Los heraldos partieron lo más rápido posible, dado lo incierto de su destino. Más allá del Salón de Mármol, el Reino era lo que deseasen los forjadores en cada instante, y en algún lugar de esa caótica mezcla de realidades debían encontrar a los Señores. Pero los Señores eran como faros brillantes en una noche despejada, y ningún heraldo dudó sobre el camino que debía seguir.
Un joven universitario soñaba con un examen crucial. Incapaz de estudiar, agobiado, llevaba una chuleta oculta en el bolsillo. Cuando el profesor volvió la mirada hacia otro lado, sacó el pequeño papel y lo desplegó. Pero ahí no estaban las respuestas. Era un índice que indicaba que debía buscar en el otro bolsillo. Sintió un escalofrío cuando la mirada vigilante del profesor pasó sobre él, y unos instantes después logró sacar otro pedazo de papel. Pero en él sólo decía que lo tenía escrito en el calcetín. Aunque allí tampoco estaba. Consultó el papel de debajo del reloj, que hacía referencia a algo en la suela del zapato del pie izquierdo. Y frente a él, inexorable, el reloj iba avanzando, y cada vez quedaba menos tiempo para encontrar la respuesta correcta. Y en el zapato izquierdo tampoco estaba. Cuando empezaba a mirar en el derecho, de repente un ujier entró con apresuramiento y murmuró algo al oído del profesor, que sin decir una palabra simplemente desapareció, y con él la angustia, y la pesadilla se desdibujó a su alrededor. El joven despertó. Pero seguía sin estar preparado para el examen del día siguiente.
Una anciana soñaba que era niña de nuevo, y un oficial elegante y guapo acababa de entregarle una carta con una sonrisa. «Ábrela, pequeña», le había dicho con un guiño encantador, pero ella sabía que si la abría descubriría que su padre había muerto en una escaramuza en los márgenes del río Somme, y que tendría que ir al orfanato, donde le pasarían cosas muy malas. Pero si no la abría, el joven oficial la escondería, y entonces, el día menos pensado, al abrir un libro de recetas o un periódico, la encontraría y perdería todo lo que hubiese hecho hasta ese momento. Entonces tocaron el claxon en el exterior, y el oficial se asomó. Un soldado se acercó y le susurró algo. Sin perder la sonrisa, el oficial le cogió la carta de las manos y la rompió en pedazos, y se fue, y la pesadilla se difuminó a su alrededor. Y despertó. Pero los recuerdos del orfanato seguían allí.
Una embarazada que acababa de perder a su bebé soñaba que el feto en realidad no estaba muerto, que no lo estaría mientras lo mantuviese junto a su pecho. Corría sin parar por los pasillos del hospital, buscando un lugar para esconderse, porque sabía que la doctora que le había dicho que estaba muerto la buscaba para arrebatarle a su niño, y ningún lugar era lo suficientemente bueno. Tenía que hallar el lugar perfecto, porque en cualquier otro la encontraría, y entonces estaría muerto para siempre, así que corría sin parar, y cada vez la tenía más cerca. Inesperadamente, los altavoces del hospital cobraron vida, llamando a la doctora para que acudiese con urgencia al puesto de enfermeras más cercano, y la doctora fue a atender la llamada, y la pesadilla se fundió a su alrededor, y despertó. Pero su bebé seguía muerto.
Un niño soñaba que había un monstruo brutal en su casa. En ese momento se estaba comiendo al perro, y ya se había comido a su hermano mayor, y en breve subiría a comérselo a él. Pero no subió. Alguien silbó, como llamando a un perro, y el monstruo salió trotando, y la pesadilla se deshizo a su alrededor, y despertó. Llamó a su madre, que acudió con un vaso de agua y le arropó, y volvió a dormirse, esa vez sin soñar.
Más allá del Reino, en un pequeño estudio, un dibujante trabajaba con ahínco en una ilustración de su último cómic, Prisioneras en el Harén. En la viñeta en la que estaba ocupado, dos hermosas mujeres, hermanas, que habían sido secuestradas por orden de un jeque, eran obligadas a sodomizarse mutuamente con un enorme dildo doble frente a una multitud que vitoreaba. Nada nuevo en su trabajo, pero era sólo el primer paso. Ahora venía el giro original, la innovación… Pero la idea se le fue. Se quedó en blanco. Cansado, se desperezó y fue en busca de un café y de la inspiración perdida, preocupado por los plazos de entrega.
Más allá del Reino, en el sótano de un discreto club de parejas, una mujer recibía los impactos rítmicos de un látigo de cuero azotando su ingle, sus labios, su clítoris, y sintió que la mezcla agónica de dolor y placer iba poco a poco preparando el estallido de su segundo orgasmo. Con anticipación, tensó la espalda aferrando con más fuerza las cuerdas que le sujetaban las muñecas. Se preparó para el siguiente golpe y la oleada correspondiente, pero cuando este llegó, inesperadamente sólo sintió dolor. Ya no se sentía cómoda. Ya no tenía sentido. Pronunció la palabra de seguridad y en un par de minutos se despidió ligeramente incómoda de su compañera, y se fue a casa.
2
—Te he dicho que la dejes como está —la regañó Priscus.
—No puedo, Priscus, no puedo —suplicó Sura, todavía sin dejar de llorar—. No puedo verla así. Déjame por lo menos que la tape. Que la limpie. No se merece esto.
—No se lo merece —convino el mayordomo—. Pero los Señores deben ver lo que ha sucedido sin que intervengamos.
Sura no respondió, sino que se limitó a estrujar el borde de su túnica, con la mirada clavada en el cuerpo destrozado de su Reina. Ella era su doncella. Ella debería haber estado allí. Hacer algo. Protegerla. Avisar a alguien. Morir por ella. Cualquier cosa, menos estar de paseo entre pergaminos.
—Priscus… —suplicó de nuevo.
—Ya llegan —dijo el mayordomo, intentando animarla—. ¿No lo notas?
Sura enjugó las lágrimas inútilmente con el borde de la túnica, y trató de percibir lo que le indicaba Priscus, aunque no fue necesario, porque los Señores llegaron en ese mismo instante.
Al igual que los servidores, los Señores no tenían forma fija más allá de los muros del Salón de Mármol, pero a diferencia de ellos, el aspecto que adoptaban entre las columnas blancas no era determinado por el lugar, sino que respondía a la naturaleza de cada uno de ellos. Eran lo que eran, y ni el Salón ni nada podía cambiar eso.
El primero en llegar fue la Bestia, que por lo que sabía Sura, en el Salón tenía el aspecto de una loba gigantesca, aunque cuando la joven servidora la vio, añadió mentalmente que ese «gigantesca» había que entenderlo en el mismo sentido en que un tiranosaurio es una lagartija gigantesca o una bomba atómica es un petardo gigantesco. A continuación apareció la Oscuridad, con quien Sura ya había coincidido otras veces, y que en cierta medida la reconfortó. Su aspecto entre las columnas era el de un atractivo joven de edad indeterminada, con una brillante piel blanca que prácticamente relucía, un cabello rubio níveo y unos resplandecientes ojos dorados. Vestía una inmaculada túnica blanca, adornada con encajes de plata, y su sonrisa rivalizaba con el resplandor del metal. Sura habría querido acercarse a él para pedirle que ocultase a la Reina, pero casi en el mismo instante se materializó la Cazadora. Con sus ropajes de cuero envolviendo sus ágiles curvas, la Cazadora atravesó velozmente la extensión de la sala y en unos instantes llegó junto al cadáver, escrutándolo en silencio a través de las ranuras oscuras que eran el único elemento que rompía el vacío de la máscara de plata que cubría su rostro. Al verla a su lado, al lado de la pobre Reina, Sura comprendió que ya no quería cubrir el cadáver. Ahora quería encontrar al asesino y descuartizarlo con sus manos. En respuesta a sus emociones, o quizás al revés, la Cazadora volvió su rostro hacia la joven servidora y clavó los abismos negros que había tras los ojos de su máscara en ella, buscando respuestas o información. Sura le abrió su esencia, pero no había nada que añadir, así que la Cazadora centró de nuevo su mirada en el cuerpo, arrodillada junto a él.
—Despejad la sala, por favor —resonó una voz, y la doncella de la Reina se volvió para ver al Laberinto, que en el Salón adoptaba la apariencia de un hombre cubierto totalmente de tatuajes, un dédalo de líneas sobre su piel. Carecía por completo de pelo y apenas se cubría con una pequeña túnica carmesí, poco más que un taparrabos. Sura y Priscus asintieron, y en silencio abandonaron el Salón de Mármol. Más allá de sus límites, el Reino permanecía lleno de vida, lleno de temores y de deseos. La joven servidora sintió como el mayordomo la impulsaba ligeramente hacia un forjador, que fantaseaba con la posibilidad de seducir a su profesora a pesar de lo escandalosa y peligrosa que le parecía la idea, y silenciosamente se lo agradeció, mientras la voluntad del soñador la iba dotando de cuerpo, rostro y unas ganas locas de follárselo. Pero un rincón de su esencia, y de la de todos los habitantes del Reino, estaba en ese momento totalmente centrada en el Salón de Mármol y en lo que fuesen a decidir sus ocupantes.
3
—No está muerta —dijo la Oscuridad con su voz suave y cantarina—. O no totalmente. Si lo estuviera, ya no tendríamos Salón en el que reunirnos.
—Estoy de acuerdo —repuso la Cazadora, con una voz metálica que surgía desde detrás de su máscara, mientras se acuclillaba y estudiaba atentamente las heridas, rozándolas apenas con un dedo fuerte y flexible.
—Pero está lo más parecido a muerta que puede estar sin estarlo —añadió el Laberinto mientras él también se arrodillaba junto al cuerpo.
La Bestia expresó su disgusto mentalmente, aunque en el Salón resonó como un gruñido. No era momento para estúpidos juegos de palabras, aunque el Laberinto no pudiese evitarlo.
La Cazadora se aproximó el dedo manchado de sangre a la máscara, como si fuese a olerlo o lamerlo, pero ningún relieve alteró su lisa superficie. Aparentemente satisfecha, se incorporó y se dirigió hacia el rostro del Dragón. Sus compañeros permanecieron junto al cadáver de la Reina, sin poder apartar la mirada de él.
—¿Y los gemelos? —preguntó tras unos instantes la Oscuridad, pero no fue necesario que nadie contestara, porque junto a ellos se materializó una figura voluptuosa, de largos cabellos rubios e inocentes ojos azules, vestida con un sencillo vestido de hilo blanco.
—Siento el retraso —dijo la Víctima con voz temblorosa—, y me temo que mi hermano se va a retrasar aún más.
La pregunta por el paradero del Torturador quedó flotando entre los Señores, mientras la Víctima se arrodillaba junto al cadáver de la reina. La sangre comenzó a empapar sus blancos ropajes, ascendiendo lentamente desde sus rodillas mientras sus lágrimas cristalinas caían lentamente en silencio. Los Señores respetaron su dolor durante un par de minutos, pero no podían permitirse mucho más.
—Mi dama —dijo la Oscuridad, inclinándose junto a ella y ayudándola a incorporarse—, sé que es un momento duro y que todos sufrimos… pero está muerta. ¿Dónde se encuentra vuestro hermano?
La Víctima trató de hablar, pero un nuevo sollozo se lo impidió. De algún lugar de su túnica, el Laberinto extrajo un pañuelo primorosamente doblado y se lo tendió a la desconsolada Señora, que se lo agradeció con voz entrecortada. Sin embargo, el pedazo de tela resultó estar más que doblado, y cada vez que la Víctima intentaba tirar de una punta para desplegarlo, el nudo se cerraba más. Al final, desistió de su intento y se enjugó las lágrimas lo mejor que pudo con la compacta bola de tela. Dejando caer al suelo su colosal cuerpo, la Bestia lanzó un bufido de desesperación.
—Mi dama… —insistió la Oscuridad.
—El Torturador ha acudido a las Puertas —dijo por fin la Víctima, tras inspirar profundamente para serenarse—. Al parecer, el ataque no era algo que estuviese más allá del conocimiento de la Reina, o al menos de sus sospechas. Encargó a mi hermano que investigase ciertos asuntos, pero es todo lo que sé.
—En ese caso, esperaremos —dijo la Oscuridad, y los demás Señores asintieron.
—Yo no —disintió la voz metálica de la Cazadora desde el otro lado de la cabeza del Dragón—. Voy de caza. El asesino dejó su esencia en todo el ataque. Puedo rastrearlo. Y lo haré.
—Eso es magnífico —replicó la Oscuridad mientras rodeaba la cabeza del Dragón para poder ver a la Cazadora—, salvo por el hecho de que el asesino ya estará más allá del Reino, y no puedes llegar hasta él.
La Cazadora no respondió desde detrás de su máscara de plata, aunque sabía que era verdad. Todos los sabían. Pero cada cual era su naturaleza, y eso no podía cambiarse.
—Volveré lo antes posible —dijo, y abandonó el Salón.
Mientras se fundía con la masa cambiante del Reino, aún tuvo tiempo de oír la voz angustiada de la Víctima.
—Llamemos a Sura, a su doncella —propuso—. No podemos dejarla así.
Si hubo una respuesta, ya no alcanzó a oírla, sumergida en la bruma grisácea en que consistía el Reino sin un forjador que le diese forma. A la Oscuridad le gustaba llamarla «la posibilidad sin forma», y al Laberinto, «el enigma». Para la Bestia, ponerle nombre le parecía una total pérdida de tiempo, pero aun así para la Cazadora era el páramo. Así que cruzó el páramo todo lo rápido que pudo, que era mucho. A su paso, los mundos que iban forjando los soñadores eran apenas borrones confusos que ni le importaban ni la distraían. Tenía un rastro muy claro, y nada, en el Reino ni fuera de él, podría impedirle seguirlo. Aunque la condujese hasta un callejón sin salida o, como suponía, a un abismo que no podría cruzar. Aun así, corrió con todas sus fuerzas.
4
El Torturador contempló los estantes repletos de pergaminos con cierta nostalgia. No había acudido a esa sala en mucho, mucho tiempo; sin embargo, siempre se sentía cómodo en ella. A su lado, un servidor de aspecto aburrido bostezó.
—Puedes volver a tu puesto, Libo —dijo el Torturador—. De hecho, no te he pedido que bajaras.
—No se preocupe, jefe —repuso el servidor—, ya me marcho. Es que llevo en la Puerta, no sé, muchísimo tiempo, y nunca me había apetecido mirar lo que había aquí abajo. Y ahora sé por qué.
Sin decir más, el servidor ascendió por la pequeña escalerilla y volvió a la superficie. Así era su naturaleza, pensó el Torturador, incompatible con los lugares estables. Dales algo cambiante, y entonces sí, estarán atentos, dedicados y solícitos. Pero ponlos junto a una trampilla en una Puerta, y podrán pasar mil años sin que se les ocurra mirar adónde lleva. Que venía a ser más o menos lo que había pasado con Libo, si no le fallaba la memoria respecto a cuándo llegó el vigilante de la Puerta al Reino.
El Torturador no era una criatura dada a la compasión, ni mucho menos a la autocompasión, pero los últimos acontecimientos eran de tal magnitud que gastó unos preciosos segundos en lamentarse de su falta de diligencia. La Reina le había hecho partícipe de sus sospechas. Le había pedido su consejo. Y él se había limitado a mandar a una joven servidora en busca de un manuscrito que quizás le ayudase a aclarar las ideas, si es que había cogido el correcto, y si es que él tenía tiempo de leerlo… Y no lo había tenido, evidentemente; y ahora ella estaba muerta, y él tratando de expiar su falta, si es que era posible. Fin de la autocompasión.
El Torturador conocía todos y cada uno de los pergaminos allí presentes, ya que de un modo u otro todos estaban allí por él. No era el Archivo, como los servidores solían llamarlo. Era su Archivo. Cierto que él no había escrito ni uno solo de los textos que atesoraba, pero habían sido su esfuerzo y su dedicación los que habían logrado que incontables forjadores de épocas y lugares remotos fueran transcribiendo o recopilando toda aquella información que al Torturador le resultaba interesante: historias sobre los orígenes del Reino, descripciones más o menos ajustadas de sus Señores, relatos de los intentos de conquista o dominio por parte de los soñadores, supuestos hechizos y conjuros para atar o invocar a uno de los Señores, rituales de adoración a las Musas Oscuras… Y así hasta formar una biblioteca de varios cientos de ejemplares, recogidos cuidadosamente recién forjados y transportados hasta ese lugar estable antes de que la mutabilidad del Reino los deshiciese tras la partida de su forjador. El Torturador no los había leído todos, ni siquiera un tercio, pero sabía que estaban allí, y sabía lo que contenían, y quería pensar que eso era lo importante. Así que ahora, cuando finalmente era necesario, no dudó. Tercera fila empezando por arriba, cuarta columna empezando por la izquierda. Y en ese nicho, el pergamino sujeto por una cinta azul con tres nudos: De la muerte de los Señores de la Pesadilla y su posible resurrección, por Fray Roberto de Dos Hermanas. No lo abrió. Lo cogió cuidadosamente y buscó su segundo objetivo. Primera fila empezando por arriba, novena columna, una simple tira de cuero con ocho nudos: La alquimia de las pesadillas, por Giuseppe Corsi. Si en alguno de los pergaminos había algo útil para deshacer lo sucedido, sería en aquellos. Por lo demás, era absurdo lamentarse por lo que no había hecho, así que no lo hizo.
No oyó sus pasos, pero sintió su presencia, como cualquier otro habitante del Reino. Aun así, la llegada de la Cazadora le sorprendió ligeramente.
—Te hacía en el Salón de Mármol —dijo el Torturador, guardando cuidadosamente los dos preciosos pergaminos en un portarrollos de mármol blanco, de la misma sustancia que el Salón.
—He seguido el rastro del asesino —respondió la Cazadora desde el otro lado de su máscara de plata.
—¿Y conducía hasta mi Archivo? —preguntó con sarcasmo el Torturador.
La Cazadora ignoró el tono.
—Llegaba hasta las Puertas, y las cruzaba —respondió—. Más allá de mi alcance y de la venganza del Reino.
—De momento, mi Señora, de momento —repuso el Torturador, mientras le indicaba con un gesto que volvieran a la superficie.