20. El Asedio

Frank R. Schiolla había elegido la azotea como centro de entrenamiento por dos razones: primero, porque al osario iba a regresar esa cosa, y no tenía ganas de volver a cruzarse con ella; y segundo, porque llevaba en ella el tiempo suficiente como para sentirse cómodo. Pero cada vez se arrepentía más de su decisión. Le faltaba grandeza. Entre las cagadas de paloma, la basura y los restos de pequeños cadáveres, parecía más un refugio de mendigos que el centro de operaciones del inminente Rey del Mundo. Aun así, a sus reclutas no parecía importarles demasiado. Sus reclutas. Paladeó el término, y el poder que conllevaba. El bruto, el geek, la parejita viciosa, la ejecutiva, el salvaje. Esa era la materia prima a partir de la cual forjaría su reino. El primero que había llegado era Bruno, el bruto, todavía con el subidón del polvo robado y riéndose estúpidamente cada vez que se acordaba de él. Frank le dejó que se entretuviese mirando y escupiendo a la gente en el suelo, mientras preparaba el espectáculo. Se había traído del osario un par de bolsas de huesos para la invocación, pero en cuanto empezó a repartirlos se percató de que la azotea estaba pasando de lo vulgar a lo cutre, como una película de terror de los años cincuenta. Tenía un manojo de costillas en la mano cuando llegó la ejecutiva. Lanzó una mirada de simple y clásico asco a la basura que la rodeaba, pero no pestañeó ante las costillas, lo cual era buena señal.

—Me alegra que hayas llegado antes que el resto —le susurró mientras le indicaba que se alejaran todo lo posible del bruto—. No voy a andarme con rodeos: te he elegido porque tienes madera de líder, y lo sabes. —Un poco de adulación gratuita nunca venía mal para vender, sobre todo si el comprador andaba corto de autoestima. Le guiñó un ojo—. Mantente atenta, y ten un poco de paciencia.

Ya tenía dos entretenidos: uno escupiendo a los caminantes (podía imaginárselo pensando «Parecen hormiguitas» o cualquier otra estupidez digna de un niño de cuatro años), y la otra dándole vueltas a qué y cómo iba a liderar. Como si Frank lo supiese. Los Arcontes habían sido bastante escuetos al respecto. Así que a él no le quedaba otra opción que ser críptico. Oyó una especie de gañido ahogado. Había dejado al salvaje en el piso vacío de abajo, entretenido olisqueando la nevera y gruñéndole a su ropa sucia de heces. No tenía claro la impresión que causaría en los demás, y prefería reservárselo hasta que se hubiese aclarado con el resto de las cosas. Como colocar los huesos, no fuera que le diese por ponerse a mordisquear una tibia antes de invocar a los Arcontes. O peor aún, durante el proceso.

Unos minutos después, con los añadidos que había traído del osario ya colocados, llegó la parejita. Oyó su irritante risita de complicidad antes de que llamasen a la puerta de la azotea, y se alegró enormemente cuando la sonrisa se les borró al ver la mugre y los huesos. Aunque la alegría le duró poco.

—¡Son calaveras de verdad, Heller! ¡Me encantan! —La chica había cogido una y la acariciaba como si fuese un puto gatito. A Frank le pareció repulsivo. Pero aun así se la follaría—. ¿Puedo quedarme una cuando acabemos?

—Puedes quedarte todas si quieres —contestó con su mejor sonrisa, y los dejó eligiendo qué huesos pensaban llevarse y dónde iban a ponerlos.

Frank observó el cielo. Ya se veían las primeras estrellas por el oeste. Tenía que empezar a trabajar, aunque faltase uno.

—Caballeros, señoras. —No eran ni una cosa ni otra, pero ¿qué más daba?—. Todos han venido aquí por un motivo. Todos tienen ante sí una oportunidad única.

En cuanto empezó a hablar, se acercaron a él, con el brillo del interés y la codicia en los ojos.

—El premio: todo lo que…

—Perdón, me he perdido.

El puto geek. Con lo bien que le estaba quedando. Recompuso un gesto magnánimo, le indicó que se uniese al resto y retomó la frase.

—Todo lo que deseéis. Sin limitaciones. Sin trucos. —La parejita se miró y lanzó una risita. El bruto flexionó uno de sus enormes bíceps. La ejecutiva no le quitó ojo de encima. Y el geek buscó a toda prisa un sitio donde sentarse sin llenarse el culo de mierda de paloma—. Todo por un justo precio.

—¿Qué hay que hacer?

El bruto hizo crujir los nudillos y la ejecutiva asintió. El problema era que Frank no sabía cómo explicarlo sin que sonase absurdo.

—Vuestra misión es sencilla. —«Por decir algo», pensó—. Solamente tenéis que abrir una Puerta.

El geek resopló.

—¿Y la Puerta está en…?

Frank mantuvo la calma, pero a duras penas. Otra interrupción más y soltaba a las palomas y lo sacrificaba a él para la invocación. Sabía que no se atrevería, incluso ahora, incluso allí, pero se dio el gustazo de pensarlo durante todo un segundo. Luego continuó, tratando de que la tensión de la frustración no se reflejase en su rostro.

—Ahí llega lo interesante. —«Sencillo», «interesante», esos eran los adjetivos que querían los compradores—. No está en este mundo.

A continuación explicó lo poco que le habían contado, pero por las caras de su auditorio no debió de hacerlo muy bien.

—¿Cómo llegamos, entonces, al Reino ese? —preguntó la ejecutiva.

—¿Cómo que forjar la realidad? ¿Qué realidad? —dijo la parte con polla de la parejita.

El bruto se limitó a observarlo con expresión tranquila, pero eso sólo reforzaba las sospechas de Frank de que no preguntaba porque no había entendido ni una palabra.

—Esto es ridículo —dijo el geek, y se levantó para irse.

Frank notó que el cuello se le tensaba, y una dolorosa contracción comenzó a crecer sobre su hombro derecho. Era hora de empezar el espectáculo. Lanzó una llamada mental, confiando en que los restos del hechizo aún hiciesen al salvaje receptivo, y al parecer era así, porque antes de que el geek llegase a la puerta, esta se abrió con un portazo dando entrada a la figura bestial de su salvaje, más desconcertante aún porque llevaba un paquete de salchichas a medio comer en la mano.

—Ahora que estamos todos —prosiguió Frank, aprovechando el desconcierto—, creo que es el momento de que dejemos a un lado las palabras y veáis de qué estoy hablando.

Invocar de nuevo al Arconte le resultó tremendamente fácil. Incluso una pizca menos aterrador. Además, esa vez contaba con que alguno de los seis espectadores tuviera un buen ataque de pánico que compensase su anterior falta de valentía. Alguna de las chicas, por lo menos. No hubo suerte, o no completamente. Pudo contemplar el terror en la mirada de todos y cada uno de ellos cuando la figura sombría se condensó sobre los huesos; pudo sentir su estremecimiento. El deseo de golpearla, o de huir, o de arrodillarse ante ella. O de todo al mismo tiempo. Eso era bueno. Pero nadie se meó encima, lo cual empezaba a resultar frustrante.

«¿Y ahora qué?», pensó con una repentina sensación de indefensión. No tenía más preparado. Los Arcontes no le habían indicado que hiciese nada más. O eso creía. Contuvo el aliento, suplicando no haberse equivocado, no haber vuelto a desperdiciar otra oportunidad. Esa vez no. Entonces percibió el susurro y respiró de nuevo. El Arconte estaba hablando con cada uno de los elegidos. Frank no alcanzaba a oírlo, ni quería. Ya había tenido su ración por ese día. Por unos cuantos días, de hecho. Se limitó a aguardar. Tras diez minutos interminables (y sabía perfectamente que habían sido diez minutos, porque había mirado el reloj como veinte veces), el susurro cesó y los elegidos se tumbaron en el suelo, todos y cada uno con su propia versión de la sonrisa «Voy a ser el Rey del Mundo». Qué ilusos. No sabían que él y sólo él iba a serlo. Hasta sintió un poco de lástima por ellos, pero es lo que tiene ser peón: crees que vas a convertirte en reina hasta el mismo momento en que te sacrifican.

El Arconte se volvió hacia él, y cualquier remoto deseo de bromear o sentirse superior murió al instante en su interior.

—¿Amo? —susurró clavando la mirada en los zapatos.

—Tu misión aquí ha concluido —susurró la Sombra—. Estamos satisfechos.

Esas dos palabras valían medio mundo.

—Ahora —continuó el Arconte tras una pausa— debes proseguir con las tareas que se te han encomendado.

Frank asintió con energía, pero cuidándose mucho de no levantar la cabeza tanto como para contemplar el rostro de la Sombra, o más bien su ausencia. Sin esperar una respuesta, el Arconte desapareció, pero podía percibirse claramente como su esencia permanecía en los elegidos. Cuando se atrevió a mirar a su alrededor, pudo ver que todos estaban dormidos como corderitos. Como corderitos que van directos al matadero.

—Adiós, peones corderitos —se despidió desde la puerta de la azotea tras coger un par de palomas más por si acaso.

Ya no iba a volver por allí. Sólo una misión más, sólo una venta más, y ya sí. El Rey del Mundo. Dejó que la puerta se cerrase a su espalda con un ruido sordo, y esperó al ascensor silbando animadamente.

2

—¿Dónde estamos?

Lanzó la pregunta al vacío, pero de repente el vacío tomó forma, y ya no estaba sola. Los demás comenzaron a cobrar existencia a su alrededor. Así que era la primera, la líder. Como le habían dicho. A pesar de ello había dudado hasta ese mismo momento. La habían traicionado demasiadas veces: en el amor, en el trabajo, en la amistad. «Demasiados golpes para un solo corazón, Annetta», se dijo, y esperó a que las otras cinco figuras hubiesen cobrado consciencia de dónde estaban. Flotando en la nada.

—¿Es este el lugar? —preguntó Emerick, el de los ordenadores.

Una líder tiene que conocer a sus subordinados.

—Es el camino hacia el lugar. —En cuanto lo dijo, tuvo la certeza de que era así.

—¡Allí! —gritó Elrike.

¿O había sido Heller? Su aspecto en el Reino era confusamente similar. De hecho, todos ellos tenían una apariencia bastante… indefinida. Pero no era momento para reflexiones. Efectivamente, donde indicaba Heller (¿Elrike?) se distinguía un punto negro, con dos puntos blancos, uno a cada lado.

—En marcha —indicó Annetta.

Los demás la siguieron, o eso quiso pensar. Probablemente sólo fuesen en la misma dirección.

Cuando llegaron junto a ellos, los puntos se habían hecho enormes; tres gigantescas Puertas de mármol: negra la del centro, blancas las de los lados. Y estaban cerradas.

—Hay que encontrar la forma de entrar —musitó mientras deslizaba una mano por la fría superficie.

—Capitán Obvio, al rescate —murmuró Emerick a su espalda, pero ella le ignoró. No valía la pena rebajarse a juegos infantiles.

—Pues empujemos —dijo Bruno mientras hacía eso mismo con ambas manos.

Los músculos de sus brazos se hincharon, su frente se perló de sudor, pero las Puertas no se movieron lo más mínimo. El hombre salvaje lanzó un gruñido bajo y olisqueó el suelo. Annetta se limitó a observar fijamente la negra superficie de mármol. No se le ocurría nada. No había cerradura, ni llamador ni ninguna clave que indicase lo que hacer.

—En El Señor de los Anillos bastaba con decir «mellon» —apuntó Heller.

—No… —le interrumpió Elrike—. Esto es más bien Matrix. No hay cuchara.

—No hay cuchara —asintió su casi gemelo, como si tuviese algún sentido.

La ejecutiva no entendía absolutamente nada.

—No hay cuchara —se unió Emerick a la absurda letanía.

—Pues claro que no hay cuchara —espetó Bruno, y resopló—. Es una puerta.

Elrike se volvió hacia el culturista.

—Lo que queremos decir, hombretón —explicó con lo que comenzó como una palmadita, pero más bien se transformó en una caricia por el sólido bíceps—, es que realmente no es una puerta. Sólo parece que hay una puerta. Esto es un sueño, ¿no?

—La voluntad —asintió Annetta, que finalmente empezaba a intuir por dónde iban.

—La voluntad —repitió Emerick encarándose hacia las grandes hojas de mármol negro—. Hay que desear que se abra. A la de tres.

—Uno —dijo Heller.

—Dos —continuó Elrike.

—Tres —terminó Annetta.

Y la Puerta se abrió. Fue sólo un segundo. Mucho menos, probablemente. Pero fue suficiente. En cuanto se cerró, ya estaban al otro lado. El Reino. La pesadilla. Y eso era justamente lo que parecía. Frente a ellos se extendía un laberinto aparentemente infinito de muros formados por cadenas, cadenas repletas de púas y garfios que se agitaban y retorcían como serpientes de metal. Ni siquiera tuvieron tiempo de asustarse. En cuanto llegaron al otro lado, el muro más cercano estalló en un resplandor plateado, y cientos de esas cadenas armadas se lanzaron hacia ellos.

Pasaron muchas cosas al mismo tiempo. A su izquierda, la parejita se alzó repentinamente por los aires, a lomos de un gigantesco dragón negro y momentáneamente a salvo de las cadenas. ¿Cómo demonios…? A su izquierda, Emerick estaba parapetado detrás de una barricada de sacos, en realidad una especie de nido de ametralladoras, y comenzaba a rodearse de lo que parecían soldados alemanes. ¿Qué estaba sucediendo? A su espalda, Annetta oyó el rugido del salvaje, pero no podía mirar atrás. Las cadenas avanzaban directas hacia ella. Dispuestas a aferrarla, desgarrarla, atravesarla. Forjar. Por un instante logró hacer retroceder el pánico. Eso era lo que había dicho la Sombra. Forjar el mundo. Pero ¿cómo? ¿Cómo detener un muro de cadenas vivas? No podía. Esa era la clave. No podía. Pero podía evitarlas. Imaginó una capa de invisibilidad. No podía pensar en nada más. Sólo le venía a la mente esos dibujos animados antiguos de Dungeons & Dragons. Se envolvió con esa capa invisible para que las cadenas no pudieran detectarla. Porque era una capa que impedía que las cadenas la detectasen, se repitió una y otra vez. El metal pasó a su lado. Chocó chirriando contra las barricadas y empezó a retroceder cuando las ametralladoras comenzaron a abrir fuego. Varios soldados con lanzallamas empezaron a derretirlas. Como un relámpago, vio pasar a lo que podía haber sido el salvaje, aunque ahora era mucho más grande, y mucho más lupino. Se perdió dentro del laberinto, evitando los ataques de las paredes o triturando los eslabones de metal con sus mandíbulas. Miró hacia todas partes, pero no encontró a Bruno, aunque le pareció ver en la distancia el brillo de la llamarada del dragón. Y ahí terminaba su papel como líder. Cada uno había tomado su camino. Pues ella tomaría el suyo.

Contempló el laberinto y enseguida supo que no podía enfrentarse a él. Intentar cruzarlo como el salvaje era absurdo. La posición defensiva de Emerick resultaría inútil. Superarlo por los aires era predecible, aunque fuese a lomos de un dragón. Y probablemente Bruno era tan estúpido que ya estaría muerto. Pero no ella. ¿No podía forjar cualquier cosa? Sonrió bajo la seguridad de la capa invisible e imaginó una trampilla, una trampilla que la llevaría a un túnel subterráneo que la conduciría a salvo hasta su objetivo. Eso sí era una buena idea. A sus pies se formó la compuerta de madera, y entró. El túnel era amplio, lo suficiente como para caminar ligeramente agachada, y estaba iluminado con antorchas a intervalos regulares. Perfecto. Sin quitarse la capa, comenzó a avanzar, dejando atrás el estruendo de las ametralladoras y el chirrido del metal. Apenas había avanzado quince pasos cuando las oyó. Ratas. Ratas por delante en el túnel. Ratas por detrás. Muchas ratas. La sacudió una risa ligeramente histérica. ¿Cómo había sido tan inocente? Por supuesto que el Reino iba a defenderse. Ratas. En un túnel. Se acercaban. Pensó deprisa. Muros. Eso era. Levantó unos muros de sólidas rejas metálicas. Gruesos. Con púas de acero. Electrificados. Ya pensaría luego cómo moverlos. En cuanto estuvieron alzados, el sonido de las ratas cesó. Por supuesto. No iba a ser tan fácil.

El siguiente asalto llegó precedido de un rugido, un estruendo proveniente sólo del túnel que tenía delante. Annetta trató de adivinar qué podía ser. ¿Un rinoceronte para derribar su muro? ¿Una horda de salvajes? ¿Cadenas subterráneas? Era imposible contrarrestarlo hasta que lo viese. Notó el sudor cayéndole por la espalda. Las manos le temblaban. Tenía los ojos secos, pero no se atrevía a parpadear. Hasta que lo vio. Agua. Frente a ella vislumbró una ola que ocupaba todo el túnel. Bucear. Una botella de aire comprimido con su regulador. Máscara. En cuanto lo pensó, lo tuvo todo puesto. La electricidad. Sólo en el último instante se acordó de que sus rejas estaban electrificadas, y borró esa parte. Después se preparó para el impacto como pudo. La inundación la lanzó contra el muro que había alzado a sus espaldas, y sintió como las púas de los alambres la atravesaban por una decena de sitios. No se le había ocurrido quitarlas también. A duras penas mantuvo el regulador en la boca, mordiendo la boquilla con fuerza para ahogar el grito. «Sin púas —pensó—, sin púas». Y las púas desaparecieron. Pero no el dolor. De hecho, no le dolía sólo la espalda. Le empezaba a doler todo. Confusa, levantó una mano para observarla a través del agua, y pudo ver infinidad de minúsculas heridas, como pequeñas quemaduras que empezaban a aumentar. El dolor la asaltó por todo el cuerpo, como una oleada rojiza. No era agua. Era ácido. Estaba sumergida en ácido. No podía ser. Era una pesadilla. Tenía que despertar. Despertar para no morir. Sólo era una pesadilla. Pero las Puertas estaban cerradas. No despertó.