23. Sombra

Llevaba diez minutos con la mochila colgada del hombro y la mano en el pomo de la puerta, quizás más, pero era incapaz de abrirla. La pregunta que se repetía una y otra vez, siempre que comenzaba a girar el picaporte, era la misma. «¿Qué piensas hacer, Sombra?». Y de nuevo se detenía. Mentalmente ya había llevado a cabo el plan cien veces: salir de casa, ver si era posible coger el metro, recorrer las calles hasta el club en el que trabajaba Olena. Una vez en él, subir hasta su habitación, confiar en que siguiera allí, cogerla. Salvarla, quizás. Y luego buscar un rincón seguro, ver si era posible regresar a su casa. Y esperar el amanecer. Sencillo, directo, heroico. El problema era que Sombra sabía perfectamente que no era un héroe, y entonces empezaban los «¿y si…?». ¿Y si no había ninguna ruta que pudiese atravesar sin peligro? ¿Se enfrentaría a ellos o regresaría a casa? ¿Y si Olena ya no estaba allí? ¿Seguiría buscándola o volvería a casa? ¿Y si Olena no quería irse con él? ¿La convencería o la obligaría, o volvería a casa? Y si al final todo le conducía a volver a casa derrotado, ¿por qué intentarlo? Aun así, seguía en la puerta. Aun así, volvió a girar el picaporte. La ciudad estaba en silencio. Los gritos se habían reducido hasta desaparecer hacía ya algún tiempo. ¿Y si Olena estaba ya muerta? «Vendré a por ti —le había dicho antes de despedirse la noche anterior—. Si sigo vivo, vendré a por ti». No lo había pensado. Lo había dicho sin más. Entonces se planteó el «¿y si…?» más terrible, el que llevaba toda la noche aguardando. ¿Y si Olena le estaba esperando? La calle seguía en silencio. Sintió como un escalofrío de miedo le recorría la espalda. Abrió la puerta.

La ciudad mostraba los restos de una guerra. Pequeña, limitada y mezquina, pero una guerra. Nada más bajar los escalones, tuvo que sortear una barricada improvisada construida con los puestos que antes habían ocupado la calle. Los dos cuerpos desmadejados que había tras ella indicaban que no había sido suficiente. Sombra escrutó la acera en dirección a la boca de metro. Aparentemente todo estaba despejado. Aun así, cerró los ojos para extender su consciencia. Con un suave deslizamiento, separó ligeramente su forma astral, sólo un instante, lo justo para prolongar sus sentidos hasta la escalera que se sumergía bajo la piel de la ciudad. Al momento se retiró. Allí sólo había muerte y oscuridad, con una intensidad abrumadora. No tomaría esa ruta. Rápidamente optó por el sentido opuesto y comenzó a andar. En el fondo, siempre había tenido claro que, si se atrevía a salir, atravesaría el parque. El verdor era su único refugio ahora. Las calles sólo eran trampas de hormigón y asfalto. Sin saber por qué, echó a correr, como si la oscuridad del metro hubiese salido en su persecución, pero todo estaba tranquilo a su espalda. Sólo cuando hubo recorrido un par de manzanas se detuvo para recuperar el aliento. A su alrededor la noche seguía tranquila, así que se quitó la mochila y se dejó caer en el escalón de un portal para comprobar que con la carrera no se hubiese dañado nada del contenido. Todo seguía en orden. Las cajas cerradas, los textos a salvo, el cuchillo en su funda. Durante un momento meditó si sería mejor buscar un lugar más resguardado, pero desde donde estaba podía ver una buena extensión de calle, así que prefirió no moverse de nuevo hasta que tuviera las cosas más claras.

Echar a correr había sido una estupidez, y lo sabía. Podría haberse dado de bruces con cualquier cosa. Pero llevaba demasiado tiempo alimentando sus miedos antes de cruzar la puerta, y le habían estallado en la cara. No podía permitírselo de nuevo. Cogió de la mochila un mapa del centro y lo desplegó sobre el rellano del portal. Encontrar el péndulo le costó un poco más, pero al final apareció. Por último, desenganchó la pequeña brújula plateada que llevaba en el llavero y orientó el mapa correctamente. Cuando todo estuvo en su sitio, lanzó una última mirada preocupada a ambos lados de la calle, y se concentró en el péndulo. En cuanto la cadena quedó libre, notó como las líneas de energía se acumulaban con enorme intensidad en un único punto concreto. «Y va aumentando», pensó. La marea había barrido la ciudad, y ahora todo estaba reuniéndose en un único sumidero. Aún quedaba por ver si era para desaparecer o para entrar en erupción. No conocía mucho la zona del vórtice. Edificios residenciales de nueva construcción, creía recordar. Afortunadamente, lejos de la ruta que pensaba seguir. Sombra se permitió una sonrisa mientras recogía los objetos y volvía a guardarlos en la mochila, pero enseguida se le borró. ¿Y si…?

2

La siguiente pausa la llevó a cabo cuando alcanzó la linde del parque. Había recorrido unas diez manzanas a pie, pegado a los muros y lo más silenciosamente posible, pero el par de veces que se había cruzado con alguien habían sido las protecciones que había tejido sobre él lo que le había mantenido a salvo. Las miradas pasaron sobre él, fijándose en la mancha de sangre que había en ese momento en el muro sobre su hombro derecho, o en la luz que acababa de encenderse en la ventana que quedaba sobre su cabeza. Sombra había tenido mucho cuidado de que sus protecciones estuvieran enfocadas a desviar, nunca a reflejar ni a bloquear. Esa noche tenía que ser aire, y de momento lo estaba consiguiendo. Ahora, ante él se extendía una suave ondulación de hierba salpicada de pinos dispersos y algún que otro banco. La mayoría de las farolas seguían encendidas, con lo cual, en cuanto se internase en el parque estaría mucho más expuesto de lo que se había encontrado hasta ahora, pero él también podría ver a cualquiera que se acercase, y había árboles, y cielo sobre su cabeza, no pisos y pisos de ventanas que podían ocultar toda clase de ojos interesados. En realidad debería sentirse más a salvo. Pero no era así. En cuanto puso un pie sobre la hierba, percibió el sufrimiento que recorría todo el verdor. La sangre había calado hasta las raíces. De hecho, la sangre se había derramado muy cerca. Con cuidado, Sombra fue avanzando en la dirección de la mancha de sufrimiento más cercana, y no necesitó recorrer ni veinte metros para poder ver el cuerpo. Probablemente, los cuerpos. Había restos de un hombre de mediana edad, y puede que de una chica. Parecía como si los hubiesen desmembrado a base de fuerza bruta y después simplemente los hubiesen dejado allí. No pudo evitar contemplarlos con cierta curiosidad morbosa. ¿Se habían resistido? ¿Habían acudido como corderos al matadero? ¿Había sido un enfrentamiento o una cacería? Entre las vísceras le pareció ver un brillo metálico, y cuando se acercó un poco más pudo ver que había una pistola sobre la hierba. La recogió con cuidado, pero era innecesario, ya que le habían quitado el cargador. No, no se habían resistido. Desplazó los restos tratando de no mancharse mucho el zapato, pero el cargador no parecía estar por allí. A su alrededor todo seguía tranquilo y sin nadie a la vista. Sacó el péndulo. Encontrar objetos en las inmediaciones era el ejercicio más básico, prácticamente un entrenamiento, pero había demasiados ecos en el parque que interferían continuamente con su concentración. Respiró hondo, sujetó la pistola con la mano izquierda y dejó caer la cadena del péndulo de modo que rozase el cañón. Se concentró y el cuarzo comenzó a oscilar. A la izquierda. Un poco más. Un poco más a la izquierda. No, no tanto. Allí estaba. Recogió el cargador del suelo y trató de introducirlo en la pistola. Era la primera vez en su vida que cogía un arma de fuego, pero tampoco tenía mucha ciencia. Después buscó el seguro. En las películas, el pardillo novato siempre se olvida de quitar el seguro, y por eso muere. Y Sombra no tenía intención de morir esa noche. Una vez que tuvo claro dónde quedaba cada cosa, la guardó en la mochila, sin hacer el típico gesto de apuntar. Era el último recurso si todo lo demás fallaba, y no se sentía más seguro ni más hombre por llevarla. Más bien todo lo contrario. Antes de marcharse, regresó hasta la masa de restos. Le intrigaba saber por qué llevaba pistola uno de los muertos. ¿Era guardia de seguridad? ¿Policía? ¿Un criminal? Tratando de mover la menor cantidad de carne posible, buscó una cartera o una placa. Allí estaba. No pudo evitar una sonrisa. Él con una pistola de policía. Cuando volviese a casa, tenía que escribir a algunos viejos amigos. Se llevarían una grata sorpresa. Si volvía a casa, claro. Levantó la mirada y observó con detenimiento la extensión del parque. Aparentemente, todo seguía tranquilo. Se levantó y siguió andando.

3

Tras el parque, había recorrido una serie de calles amplias, también salpicadas por los estragos de la noche. Había preferido siempre avenidas antes que calles estrechas, porque sus protecciones funcionaban mejor cuando había muchos elementos para distraer la atención, pero afortunadamente no le había vuelto a hacer falta confiar en ellas. Las calles estaban desiertas. Todo estaba concentrándose en el mismo punto. O casi. No obstante, los sonidos de la vida comenzaron a reaparecer conforme se aproximaba al club. El edificio donde trabajaba Olena se encontraba en la periferia del casco antiguo, y había sido reconvertido de mansión venida a menos a local de alterne. En la planta baja estaba el bar; en las dos plantas superiores, los dormitorios. Ocho o diez en total, Sombra no estaba seguro. Olena siempre trabajaba en la primera planta, y la verdad era que nunca había subido a la segunda. De hecho, Olena era la única prostituta con la que había estado. No lo había planeado, simplemente sucedió. Acababa de entregar un encargo en una casa cercana, era de madrugada, y estaba cansado y solo. Sobre todo solo. Así que entró en el club, se pidió una cerveza, y ella se sentó a su lado. Luego las cosas simplemente sucedieron. Y más adelante, lo puntual se fue convirtiendo en costumbre. Mientras daba los últimos pasos hasta la puerta de entrada, Sombra trató de hacer memoria. Llevaba casi cinco meses viéndola, y podían haberse visto ya casi treinta veces. Treinta horas. Poco más de un día. ¿Suficiente como para jugarse la vida? Al parecer, sí.

Habían colocado un macabro adorno junto a la puerta de metal: dos hombres ahorcados, colgando de cuerdas sujetas a las ventanas del primer piso. Uno era cincuentón, gordo y peludo; el otro, algo más joven y calvo. Ambos estaban desnudos y tenían regueros de sangre seca en las piernas que surgían de su entrepierna. Sombra supuso que les habrían cortado los genitales, y decidió quedarse con la suposición antes de inspeccionar más los cuerpos. ¿Qué más le daba a él si se los habían cortado o arrancado? La pregunta era qué significaba eso para las chicas del interior. ¿Alguien había purificado el lugar? ¿O alguna de las chicas había sacado la bestia interior? Con precaución, colocó la oreja sobre el metal de la puerta, pero todo parecía estar silencioso al otro lado, así que no tuvo más remedio que tomar aire y empujarla lentamente. La hoja se abrió con un tenue chirrido, y la luz ambarina del interior le bañó. Al otro lado, una sala desierta le recibió. Desierta, pero no intacta. Las mesas estaban volcadas, y los vasos y las botellas esparcidos por el suelo. No había cadáveres a la vista, pero todavía quedaba mucho edificio por ver. Sombra avanzó hacia la puerta que daba a la cocina, tratando de hacer el menor ruido posible, aunque la infinidad de cristales del suelo se lo ponía bastante difícil. Cuando hubo sorteado la mayor parte del trayecto, comenzó a llegarle el olor a carne asada. Era un olor apetitoso, pero Sombra no se engañó. Tal como había transcurrido la noche, lo más probable era que la carne tuviese nombre y permiso de conducir unas horas antes. Sólo lanzó un vistazo rápido desde el marco, para cerciorarse de que el interior estaba vacío, y dejó que la comida siguiese su curso mientras él inspeccionaba la parte de atrás de la barra. También estaba despejada. Miró con recelo la escalera. Luego la puerta de salida. Pero ya había llegado demasiado lejos como para echarse atrás, así que se aproximó hasta los escalones y miró hacia arriba.

Las luces del pasillo del primer piso estaban encendidas, como siempre durante la noche, pero dado que había dos tramos de escalones no alcanzaba a ver el pasillo superior sin entrar. Normalmente, justo al final de ese segundo tramo se encontraba Mijailo, sentado en un taburete leyendo un periódico o haciendo un solitario, por si surgían problemas. En el segundo piso no había nadie vigilando, Sombra no sabía si porque allí sólo iban clientes habituales o porque las chicas no eran extranjeras. No había preguntado, y en realidad no quería saberlo. Escuchó un momento más y le pareció distinguir el sonido de un roce, y luego otro. ¿Seguiría el guardián en su sitio, con su baraja francesa?

—¿Mijailo? —susurró, aunque sin recibir respuesta.

Lo intentó de nuevo, apenas un poco más alto, también sin éxito, así que finalmente no tuvo más remedio que iniciar el ascenso. Tres escalones. Cuatro. De nuevo el roce. Con toda la precaución posible, se tumbó sobre los últimos peldaños para intentar asomar la cabeza por el pasillo. Las patas del taburete. Botas. Cartas. El guardián estaba en su sitio. Más o menos. Sombra se incorporó, y salvó los escalones que le quedaban, pero Mijailo no se volvió hacia él ni le dirigió la palabra. Se limitaba a mezclar su baraja de cartas.

Algo fallaba, pero no sabía el qué. No parecía que le hubieran arrancado los ojos, ni que le hubieran clavado a la silla, ni que estuviese mutilado de ningún otro modo. Lo cual sólo dejaba otra opción, pensó mientras una oleada de pánico le recorría. Él era el ejecutor. Y sin embargo… No había visto el cadáver de ninguna chica. De hecho, todo estaba extremadamente tranquilo en el pasillo. Podría haber sido una noche de aburrimiento, si obviaba el destrozo de abajo y los cadáveres. Sombra comenzó a sudar y lanzó una mirada angustiada a los escalones por los que acababa de subir. La Torre, había dicho el tarot. Todo se iba a venir abajo. Pero había hecho una promesa. Pegándose a la pared opuesta a Mijailo, comenzó a deslizarse. Sólo un paso. Luego otro más.

—[Ella ya no está ahí, ¿sabes?][1]

El guardián no había levantado la mirada, y las palabras no tenían ningún sentido para él.

—[Has tardado demasiado.][2] —Ahora sí le miró. Sus ojos eran pozos vacíos. Ni miedo, ni ira ni voluntad. Nada.

—Tengo que encontrarla —susurró Sombra—. ¿Está en su habitación?

Mijailo le observó durante unos segundos, sin responder.

—[Ella te quería. Y tú has llegado tarde.]*

—Tengo que seguir —se disculpó Sombra. Aún sin comprender lo que le había dicho, el tono no auguraba nada bueno—. Tengo que encontrarla.

—Arriba. —Aquella palabra le llegó cuando ya estaba a punto de abrir la puerta de la habitación acostumbrada. Se volvió para dar las gracias, pero Mijailo ya estaba de nuevo sumergido en el incesante ir y venir de su baraja.

El segundo piso. Lo desconocido. El peligro. La destrucción. Todo su instinto le decía que se diese la vuelta y se largase corriendo. O como mínimo, que tratase de descubrir hacia dónde demonios se dirigía. Quería ir a casa a por el tarot. Quería sacar el péndulo. Quería trazar un pentáculo y alzar las mejores protecciones que pudiese. Pero lo que hizo fue poner un pie en el primer escalón, y luego otro en el segundo, y así sucesivamente. Izquierda, derecha, izquierda, derecha. Y cada paso le acercaba más a la oscuridad. No había ninguna luz encendida en el segundo piso, o al menos ninguna que pudiese verse desde la escalera. Sin embargo, sí empezó a oír algo. Al principio sólo era un susurro, pero conforme ascendía, peldaño a peldaño, el susurro fue transformándose en un suave cántico. No, un cántico, no. Una canción. Alguien cantaba en la oscuridad. Cuando llegó al último escalón, Sombra se detuvo.

—¿Olena?

Como única respuesta, la canción aumentó de volumen, hasta que la letra se hizo reconocible:

Alas, my love, you do me wrong

To cast me off discourteously[3].

Era una tonada antigua, que no había perdido un ápice de su melancolía con sus muchos años. Una inmensa tristeza le embargó.

For I have loved you well and long,

Delighting in your company[4].

Sin pensarlo, dio un paso penetrando en la oscuridad. Entonces la vio. Ya no era Olena. Era su voz, eran sus ojos, era su pelo. Pero ya no era Olena. Estaba desnuda, pero toda su piel se encontraba cubierta de sangre, y permanecía sentada sobre una masa informe de cuerpos entrelazados y retorcidos. La canción cesó y del asiento se separó una figura femenina, otra de las chicas que trabajaba con Olena. Era pequeña, menuda, felina. Había sido hermosa. Ahora sólo era una delgada figura repleta de crueldad. Nunca se había aprendido su nombre.

—El que entra debe morir —canturreó. Sombra permaneció completamente inmóvil—. Arrodíllate. ¡Arrodíllate! —insistió.

Con el grito Olena se puso en pie, y el resto de los cuerpos que había a sus pies se desentrelazaron y se fueron situando a su alrededor, como un séquito silencioso. Alguien encendió una vela, y le siguieron otras, hasta que todo el pasillo estuvo iluminado por haces titilantes.

Y Sombra se rió. Una risa amarga y desesperanzada, pero risa al fin y al cabo. Él, el héroe, el caballero, el salvador. El estúpido. No había nada que salvar. Lo había sabido desde que la conoció, lo había sabido todas y cada una de las veces en las que habían estado juntos. Lo había sabido incluso cuando dijo que iría a por ella. Olena nunca había sido una víctima. En su interior era la reina de su mundo. Y ahora su mundo era sangre y muerte, y no había lugar para él.

—Arrodíllate. O muere —sentenció la chica que actuaba de corifeo.

Sombra lanzó una última mirada a los ojos gélidos y deshumanizados de la mujer a la que había ido a rescatar. En el interior de la mochila la pistola pesaba una tonelada, y sentía la frialdad del metal y el calor explosivo de la pólvora en su interior. Sólo tenía que dejar que la correa se deslizase por su hombro, meter la mano, sacarla y disparar. Así la liberaría, y probablemente a su séquito. Así acabaría con todo. «Vendré a por ti», le había dicho. Y había cumplido. Se dio la vuelta y echó a correr.

4

Corrió saltando los escalones, corrió por delante de Mijailo, que no levantó la vista a su paso, corrió a través del bar, corrió a través de las puertas, corrió perdiéndose en la noche. Y en ningún momento volvió la vista atrás. Cuando finalmente se detuvo, no sabía en qué parte de la ciudad estaba ni cuánto tiempo había transcurrido. Tratando de controlar la respiración, repasó los lazos de energía que había entretejido hacía ya lo que parecían mil años, para asegurarse de que todo estaba en su sitio. Sólo cuando se hubo cerciorado de que las protecciones seguían intactas, se permitió pensar en qué iba a hacer. La respuesta surgió de forma natural. Volver a casa. Escribir una carta, si es que aún había tiempo. Marcharse. Marcharse lo más lejos posible.

Las dos primeras cosas fueron relativamente fáciles. La ciudad estaba cada vez más vacía, y las pocas personas con las que se cruzó se apresuraban hacia el vórtice, sin prestar atención a nada de lo que estaba a su alrededor, siempre y cuando no les bloquease el camino, y Sombra se aseguraba de no bloquear el camino de nadie. En cuanto cerró la puerta de casa, una sensación de seguridad le invadió al verse rodeado de objetos familiares, pero no se dejó engañar por ella. Encendió el ordenador, coordinó los pensamientos lo mejor que pudo y los envió. Tras ello, lanzó una mirada inquieta por la ventana. Todo seguía tranquilo. Sacó una maleta de debajo de la cama y empezó a empaquetar las cosas realmente valiosas: libros, reliquias, apuntes. Entonces oyó las voces. Muchas voces. Niños, ancianos, jóvenes. Pero eso no fue lo que le hizo levantar la cabeza. Las voces no gritaban, ni chillaban ni lloraban. No había miedo ni sufrimiento en ellas. Iban hablando, charlando, canturreando, incluso riendo. Y sin saber por qué, eso le espantó mucho más que todo lo que llevaba escuchado esa noche. Con la maleta aún abierta, Sombra se acercó a la ventana para contemplar el exterior. Debían de ser un centenar, probablemente más. De todas las edades, de todos los aspectos. Sólo tenían una cosa en común: en sus rostros se podía ver la esperanza. Al contemplar a la comitiva, algo gélido comenzó a cristalizar en sus entrañas, algo que le decía que esa noche, esa esperanza era la semilla de algo mucho peor que toda la muerte que se había desatado, algo mucho más antinatural.

No se dirigían hacia el vórtice.

Sombra no era ningún héroe. Pero su vida era el conocimiento, y necesitaba saber antes de huir. Cogió su mochila y salió en pos de la procesión.