21. El Dragón y la flor

Llevaban rondando por delante de la casa un par de horas. Sin saber qué buscaban. Sin saber por qué no se iban. Hisako los llevaba percibiendo desde el principio, sentada tras las cortinas del salón. No necesitaba ojos para saber lo que sucedía. Vio como derramaban la primera sangre, y vio la última. En algún momento entre ambas, Sakura se durmió con los cascos puestos y la dejó descansar. Necesitaría todas sus fuerzas antes del alba. Pero todavía no. Uno de los paseantes miró hacia la casa sin verla, pasando la vista una y otra vez sobre ella. Finalmente, dio un paso hacia el portal. Era un hombre de unos cuarenta años, con el pelo largo y negro salpicado de canas, y una chupa de cuero llena de desgarrones y manchada de sangre que no era suya. No era muy grande, pero era muy fuerte. En el tiempo que llevaba frente a la casa, le había visto matar a cuatro personas: una anciana, un niño de unos diez años y un par de chicas jóvenes; a todos ellos del mismo modo, con un brutal abrazo que les aplastaba las costillas mientras manoteaban inútilmente y le tiraban de los remaches. Después se sentaba como si tal cosa en el suelo y les sacaba los ojos y la lengua sólo con los dedos, y se los guardaba en los bolsillos. Dio un segundo paso y colocó el pie derecho sobre el escalón de la puerta. Uno de los hechizos inscritos en papel de arroz se consumió, deshaciéndose en cenizas en silencio. El hombre se dio la vuelta y cruzó de cinco zancadas rápidas la calle. Ya en la otra acera, miró desorientado hacia todos lados sin tener claro cómo había llegado hasta allí. Al otro lado del cristal, Hisako olvidó el color del primer kimono de mujer que le habían regalado. No era un gran precio a pagar, pero era un precio; así funcionaba su magia. No eran los complicados ceremoniales occidentales, sus combinaciones, leyes e invocaciones. Era la magia del Dragón y de la Serpiente, en la que todo tiene un precio. Había sido el primero. Vendrían más.

El de la chaqueta de cuero murió a manos de un grupo de cuatro chicas, probablemente de la edad de Sakura. Una de ellas agotó otro hechizo, antes de que se alejaran calle abajo, y con él se llevó la sonrisa del primer hombre al que había amado. Más tarde fueron llegando el gordo que corría desnudo, la anciana de los perros, los gemelos que se habían cosido las manos y la embarazada del hacha. Tras ella empezaron a aparecer las bandas. Grupos de dos, de cuatro, de diez. A veces se enfrentaban entre sí, o capturaban a algún solitario. En el mejor de los casos, se lo llevaban a otro lugar. Casi siempre hacían lo que les venía en gana en la misma calle. En el peor de los casos, se acercaban demasiado a la casa y los papeles de arroz se consumían a una velocidad endiablada. El último se deshizo poco antes de medianoche, y en la memoria de la vidente ya no quedaba nada que no fuese esencial. La habían despojado de todo lo accesorio, como un árbol al que el otoño va arrancando las hojas sin piedad, una a una pero sin detenerse hasta que sólo queda un esqueleto. Ahora empezaría a perder lo importante.

2

La noche le había cambiado. Lo empezó a comprender pronto, en cuanto el sol comenzó a lamer el horizonte en el oeste. En ese instante, contemplando la belleza de la puesta de sol desde su patio trasero, la claridad de la revelación se abrió paso hasta él, liberándole del peso agotador de las cosas inútiles. Llevaba algo más de dos horas en el jardín, desde que llegó a casa y se encontró a su mujer tirándose al perro. No vio ningún motivo para molestarla, dado que él llevaba demasiado tiempo sin ganas de sexo y el perro parecía follar como un campeón. Durante un segundo se preguntó qué pensarían los niños, pero cuando subió a verles (su mujer estaba en mitad del suelo de la cocina) descubrió que el chaval se había encerrado en el armario, muerto de miedo Dios sabía por qué, y la chica estaba vestida con el uniforme del colegio, azotándose y masturbándose al mismo tiempo. Así que volvió a la cocina, cogió un par de cervezas y se fue al patio trasero. A esperar. No sabía qué, pero esperó. Y con el ocaso llegó la claridad. Fue hasta el garaje, encontró la vieja caja de las cosas de deporte de la universidad y sacó la máscara de hockey. Al ponérsela, comprendió. Ya nada tenía importancia. Ni su mujer, ni los niños ni el perro. Ahora ni siquiera recordaba sus nombres. Era un cazador. Eso era lo único. Salió a la ciudad.

Al principio todo resultó confuso. No era una cacería; lo que había en las calles era simplemente caos. Caos sexual. Caos violento. Caos aterrado. Todo dependía de dónde mirase o de cuánto tiempo mirase. Pero tras su máscara de hockey estaba a salvo. Era inescrutable, y pronto descubrió también que era fácil ser invisible. Simplemente tenía que quedarse quieto. Cuando se detenía y se recostaba en una pared, los ojos podían pasar sobre él como si no fuese más que un buzón de correos o una farola. Era el cazador, y el mundo entero podía convertirse en su presa. Aun así, no cazó a nadie. Visitó las oficinas de su empresa. Paseó por el parque. Le entró hambre y se metió en las cocinas de un restaurante para prepararse un bocadillo. Se tomó un café en la cafetería de los Juzgados. No había prisa. La presa aparecería llegado el momento. Lo sabía con la misma certeza con que supo que debía colocarse la máscara. Finalmente, la nueva revelación le llegó meando. Había subido hasta uno de los miradores de la periferia y descargaba su orina contra un arbusto mientras contemplaba las luces y los fuegos de la ciudad bajo sus pies, cuando percibió el brillo. No era un brillo real, pero lo veía con total claridad, entre la masa de edificios. Al fin una presa. Se subió la cremallera y comenzó a bajar tranquilamente.

No tenía sentido apresurarse, así que fue paseando, y durante el paseo se preguntó quién sería su objetivo, pero en ningún momento se planteó por qué tenía que tener un objetivo. Era su naturaleza. Quizás fuese un hombre fuerte, un desafío al que no podía enfrentarse directamente, sino para el que necesitaría toda su astucia. No. ¿Una mujer hermosa y seductora? No. Era una chica. Una chica joven. No demasiado poderosa por sí misma, pero que había estado protegida por alguien más peligroso. Por eso no la había visto hasta ahora. Aun así, no debía confiarse. En cierto momento de su trayecto vio una armería a su derecha. Alguien ya había destrozado la puerta, así que simplemente entró, cogió una escopeta de repetición y una caja de cartuchos, y continuó su paseo. Comenzó a tararear una melodía, la sintonía de una serie de televisión de las que veía su chico. ¿O era su chica? ¿O era él? Todo empezaba a volverse indiferente, y después a desaparecer. Todo lo que no fuese la caza.

Conforme se acercaba a su objetivo, comenzó a cruzarse con más gente. Al principio, personas solas; luego, grupos. Él se limitó a dejarlos pasar. Nadie intentó detenerlo ni atacarle. Hicieron bien. Si alguien le hubiese cortado el paso, se habría limitado a dispararle. Nada podía interponerse entre el cazador y su presa. Con esa reflexión le vino una duda. ¿Qué haría cuando finalmente la capturase? Se encogió de hombros. Cuando llegase el momento lo sabría. Probablemente algo relacionado con el sexo. Había visto tanto en lo que llevaba de noche que le habían entrado un poco de ganas. Sólo un poco. Ante todo, estaba su misión. Era el hombre de la máscara de hockey. Comprobó que la escopeta estuviese a punto, y dobló la última esquina. Si esperaba alguna señal evidente, no la hubo. Parecía una calle completamente normal, con viejas casas de una o dos plantas alineadas. Pero allí tenía que estar, en alguna parte. Comenzó a andar despacio, escrutando las puertas. No andaba lejos. De repente sintió el tirón. El corazón se le aceleró, sintió como la adrenalina recorría su cuerpo, y corrió hacia una de las puertas con la escopeta lista. Dispararía a la cerradura, una patada para abrir paso, y luego otro disparo para cualquier protector que hubiese. Apuntó con cuidado sin detenerse, y entonces la vio, justo delante de sus ojos. No sabía de dónde había salido; no sabía cómo, pero tenía una serpiente enroscada en la mano, preparada para morderle. Con una maldición, agitó el brazo tratando de quitársela de encima, pero estaba enroscada con fuerza. Soltó un momento la escopeta y trató de ayudarse con la otra mano, pero el reptil se deslizó ágilmente y, retorciéndose, se deslizó por una manga de su camisa. La notó bajar por el pantalón. Estaba en el muslo. En la rodilla. Iba a morderle. Cogió el arma y disparó. Sólo cuando se desplomó al suelo entre astillas de hueso y músculo se percató de que acababa de dispararse en la pierna. La sangre arterial brotaba con fuerza. No tuvo tiempo de pensar mucho más.

3

Hisako ahogó un grito cuando la oleada de dolor le abrasó el dedo meñique de la mano derecha. No había ninguna herida visible, pero el dedo se fue consumiendo y agrietando, y finalmente deshaciéndose hasta que no quedó más que una cicatriz reseca. Tras unos segundos, la anciana respiró con calma, recuperando la compostura. Había sufrido dolores mucho más terribles. Simplemente la había cogido por sorpresa. Esbozó una mueca que podía ser una sonrisa mientras se rozaba el espacio de donde había nacido su dedo. ¿Qué era un meñique para alguien que iba a perderlo todo esa noche? La respuesta le llegó con la serenidad que correspondía a sus años y su sabiduría: era el comienzo de algo ya inevitable. A su espalda, Sakura seguía durmiendo. Fuera, alguien más se acercaba. Una mujer joven. Se detuvo ante la casa, pero no hizo ademán de entrar. En lugar de ello, se inclinó sobre el cadáver, con curiosidad. Después extendió una mano y le quitó la máscara de hockey. La contempló durante más de un minuto a la luz de la farola, en silencio. Finalmente se la puso. Y se fue. Pero los siguientes no se fueron.

Llegaron entre ruido de acero contra el asfalto y gritos de guerra. Debían de ser casi veinte, y coreaban una única palabra que Hisako no entendía y que parecía ser el nombre de su líder. Rokar. Rogar. No podía distinguirlo entre el estruendo. Algunos llevaban barras de metal, otros mazas improvisadas con pinchos, pero la mayoría portaban hachas. Sólo el cabecilla iba desarmado, porque él era su propia arma. Gigantesco, hinchado, ensangrentado. Las manos de sus anteriores víctimas se sacudían en su cinturón a cada paso que daba, y su cohorte le seguía coreándolo. Cuando llegaron a la altura de la puerta, se detuvo levantando un puño. Su hueste cesó los gritos al instante, y centraron sus ojos brutales y codiciosos en el punto que indicó su líder. Lanzó un rugido y los demás bárbaros hicieron chocar sus armas contra el suelo, iluminándolo con las chispas que arrancaba el acero. Lanzó un nuevo rugido y los veinte cargaron contra la puerta. Ninguno la alcanzó. El que iba más adelantado se transformó en una abominación reptiliana delante de los ojos del que iba segundo, así que este le clavó el hacha entre los omóplatos. El que iba tercero, sorprendido, levantó su maza sin saber bien qué hacer, pero se había convertido en una serpiente, así que la dejó caer. El siguiente trató de cercenar la cabeza de la víbora que comenzaba a trepar por su tobillo, amputándose el pie en el intento. De un modo u otro, todos fueron cayendo. El último fue el líder, que se abrió las entrañas con sus propias manos en busca de la pequeña culebrilla que había visto penetrar por su ombligo. Al otro lado de las cortinas, Hisako respiró profundamente mientras las oleadas de dolor iban remitiendo. No se molestó en contar cuántos dedos había perdido. No demasiados. También se había consumido una de sus orejas. Y algo más en su interior. No había vuelta atrás. Los cadáveres se acumulaban frente a su puerta, y sólo servirían para atraer más rápido a los siguientes atacantes. La anciana se preguntó cuántas oleadas más podría resistir. ¿Dos? ¿Tres?

Al final fueron cuatro. Los Acaparadores sólo buscaban objetos de valor, y tras despojar a los cuerpos de la puerta de cualquier cosa remotamente útil, se alejaron en cuanto el primero de ellos se apuñaló en un ojo. Los Vendedores de Carne tiraban de una larga cadena de hombres y mujeres de mirada perdida, y parecían tener prisa; aun así, uno de ellos se acercó a la puerta y fue abatido por un disparo de uno de sus compañeros, que no supo explicar con claridad por qué le había atacado, y pasó a engrosar la fila de cautivos antes de que partiesen. Los Desgarradores llegaron profiriendo obscenidades, e hicieron tres intentos antes de que todos yaciesen esparcidos por el suelo. Una figura solitaria se detuvo un instante al otro lado de la calle. Iba acompañada de un grupo dispar y temeroso, que la seguía como corderos. Sin embargo, un par de los corderos se separaron del rebaño y dieron unos pasos vacilantes hacia los muertos y la puerta que había junto a ellos. Cuando se mutilaron con las armas que había por el suelo, el resto del rebaño continuó su avance, e Hisako supo que no podría crear más ilusiones. Ya sólo le quedaba un recurso. Lentamente, casi sin poder sostenerse, se acercó hasta Sakura para despertarla suavemente, y la anciana sintió como si su cuerpo fuese a desvanecerse en cualquier momento, igual que una figura de papel a punto de ser desgarrada por el viento. La muchacha se despertó desorientada y se quitó los cascos.

—Pronto llegará el momento —le susurró—. Ve a recoger el regalo del Cazador.

Sakura asintió y se deslizó hasta su cuarto. Unos segundos después regresó con el tanto.

—Pronto estarás sola —continuó Hisako—. Defiéndete. Usa todo lo que tengas. Todo lo que sepas. Y cuando no puedas más, llámalo.

La muchacha no contestó, sólo le devolvió una mirada gélida y se sentó en el suelo, con el cuchillo en la mano. Volvió a ponerse los cascos. La anciana no dijo más. No tenía fuerzas. Y la frialdad de su nieta, su odio tal vez, era simplemente otro de los precios que tenía que pagar. Afortunadamente, sólo le quedaba el último precio. Había vivido más años de los que esperaba, y muchas más cosas de las que habría deseado. No era una perspectiva realmente desagradable. Sólo una cosa la enturbiaba.

—Resiste, Sakurachan —insistió, aunque llenar los pulmones era una tarea titánica. Si es que aún tenía pulmones—. Resiste y él vendrá.

No sabía si la había oído. No había tiempo para saberlo. Había llegado el Hombre de Blanco, e Hisako supo que sería el último. Avanzaba con precaución, con una sonrisa gélida en los labios y un afilado escalpelo en una mano. No era como el resto. Mientras que en los otros la violencia o el miedo o el deseo fluían descontrolados, en su interior todas esas emociones habían adoptado una forma, habían cristalizado en algo. Algo que había reconocido a Sakura y la buscaba para consumirla. No lo lograría. El Hombre de Blanco contempló los cadáveres y los sorteó con extremo cuidado, sin pisar ninguno. Al otro lado de la cortina, la anciana buscó unas fuerzas que no tenía para lanzar una última ilusión. El Hombre de Blanco lo percibió. Con absoluta precisión, sin dudar un segundo, sin que el pulso le temblase lo más mínimo, hizo girar el escalpelo y se sacó los ojos.

—Ningún truco puede vencerme, anciana. —Sus palabras llegaron a través de la puerta con total claridad—. Entrégame a la chica y consúmete. O contempla cómo la destruyo antes de consumirte.

El Hombre de Blanco dejó caer los globos oculares ensangrentados y dio un paso más, y luego otro. Colocó una mano sobre la puerta. Estaba cerrada, pero no resistiría mucho. Se dispuso a empujarla, pero entonces le sobrevino un dolor agudo en el estómago y un acceso de tos. Tosió con fuerza, doblándose del esfuerzo, y a la tos le sucedió una arcada, y luego otra. Finalmente, el vómito inició su ascenso por la garganta y comenzó a salir, pero incomprensiblemente no cayó al suelo, sino que se quedó colgando de su boca, atravesado en su garganta. No podía ver lo que sucedía, así que tanteó, y lo que tanteó se enroscó en su mano y le mordió. Serpientes. Tenía serpientes en el estómago. Sintió otro dolor agudo en el vientre, mucho más intenso, y cayó al suelo retorciéndose. Tenía serpientes en el estómago, y se lo estaban comiendo por dentro. Quiso gritar, pero tenía la garganta obstruida. Quiso incorporarse, pero algo estaba ocupando también sus intestinos y pugnaba por salir de ellos. Luego dejó de querer moverse, aunque su cuerpo, ya sin vida, siguió ondulando y retorciéndose bastante tiempo.

En el interior de la casa, Sakura bajó la vista un instante para manipular el reproductor de música, y cuando la volvió a levantar Hisakosan no estaba. Simplemente no estaba. Se incorporó de un salto y miró hacia todos lados bajo la escasa luz que penetraba por las ranuras de las cortinas. Se había desvanecido. No. Se había deshecho. En el lugar donde se había alzado unos instantes antes reposaban sus ropas, vacías salvo por una fina capa de polvo que empezaba también a disolverse, empujado por un viento invisible. Estaba sola. Y eso era lo mejor que podía sucederle esa noche, pero no duraría. Sin soltar el tanto en ningún momento, recogió las ropas de su abuela y las dobló cuidadosamente. Aún la odiaba, pero sabía que si sobrevivía, ese sentimiento desaparecería con el tiempo, así que depositó ese recordatorio de su sacrifico sobre su cama y regresó junto a la ventana. Atisbó la calle al otro lado de las cortinas, y se sintió desfallecer al ver la pila de cadáveres que había junto a su puerta. Una serpiente parecía estar saliendo de uno de ellos. Sintió el comienzo de una arcada, pero la reprimió y desenvainó la daga. Resistir. Pedir ayuda. Sobrevivir. Sobre todo, sobrevivir. Sin eso, nada tendría sentido. Se sentó en la silla que antes había ocupado Hisakosan, y aguardó.