ni le sorprendió especialmente. Sólo tenía que agacharse para evitarlo, y clavarle el cuchillo en las entrañas. Pero no lo hizo. Ni siquiera fue consciente del ataque. En ese momento, justo en ese momento, a media ciudad de distancia, Sakura lo llamaba. Lo necesitaba. Había hecho un juramento. Había forjado unos votos. Pero antes de ser de carne había aceptado la misión de devolver la vida a la Reina matando a su asesino. La indecisión sólo le asaltó durante un instante, pero era más de lo que podía permitirse. Mientras el filo del hacha se aproximaba cada vez más a su cuello, Ivo se preguntó si la cabeza volvería a crecerle cuando se la cercenasen, porque eso era lo que iba a pasar. Inevitablemente. La hoja hendió piel, carne y hueso, y la potente sangre arterial saltó prácticamente hasta el techo una, dos, tres veces antes de perder la fuerza de un corazón que se detenía. Pero no eran la carne ni la sangre que envolvían la esencia de la Cazadora. Ivo sintió como la presencia del Torturador se alejaba, mientras el cuerpo de Mark, el actor porno alternativo, se desplomaba al suelo con la cabeza apenas unida al cuerpo. El Dragón tiró del hacha hacia atrás para asestar otro golpe, pero tras el hacha fue la hoja de hierro de Ivo, que se clavó hasta la empuñadura en la cuenca de su ojo izquierdo. Cuando el cuchillo volvió a salir, el cadáver del Dragón del edificio Babilonia cayó y rodó escalera abajo, otro cuerpo más para la incontable lista que salpicaba la ciudad. Una mujer salió del descansillo y corrió hacia él con el rostro desencajado de dolor e incomprensión. Ivo se hizo a un lado y continuó su ascenso mientras la mujer chillada desconsoladamente sobre el cadáver de su amo. Esos gritos no significaban nada para él. Sin embargo, claramente resonando en su interior, se oía otro grito ahogado. Al otro lado de la ciudad, Sakura seguía invocándole, pero tendría que resistir un poco más. Un tramo de escalones. Un corto pasillo. Una puerta.

La Cazadora empujó, y la entrada se abrió en silencio. Era un pequeño estudio: cocina y salón separados por una barra, un baño a la derecha, y al fondo el único dormitorio, y el asesino de la Reina.

—Pobre Mark —comentó una voz a su espalda—. Se le echará de menos.

Ivo volvió la cabeza lo justo para ver a un joven con sobrepeso, vestido con ropas cómodas.

—¿Más porno?

—¿Eso era ironía? —El Torturador suspiró—. Dibujante erótico. Es lo único que quedaba. Literalmente. ¿Dispuesto?

—Dispuesto.

Juntos, cruzaron el salón y se asomaron con precaución al dormitorio. La cama era un estanque de sangre, sobre el que flotaban los restos apenas reconocibles de una mujer. Debían de haberla apuñalado más de cien veces, con toda clase de objetos, y después parecían haberla golpeado y destrozado hasta convertirla en una masa informe de brillante carmesí. Junto a ella, sentado en el borde de la carnicería y con la mirada perdida en el infinito, había un hombre joven, de unos veinticinco años, con los brazos cubiertos de sangre hasta los codos. A sus pies, en un pequeño charco rojo, había un cuchillo de cocina pequeño, un cuchillo de sierra, un tenedor de trinchar, un martillo, un mazo de madera, una especie de pisapapeles de cristal agrietado y algunos otros objetos más pequeños, indistinguibles. Cuando llegaron junto a él, el asesino habló, aunque sin dirigirles la mirada.

—Sólo quería salvarla —murmuró—. Salvarla de mí. No sé qué ha pasado.

—Si estás lleno de mierda, no es buena idea ponerte un tapón en el culo —gruñó el Torturador, tras escupir al suelo con desprecio—. Y matar al fontanero es una idea mucho peor.

El asesino se incorporó lentamente y con pasos tambaleantes se aproximó hasta la ventana. Bajo ellos, la calle seguía repleta de una legión que aguardaba órdenes.

—No quería… —balbuceó—. No tienen por qué estar aquí.

—Se llama derecho de conquista —explicó Ivo, acercándose un paso, por si intentaba saltar por la ventana—. Has matado a la Reina. Para ellos, tú eres la Reina ahora.

—Por poco tiempo —puntualizó el Torturador.

—¿Vais a matarme? —Había una nota de esperanza en su voz, bajo el horror que la inundaba.

—También —dijo Ivo mientras le clavaba el puñal en el vientre—. Pero cada cosa a su tiempo.

Clavó de nuevo la hoja, y después dejó que el asesino se desplomase de rodillas con un gemido ahogado, mientras el Torturador se acuclillaba a su lado para explicarle el proceso.

—Primero te desollaremos —dijo—, y con los tendones de tus manos…

Ivo no prestó atención, sino que contempló la ciudad por la ventana, un mosaico de luces bajo el que se ocultaba un mosaico de muerte. Aún tenía una promesa que cumplir. Y todavía estaba a tiempo de cumplirla.

—¿Puedes seguir solo? —preguntó dándose la vuelta repentinamente.

—… y con las orejas dentro del saco… —El Torturador se detuvo un momento, y escrutó el rostro que envolvía a la Cazadora durante unos largos segundos. Finalmente, se encogió de hombros—. Te avisaré cuando estemos listos.

Ivo no aguardó a oír el resto de la explicación. Corrió escalera abajo, saltando tramos enteros de escalones. Atravesó la puerta que daba a la calle abriéndola de una embestida. Y se encontró en medio de un millar de rostros vacíos y hoscos, que le contemplaban con furia mientras aferraban toda clase de armas.

—Tú… —rugió uno de los que estaban junto a él, un hombre de unos cuarenta años que empuñaba unas tijeras de podar oscurecidas por la sangre seca.

—¡Lo has matado! —gritó unos metros más atrás un chico que no llegaría a los quince y que estaba colocando una flecha en un arco.

—¡Tú! —gritó de nuevo el hombre de las tijeras, señalándolo con un dedo acusador.

—¡Tú! —corearon una decena de voces, y luego un centenar, repletas de odio y desesperación en la misma medida.

E Ivo rió. Rió en voz alta, por primera y última vez, con carcajadas crueles y gélidas que hicieron enmudecer a la muchedumbre.

—Yo —dijo.

Y empezó a matar.