El enorme parque del sudoeste reflejaba las convulsiones que había sufrido la ciudad en las últimas horas. Al principio, sucesos aislados. Luego, acciones individuales. Después, los supervivientes empezaron a competir, a enfrentarse, a buscar seguidores o líderes. Había sido un proceso largo y sangriento, como atestiguaban los cuerpos mutilados repartidos por la amplia extensión de arboleda, caminos e instalaciones; un proceso que ahora llegaba a su punto culminante.
Más o menos en el centro de la zona arbolada había una pequeña elevación de hierba, con un también pequeño lago artificial a sus pies. Era el lugar preferido para las meriendas de familia durante el día, y para las parejas durante las horas más silenciosas de la noche. Un lugar tranquilo y acogedor, decorado con un par de estatuas de piedra de forma indefinida, y que por derecho propio se había convertido en la imagen del parque. Y ahora era el último bastión de uno de los ejércitos. No tenían nombre, pero tenían líder: el Intocable. Así le habían apodado sus adeptos, entre murmullos. No sabían si el nombre le agradaba o no, porque el Intocable nunca hablaba. Sólo señalaba con un dedo, y ellos respondían. Bajo sus órdenes, ya habían acabado con los Sacaojos y los Pollas Tiesas, pero se trataba sólo de pequeños grupos, sin un líder fuerte. Nada que ver con los Devoradores. Al pie de la colina, un grupo de casi un centenar de personas aguardaba escrutando a los defensores, que se habían parapetado del mejor modo posible entre las estatuas, arrancando incluso algunos bancos de los paseos para emplearlos como barricadas. Los seguidores del Intocable no habían tenido miedo. Tampoco los Devoradores. Todos los que habían tenido miedo al principio de la noche eran ahora cadáveres esparcidos por la hierba, o bien estaban a buen recaudo, dispuestos para ser convertidos en cadáveres una vez hubiese un ganador claro.
—Ya vienen. —El Chico de la Bicicleta era el explorador de los seguidores del Intocable, y era capaz de deslizarse sin ser visto ni oído hasta el mismo campamento de los Devoradores—. La primera línea está quieta, pero tras ella se están preparando. Han arrancado un par de bancos, y creo que van a utilizarlos como arietes.
El Viejo Desdentado asintió. Él no estaba con el Intocable desde el principio, pero desde que se unió al grupo había adoptado la posición de senescal. Su líder no tenía por qué rebajarse a esas cuestiones mundanas. Era el Intocable.
—Hamburguesas, tú protegerás el ala derecha. Llévate a los cinco que prefieras. Maletín, tú al lado izquierdo con otros cinco. Bicicleta, permanecerás en la reserva con otros cinco más, por si tratan de envolvernos por el lago. El resto, conmigo.
Rápida y quedamente, el grupo se fue desplegando. El enemigo les superaba en una proporción de tres a uno, pero ellos estaban con el Intocable. Sólo tenían que resistir hasta que se decidiera a actuar, y entonces la victoria sería suya. Los que sobreviviesen de los Devoradores se unirían a sus filas, se harían con sus cautivos y celebrarían la victoria como se merecía. El Viejo Desdentado esbozó una sonrisa hueca y de labios flácidos. Estaba deseando arrancar unos cuantos dientes más. Esperando que le diese suerte, agitó el bolsillo del pantalón donde había ido acumulando sus capturas, y los dientes le devolvieron un entrechocar reconfortante. Apretó la empuñadura de su arma, una gruesa escoba de madera a la que le había arrancado las cerdas y que había reforzado en su extremo con gruesas piedras sujetas con cuerda, para crear una especie de almádena. Los huesos crujían de un modo delicioso bajo su peso.
Los Devoradores iniciaron el ascenso. No hubo ninguna señal, simplemente comenzaron a trepar por la colina en masa, sin ningún orden concreto. Eran una horda de langostas. Pero las langostas no eran más que insectos, y a los insectos se los aplasta con el pie, pensó el Viejo Desdentado.
—¡Que nadie cruce las barricadas! —ordenó—. ¡Mantened las posiciones!
Le habría gustado mirar hacia atrás para ver si el Intocable se había puesto en pie y se disponía a entrar en batalla directamente, pero como senescal no podía permitirse la más mínima vacilación, así que mantuvo los ojos clavados en las figuras que ascendían por la colina. Hubo un destello, y después una botella en llamas trazó un arco por el aire hacia las barricadas. Afortunadamente, con la cuesta no habían calculado bien el impulso y se quedó corta, estrellándose contra el suelo y creando una mancha de llamas que lanzó sombras inciertas sobre el claro. El segundo cóctel molotov fue más certero y ascendió por encima de la barricada de su derecha.
—¡No! —La orden llegó demasiado tarde. El estúpido de Gordo Sudoroso golpeó la botella con su bate de béisbol, probablemente con la absurda intención de devolverla contra los atacantes, pero lo que consiguió fue partirla en pedazos y que la gasolina en llamas cayese sobre él. Chillaba como el cerdo que era—. ¡Apartad la barricada! —rugió, y unos cuantos brazos se apresuraron a obedecerle.
Era el encargado de la defensa, y él debía tomar las decisiones duras. Con un golpe de su escoba envió al Gordo en llamas rodando ladera abajo. La primera fila de atacantes se apartó fácilmente, pero impactó contra algunos de los que iban detrás, extendiendo las llamas y sembrando algo de caos en el ascenso de los asaltantes, aunque no lo suficiente.
—¡La barricada! ¡Cerradla! —El grito le salió ridículamente agudo.
Había calculado mal la velocidad. Viendo una abertura, la vanguardia de los atacantes había acelerado mucho mientras él contemplaba el descenso del Gordo, y ahora los tenía casi encima. Añadió su hombro a las manos que empujaban los bancos apilados, pero ya había muchos otros hombros en el lado contrario. La inestable barricada se mantuvo en equilibrio durante un tenso segundo, sin desplazarse hacia un lado ni hacia el otro. Entonces llegó el ariete. Con un impacto brutal, derribó los bancos sobre los defensores, abriendo el paso y dejando atrapados a al menos un par bajo un amasijo de madera y metal. El Viejo Desdentado hizo girar su almádena con furia. Había sido su culpa. Pero los otros eran los que iban a pagarlo caro. El primer golpe acertó de lleno en el rostro a un chico bajito, que no llevaba más arma que una navaja de mariposa, y sangre y fragmentos de hueso salieron disparados contra sus compañeros mientras se desplomaba con el cráneo destrozado. Trató de detener la inercia del golpe para volver a lanzar otro martillazo, mientras una chica se plantaba ante él. Tenía el rostro oculto por un casco de moto rosa con un dibujo de Hello Kitty, y hacía girar una gruesa cadena en la mano. El Viejo Desdentado trató de enviar un golpe hacia la rodilla de la chica, para después poder rematarla a gusto, pero era demasiado rápida. Dio un paso atrás para evitar la almádena, y le lanzó un golpe a las manos con la cadena. Los eslabones de metal se enrollaron en torno a sus muñecas, y sintió como las articulaciones crujían cuando la chica tiró hacia ella. Desequilibrado, comenzó a caerse hacia delante, sólo para encontrarse con el cabezazo del casco, que le hundió la nariz en el rostro. Se tambaleó y boqueó tratando de respirar. La chica había puesto un pie sobre el asta de la escoba, así no iba a poder levantarla, pero eso poco importaba ya. Sonrió con una mueca sin dientes, y el casco se hundió esa vez en su mandíbula. No le importaba morir. Mientras caía al suelo, logró volver la cabeza hacia atrás. Sus muñecas se hicieron pedazos cuando la chica las pisó, y comenzó a soltar la cadena para rematarlo.
—Es inútil —balbuceó entre escupitajos de sangre, y con los ojos señaló a la figura que avanzaba hacia ellos.
El Intocable había decidido actuar.
Con un rugido, la chica del casco ignoró la cadena y recogió la almádena para cargar con ella contra el Intocable. A duras penas podía levantar la pesada arma, pero aprovechó todo el impulso de la carrera para lanzar un golpe paralelo al suelo, pensado para destrozar las piernas de su oponente. Era un golpe certero, cruel, y el Intocable no hizo el menor intento de evitarlo, pero la cabeza del arma no llegó a alcanzarle. Simplemente rebotó, como si la maza hubiese impactado contra un muro de acero. Un latigazo de dolor recorrió los brazos de la chica del casco, y el arma escapó de sus manos mientras caía al suelo desequilibrada. Contempló el fuego en los ojos del Intocable. Y algo se transformó en su interior. Cuando se levantó, recuperó la almádena y se lanzó de nuevo a la carga, pero esa vez colina abajo.
2
Llegó como una sombra en medio de la noche y observó el campo de batalla desde la periferia. El viaje hasta el parque había sido relativamente fácil, al menos para él. Coger un teléfono de un cadáver donde consultó las coordenadas por internet, y después moverse lo más oculto posible, lo cual para Ivo era mucho. A veces caminando, a veces corriendo, a veces trepando por los edificios. En el casco antiguo había sido mucho más seguro ascender a los tejados y saltar de uno a otro, cruzando así las estrechas y retorcidas calles de la ciudad vieja. Bajo sus pies, en el suelo, el paisaje era similar al del resto de la ciudad. Cazadores y cazados. Asesinos y asesinados. Torturadores y víctimas. No existía término medio, o eso parecía. Tampoco se detuvo mucho a observar. No era su guerra, y en general parecía que los participantes lo sabían, de modo que en más de una ocasión le bastó con detenerse y dar un paso hacia las sombras de un portal o de un callejón para que uno de los cada vez más frecuentes grupos prosiguiesen su marcha. Otras veces no, sobre todo cuando el atacante iba en solitario. Al pasar junto a una boca de metro, trató de sorprenderle por la espalda un chico armado con dos botellas rotas, y que de algún modo se había recubierto entero de fragmentos de vidrio, pasándolos a través de su ropa como si fuese una especie de erizo de mar cristalino. Ivo lo envió escalera abajo de un golpe, y lo dejó retorciéndose atravesado por su propia armadura. Más adelante encontró en los tejados una chica medio desnuda, con los pies y las manos ensangrentados de trepar por las paredes. Le gruñó, amagó golpes, pero al final se alejó, ante la impertérrita inmovilidad del Cazador, así que la dejó seguir su camino. Finalmente, justo antes de llegar al parque, un motorista que había adornado la moto con varias cabezas, trató de cortarle la suya de un hachazo. Ivo sujetó el hacha en pleno golpe y la lanzó junto con su dueño varios metros por el aire. Cuando cayeron sobre el asfalto, oyó el crujido de huesos, pero no podía perder más tiempo, así que simplemente se internó en la masa de árboles y hierba, guiado ya más por los sonidos de lucha que por el GPS. Tenía la certeza de que su objetivo estaría en el centro de la refriega. Y probablemente sería su motivo.
Llegar hasta la colina fue fácil, porque al parecer toda la vida del parque se había concentrado en ella, y los muertos no resultaban un problema, pero una vez allí tuvo que pararse a meditar su siguiente paso. Habría más de un centenar de personas allí, todas armadas. Ivo concentró sus sentidos en sus movimientos, sus actitudes, sus olores. Habían luchado, pero ya no. Si antes hubo conflicto, ahora estaban unidos. Había ancianos, niños y adultos. Hombres y mujeres. Podía matarlos a todos si se lo proponía, pero corría el riesgo de acabar con Zweig accidentalmente, y perder la piedra. Había buscado una foto suya en internet, pero lo más probable era que estuviese un poco cambiado, como el resto. No podía permitirse más retrasos, así que optó por rodear la colina hasta el lago y cruzarlo por el agua. No era una solución mágica, pero posiblemente ya estaría a medio camino de la cima cuando le descubriesen. Cuando llegó a la orilla, se sacó el cuchillo del pantalón y lo llevó en la mano para evitar que se le cayese al fondo accidentalmente, y después se sumergió. Buceó los veinte metros que había de una orilla a otra, y emergió en completo silencio en la ladera de hierba. Por encima de él podía ver que habían encendido una especie de hoguera en la cima y que casi todo el mundo se había congregado a su alrededor. Aclamaban un nombre: Intocable. Ivo sonrió tras su máscara de plata. Ahí estaba el doctor. Comenzó el ascenso.
A unos treinta metros de la cúspide encontró al primer vigía, pero estaba bastante aislado de sus compañeros y en realidad permanecía más atento a lo que sucedía en la cima que a lo que había fuera de ella, así que resultó sencillo dar un pequeño rodeo y evitarlo. Unos metros después, justo fuera de la luz de la enorme hoguera que alzaba sus llamas hasta algo más de tres metros, Ivo se detuvo y escuchó. Sólo podía ver las espaldas de las personas que estaban más próximas a él, pero las voces le llegaban con total claridad, por encima de la multitud silenciosa y expectante.
—¡Arrodillaos ante el Intocable! —gritaba una voz masculina—. ¡Arrodillaos y contemplad su poder!
La muchedumbre rugió en aclamación, pero tras unos instantes se hizo de nuevo el silencio.
—Aquel que no esté dispuesto a unirse a nosotros —continuó la voz— puede elegir su muerte. A sus propias manos, o contra el Intocable.
La masa volvió a rugir con aprobación, e Ivo decidió acercarse. Era un momento tan bueno como cualquier otro. Dio tres zancadas rápidas y comenzó a abrirse paso discretamente entre la parte exterior del gentío. Todos estaban demasiado concentrados en lo que sucedía en el centro como para prestarle atención, así que siguió avanzando. Unos metros después, pudo ver que junto a la hoguera habían apilado cadáveres, pero todavía no habían lanzado ninguno a las llamas. Al parecer, estaban esperando a completar el grupo. En el centro del círculo que se había formado, tan próximo al fuego que debería estar abrasándose, se encontraba Zweig. Ya no tenía aspecto de doctor. Más bien parecía una copia desvaída de un asesino de serie de televisión, con su ropa cómoda y su rostro desapasionado. Y sin embargo, había poder en él. Ivo lo sentía con una claridad absoluta, como si una gigantesca campana de bronce estuviese tañendo para llamarlo. La pregunta era si el poder provenía de él o de la piedra que portaba, y era necesario encontrar la respuesta antes de atacar.
Un hombre con un maletín arrastró a un chico con la pierna rota hasta postrarlo delante de Zweig. El calor debía de ser abrasador, porque inmediatamente la piel del chico se cubrió de perlas de sudor. El del maletín se retiró un poco y volvió a dirigirse a la multitud.
—¡Únete o muere!
La consigna no resultaba nada original, pero lo interesante para Ivo era que Zweig apenas parecía ver al chaval. Su mirada era fuego, sí, pero carecía de una voluntad tras ese fuego. Era un cascarón, lleno de poder, pero un cascarón al fin y al cabo. El poder era prestado, ya no tenía dudas al respecto. Aun así, esperó a ver qué sucedía. El chico trató de incorporarse, y tras un par de intentos logró mantenerse erguido, cojeando torpemente. La masa aguardaba en silencio. Brilló un cuchillo. Fue una buena estocada, precisa y rápida, pero inútil. El arma salió volando, como si hubiese chocado contra una verja electrificada, y el chico cayó de nuevo al suelo, retorciéndose por el dolor, al que se sumó el de la pierna, cuando el hueso asomó por la fractura. La multitud lanzó un ensordecedor abucheo, y el hombre del traje y el maletín arrastró al lisiado hasta la pila de cadáveres. Cuando el chico trató de alejarse a gatas, una chica embozada con un casco rosa le aplastó el cráneo con una maza improvisada que apenas era capaz de levantar.
Eran muchos. Violentos. Armados. Estúpidos. Ivo sonrió sin hacerlo, y dio un paso al centro, saliendo de la protección de la masa. Sólo entonces todos los ojos se fijaron en él, en el desconocido que había penetrado hasta su sangrienta ceremonia de fidelidad.
—¿Quién eres? —le interpeló el del maletín, acercándose hasta estar a unos centímetros de su rostro. El que su actitud amenazadora no amedrentase a Ivo no pareció afectarle, y siguió escupiendo sus frases con rabia—. ¡No importa quién seas! ¡Sólo hay dos opciones! —Se volvió hacia la multitud, dando un paso atrás para dejarle el camino libre—. ¡Únete o muere!
Ivo no se dignó a contestar, simplemente avanzó hasta colocarse a apenas un metro de Zweig, el hasta ahora conocido como el Intocable, y lo escrutó buscando la fuente de su poder. Estaba en el bolsillo del pantalón. La piedra. Sacó el cuchillo de hierro y la muchedumbre que le rodeaba lanzó un abucheo generalizado, para después empezar a corear «Muerte, muerte, muerte». El calor de la hoguera debería resultar incómodo, pero a Ivo no le molestaba más que el frío. Aun así, tenía prisa. Contempló una vez más los ojos del doctor. Allí no quedaba nada. Las llamas eran demasiado intensas, y hacía mucho que habían consumido al hombre. Pero si hubiese seguido siendo una persona, le habría matado igual. Hierro. Nada de acero, de cromo-vanadio ni de aleaciones indestructibles. Sólo el viejo y ancestral hierro, que en las leyendas siempre surgía como anatema para todo ser fantástico. Era el momento de que su cuchillo llevase a cabo la misión para la que realmente había sido reclutado. Clavó la hoja en el corazón de Zweig sin encontrar ninguna resistencia, y la sacó. El cuerpo se desplomó hacia delante y lo sujetó antes de que cayese, introduciendo la mano en el bolsillo. En cuanto aferró la pequeña piedra, lo dejó deslizarse hasta el suelo, donde la sangre comenzó a formar un charco a su alrededor. Un silencio atónito había cubierto la colina. Ivo se alejó de la hoguera y tomó el mismo camino por donde había ascendido, en dirección al lago. Aún no había alcanzado el círculo de centinelas cuando la turba recuperó la voz y se lanzó a la carrera en pos de él. Ivo corrió.
Los centinelas trataron de cortarle el paso, aunque no sabían realmente qué había sucedido. La mayoría estaban demasiado lejos para interceptarle. Al único que tenía próximo bastó con un simple empujón con el hombro para enviarlo rodando colina abajo. Oyó el sonido de cuerpos tropezando y cayendo a su espalda. Luego el sonido de cuerpos pisoteados, y gritos de dolor. Sin detenerse ni un instante, sujetó con fuerza el cuchillo en una mano y la piedra en la otra, y saltó al lago, que cruzó con brazadas rápidas y poderosas. Sólo cuando puso pie en la otra orilla se permitió lanzar una mirada a sus perseguidores. Unos cuantos se habían tirado al agua y nadaban con desigual suerte, pero la mayoría estaban rodeando el lago por alguno de los dos lados, creando más o menos una pinza a su espalda. Corrían con todas sus fuerzas, pero Ivo les llevaba ventaja de sobra, así que se limitó a desaparecer entre los árboles. Ninguno podría darle alcance. Pero eran molestos. Se internó en las sombras lo suficiente para que no pudieran verle desde el lago, y trepó al árbol más alto que había a su alrededor, un fresno de casi quince metros. Desde su copa observó como los perseguidores pasaban bajo sus pies y se dispersaban. Aguardó quince minutos antes de descender, cuando la muchedumbre ya se había convertido en rastreadores confusos y aislados, y recorrió en silencio la ruta más rápida hasta el exterior del parque.
Tenía la piedra. Pero no sabía qué hacer con ella. Ningún conocimiento había despertado en su interior. Ninguna claridad. Pero la clave estaba en ella. La sacó para observarla. Un fragmento de mármol blanco, manchado de sangre. ¿De quién? ¿De dónde? No había respuestas. Pero esa era la única respuesta posible. Alzó la mirada. En la carretera que rodeaba el parque había una figura esperándole, un hombre de unos cincuenta años, vestido de negro, con una barba gris muy recortada y la cabeza rapada. Estaba apoyado en un quad, esperando. Sólo que no era un hombre, sólo lo llevaba puesto. Como él.
—Tienes que tragarte la piedra —le dijo el desconocido cuando llegó a la acera.
Ivo no respondió, pero se acercó hasta él.