15. Los elegidos

Dos tareas y todo sería suyo, pero Frank no tenía ni puta idea de cómo enfocar la primera. El primer escollo que tenía que salvar era que no se había enterado ni de la mitad de lo que el Arconte le había dicho: las Puertas, los Señores, el Tercer Lugar… Nada de eso tenía sentido para él. Aun así sonrió y asintió, así que ahora no tenía más remedio que actuar como si supiera lo que estaba haciendo. Necesitaba guerreros. Eso sí lo había entendido. Una especie de grupo de asalto, de al menos cinco personas. La Sombra le había especificado claramente qué tipo de individuos debían ser: de fuerte voluntad, ingeniosos, creativos, adaptables. Y, por supuesto, tenía poco más de un par de horas para reclutarlos, y otro par más para el curso de formación. En esas circunstancias, Frank tenía claro que sólo había una opción, que era a la que solía aferrarse casi siempre: si no puedes hacer las cosas bien, hazlas de modo que parezca que las estás haciendo bien.

Decidió comenzar por un poco de fuerza bruta. Al fin y al cabo, si estaba creando un comando, cada integrante debería destacar en algo. Como El equipo A y todas esas mierdas. O Los siete magníficos. ¿Y dónde mejor que un gimnasio? No tenía mucho tiempo, así que entró en el primero que vio, una instalación grande y moderna, con spa, piscina, bicicletas y todas esas tonterías, que pasó por alto directamente. Quería una mala bestia, no un mariquita levantapesas. Y pronto encontró la zona adecuada. En una de las habitaciones acristaladas del gimnasio había colgados sacos de boxeo y otros instrumentos a los que pegar, y allí había seis o siete tíos grandes como castillos repartiéndose hostias. Frank no era ni experto ni aficionado a esos supuestos deportes, así que no supo decir si estaban haciendo lucha libre, kick boxing o cualquiera de esos absurdos nombres orientales. Lo importante era que se estaban pegando. Pegando de verdad, como pudo comprobar cuando uno de los tipos logró acertar con un rodillazo a la cara de su contrario, y empezó a brotarle la sangre de la nariz. El agresor levantó una mano en gesto de disculpa, pero al parecer sus disculpas no fueron aceptadas, porque su contrincante le inmovilizó esa mano y le asestó una serie de golpes en el estómago, levantándolo un poco más del suelo con cada uno, hasta que lo dejó tirado en el suelo.

—¡Vale por hoy! —dijo el que debía de ser el monitor, que no parecía tener ninguna intención de meterse en medio, y que esperó a que la mala bestia se hubiese alejado un par de metros antes de ver el estado del otro.

Frank sonrió. «¿Quién dijo miedo?».

—Disculpe, caballero.

Le interceptó justo antes de entrar a los vestuarios. Sabía que con su impecable traje y el maletín de cuero negro destacaba enormemente, pero era parte de su técnica de marketing. El aspirante a homicida le miró desde arriba, apretando una toalla contra la nariz para que dejase de sangrar.

—¿Sí?

Afortunadamente, su aspirante sabía hablar. Y era evidente que el traje había despertado su curiosidad.

—Me gustaría proponerle un negocio —atacó directamente Frank, tendiéndole una tarjeta—. Digamos que soy un ojeador.

El bruto echó un vistazo a la tarjeta, en la que sólo ponía «Frank R. Schiolla», y volvió a escrutarle, sin saber qué debía esperar.

—¿Tiene un momento ahora? —Sonrisa, siempre sonrisa.

—¿Por qué no? —El tipo se encogió de hombros, y Frank le siguió al interior de los vestuarios. Por suerte estaban vacíos—. Tú dirás.

—Estoy buscando a personas excepcionales para un trabajo excepcional. Legal. Muy lucrativo. —Decidió ir al grano. No parecía un tipo demasiado sutil—. Y usted encaja perfectamente en el perfil que estoy buscando, señor…

El tipo desentumeció un cuello enorme y probó a retirarse la toalla ensangrentada. Al parecer, todo estaba ya en orden en su nariz.

—Bruno —dijo mientras sorbía algo de sangre y escupía en un lavabo—. ¿Qué es lucrativo para ti?

Perfecto. Alguien que pregunta por la paga en vez de por el trabajo ya está dispuesto a aceptar. No había nada como trabajar con honrados mercenarios.

—En realidad, amigo Bruno, soy el genio de la lámpara. —Frank se permitió una sonrisa de suficiencia. Tenía palomas de sobra en el maletín—. Pide un deseo y se te concederá.

El luchador lanzó una carcajada corta y dura.

—Qué capullo. Y yo que pensé que esto iba en serio. —Resopló—. ¿De quién es la idea de la broma, canijo?

Frank no perdió la compostura.

—Pide.

La seguridad siempre hacía dudar a los inseguros. Lo sabía porque lo vivía en sus propias carnes todos los días. Y Bruno dudó.

—Vale, geniecillo. —Se dirigió hacia la puerta y la abrió ligeramente, señalando a otra de las zonas, donde un variopinto grupo de mujeres se esforzaba para seguir el ritmo de una monitora morena y fibrosa. Demasiado músculo y pocas curvas para el gusto de Frank, pero de rostro atractivo sin embargo—. Quiero que me la chupe.

Los jóvenes, siempre tan predecibles. Sin dudar un segundo, cerró la puerta y echó el pestillo. Bruno le observó intrigado mientras habría la maleta y sacaba una paloma.

—Pero ¡¿qué mierda…?! —rugió cuando le retorció la cabeza a la paloma, pero Frank le impuso silencio con un gesto y comenzó a salmodiar. Finalmente lanzó unas gotas de sangre sobre el rostro de su primer recluta.

—No te limpies la sangre —le ordenó—. Ahora, sal y entra en los vestuarios de al lado.

—Son los de las tías.

Frank cortó la protesta con un gesto.

—Entra y disfruta. Yo te esperaré aquí.

Se sentó y el bruto permaneció de pie, dudando, durante casi un minuto. Después abrió el pestillo y salió, cerrando la puerta a su espalda. Frank permaneció sentado tranquilamente en un banco. Saludó con cortesía a un par de aspirantes a musculitos que entraron a cambiarse y siguió esperando. Unos diez minutos después, Bruno regresó con una sonrisa estúpida y satisfecha en el rostro.

—Estaba inconsciente, o drogada, o algo —dijo con una mirada de admiración—. Pero no me la ha chupado. Se la he metido por el culo.

Frank suspiró. ¿Eso era lo que los Arcontes entenderían como creatividad e ingenio? Esperó que sí.

—Estupendo —dijo; luego se levantó y le tendió un sencillo mapa garabateado en una servilleta—. En esta dirección dentro de dos horas.

El bruto lo contempló con el mismo esfuerzo que si estuviese tratando de descifrar un jeroglífico egipcio.

—Dos horas —recalcó Frank antes de salir—. Y yo que tú me marcharía antes de que tu amiga despierte.

2

Para el segundo miembro, Frank optó por un enfoque más sutil que compensase al tal Bruno. ¿Y qué había más opuesto a un musculitos? Un geek de esos. Así que fue a un centro comercial y se dirigió a una tienda de videojuegos. Desafortunadamente, casi todo eran niños, y todo el mundo sabe que los niños se cagan de miedo ante la mínima, así que fue hacia el único candidato posible, un chaval de unos dieciocho o veinte años, que estaba enganchado al mando de una consola matando nazis o algo así. Allí tenía que ser más sutil, así que esperó un rato.

—No se te da nada mal esto —dijo finalmente.

El chaval le contestó sin dejar de mirar la pantalla:

—Se me da de puta madre.

—¿Te interesaría probar un concepto nuevo?

El chico le miró de reojo, pero sin perder el ritmo de disparos, esquivas y lo que fuese que estuviese haciendo. Frank prosiguió:

—Inmersión total del jugador.

—¿Realidad virtual?

—Eso está completamente desfasado —se arriesgó a decir. La verdad era que no tenía mucha idea del asunto—. Es algo mucho más revolucionario. Y bien pagado.

—Vale.

Había sido mucho más fácil de lo que pensaba. Frank le dejó la dirección y confió en que fuese capaz de separarse del mando a tiempo de acudir a la cita. No se iba muy convencido, pero todavía tenía mucho trabajo que hacer y no le quedaba demasiado tiempo.

Decidió aprovechar el entorno, y se dio una vuelta por la zona de bares y restaurantes. Ingenio y creatividad. ¿Qué se suponía que hacían los jóvenes creativos? ¿Las cosas esas de los cómics y el rol? Vio a un chico con una camiseta de esqueletos saliendo del cine. Ropas negras, cadena. Al lado de él iba una chica también gótica, o emo, o lo que quiera que fuesen. Dos mejor que uno. Les siguió un poco, para no parecer demasiado agresivo, y aguardó a que se sentaran a tomarse unos refrescos. Se sentó a una mesa contigua, esperó unos minutos y, finalmente, les tendió su tarjeta.

—Disculpadme, pero no he podido evitar observaros, y tengo una propuesta para vosotros.

La parejita cruzó una mirada llena de intención y rompieron a reír. Eso le desconcertó. Cuando lograron controlar la risa, fue la chica la que habló.

—Vale, ya hemos hecho porno una vez. —«Joder con la juventud», pensó Frank. Aunque no le importaría nada verla en acción—. ¿De qué estamos hablando?

—Me temo que no es ese tipo de propuesta —explicó acercando su silla—. Es algo que nunca habéis hecho, y que recordaréis toda vuestra vida. —La pareja volvió a mirarse con intensidad, y se cogieron una mano por encima de la mesa. A Frank le estaba dando un poco de grima tanta complicidad, pero no podía andarse con remilgos en ese momento—. ¿Qué decís?

Por supuesto, dijeron que sí. Cuatro. Al menos uno más. A ser posible, dos.

3

Decidió tratar de completar el reclutamiento en el metro, de vuelta a casa (no pasó por alto lo lastimoso que era considerar su casa esa azotea, pero era con lo que tendría que conformarse hasta ser el Rey del Mundo). Su grupo mortal tenía una forma definida, no había duda, pero seguía necesitando una cabeza. Y eso fue lo que trató de encontrar en el metro. Pero ¿qué tipo de líder necesitaba su comando? Un jubilado de aspecto desagradable, reseco y malhumorado. No. Los demás no le iban a hacer ni puto caso. Un sacerdote algo entrado en carnes. Frank se meaba en la Iglesia y sus sacerdotes, y suponía que sus reclutas también lo harían. Un profesor más atento a las niñas que cotorreaban delante de él que al libro de geografía que llevaba en la mano. Tal vez. Algo de dotes de mando tendría. Una ejecutiva de treinta y bastantes, de aspecto cansado, totalmente concentrada en un mar de cifras. Perfecto. Él conocía a ese tipo de personas. De hecho, podría haber sido una de ellas si no se hubiesen cruzado los Arcontes en su vida. Gracias a Dios. O a quien fuese. Tranquilamente, se levantó de su asiento y se situó enfrente de la ejecutiva. No era muy atractiva. Se notaba que se esforzaba en hidratarse o lo que fuera que hiciese, y en maquillarse con cuidado, pero había demasiado cansancio en ese rostro como para que resultase atractivo. Frank le tendió su tarjeta.

—Creo que puedo ofrecerte lo que necesitas. —Era una frase cuidada. No decía «puedo darte», que habría sonado obsceno, y el «creo» unido a la sonrisa conciliadora y de complicidad trataban de superar el pánico natural a que un desconocido te hable en el metro.

La mujer levantó la cabeza apenas un instante, dejando un dedo para marcar la posición por la que iba revisando una columna. Al parecer le había tomado por un camello elegante, pero aun así preguntó.

—¿Y qué necesito?

—Poder.

Frank sabía perfectamente la respuesta. Era lo que todo el mundo buscaba, o al menos todo el que tuviese ciertas aspiraciones. Y ella las tenía.

La ejecutiva se limitó a sonreír, cansada.

—Si fuese tan fácil…

—Lo es. —Frank sonrió mientras se sentaba a su lado.

Abrió el maletín sólo lo suficiente como para meter la mano, y la mujer contuvo un grito de sorpresa. Evidentemente pensaba que iba a sacar un arma o algo así. Pero sólo necesitaba un poco de maña. Cogió a otra de las palomas medio muertas que llevaba dentro («medio» era la palabra clave) y le retorció el pescuezo mientras las palabras fluían fácilmente de su boca. Estaba cogiendo mucha soltura en eso. Sólo le llevó unos segundos concluir y sacar la mano manchada de sangre, que se limpió cuidadosamente con un pañuelo de seda. La ejecutiva le miraba con ojos desorbitados de espanto. Hasta que sonó su teléfono. Tras una sucesión de síes y noes, colgó con un sorprendido «Gracias».

—De repente soy demasiado importante para perder el tiempo en balances.

La respuesta de Frank fue su sonrisa más deslumbrante.

—Así de fácil —dijo.

Objetivo mínimo de ventas cumplido, ahora a por la bonificación.

Bajó del tren un par de paradas antes de su destino, tras dejarle otro mapa a la última recluta, y decidió pasear hasta la azotea y, de paso, comer algo. Se había saltado el almuerzo, y era poco probable que tuviese tiempo para una cena en condiciones.

4

Se compró un shawarma en una cafetería que había un par de manzanas antes de su edificio, y trató de no mancharse de salsa de yogur mientras se lo comía. Sabía a gloria, y el paseo le daba tiempo para preparar la sesión de entrenamiento con sus muchachos. El bruto, el geek, la parejita morbosa, la ejecutiva. ¿Qué le faltaba a la mezcla? ¿El astuto traicionero? ¿El gracioso? Algo gruñó en un callejón a su derecha. Lentamente, se volvió. ¿Un perro? ¿Un lobo perdido? ¿El león del circo? Lo que vio le resultó aún más extraño. Era una persona. Más o menos. Tenía sus dos brazos y sus dos piernas, pero también tenía la boca llena de sangre que evidentemente no era suya, llevaba jirones de ropa por única vestimenta y estaba acuclillado en el suelo masticando algo. El gruñido al parecer era para marcar territorio o algo así. A Frank se le habían quitado las ganas de seguir masticando la carne del shawarma, así que se agachó ligeramente, lo suficiente como para dejar su comida en el suelo pero no tanto como para no poder salir corriendo a la mínima oportunidad. El salvaje se inclinó ligeramente hacia él, olisqueando las especias. Pareció gustarle, porque dio un paso tentativo en su dirección. No iba realmente a cuatro patas, más bien avanzaba a saltitos en cuclillas, apoyándose sobre las manos y las puntas de los pies, como si fuese un gran simio. Le mostró los dientes, y Frank dio un paso hacia atrás. Muy, muy despacio, fue abriendo el maletín y preparando otra paloma. Esa vez no servirían de nada las tarjetas de visita, pero tenía la certeza de que una demostración de fuerza pura captaría la atención del salvaje. Cuando llegó hasta el shawarma y dio un golpecito de prueba al envoltorio, Frank le retorció el cuello al pájaro y, envolviendo sus palabras, surgieron unos veloces zarcillos de oscuridad que aferraron al salvaje por el cuello, lo alzaron un par de metros en el aire y después lo lanzaron con fuerza contra la pared del callejón. El salvaje logró recomponerse y rodó por el suelo para adoptar una postura agresiva, pero los zarcillos seguían flotando amenazadoramente. Cuando Frank dio un paso hacia él, con la confianza de los tentáculos sobrenaturales que le protegían, el salvaje inclinó la cabeza en señal de sumisión. Sonriente, le dio una palmadita en la cabeza. Ya tenía lo que le faltaba. La mascota. Que al parecer se llamaba Miguel, según decía la maltrecha etiqueta con el nombre que llevaba colgada de los restos de ropa que le envolvían.

—En marcha, amiguito —dijo amigablemente, y lo que ahora era Miguel le siguió a un par de metros de distancia.

Frank notó perfectamente que había más interés que miedo en la criatura, y eso era bueno, porque no podía mantener los zarcillos oscuros más de unos minutos. Cuando llegaron a la calle principal, deshizo los restos ya inestables del hechizo y confió en que la gente no se espantase demasiado ante la visión de su acompañante. Miró a su alrededor. La calle estaba casi vacía y las pocas personas que había a la vista parecían tener todas una prisa de mil demonios. Sintió un débil cosquilleo. Quizás una urgencia. Quizás ganas de hacer cosas malas. Quizás el deseo irrefrenable de buscar un agujero en el que esconderse. No lo tenía claro. Pero tenía una cita a la que acudir, y no podía faltar. Él era el anfitrión.