En la extensión nívea del Salón de Mármol se alzaban todos los servidores del Reino. Y eran pocos. Muy pocos, a ojos de Sura.
—No somos ni cien, ¿verdad? —le preguntó al mayordomo.
—Ochenta y ocho —respondió Priscus, pero después reparó en el cadáver de Corda, que yacía cubierto por un sudario junto al catafalco de la Reina—. Ochenta y siete.
—¿Por qué tan pocos? —No tenía sentido para la doncella. El Reino era, a efectos prácticos, infinito.
—Nadie lo sabe. O mejor dicho, nadie se ha preocupado por saberlo. Quizás en la biblioteca del Torturador haya alguna información al respecto, pero si es así, yo lo desconozco.
—Entonces tendremos que conformarnos con lo que tenemos. Con lo que somos.
Dando un paso al frente, Sura levantó las manos para captar la atención de sus hermanos. En un instante, las escasas y quedas conversaciones se desvanecieron, ochenta y cinco túnicas blancas susurraron y luego enmudecieron, y ochenta y cinco pares de ojos negros se fijaron en ella desde ochenta y cinco rostros macilentos. El ejército del Reino, o al menos lo que tendría que servir como tal.
—Hermanos y hermanas —comenzó con una voz clara, que alcanzaba fácilmente todos los rincones del Salón de Mármol—, como bien sabéis, el Reino está siendo atacado. La Reina ha muerto a manos de nuestros enemigos, y el Dragón yace inerte a su lado. La Cazadora ha partido al mundo despierto en busca de venganza y curación, y junto a ella han acudido el Torturador y la Víctima. Y mientras tanto, la guerra se aproxima a las columnas de este salón. —Sura hizo un gesto amplio con la mano para abarcar todo lo que les rodeaba—. Más allá de estos arcos, la Oscuridad y el Laberinto contienen a los asaltantes, pero sólo los contienen, pues en su naturaleza no está la destrucción, sino la desesperación y el agotamiento. Tarde o temprano llegarán hasta aquí. Más pronto que tarde. Y entonces nosotros deberemos luchar. Matar. Morir. Nuestra hermana Corda ya ha caído, pero eso no significa nada para nosotros, que ya no somos ni carne ni sangre. Sin embargo, si el cuerpo de la Reina es destruido, quizás tan sólo dañado, todo lo que tenemos, todo lo que somos, no servirá de nada, y el sacrificio de los Señores que han viajado al mundo será estéril y vacío. Cuando la Reina renazca, todo el daño sufrido será borrado. Pero es nuestra misión preservar su cuerpo hasta ese momento.
Un susurro de asentimiento recorrió la sala, seguido de un rugido de energía, de ansias de lucha. Sura sonrió con calma. No era ella quien hablaba. Ella sólo era una simple servidora. Moldeable, caótica, cambiante. Era la sangre de la Reina la que hablaba a través de ella, era la sangre de la Reina la que la había convertido en su líder. Lanzó una breve mirada a su espalda, donde la Bestia aguardaba tumbada en silencio, escuchando atentamente sus palabras. Le pareció que le hacía un breve gesto de asentimiento, así que de nuevo centró su atención en sus hermanos, y prosiguió.
—¡Somos los hijos e hijas del Reino! —exclamó, y le respondió un vítor que resonó hasta los altos techos de mármol—. ¡Somos el Reino! —Un nuevo vítor se alzó, y Sura aguardó a que se extinguiese antes de concluir—: Priscus, mayordomo del Salón de Mármol, nos dará las instrucciones pertinentes para la defensa.
En cuanto la doncella dio un paso atrás, sintió que la energía que la había inundado desaparecía. No, no desaparecía, sólo se retiraba a su interior, dispuesta a regresar en cuanto fuese necesario, tal y como había sucedido en el Tercer Lugar. Cruzó su mirada con la Bestia y sintió la impaciencia de la Señora, pero no podían partir antes de que sus hermanos estuviesen totalmente organizados. La sangre de la Reina aún era necesaria allí.
El anciano mayordomo paseó lentamente la mirada sobre sus hermanos, como un curtido general revisando a sus tropas. Sintió el peso de la lorica segmentata sobre los hombros y del gladius en la cintura con total claridad, y el olor del sudor y del cuero. Contempló rostros conocidos. Arvina, Labeo, Helva, Rutila… Si se concentraba, podría nombrar a todos y cada uno de los servidores allí presentes. Todos habían llegado después de él, aunque algunos, como Prócula, la guardiana de la Puerta Negra, llevaban casi tanto tiempo como él. Un nudo le cerró la garganta, y durante unos segundos fue incapaz de hablar. Él no era Sura. Él no había sido bendecido por la sangre de la Reina y el don del gobierno. Pero entonces recordó de nuevo la firmeza del asta del pilum y el brillo del águila dorada de la legión al amanecer. Daba igual si esos recuerdos eran suyos o no. Eran recuerdos, y eso le bastaba.
—El enemigo cruzará pronto esos arcos —comenzó, apuntando con un imaginario gladius—, y entonces todo lo que se interpondrá entre el futuro del Reino y su destrucción seremos nosotros. Más allá del Salón, estamos siendo atacados por tanques y soldados, y también por dragones y caballeros. Pero cuando los asaltantes crucen los límites del Salón, todo lo que les acompaña se deshará. Nada puede ser forjado en el Salón. Sin embargo, estos soñadores no son normales. Arrastran con ellos el poder de la vigilia, y lo más seguro es que logren conservar con ellos ciertos elementos: armas, armaduras… Aquellos que sean capaces de transportar con sus manos o de conjurar.
Priscus hizo una pausa. No había miedo en los ojos de sus hermanos y hermanas, pero era imprescindible que comprendieran la dimensión del peligro. La Reina no había caído por falta de poder, sino porque desconocía a lo que se enfrentaba. No volverían a cometer ese error. Tomó aire y prosiguió:
—Cuando entren, utilizaremos esos poderes en su contra. Somos servidores. Somos hijos e hijas del Reino. Y si los forjadores pueden transformarse en el Salón, nosotros nos aferraremos a su voluntad para transformarnos con ellos. Si alzan una espada, nosotros alzaremos de vuelta ochenta y seis. Si disparan una bala, nosotros les devolveremos ochenta y seis. Sólo debéis recordar una cosa: la Reina debe permanecer a salvo.
Una voz surgió del auditorio.
—Has dicho ochenta y seis —apuntó Novellus, un joven servidor que solía permanecer cerca del Laberinto.
—Así es —asintió Priscus—. Sura partirá con la Bestia para defender el Tercer Lugar.
Muchas miradas preocupadas se cruzaron entre los servidores, pero nadie planteó ninguna protesta ni objeción. Aprovechando la pausa, la doncella de la Reina se encaramó sobre la Bestia, que ya escarbaba el suelo. Desde la posición que le proporcionaba el lomo de la Señora, contempló lo exiguo de sus fuerzas, y el miedo le atenazó las entrañas. Quería poder transmitirles el fuego que corría por sus venas, la energía inagotable de la Reina. Pero no podía.
—Defended a la Reina —fue lo único que acertó a decir, y partió a toda velocidad por uno de los arcos.
El Tercer Lugar aguardaba, y si el enemigo llegaba hasta él, estarían igual de derrotados que si la Reina era destruida.
2
Los atacantes habían adoptado dos tácticas totalmente diferentes, pero ambas estaban funcionando igual de bien, y el Laberinto lo sabía. No podía derrotar a alguien que no se permitía ser derrotado. Esa era la esencia del Laberinto: un problema cada vez más complejo, hasta agotar al soñador. Pero si el soñador no se agotaba, si su ingenio se mantenía firme y fresco, cualquier laberinto podía ser superado. Y eso era lo que estaba sucediendo. Uno de los atacantes forjaba elementos militares: primero soldados, luego carros de combate. En ese momento avanzaba inexorable a la cabeza de una cuña de mechas de combate, gigantescos robots de doce metros de altura, que abrían una estela de destrucción a su paso apoyados por fuego de cobertura de tanques de energía. A gran altura sobre ese ejército, otros dos atacantes volaban a lomos de un dragón, protegidos por hechizos y armaduras mágicas y lanzando flechas de llamas y conjuros de destrucción contra todo lo que el Laberinto iba levantando a su paso. No había miedo en ellos, y el miedo era lo único que le habría permitido encontrar un resquicio en sus creaciones, una grieta por la que hacerlos caer presa de la desesperación; y de la desesperación a la muerte sólo había un pequeño paso, como había descubierto la primera atacante. Pero había sido la única.
Mientras que ese grupo avanzaba de un modo lento y espectacular por tierra y aire al mismo tiempo, los otros dos atacantes avanzaban de un modo mucho más rápido y directo, protegidos por la simple idea de su indestructibilidad. Uno era una bestia lupina, más grande y más salvaje a cada paso que daba adentrándose en el Reino, y que ya parecía capaz de rivalizar con la misma Bestia. Y tras ella iba un hombre hercúleo, de brillante metal que no podía ser dañado por nada que el Laberinto alzase frente a ellos. Porque mientras estuvieran completamente convencidos de su invulnerabilidad, serían invulnerables. Esa era la naturaleza de la pesadilla, esa era la naturaleza del Laberinto. Y no es que la Oscuridad estuviese teniendo mucha más suerte. La Oscuridad es el miedo a lo que no conocemos, a lo inesperado, a lo ignoto, pero los asaltantes forjaban con total claridad su destino, y las herramientas para alcanzarlo. No se permitían dejarse rodear por los elementos que los Señores iban creando a su paso, sino que los aplastaban y trituraban sin contemplaciones. Tenían un destino y pensaban alcanzarlo. Pronto.
Si la Cazadora hubiese estado allí, podría haberlos perseguido, convirtiéndolos en presa en vez de en atacantes. Si el Dragón hubiera estado vivo, se habría alzado como una fuerza infranqueable, y los forjadores habrían desesperado, incapaces de superarlo. Si la Reina permaneciese en su trono, los soñadores simplemente no penetrarían en el Reino. O si se les hubiese dejado penetrar, habría sido para extraerles la verdad sobre sus amos y después devolverlos gimoteantes al mundo. Pero la Cazadora estaba más allá de los límites del Reino, y el Dragón y la Reina yacían exangües en el Salón de Mármol. La Oscuridad y el Laberinto no sabían si los atacantes triunfarían, porque eso quedaba más allá de su alcance, pero sí sabían con total seguridad que alcanzarían sus objetivos. El Salón de Mármol. El Tercer Lugar. No estaba en su naturaleza el poder impedírselo. Pero aun así, lo intentaron.
3
—¡Ya están aquí!
El grito rasgó el tenso silencio que cubría el Salón de Mármol, y como un solo hombre, los ochenta y seis servidores se irguieron para recibir a los asaltantes. Cinco se aproximaban hacia ellos, pero en el último instante dos cambiaron de dirección, dejando atrás el Salón y avanzando hacia el Tercer Lugar. No obstante, tres podían ser demasiados, y Priscus lo sabía.
—¡Dos grupos! —rugió, y los servidores se dividieron disciplinadamente. Su único plan consistía en aislar a los atacantes cuando entraran en el Salón, para lo cual necesitaban diferenciar claramente la influencia de cada uno de ellos. Si enfrentaban espadas contra armas de asalto y balas contra conjuros, perderían antes de comenzar—. ¡Atacad en cuanto entren! ¡No tendremos una oportunidad mejor!
—¡Por el Reino! —gritó alguien.
—¡Por la Reina! —respondió otra voz, y ochenta y cinco voces respondieron con un vítor.
Priscus permaneció en silencio, sin apartar la vista de la arcada, esperando.
Y llegaron. Entraron con un estallido que arrancó astillas de los pilares de mármol, conforme un gran dragón negro se deshacía en nada, seguido de un mecha de aspecto humanoide. El mayordomo había esperado que sus jinetes rodasen por el suelo desconcertados, pero los forjadores descabalgaron ágilmente, pasando a la ofensiva sin perder tiempo. El que tenía más cerca era el piloto del robot, que disparaba con letal precisión con dos pistolas automáticas mientras giraba y rodaba con enorme agilidad. Servidores soldados le devolvían el fuego, pero era demasiado rápido, demasiado preciso. Una de sus hermanas, Saturnina, se aproximó para tratar de derribarlo cuerpo a cuerpo, pero el forjador bloqueó su ataque inmovilizándola, y pasó a utilizarla como escudo humano. Otro de sus hermanos, Vespillo, apuntó lentamente con un fusil de francotirador, pero en el último instante el atacante debió de intuir la mira láser, porque se movió rápidamente y fue la cabeza de Saturnina la que estalló. Priscus calculó que antes de cinco minutos habría llegado junto al Dragón.
En el otro frente, los forjadores eran dos, un chico y una chica. Ambos vestían cotas de malla ligeras y resplandecientes, y luchaban armados con largas lanzas, espalda contra espalda. Sus ataques eran una hermosa coreografía de vueltas, estocadas y saltos, bailando una danza de muerte. Los servidores trataban de someterlos con espadas, hachas y mazas, pero las lanzas tenían demasiado alcance, y les era prácticamente imposible llegar hasta ellos. En un impulso heroico, Crespus se lanzó contra una lanza, y aunque se empaló en ella, la aferró lo suficiente como para que Aculeo se precipitase por encima de su cuerpo, dispuesto a clavar su hacha en el cráneo del atacante. Cuando vio el acero frente a su rostro, este levantó la mano libre y, murmurando una invocación, lanzó un chorro de llamas sobre el servidor, que cayó al suelo retorciéndose mientras el magma fundido le abrasaba. El mayordomo podía ver perfectamente que la danza de los atacantes tenía un sentido, y que en un par de minutos estarían en posición para avanzar directamente hasta el catafalco de la Reina.
No podían derrotarlos. La certeza golpeó a Priscus con la brutalidad de la muerte. No podían derrotarlos, porque los servidores estaban utilizando retazos de lo que estaban forjando los soñadores para enfrentarse a ellos. Y en su sueño, ellos eran los héroes. Eran invencibles. Llegarían hasta el Dragón, hasta la Reina, destruirían sus cuerpos, y todo estaría perdido. Para siempre. Allí, viendo como el blanco mármol del Salón se teñía cada vez más de carmesí, Priscus regresó al momento en que contempló por primera vez sus prístinas columnas, hacía una eternidad, una era. En el principio. Había seguido a la Reina a través de una de las arcadas y su esencia había adoptado forma estable. Recordó como Mab había extendido los brazos para abarcar toda la amplitud del Salón.
«Contémplalo, Priscus —le había dicho—. Contémplalo y grábalo así en tu corazón, porque tuya será la tarea de que así permanezca». Ese día se había convertido en el mayordomo del Salón de Mármol. Desde ese día se había encargado de mantenerlo incólume y de restaurarlo cuando había sido necesario, armado simplemente con ese recuerdo.
Entonces lo comprendió. Lo comprendió y su risa cansada se extendió hasta las altas cúpulas, por encima del fragor de la batalla, aunque nadie le prestó atención. Sus hermanos servidores estaban demasiado ocupados muriendo inútilmente. Los forjadores estaban demasiado ocupados masacrándolos para llegar hasta su objetivo. Priscus cerró los ojos. Vio la pureza de las columnas. Vio lo inmaculado de los suelos. Vio lo brillante de la cúpula. Sin moverse de donde estaba, rozó con su recuerdo cada base de mármol, cada losa, cada veta, extendió su esencia hasta todos y cada uno de los rincones. Vio las cosas como debían ser. Y las hizo realidad. El Salón lo había creado la Reina. Ningún mortal podía alterarlo ni mancillarlo, no sin su permiso. Y no se lo iba a conceder.
—No —susurró sin abrir los ojos, y todos los ocupantes del Salón se detuvieron sin saber por qué—. El Salón es de la Reina. Su alteza Mab lo hizo, y a mí me otorgó el privilegio de mantenerlo.
Priscus abrió los ojos. Inconscientemente, sus hermanos se habían apartado, de modo que podía ver con claridad a los tres atacantes, al joven de las pistolas y a la pareja de las lanzas.
—No tenéis permiso para estar aquí. —Sus palabras brotaron como una corriente de gélido viento blanco, que azotó a los forjadores—. No tenéis permiso para forjar aquí. —El viento les embistió, y todo lo que les envolvía, les protegía, comenzó a disolverse, como una estatua de hielo al sol. Pistolas. Armaduras. Lanzas. Todo—. Yo os lo prohíbo.
Con la última sílaba, el viento cesó. Frente a él ya no había atacantes. Había un chico con gafas, que miraba desconcertado a un lado y a otro. Había una pareja de jóvenes vestidos de negro, que se abrazaban sin saber qué hacer. Y casi medio centenar de servidores, vestidos con sus túnicas blancas, que los observaban con sus negros ojos.
—No… No… No… —tartamudeó el chico de las gafas.
—¡Nos prometió que podríamos hacerlo! —chilló la chica, al borde de la histeria—. ¡Que podríamos hacer cualquier cosa!
—Nos han engañado —le susurró su pareja, y después se dirigió a los servidores en voz más alta, intentando que sonase firme, aunque se le quebró a mitad de la frase—. ¡Nos han engañado! ¡No sabíamos…! ¡No queríamos…!
Priscus levantó una mano, haciéndoles callar. No quería oír sus excusas. No le interesaba saber sus explicaciones. Ambas eran cosas que correspondían a los Señores, y no estaban allí. Él sólo tenía una misión.
—Habéis alzado vuestras armas contra la Reina. Habéis atacado el Salón. Moriréis.
El chico de las gafas intentó echar a correr hacia una de las arcadas, pero era desgarbado y torpe, y tropezó al par de metros, rodando por el suelo de mármol. Trató de incorporarse de nuevo, pero los servidores ya estaban sobre él. Le sujetaron por las muñecas, por los brazos, por el cuello. Le sujetaron por los tobillos, por las pantorrillas, por el abdomen. Le sujetaron por el pelo, por las orejas, por los genitales. Y después tiraron. Y tiraron. Y se rompió. Cuando sólo sujetaban pedazos sanguinolentos, los servidores se volvieron hacia la pareja, que no había intentado huir. Permanecían abrazados, apretándose con todas sus fuerzas, con los ojos cerrados. Tal vez murmuraban palabras de consuelo, tal vez rezaban a sus dioses, tal vez trataban de convencerse de que todo era un sueño. Nada de eso importaba. Los servidores les rodearon, fila tras fila. Y apretaron. Y apretaron. Y volvieron a apretar. Cuando los huesos dejaron de crujir, se separaron, y una masa de ropas, carne y sangre se desplomó al suelo. Sólo entonces, con el Salón a salvo, Priscus se permitió preocuparse por sus hermanos caídos.
—Recoged los cuerpos —ordenó—. Colocadlos junto al catafalco de la Reina.
Saturnina, Vespillo, Crespus, Aculeo, Ahala, Macra de la Puerta Blanca, Helva, Flava… Y más. Cuando acabaron de recoger los cadáveres, había treinta y nueve servidores inertes junto al catafalco. Y saber que la Reina los devolvería a la vida sólo sería reconfortante cuando la propia Reina estuviese viva. Ya no dependía de ellos.