—Entonces ¿tienes claro hacia dónde vamos?
Aunque la respuesta era evidente, el Torturador no pudo evitar hacer la pregunta. Al fin y al cabo, la esencia de la Cazadora había pasado mucho tiempo fragmentada, y la ciudad no estaba como para vagar a la deriva por ella.
—Sí —fue la lacónica respuesta.
—¿Y sabes también cómo llegar hasta ese lugar?
Ivo se detuvo y le lanzó una mirada inexpresiva, pero el Torturador podía percibir su esencia más allá del cascarón de carne. Era la Cazadora, pero no lo era. El mundo de los soñadores la había cambiado.
—Si te refieres a si conozco el nombre de la calle —dijo tras una larga pausa—, la respuesta es no. Pero no sabía que te hubieras vuelto tan exquisito. Llegaremos.
—Es todo lo que necesito saber —contestó el Torturador encogiéndose de hombros.
No tenía sentido seguir con el tema. En el peor de los casos, suponiendo que Ivo Lain fuese realmente el que mandaba y no la Cazadora, tampoco tenía una opción mejor. Así que no había más remedio que atravesar la tormenta con el navío que tenía. O mejor dicho, ir hasta su mismo corazón.
—¿Notas lo que está pasando? —preguntó la Cazadora unos metros más adelante—. ¿Percibes cómo se mueven?
El Torturador asintió.
—Se están reuniendo. Algunos puede que incluso se estén transformando. —La sombra de incomprensión en el rostro de Ivo fue todo lo que necesitó para continuar la explicación—. El Reino tiene sus reglas. No todas hechas por nosotros, pero son sus reglas. Allí, todo forjador que entra lleva consigo sus deseos y temores, pero estos acaban siendo clasificados en uno de los aspectos que encarnan los Señores. Que encarnáis. Aquí, con toda la mierda rezumándoles por los orificios, era inevitable que comenzase a suceder lo mismo. Tal vez sea un forjador con una voluntad más fuerte, o alguien en el que los deseos se enfocan de un modo concreto, o simplemente el azar, pero están eligiendo a sus propias encarnaciones de los señores: su dragón, su cazador, su bestia, su oscuridad, su laberinto, su reina.
—¿Y su torturador y su víctima?
—Eso lo llevan ya todos dentro de un modo u otro. —Suspiró—. Probablemente comiencen a agruparse en torno a estos aspirantes a señores, y los distintos dragones, y bestias y lo que sea lucharán entre sí hasta que sólo quede uno de cada.
—¿Y entonces?
El Torturador esbozó una sonrisa cansada.
—Ni idea. Pero deberíamos poder estar de vuelta en casa mucho antes de que eso suceda. En cuanto la Reina vuelva, abriremos las Puertas y todo habrá sido sólo un mal sueño. Un mal sueño con algunos miles de muertos, claro.
—Haberlo pensado antes —susurró la Cazadora antes de indicarle que se detuviese con un gesto.
Unos segundos después, el Torturador oyó el ruido de pasos y conversación. Se encontraban en una calle estrecha, salpicada de pequeñas tiendas que todavía permanecían más o menos intactas tras las rejas de los escaparates, y que unos metros más adelante desembocaba en lo que parecía ser una pequeña plaza protegida por unos grandes castaños. La Cazadora le indicó que siguiesen avanzando en silencio, y a unos pasos pudo distinguir las formas que colgaban de las gruesas ramas. Las farolas estaban rotas, pero una gran hoguera en el centro de la plaza daba la luz suficiente como para ver con claridad los cuerpos desnudos que se balanceaban en sogas. No es que fuera especialmente original, pero tenía cierto toque primitivo y fresco en medio de los edificios de ladrillo y hormigón.
—¿Damos la vuelta? —susurró el Torturador.
—Que la den ellos.
2
Bajo los árboles, él era el señor. Bajo los árboles no había escapatoria, como atestiguaban los cuerpos de los que habían intentado huir. Podía haberse limitado a ordenar que los encadenasen, o que les partiesen las piernas, pero eso no habría reflejado tan bien la idea que deseaba trasmitir: desesperación. Una vez que alguien pisaba la sombra de sus árboles, no había escapatoria. Parecería que sí, por supuesto, pero no era verdad. En eso residía su don: en crear una esperanza y luego arrebatarla del modo más cruel. Por supuesto, no lo había entendido hasta esa mañana, cuando todavía era Ahmed Lagrich, el tratante de antigüedades. Había tenido atisbos, por supuesto, como la inmensa satisfacción de prometerle un gran precio por un objeto a esos vendedores que acudían a él acuciados por la necesidad, y después, entre disculpas y gestos de contrición, no dejarles otra opción que aceptar sólo una cuarta parte del dinero que les había prometido. O cuando aseguraba a una de sus hijas que podría a ir a algún sitio, y después, fingiendo que había olvidado lo dicho o que ella le mentía, castigarla por tratar de escaparse a sus espaldas. Sí, había tenido atisbos. Pero sólo cuando pisó la plaza y se sentó a descansar en ella mientras el sol se ponía y las sombras cubrían la ciudad, comprendió realmente su misión. Después todo había sido fácil. Sus palabras tenían poder, y bastantes acudieron en busca del sufrimiento que les ocasionaba. Otros ansiaban causar sufrimiento por ellos mismos, pero carecían de guía y de propósito, así que también llegaron hasta él. Ahora sus dominios contaban con guardias, esclavos y sirvientes. Y él era el señor. Se movió para acomodarse, y los esclavos que le servían de asiento lanzaron gemidos de dolor. No era un hombre especialmente grueso, pero llevaban mucho tiempo sin cambiar de postura. El trato era que si le servían bien como asiento durante una hora, los dejaría libres. Si no, los colgaría. Lo que no sabían era que «servir bien» era un término ambiguo. Al cabo de diez o quince minutos diría que eran incómodos y haría colgar a uno, para después dejar que los otros tres pensasen cómo podían volverse más cómodos en la siguiente media hora.
—Señor… —La voz de su capitán le sacó de sus agradables reflexiones—. Hay dos desconocidos en la frontera. Dicen que van a cruzar.
—Que entren, que entren. —Ahmed sonrió. Había reglas. Él las había creado, pero eran reglas, y la primera era que no tenía poder sobre nadie que no entrase por su propio pie en sus dominios—. Traedlos ante mí.
El guardia se despidió con una inclinación de cabeza, y apenas un minuto después regresó con los dos cautivos. Sólo que no parecían cautivos. Uno tendría algo más de cuarenta años, estaba en buena forma y tenía una expresión sarcástica, como si todo (los cadáveres, el trono vivo, él mismo) no fuera más que una gran broma que sólo él entendía. El otro era algo más joven y completamente inescrutable, inexpresivo. Las dos cosas le desagradaron. Ninguno parecía tener miedo para explotarlo. Ninguno parecía tener esperanzas que extinguir. Pero pronto tendrían miedo de sobra, y sólo la mínima esperanza necesaria para que su destrucción fuese más dulce.
—Bienvenidos —dijo incorporándose, lo que provocó algunos sollozos y gemidos de dolor bajo él—. Soy Ahmed Lagrich, señor de estos dominios. Y como visitantes en él, sois mis invitados. ¿Qué es lo que os trae hasta este rincón de la ciudad?
Fue el sarcástico el que contestó:
—Vamos a cruzar la plaza.
No era una petición, y eso le molestó aún más.
—Mi plaza —corrigió, e hizo un pequeño gesto a su capitán, que a su vez indicó a sus guardias que tomasen posiciones alrededor de los prisioneros.
—La plaza.
Sintió como la furia le ascendía por la garganta. «Perros estúpidos».
—¿Cómo te atreves? —rugió—. ¿No sabes quién soy? ¿No ves quién soy?
Con un amplio gesto abarcó los cuerpos que colgaban de los árboles, los guardias sedientos de sangre, los esclavos atemorizados. Su dominio.
—Lo sé perfectamente —respondió el otro con una voz suave, pero que resonó por toda la plaza—. Eres una mala copia de la Oscuridad; tan mala, que si él apareciera aquí te mearías en esa silla de carne que te has construido. Ahórrate disgustos y cállate la boca. Nosotros sólo estamos de paso.
Como pudo, Ahmed logró tragarse las ganas de gritar insultos y maldiciones. No era digno de él. Chasqueó los dedos y los guardias empuñaron sus armas.
—Nadie sale de mis dominios sin mi permiso —siseó—. Cogedlos, pero no los matéis. Todavía.
Tenía diez guardias. Podía permitirse esos lujos.
—Como quieras.
El irrespetuoso se encogió de hombros, y dio un paso atrás para situarse detrás del silencioso.
Entonces todo dejó de tener sentido. Los guardias avanzaron. El silencioso sacó un cuchillo de la nada, y la primera mano que ya se extendía hacia él se retiró con tres dedos y medio menos. Probablemente el guardia gritó, pero Ahmed estaba sumido en una especie de bruma sin sonido. Todo parecía moverse a cámara lenta. Todo menos el silencioso. Él era un relámpago plateado de muerte. Un corte. Una puñalada. Un golpe. Un derribo. Otro corte. Cuando sólo quedaban seis guardias en pie quiso gritar que lo mataran, que no intentasen cogerlo. Que alguien sacase una maldita pistola y lo matara. No tenía claro si llegó a decirlo o no, pero uno de los guardias comenzó a sacar su pistola. Y se quedó sólo en eso, en el intento. Luego el silencioso pasó a alternar los cortes y los golpes con los disparos, y durante todo el tiempo su compañero estaba siempre detrás de él, inalcanzable, como una sombra sigilosa. No podía estar pasando. Pero pasaba. Cuando sólo quedaban dos guardias de pie, cerró los ojos. No quería verlo, porque sabía qué vendría detrás. Mientras aguardaba, se preguntó si tendría la suerte de que le pegasen un tiro, o al menos de que le cortasen la garganta rápidamente. No quería que lo ahorcasen. Ahorcado de sus propios árboles. También sabía que podían hacerle cosas mucho peores, él mismo las había ordenado hacer esa noche. Aun así, lo que más le dolía no era saber que iba a morir. Era haber pensado que realmente era el señor. Con los ojos cerrados, lloró y aguardó. Pero nadie vino a por él. Al final abrió los ojos y contempló los cadáveres en el suelo, y los esclavos que le observaban con mirada vacía. Se habían ido. Realmente se habían ido.
—Bien, asiento… —Tuvo que carraspear para aclararse la garganta—. Me habéis servido casi bien, así que os daré una última oportunidad. Si sois capaces de actuar como guardias lo que queda de noche, viviréis para ver la luz del día.
Se incorporó e hizo un gesto a los esclavos que había tenido debajo, que comenzaron a levantarse entre muecas de dolor. Ahmed inspiró con fuerza, y el pánico de unos instantes antes se fue disolviendo rápidamente. Era su dominio. Era el señor. En silencio, los nuevos guardias cogieron las armas que prefirieron de sus predecesores. Uno de ellos ordenó a un par de esclavos que limpiaran el suelo y los otros se situaron a su lado, con una mirada decidida en el rostro. Aún había mucha noche por delante, e iba a disfrutarla.
3
Ivo limpió el cuchillo en un charco que se había formado al romperse una boca de incendios de un hotel, y lo secó en un pedazo de ropa más o menos limpio de sangre del guardia de seguridad de ese mismo hotel, que yacía con la cabeza en el charco.
—La cosa irá empeorando conforme nos acerquemos al vórtice —dijo mientras se incorporaba, guardando el cuchillo en la cintura del pantalón.
—Era de esperar —repuso el Torturador, sentado en los escalones de la entrada—. Repíteme por qué tenemos que cruzar la maldita ciudad andando en vez de ir en mi estupendo quad. Me duelen los pies. Tener cuerpo es una mierda.
—Ya te he dicho que no hace falta que vengas conmigo. —De hecho, Ivo se lo había dicho tres veces. No podía ayudarle. Es verdad que tampoco le molestaba, pero no podía ayudarle. Pero era testarudo—. En ese envoltorio no eres más que un humano. Por eso te duelen los pies. Y si te hieren, morirás.
—En ese caso, lo sentiré mucho por Mark —repuso levantándose con una mueca de dolor—, pero ya hemos tenido problemas una vez. Esto no se había hecho nunca. Y sí, ahí dentro está la Cazadora, pero también eres Ivo. Quién sabe qué sucederá antes de que acabe la noche.
—Encontraré a mi presa. La mataré. Regresaremos al Reino. Eso es lo que pasará.
—Pues que pase pronto. ¿En marcha?
Ivo asintió y comenzó a andar de nuevo. En realidad comprendía las dudas del Torturador. La segunda piedra le había entregado los recuerdos y los conocimientos de la Cazadora. Con lo cual podría decirse que era la Cazadora. Pero no era así. Su cuerpo se había transformado sin una mente que lo guiase y se había convertido en algo distinto. Era Ivo Lain, el Ivo que había despertado en la habitación mirando el techo. Antes había sido la Cazadora, y probablemente volvería a serlo después. Pero ahora era Ivo. Era cierto que compartía los objetivos de la Cazadora, y su esencia, y llevaría a cabo su misión. Pero mientras era sólo Ivo había tomado decisiones, había establecido alianzas y había forjado juramentos, todo ello acciones que la Cazadora nunca habría llevado a cabo, y que le cobrarían su precio antes del amanecer. A su espalda, el Torturador comenzó a silbar una canción.
—Ir en silencio sería más seguro —indicó Ivo tras unos minutos.
—¿No dijiste hace un rato que fueran ellos los que dieran la vuelta?
En ese momento les atacaron. Ivo oyó una serie de zumbidos bajos y supo que el peligro venía desde arriba. Estaban cruzando una calle que discurría entre series de edificios residenciales altos, con las grandes puertas de los garajes intercaladas entre los portales y mucho sitio para refugiarse, así que eso fue lo que hizo, desplazándose velozmente hasta situarse tras una columna de un soportal. Al verse solo en mitad de la calle, el Torturador miró confuso hacia un lado y otro, mientras los clavos de una pistola automática seguían cayendo sobre él. Era cuestión de segundos que uno le acertase. Ivo saltó en su dirección; lo derribó y rodaron ambos por el suelo tratando de alejarse de la lluvia de acero. Un segundo zumbido más próximo surgió del lado opuesto de la calle. Había varios tiradores y ninguna calle lateral próxima.
—¿Arriba o abajo? —preguntó el Torturador.
—Arriba.
Ambos cruzaron de nuevo la calle, corriendo hacia el portal más próximo, que estaba cerrado por una puerta de aluminio y cristal. Sin detenerse en ningún momento, Ivo lanzó todo su peso contra ella, pero no hubo resistencia. La puerta se abrió fácilmente en cuanto entró en contacto con ella, como si sólo hubiese estado encajada. Justo entonces supo que era una trampa, pero llevaba demasiada inercia para detenerse. Los cables saltaron en cuanto puso el primer pie en el suelo de la entrada, así que no tuvo más remedio que saltar. Un afilado cordón de acero le rozó la cabeza, y otro le produjo un tajo profundo en el brazo derecho, pero lo peor se lo llevaron las piernas. La fuerza había hecho que arrancase el alambre inferior, y ahora lo tenía enrollado en torno al tobillo izquierdo, incrustado prácticamente hasta el hueso. Cargando el peso sobre el otro pie, trató de rodar y levantarse, pero el metal le mantenía sujeto a la pared.
—¡No cierres! —gritó, pero el Torturador ya estaba detrás de él, empujando la puerta con fuerza.
La cerradura se cerró con un chasquido a sus espaldas y una reja metálica comenzó a descender, cortando cualquier remota posibilidad de volver a la calle por ese camino.
—Mientras más avanzas, más perdido estás —susurró el Torturador cuando la reja tocó el suelo.
En el exterior, la lluvia de clavos había terminado.
Ivo tiró sin miramientos del cable del tobillo, hasta que logró liberar el pie. Al instante la brutal herida comenzó a cerrarse.
—El Laberinto.
—Digamos que un buen aprendiz —repuso el Torturador—. ¿Forzamos la puerta?
Ivo dio un paso cojeando, y luego un segundo paso ya sin cojear, avanzando hacia el interior mientras sacaba el cuchillo.
—Que lo hagan ellos.
—Como quieras.
El Torturador le siguió iniciando de nuevo su silbido.
La siguiente trampa de cables se disparó en cuanto pusieron el primer pie en la escalera, pero el cuchillo fue más rápido, y los alambres se desplomaron inofensivos a su lado. Tras ellos no hubo más trampas, pero se iniciaron los ataques sorpresa, que también terminaron cuando hubo media docena de cadáveres en los escalones. Aun así, en el noveno piso el Torturador le pidió que se detuvieran.
—Sólo será un momento —dijo mientras recorría el pasillo, hasta detenerse delante de la puerta de un apartamento y llamar al timbre.
Unos segundos después oyeron el sonido de las cerraduras, y les abrió un hombre de unos treinta años, con gafas y pelo corto y desordenado. Mordisqueaba un bolígrafo y tenía arrugados bajo el brazo lo que podrían ser los planos del edificio.
—¿Cómo…? —empezó a hablar, pero el Torturador le silenció con un gesto.
—El Laberinto no es esto —le susurró al oído—. No es cables, ni amputaciones, ni esas estupideces de las películas de «terror». El Laberinto significa que, por mucho que lo intentes, no vas a conseguirlo. Que hay alguien más listo que tú, y está ahora mismo a tu espalda, a punto de matarte.
El hombre se dio la vuelta velozmente y su suspiro de alivio fue audible cuando vio que detrás sólo estaba la habitación vacía.
—No había… —empezó a decir dándose la vuelta, pero se encontró con el rostro de Ivo a un par de centímetros del suyo, y la frase murió en sus labios mientras la orina descendía entre sus piernas.
Vio el cuchillo ensangrentado ascender y cerró los ojos. Sintió la presión de la parte plana del metal sobre su hombro. Una vez. Dos veces. Luego nada. Cuando abrió los ojos, se habían marchado, dejando tras de sí sólo una mancha de sangre en su ropa.
Tres pisos después alcanzaron la azotea.
—Allí —señaló Ivo.
Era un edificio como otro cualquiera, a unas seis manzanas de distancia. El Torturador sintió la energía que emanaba de él en cuanto lo miró, y no había sido el único. Todas las calles que lo rodeaban estaban repletas de grupos de gente. Todos avanzaban hacia el mismo lugar. Aunque sólo las dos figuras de la azotea sabían por qué.