—Hay una más —gruñó la Bestia en cuanto se hubo disuelto la Sombra que tenía entre las mandíbulas—. La he olido mientras me acercaba.
La Oscuridad se incorporó, limpiándose un polvo imaginario de la ropa.
—Nunca hay una Cazadora cerca cuando se la necesita, ¿verdad? ¿Alguna idea de qué era eso? —añadió tras una pausa.
—Lo importante no es qué son, sino adónde se dirige la que ha escapado —dijo el Laberinto, que entraba en el Salón de Mármol junto a Sura—. Parece que me he perdido el enfrentamiento.
—Habrías tenido la misma patética actuación que yo, no te preocupes —dijo la Oscuridad dándole una palmadita en el hombro.
—Son fuertes, Señores —terció Priscus, todavía jadeando—, pero no invencibles.
—Lástima que en nuestra forma estable sólo uno de nosotros sepa cómo se deletrea «combate». Por si no te has dado cuenta, nos hemos quedado los intelectuales, y la Bestia, por supuesto.
El mayordomo frunció el ceño ante el comentario de la Oscuridad. No le agradaba el cinismo de ese Señor, no le parecía nada constructivo, pero no dijo nada. Fue el Laberinto el que lanzó un gruñido de disgusto.
—No voy a quedarme a escuchar tonterías —dijo mientras se ponía en marcha hacia uno de los arcos del Salón—. Voy a las Puertas. Si algún otro visitante no deseado se atreve a pisar más allá de la arcada, me encargaré de él. —Y desapareció en el enigma.
La Oscuridad suspiró y trató de desentumecer los hombros, doloridos por la presión de la Sombra. A unos pasos de distancia, la doncella de la Reina se había arrodillado al lado del cuerpo maltrecho de la otra servidora. La Oscuridad se sintió en la obligación de consolarla.
—En realidad no está muerta —le explicó—, o no más que el Dragón. Cuando la reina Mab regrese, la dejará como nueva. Si regresa… —No pudo evitar añadir lo último. Era su naturaleza—. Y ahora, ideas. Tanto la Bestia como yo mismo somos lo que somos. Necesitamos una mente fresca con planes frescos.
—No tiene sentido —dijo Sura incorporándose—. Dos de los atacantes han venido a un lugar concreto, e hicieron todo lo posible para que no se diese la alarma. El tercero, en cambio, ni permaneció aquí ni me persiguió. No tiene lógica que se dedique a vagar por el Reino sin más.
—¿Habrá vuelto a las Puertas para huir e informar? —preguntó el mayordomo sin mucha seguridad.
No parecía demasiado convincente, ya que ni siquiera había entrado en el Salón de Mármol, con lo cual, o bien podían comunicarse entre sí, o bien tenía otro destino. Pero eso último carecía de toda lógica. El Reino era lo que era en cada instante. No había más destinos. No había más lugares estables. ¿O sí?
—¿Podría haber ido a algún otro lugar, maestro Oscuridad?
El Señor le miró levantando una ceja sorprendida.
—Podría haber ido a cualquier lugar, amigo mío.
—No, maestro —insistió Priscus—, quiero decir a un lugar estable.
El rostro casi siempre impasible de la Oscuridad se demudó, y cruzó una mirada de entendimiento con la Bestia.
—El Tercer Lugar… —musitó la Bestia—. Súbete, muchacha, tenemos que darnos prisa.
Sin perder un segundo, Sura trepó de un salto al lomo de la gigantesca loba. En un instante habían salvado la distancia que les separaba del límite del Salón y saltaban a la cambiante masa del Reino. Mientras, la Oscuridad se dirigió al mayordomo.
—Has hecho un gran servicio, Priscus —dijo—, y no creo que haya más peligro para el Salón, pero permanece atento. Si te ves en la necesidad de hacerlo, salva el cuerpo de la Reina y abandona al Dragón.
El mayordomo asintió con gesto cansado, y no preguntó hacia dónde se dirigía el Señor mientras se alejaba, aunque la Oscuridad se lo reveló de igual manera.
—Ha llegado el momento de echar la llave y hacer inventario —dijo con una sonrisa a modo de despedida antes de cruzar uno de los grandes arcos.
En silencio, Priscus recogió el cuerpo de Corda, que parecía pequeño y a punto de deshacerse, como una muñeca rota, y lo dejó con infinito cuidado junto al catafalco de la Reina. Después se incorporó, estiró los brazos para desentumecerlos y aguardó vigilante.
2
Atravesar el Reino a lomos de la Bestia no tenía nada que ver con cruzarlo del modo habitual, como descubrió Sura rápidamente. Ignoraba si los demás Señores tenían esa potestad o era una característica de la Bestia, pero la gigantesca loba parecía avanzar en línea recta, literalmente atravesando las pesadillas que se encontraba a su paso. En un callejón solitario, un par de violadores borrachos y su aterrorizada víctima vieron que una criatura descomunal salía de una pared, derribándola, y desaparecía abriendo un agujero similar en el muro del otro lado. En una gigantesca casa de muñecas en la que los niños eran encerrados en frascos de cristal, una loba entró de un salto por un amplio ventanal y salió destrozando una ventana más pequeña en el otro extremo. En un avión que se tambaleaba en medio de una tormenta eléctrica, los pasajeros de la ventanilla del ala vieron que una criatura se posaba en una de las alas, saltaba sobre el techo y corría sobre la otra ala para saltar de nuevo al cielo. Vieron también que el motor derecho se había incendiado.
Sujeta al pelaje de la Bestia, Sura no se veía afectada por la voluntad de los forjadores con los que se cruzaban, así que el paseo estaba resultando relativamente gris y monótono para la esencia cambiante de un servidor, tanto que estuvo tentada de soltarse cuando cruzaron el doloroso recuerdo de cómo una esposa había descubierto con sus propios ojos que su marido la engañaba con su mejor amiga, y que su mejor amiga follaba mucho mejor que ella. La doncella de la Reina sintió el placentero y familiar tirón del deseo. Era su naturaleza. Pero no era el momento. Así pues, en vez de lanzarse a la pesadilla, preguntó:
—¿Qué es el Tercer Lugar?
—Una prisión —fue la lacónica respuesta de la Bestia.
Sura insistió:
—Una prisión ¿para quién?
La Bestia no contestó, y ahogando un bostezo, la servidora confió en que el viaje no durase mucho. Y así fue. En un instante estaban corriendo sobre la cubierta de un crucero que ardía, con gente gritando por todas partes, y un segundo después, tras un ágil salto por encima de la borda de estribor, habían llegado.
No era de mármol. Eso fue lo primero que le llamó la atención a la servidora. Tanto las Puertas como el Salón eran de ese mismo material, Sura suponía que porque ese era el aspecto que adoptaba el Reino al solidificarse, pero no era así. El lugar que la rodeaba era de granito, áspero e irregular. Una llanura semicircular que terminaba en una imponente pared de granito. Y en su centro, una puerta de doble hoja, tan desproporcionadamente grande como los arcos del Salón de Mármol. Cerrada.
—Abajo —gruñó la Bestia deteniéndose en la orilla de la extensión de granito.
La doncella obedeció al instante. El tacto del suelo era rasposo, contrastando enormemente con la suavidad del mármol. Rasposo y antiguo, como si ese lugar ya estuviera allí antes que el Salón y las Puertas. Antes que el Reino. Eso no lo había creado la Reina, pensó Sura; a lo sumo, lo había transformado. Pero en ese caso, ¿quién lo había creado? Contempló las puertas de granito y tuvo la certeza de que la respuesta estaba al otro lado.
—Allí —gruñó la Bestia, y comenzó a correr.
Efectivamente, casi junto a la base de las puertas podía verse una Sombra, pequeña en comparación, que avanzaba velozmente. Demasiado veloz para alcanzarla a tiempo, de hecho. Sura dudó. No podía correr más rápido que la Bestia. No era capaz de llegar hasta la criatura antes de que ella alcanzase la prisión de granito. Entonces ¿por qué la había traído? Sintió que la impotencia crecía en su interior y se transformaba en furia. Habían entrado en el Salón de Mármol. En su propia casa. Habían matado a la Reina. A su reina. Y después habían vuelto a atacarles. Habían matado a Corda. Le importaba una mierda si habían sido los mismos o no. Pero no iba a permitir que se saliesen con la suya. Sintió que las manos le hormigueaban, y al mirar hacia ella estaban manchadas de rojo. Manchadas de la sangre de la Reina. La doncella no saltó. No corrió. No voló. Simplemente estaba en el borde del claro, y luego estaba frente a las puertas de granito. La Sombra avanzaba hacia ella a toda velocidad, dispuesta a derribarla o atravesarla, y tras ella las puertas. Iba a liberar a su amo. No pensaba pararse.
—No —dijo Sura levantando una mano. No hubo viento, ni sonido alguno que indicase lo que había sucedido, pero la Sombra rebotó como si un muro invisible se hubiese alzado frente a ella, trazando un arco irregular por el aire. Justo hasta las fauces de la Bestia. En unos segundos todo había terminado, y la doncella volvió a mirarse las manos, que de nuevo tenían su color blanco verdoso habitual.
—¿Y ahora? —preguntó mientras volvía a subir a lomos de la Bestia.
—A las Puertas —fue toda la respuesta que recibió. Y por una vez, no preguntó más. Tenía mucho en qué pensar.
3
El Laberinto alcanzó las Puertas, adoptando su forma estable, cubierta de tatuajes. Todo estaba como siempre. Los soñadores entraban por la Puerta Negra, forjaban sus pesadillas y después partían por las Puertas Blancas. Y sin embargo, todo había cambiado. Habían sido atacados. Por segunda vez. Primero, el asesino desconocido. Segundo, los Arcontes, no tenía duda de ello. Pero su capacidad para proteger el Tercer Lugar era nula. Por eso había acudido a las Puertas. No temía realmente un nuevo ataque, o al menos no tan pronto, pero quería pensar con claridad, sin la interferencia de los otros Señores. Con la Bestia cerca todo se volvía demasiado directo, y con la Oscuridad, demasiado melodramático. Y ahora lo que necesitaban era estrategia. No podría idear una defensa perfecta, porque eso era parte de la esencia del Dragón y sólo de él, pero podría crear una defensa que retrasase al enemigo lo necesario. Si es que realmente llegaban a tener suficiente tiempo para algo, añadió para sí mismo con el tono desenfadado de la Oscuridad. Aun así, sonrió.
—Maestro Laberinto, es un honor teneros aquí. —Era Prócula, la guardiana de la Puerta Negra.
—Unos intrusos han penetrado en el Reino —dijo sin más dilación, provocando una expresión de espanto y desconcierto en el rostro de la servidora—. Así que piensa en el modo de expiar tu falta. Cuando acabe lo que he venido a hacer, espero una respuesta.
«Con eso la tendré entretenida un buen rato», pensó. Necesitaba calma y tranquilidad, no servidores aburridos interrogándole. Él era el que hacía las preguntas. Él era el Laberinto. Pero la Puerta Negra no parecía en disposición de decirle nada. ¿Cómo proteger el Reino? ¿Cómo defender a la Reina y al Tercer Lugar hasta que la Cazadora cumpliera su misión, si es que eso era posible? Sabía que sólo existía una opción, pero era una opción sin precedentes, y que podría acarrear consecuencias catastróficas. O sin mayor importancia. Era lo que pasaba con las cosas que nunca se habían hecho.
—¿Algún plan astuto y retorcido? —preguntó la Oscuridad caminando hasta situarse junto al Laberinto.
A su alrededor, los soñadores entraban en un flujo continuo y eterno, una marea infinita y eterna que comprendía toda la variedad de la raza humana.
—Hay que cerrar las Puertas. —No era una pregunta.
—Temía que me dijeses algo así —repuso la Oscuridad, sopesando la altura de la arcada bajo la que se encontraban—. Vamos a necesitar cien mil servidores y dos cuerdas muy largas. Y dos chimpancés para que suban y las aten al tirador. Ah, perdona, que no hay tirador.
El Laberinto le lanzó una mirada envenenada.
—No hay otra opción.
—Si la hay, hermano Laberinto, sólo que a nosotros no se nos ocurre. Cerremos las Puertas, entonces. ¿Y luego qué?
El Laberinto se encogió de hombros, contrayendo los retorcidos tatuajes que le cubrían.
—Entonces, veremos.
—Si es que hay algo que ver. —La Oscuridad suspiró—. ¡Prócula! ¡Te necesitamos!
La servidora se acercó, mirando a todos lados menos al rostro del Laberinto.
—Aún no tengo la respuesta, mi señor —murmuró cuando llegó junto a ellos.
—Olvida la respuesta —dijo el Laberinto—. Olvida si quieres también la pregunta. Queremos que cierres la Puerta Negra.
La servidora le miró sin comprender.
—¿Puede hacerse? —insistió.
—Nunca se ha hecho, maestro Laberinto —contestó la guardiana.
—Eso no responde a la pregunta que te ha hecho el Laberinto, Prócula —terció la Oscuridad—. ¿Puede hacerse?
La servidora reflexionó unos segundos antes de contestar.
—Creo que sí. Sí.
—Pues hazlo.
—Pero… —dudó la guardiana— ¿y los forjadores? ¿Qué sucederá con ellos?
—Los que están dentro saldrán por las Puertas Blancas —dijo el Laberinto contemplándolas en la distancia—. Después las cerraremos también.
—¿Y los que quieran entrar? —La voz de Prócula era ya sólo un hilo tembloroso.
—No podrán —contestó la Oscuridad—. Signifique lo que signifique eso. Ciérrala.
No había más que decir. La guardiana de la Puerta Negra se volvió hacia las dos gigantescas hojas de mármol negro. No lo había hecho nunca. Nadie lo había hecho. Pero eran unas puertas, así que en su naturaleza estaba el poder cerrarse. Así que las cerró.
Al otro lado, los soñadores podían estar acumulándose, protestando, o quizás regresando a su mundo sin haberse liberado de sus pesadillas. No lo sabían. No podían saberlo. A este lado, la corriente de forjadores fue reduciéndose mientras se dispersaban por el Reino, hasta que sólo tres figuras quedaron en pie junto a las losas de mármol negro. La Oscuridad. El Laberinto. La guardiana de la Puerta Negra. Ninguno habló, y aún permanecieron en silencio cuando se unieron a ellos la Bestia y Sura.
—El Tercer Lugar está a salvo —gruñó la Señora, mientras contemplaba la pared de mármol que se alzaba donde antes había una arcada.
El Laberinto asintió.
—Sería conveniente vaciar el Reino lo antes posible —dijo, y la Bestia asintió y partió de nuevo.
En miles, quizás millones de hogares, hombres, mujeres y niños despertaron, con sus pesadillas interrumpidas por la aparición a veces oportuna, a veces terrorífica, y en la mayoría de los casos incoherente, de una gigantesca loba. La corriente de soñadores que cruzaban las Puertas Blancas en dirección al mundo se transformó en un poderoso río, luego en una riada, y más tarde comenzó a menguar, conforme el Reino iba despidiendo a sus últimos visitantes. Finalmente, un joven adolescente y un anciano fueron los últimos en cruzar las Puertas, y sus respectivos guardianes recibieron la misma orden que antes había recibido su compañera Prócula. Y cerraron las Puertas.
El Reino estaba cerrado. El Reino estaba vacío.
Más allá de las Puertas podía verse un yermo gris, carente de cualquier relieve. Sin niebla, sin brumas. Sin nada. A Sura le pareció que si se esforzaba, podía intuir en la distancia el resplandor blanco del Salón de Mármol, a lo que debían de ser muchos kilómetros de distancia, y supuso que aún más lejos debería estar la masa oscura del Tercer Lugar.
Los Señores y los servidores intercambiaron miradas con la misma sensación de inseguridad.
—¿Este era el plan? —preguntó finamente la Oscuridad—. Supongo que no está mal, si pretendías que nadie pudiese esconderse.
El Laberinto no respondió. Dio tres, cuatro pasos, hasta salir de la superficie de mármol de las Puertas y pisar la extensión gris del enigma. Una vez allí, se volvió hacia sus acompañantes y sonrió. A su espalda creció un laberinto mortal de paredes vivientes formadas por cuchillas y cadenas erizadas de púas, que se enroscaban y agitaban como serpientes vivas.
—Nuestra casa, nuestras reglas —rugió, y las murallas del laberinto le devolvieron una ovación metálica.
La Oscuridad no quería decirlo, pero lo dijo:
—Espero que cuando lleguen los invitados, estén de acuerdo.