25. El rebaño

El día estaba siendo cada vez más raro. Inquietante incluso. Y cuando algo la inquietaba, no sabía cómo pero siempre acababa en la biblioteca. No es que fuese demasiado grande, en realidad nada en el instituto lo era, pero estaba bien provista de libros y las altas estanterías repletas de volúmenes la relajaban. Aunque no a Lola.

—Me está poniendo de los nervios —repitió por enésima vez, contemplando como la bibliotecaria pasaba de nuevo por delante de su pasillo, con la misma expresión que pondría un policía que vigilase a un criminal reincidente—. Te lo digo, Andrea: como vuelva a pasar con esa cara de perro, me levanto y le escupo.

Andrea suspiró. Lo raro del día había afectado también a Lola, pero de algún modo había logrado arrastrarla con ella hasta su rincón de calma. Durante la clase de matemáticas las cosas casi se habían descontrolado del todo. Vale que todos sabían que el Cara a Cuadros, el profesor, era un salido, pero de ahí a empezar a acariciarse el paquete mirándolas había un mundo. A Andrea casi le vino una arcada cuando se percató, pero era como si el resto de las chicas no se diesen cuenta. Cuando miró hacia atrás, a ver si alguien más reaccionaba o lo estaba soñando, y se encontró con que Lucy estaba con la falda prácticamente en el ombligo y las piernas completamente separadas, se puso roja como un tomate, la arcada se transformó en una náusea incontrolable y salió por la puerta musitando que se encontraba mal. Nadie le hizo el más mínimo caso. Cinco minutos después, cuando estuvo segura de que no iba a venirle otra arcada si entraba de nuevo, abrió la puerta, dijo que necesitaba que Lola la acompañase a la enfermería, y prácticamente la arrastró con ella hasta el pasillo y desde allí a la biblioteca. Y no tenía claro que hubiese sido una buena decisión. Cuando la sacó al pasillo, ya tenía esa mirada dura, la cara de piedra, como solía llamarla, aunque nunca en voz alta. Lola podía ser muy complicada de tratar. No es que hubiese tenido una infancia problemática, ni que tuviese líos en casa. Nadie los tenía en su instituto. De hecho, eran la élite de la ciudad, como se empeñaba en recalcar la directora una y otra vez en la charla semanal. «Y tenéis que comportaros como tal», terminaba. Pues ahí estaba el vicedirector tocándose el nabo y una alumna abierta de piernas. Buena élite.

Al menos, desde que habían llegado a la biblioteca todo estaba tranquilo. Hubo un momento en que oyeron algo de jaleo en el pasillo, pero Andrea se limitó a centrar la mirada en el libro. Por su parte, Lola tenía clavada la vista en la estantería que tenían justo enfrente, con los labios tensos en una línea de frustración. Cuando se ponía así no podía decir nada que no la hiciese enfadar más, así que Andrea prefirió quedarse callada. Pero la bibliotecaria tuvo que pasar de nuevo. Como impulsada por un resorte, Lola se levantó.

—¡¿Qué?! —gritó mientras avanzaba para encararse con ella con gesto desafiante.

No se detuvo hasta que sus caras casi se rozaron. Andrea no sabía el nombre de la bibliotecaria. No era muy buena para los nombres. Simplemente era la bibliotecaria. Cuarenta. O más. Le costaba calcular la edad de los adultos. Pelo recogido en una coleta castaña. Normal. Era alta, eso sí. La frente de Lola apenas le llegaba a la barbilla.

—Castigada —fue lo único que dijo. Ante el asombro de Andrea agarró a su amiga por el cabello, sujetando con fuerza un largo mechón de pelo negro y envolviéndoselo en la mano, y prácticamente la arrastró hasta su escritorio. Lola no abrió la boca, sólo la miró con esos ojos de hielo, mientras la bibliotecaria sacaba una gruesa regla de madera de un cajón, de unos cincuenta centímetros de largo—. Inclínate.

Andrea sintió que el estómago se le revolvía de nuevo. No podía estar pasando. Pero estaba pasando. Todavía en silencio, Lola se inclinó para apoyar las manos sobre el escritorio, y con dos tirones bruscos la bibliotecaria le subió la falda y le bajó las bragas, dejando sus nalgas al aire.

—Diez azotes. Cuenta.

La regla restalló como un látigo y, paralizada, Andrea observó como surgía una franja roja allí donde había golpeado, que comenzó a hincharse.

—Uno —dijo Lola, y la regla golpeó de nuevo—. Dos. Tres. Cuatro. Cinco.

Los golpes se sucedían con brutal velocidad. Rojo. Morado.

—Seis. Siete. Ocho. Nueve.

El noveno impactó con tanta fuerza que Andrea creyó intuir puntitos de sangre en la regla. Pero ya sólo quedaba uno.

—Nueve —dijo de nuevo Lola, y la regla volvió a golpear—. Nueve. Nueve. Nueve.

La regla subía y bajaba, y la intuición de la sangre se había convertido en certeza. Nueve. Nueve. Nueve. Las nalgas eran un amasijo rojo y morado. Nueve. Nueve. Las gotas salpicaban cada vez que la regla se alzaba, manchando el escritorio, las paredes, los libros. Y seguía diciendo «Nueve». Andrea sintió que el estómago se le volvía del revés, y cayó de rodillas vomitando. En cuanto pudo controlar las arcadas, se levantó y echó a correr. «Nueve», seguía resonando a sus espaldas. Nueve. Nueve.

2

No tenía a donde huir. La biblioteca era su refugio. Lo había sido. Pero ya no podría serlo nunca más. Así que corrió lo más lejos posible, a lo más opuesto, y después de un tiempo que no supo precisar, se encontró en el gimnasio. Cruzó la pista, entró en los vestuarios y se encerró en uno de los servicios. Y lloró. Y esperó. No pensaba salir. No hasta que el mundo dejase de estar loco. Tardara lo que tardase.

Probablemente habrían pasado un par de horas cuando oyó los pasos.

—¿Hola? —La voz sonaba tranquila, lo cual ya era mucho con el día que estaba viviendo, y extrañamente amistosa—. ¿Hola? —volvió a insistir.

Andrea asomó la cabeza por debajo de la puerta y vio unos zapatos elegantes de cuero negro, y la parte baja de un pantalón de traje, también de color oscuro.

—No quería molestar —continuó el desconocido, hablando hacia el fondo del vestuario—, pero las cosas se han puesto un poco peligrosas ahí fuera, y me preguntaba si alguien podía necesitar ayuda.

Por fin algo de lógica en el caos. Andrea no se planteó ni por un momento que pudiese ser una trampa. Tan sólo abrió la puerta con un suspiro aliviado, y prácticamente se echó en brazos del hombre, que la sostuvo con una sonrisa desconcertada, sin soltar un maletín negro.

—Hola —dijo el desconocido, dedicándole una amplia sonrisa—. Me llamo Frank.

Andrea le devolvió la sonrisa, o al menos lo intentó, pero se le ahogaba con un llanto contenido.

—Hay… Yo… —balbuceó, sin atreverse a separarse de Frank. Si lo hacía, el caos se abalanzaría de nuevo sobre ella.

—Lo sé, lo sé —la tranquilizó—. Pero ya no corres peligro. No conmigo. ¿Quieres salir de aquí? ¿De todo esto?

Andrea asintió. Sabía que si intentaba hablar de nuevo se echaría a llorar, y no sabía si podría parar.

—Pues vámonos. Hay otro par de personas esperando ahí fuera, no sé si las conocerás. Uno también es un estudiante… —Frank la observó valorativamente—. Pero no, es más joven que tú. Y creo que la otra es una conserje, pero está demasiado conmocionada y no ha sabido explicármelo. Una señora mayor, con el pelo corto y blanco, y gafas de pasta moradas.

—Sí, es una de las conserjes —logró contestar entre hipidos. En cierto modo, era como si esa conversación intrascendente la acercase un poco más a la normalidad, aunque sólo fuese un pasito—. No sé cómo se llama.

—No te preocupes, tampoco es importante. Salgamos de aquí.

Frank le dio un beso paternal en la frente, y Andrea dio otro pasito más hacia la racionalidad, lo suficiente como para separarse de él y mirar la puerta de los vestuarios con aprensión. Nueve. Nueve. Nueve.

—No creo que pueda salir —dijo suplicante.

Al otro lado estaba la locura. La sangre. Lola.

—Sí puedes. —Frank le tendió la mano—. Yo te llevaré. Conmigo no te pasará nada. Nos iremos de aquí. Si lo deseas. Te lo prometo.

Y Andrea le creyó. Cualquier otra opción era demasiado terrible.

Salieron de los vestuarios en silencio. Frank con pasos firmes y seguros, Andrea con pasos ligeros y temerosos, pero salieron, y al otro lado, como le había prometido, estaban la conserje y un chico de primer año que le sonaba vagamente. La conserje parecía estar indemne, salvo por la mirada errática y vacía, pero el chico tenía la camisa desgarrada y unas marcas que podían ser de golpes de vara o quizás de latigazos recorriéndole el pecho y la espalda. Aun así, parecía bastante entero, y le sonrió tímidamente.

—Soy Marco.

—Yo Andrea.

Por un momento dudó si darle la mano o dos besos, y finalmente no hizo nada. Tal vez todos los demás compañeros estuviesen muertos, o algo peor. No era el momento de preocuparse por cómo saludar a un chico desconocido. Pero hacerlo era mejor que recordar lo que había visto, o peor aún, que imaginar lo que podía ver.

—¿Te duele? —le preguntó señalando uno de los verdugones.

—Casi nada —respondió el chico, y parecía sincero—. Frank me los ha curado, y ya no me molestan si no me apoyo.

No preguntó cómo se los había hecho. No quería saberlo.

—¿Queréis que nos marchemos?

Por un momento casi se había olvidado de su salvador. Andrea asintió intensamente, y en cuanto Frank se puso en marcha, le siguió junto con los otros supervivientes.

Marco le dijo algo, y sin darse cuenta estaban hablando de profesores, y de música, y habían salido del instituto. Un par de pasos por delante, Frank canturreaba tranquilamente con la conserje apoyada en su brazo. Nada parecía atemorizarle, y cuando Andrea se detuvo con aprensión, sin atreverse a dar el último paso fuera del edificio, él se volvió hacia ella y le sonrió, y su sonrisa era calma, y la promesa de un lugar mejor, así que olvidó sus miedos y siguió hablando con Marco.

Unos minutos después, Frank se detuvo delante de un edificio y le siguieron escalera arriba; esperaron frente a la puerta de un apartamento, hasta que volvió con un hombre gordo, y luego frente a la puerta de otro, del que salió con una niña de cuatro o cinco años. Era genial, porque todos iban a salvarse, así que Andrea les saludó y siguió bromeando con Marco, y cuando la niña, que se llamaba Lia, comenzó a cansarse, ella la cogió en brazos un rato, y siguieron andando detrás de Frank. Después del edificio vino una casa de una sola planta, y luego otro edificio, y luego un callejón, y luego tal vez un hospital, pero Andrea pronto dejó de prestarles atención, y perdió la cuenta. Simplemente cada vez eran más, y cada vez se sentía más a salvo. Con cada persona que Frank encontraba, la normalidad, la realidad tal y como debía ser, se acercaba un pasito más.

Aunque había cadáveres en algunas calles, podían cruzar a la otra acera o, si no había más remedio, pasar sobre ellos y mirar a otro lado. A veces oían gritos, pero podían charlar como si no los escuchasen, y dejarlos atrás tras unas manzanas. En ocasiones incluso se cruzaban con gente, con gente mala, pero entonces Frank les decía que se parasen, y que se quedasen quietos y en silencio. Ellos lo hacían y la gente mala se iba, y después podían seguir andando y encontrando a más personas escondidas. Buenas personas. Como ella. Como Marco. Como la conserje. Sólo había que seguir a Frank. Sólo había que hacerle caso. En una ocasión un par de chicos no le hicieron caso: se separaron del grupo y avanzaron hacia una casa, y les pasaron cosas malas. Pero los demás siguieron andando. Iban a estar a salvo. Se lo habían prometido. Sólo tenían que desearlo.

3

Frank R. Schiolla contempló su rebaño. Treinta y cuatro. Y todavía quedaba mucha noche por delante. Había tiempo de sobra. Sonrió, y treinta y cuatro rostros le devolvieron una sonrisa bobalicona. Todavía necesitaba muchos más, pero los encontraría, encontraría sus pequeñas madrigueras, sus oscuros armarios y los cubículos donde se acurrucaban, y les vendería lo que más deseaban comprar: la esperanza. Al fin y al cabo, ese era su trabajo, siempre lo había sido, así que podía dedicarle una noche más.

—En marcha —dijo, y su rebaño le siguió mansamente, entre charlas y canciones.

Dio un pequeño saltito para evitar que un charco de sangre estropease sus relucientes zapatos, y dentro del maletín rebotaron las dos palomas medio muertas que aún le quedaban. Más que suficientes para llegar al amanecer. Sin poder evitarlo, comenzó a silbar una canción, y varias voces se le unieron en una melodía descuidada y desenfadada. ¿Cómo no iba a estar feliz? Iba a ser el Rey del Mundo.

4

Cuando la comitiva pasó por delante de su ventana, Sakura no la vio. Hacía tiempo que había abandonado su puesto de vigilancia. Demasiada muerte. Y dicho así sabía que sonaba infantil y superficial. Demasiada muerte. Pero era lo que había al otro lado de su ventana. No esa muerte abstracta de los libros. Ni esa muerte reseca de los cementerios. Era esa clase de muerte que se esforzaba en sacar al exterior todo lo que debía quedar dentro. Crueldad. Barbarie. Vísceras. Así que se había alejado todo lo posible. Durante un rato fue a su cuarto y puso la música lo más fuerte posible en sus cascos. Pero el ruido no podía espantar al miedo. Como tampoco podía el tacto del acero que apretaba con fuerza, continuamente. ¿Qué haría si venían? ¿Chillaría? Probablemente. Por un momento se preguntó si sería verdad que uno podía orinarse de puro miedo. Lo peor, lo que hacía que una náusea la golpease con la fuerza de un puñetazo, eran esos horribles momentos en los que la asaltaba el pensamiento de qué harían con ella. Tenía que encogerse, enroscada en una bola en el futón, y respirar rápido y profundamente. Se veía degollada. Se veía violada. Se veía mutilada. Y no quería verse así. En un momento dado se percató de que estaba gritando y llorando, no sabía desde hacía cuánto. Le costó detenerse. Mucho. Al final lo consiguió. Y siguió vagando de un rincón a otro de la casa, buscando sin encontrar el consuelo del espíritu de su abuela. Estaba sola. Y aterrada. Y no quería morir.

No, Sakura Takahasi no vio pasar al rebaño por el otro lado de su ventana.