8. El Salón de Mármol

Priscus contempló la intimidatoria extensión del Salón de Mármol y la imponente mole del Dragón en su centro, y se detuvo unos instantes para considerar la mejor forma de rodearlo sin atraer su atención. Sura se le acercó en silencio y se detuvo a su lado.

—¿Problemas de logística? —dijo con sorna.

—No todos nos dedicamos sólo a tareas ridículamente sencillas —repuso Priscus.

Ambos eran servidores del Reino, pero mientras que Sura trabajaba de mensajera y doncella de la reina Mab, Priscus actuaba como mayordomo del Salón, lo cual con frecuencia le ponía en el camino del Dragón. Como ahora. El Dragón. Con frecuencia, para los servidores era más un elemento del terreno que una entidad viva. Cuarenta metros de la cabeza al nacimiento de la cola. Treinta metros más de cola. Escamas de acero mate recubriendo todo el cuerpo. Patas capaces de aplastar un coche sin el menor esfuerzo, simplemente posándose sobre él. Fauces capaces de devorar a varias personas de un mordisco. Garras que podían segar el muro más resistente como si fuese una hoja de papel. Y aun así, nada de eso preocupaba realmente a los servidores. Ese era el reino del Dragón, y ellos eran las criaturas del Reino, o mejor dicho, de la Reina. Y el Dragón servía a la Reina. El problema era que, cuando no estaba desempeñando sus funciones por el Reino, el Dragón descansaba en el Salón de Mármol, convirtiéndose con frecuencia en un muro infranqueable que exigía largos rodeos si un servidor no quería exponerse a verse atrapado bajo sus inexorables escamas. Si el Dragón se giraba para acomodarse, no le preocupaba lo que hubiese a su alrededor, y más de un servidor había quedado aplastado bajo la inmensa mole metálica hasta que el Dragón había decidido moverse de nuevo. Eso realmente no causaba daño al servidor, pero era molesto. En un lugar donde todo era fluido, la solidez y la inmovilidad eran más angustiosas que ninguna otra cosa.

—¿Y bien? —insistió Sura—. ¿Vas a rodearlo o a tratar de cruzar?

La decisión no era tan simple y se relacionaba con la naturaleza misma del Reino, como bien sabía Priscus. No es que él llevase allí desde el principio, pero sí había llegado uno de los primeros. Por eso era el mayordomo del Salón. Por eso comprendía realmente la importancia de la diferencia.

El Reino era fluido. O entendido de otro modo, no era nada realmente hasta que comenzaba a doblegarse a la voluntad de algún forjador, fuese un soñador que hubiese cruzado las Puertas o fuese uno de los Señores. Nada permanecía estable en él, ni siquiera los servidores, que eran tanto sus habitantes como parte de su esencia. Nada, menos el Salón de Mármol. Cuando la reina Mab penetró en el Reino, que aún no era el Reino, tomó posesión de él, y el Salón de Mármol se solidificó a su alrededor: una extensión de algo más de un centenar de metros de diámetro de puro mármol blanco, sostenida por columnas que delimitaban su perímetro circular, y al otro lado de las arcadas que enmarcaban esas columnas, la cambiante masa gris del Reino. Las columnas se alzaban casi cincuenta metros, hasta un techo en forma de cúpula que se extendía veinte metros más, de modo que podía albergar fácilmente al Dragón las escasas veces que decidía erguirse sobre sus patas traseras, dándole al conjunto una forma de domo. Era hermoso, vacío y perpetuo, opuesto al perpetuo cambio que gobernaba lo que había más allá de sus límites. O al menos vacío cuando no dada descanso al Dragón. Ahora, si Priscus cruzaba y el Dragón decidía estirarse o girarse en su reposo (lo cual hacía con mucha frecuencia, como bien sabía el mayordomo, con la misma languidez y despreocupación que un gato de proporciones monstruosas), podía quedar atrapado bajo él, y no deseaba para nada volver a vivir esa experiencia, potenciada por el hecho de que, incluso en el Salón de Mármol, el tiempo continuaba siendo fluido. ¿Un segundo o un milenio bajo las escamas? Era imposible distinguirlos.

Por su parte, la otra opción conllevaba sus propios riesgos. Priscus era un servidor, un habitante y servidor del Reino, con lo cual estaba sometido a los designios de cualquier forjador si se acercaba lo suficiente. Podía cruzar un arco para rodear el Salón y pasar a formar parte de la pesadilla de cualquier humano que hubiese entrado en el Reino, actuando normalmente como figurante: el líder de los transeúntes que se ríen del soñador que descubre que está desnudo al salir a la calle; el mayor de los perros que persiguen al soñador que huye atemorizado; quizás algo más sutil, como una vez en que a Priscus le había sido dada la forma de una tormenta de nieve que azotaba un coche aislado en mitad de una carretera perdida. Era algo completamente impredecible, y una vez que hubiese entrado en contacto con un forjador, el servidor debía aguardar pacientemente en su papel hasta que la pesadilla concluyese, fuese un minuto o días o años, según la percepción del soñador. Y luego estaban los Señores, claro.

No era habitual que los Señores del Reino actuasen tan cerca del propio Salón, pero algunas veces acudían a reclutar servidores para forjar alguna creación especialmente poderosa. Los mortales no los necesitaban en realidad, o eso se comentaba entre los servidores más antiguos, pero los Señores acudían siempre que uno de sus aspectos era invocado con intensidad por varios forjadores, y tomaban el control de la pesadilla. Y eso resultaba agotador. En una ocasión, Priscus fue reclutado por la Oscuridad y se pasó (al menos desde el punto de vista del servidor) prácticamente dos semanas convertido en un ruido pavoroso tras las puertas de una docena de niños estúpidos que la noche anterior habían visto una película demasiado aterradora para su edad.

—Venga, Priscus —le apremió Sura—, decídete.

El anciano servidor escrutó a su colega. ¿A qué tanta prisa? Sura le contempló con ojos en apariencia inocentes, con las manos a la espalda y meciéndose ligeramente. Dado que los servidores estaban sujetos a la voluntad de los forjadores, el Salón de Mármol era el único lugar donde se les podía ver con un aspecto fijo, pero esa apariencia en realidad no dependía de ellos, sino que había sido concedida por la reina Mab cuando determinó las leyes que regirían el Salón. Pelo negro y lacio, de longitud variable pero nunca demasiado corto. Piel blanca, con un ligero matiz verdoso. Grandes ojos negros, labios pálidos. Sólo la nariz y las orejas permitían diferenciar en algo su aspecto, y los rasgos propios de lo femenino y lo masculino, pero eso no era un problema para ellos. Todo servidor reconocía siempre a uno de sus congéneres, y lo mismo sucedía con los Señores. El aspecto era irrelevante en el Reino. Lo importante era la esencia. Priscus se ajustó ligeramente la toga, y suspiró. Los servidores no recordaban nada de su estado anterior, y el mayordomo no era una excepción. Algunos decían que eran soñadores que habían muerto durante el sueño. Otros, que eran humanos que habían sido reclutados por alguno de los Señores a lo largo del tiempo. Había incluso quienes mantenían que nunca habían sido humanos, y que eran los auténticos habitantes del Reino que estaban allí desde antes de que llegase la reina Mab y lo convirtiese realmente en el Reino. Priscus no se preocupaba por la teología, pero se sentía cómodo con su toga, a diferencia de otros servidores, que parecían no saber qué hacer con la ropa que el Salón exigía, lo cual le había ido dando la convicción más o menos firme de que había vivido en la época de Roma. Sura no. Llevaba la toga no como un vestido digno, sino como una especie de excusa para enseñar porciones de carne verdosa. Como si fuese una universitaria en una de esas fiestas de disfraces. Así que las manos detrás de la espalda implicaban que estaba escondiendo algo.

—A mí no me engañas, jovenzuela —dijo con un gruñido.

—Vamos, Priscus, no volvamos con eso de jovenzuela —se quejó Sura—. El tiempo es fluido aquí, ¿recuerdas?

—Por supuesto, ¿y recuerdas este sitio antes de que estuviera yo? —repuso el mayordomo.

—No —respondió la joven servidora a regañadientes.

—Pues yo sí lo recuerdo sin ti —dijo Priscus—. Así que no te hagas la interesante. Tú también tienes que cruzar, y estás esperando a ver qué hago yo para hacer lo mismo.

—Vale, oh sabio Priscus —convino Sura con una sonrisa, mostrando finalmente las manos, en las que llevaba una caja de marfil de la que asomaba un pergamino enrollado y sellado con lacre negro—. Me has pillado. Ilumíname con tu sabiduría antes de que nos volvamos nosotros también columnas de piedra. Tanta inmovilidad me agota.

—Como a todos —dijo el mayordomo, y después suspiró. En realidad, cuando había prisa sólo había una opción posible—. Vamos a cruzar, así que mantente cerca de mí.

2

—¿Izquierda o derecha? —preguntó Sura contemplando la inmensa extensión del Dragón.

—Izquierda, por supuesto —respondió Priscus.

—¡Venga ya! —se quejó la joven servidora—. ¡Pero si estamos casi en la base de la cola! ¡Hay menos camino por aquí!

—Por la cabeza —dijo Priscus, y comenzó a andar—. Siempre por la cabeza. La cola puede agitarse en cualquier momento, y es terriblemente rápida. Con una pata quizás tengamos alguna posibilidad de correr para apartarnos.

—Que es la versión elegante de «A los abuelos les gusta pasear» —repuso Sura con una sonrisa, pero el mayordomo no entró al trapo y se limitó a seguir caminando.

—¿Y qué te trae por el Salón hoy? —preguntó la joven servidora tras unos segundos de caminar en silencio.

Priscus lo estaba esperando. Sura era incapaz de permanecer callada, al menos en esa forma.

—Otra vez hay unas esquirlas que arreglar en el otro extremo —contestó.

—¿Qué son unas esquirlas?

El mayordomo se detuvo y se volvió para contemplar el rostro de la servidora con una mirada que incluía en la misma medida asombro y desesperación.

—¡Pero si te lo he explicado al menos cinco veces! —dijo levantando la voz sin poder evitarlo. Él siempre había sido mesurado, pero la chiquilla lo sacaba de sus casillas.

—Pero es que yo casi nunca te presto atención, Priscus —respondió Sura con una expresión de inocente sinceridad—. Tú hablas y hablas de tonterías de viejo, y yo me pongo a pensar en mis cosas.

El mayordomo ahogó un rugido de frustración y se dio la vuelta para seguir andando, pero la joven servidora le pasó una mano por la espalda, recostando la cabeza en su hombro.

—Venga, no te enfades —dijo parpadeando mucho, como si fuese a ponerse a llorar, lo cual era doblemente falso porque, en esa forma, para los servidores llorar era algo prácticamente imposible; a pesar de todo, a Priscus le hizo gracia el gesto—. Te prometo que esta vez prestaré atención, y así no volveré a preguntártelo cada vez que crucemos el Salón juntos. Compañero. Amigo.

El mayordomo lanzó una carcajada breve y seca, bajó el brazo de la muchacha de su hombro y comenzó a explicarle mientras continuaban andando.

—A veces los soñadores alcanzan el Salón —comenzó—. Es raro, pero a veces pasa. En esas ocasiones, como sucede de forma natural en ellos, tratan de forjar lo que les rodea, pero el Salón ya fue forjado y fijado hace mucho tiempo por la reina Mab, como bien sabes.

Sura asintió mientras fingía un bostezo y Priscus le lanzaba una mirada de desaprobación.

—Evidentemente —continuó—, la voluntad de un forjador no es rival para los inconmensurables poderes de la Reina; aun así, algunos, pocos, muy pocos de hecho, logran afectar ligeramente la estructura: arañazos en el suelo, muescas en las columnas o alguna minúscula grieta, en el peor de los casos. Y entonces acudo yo para arreglarlo. ¿Te ha quedado claro?

—Tan claro que casi me muero de aburrimiento —contestó Sura con un bostezo que esa vez no era fingido—. Ya recuerdo por qué no atiendo cuando hablas.

—En ese caso —repuso Priscus—, no te interesará saber cómo arreglo las esquirlas.

El mayordomo sonrió y guardó silencio. Un paso. Dos. Cinco.

—¡Vaaale! —rezongó Sura—. Tú ganas. ¿Cómo lo arreglas?

—Simplemente, voy al lugar y recuerdo cómo era esa parte del Salón cuando se creó. La reina Mab le dio forma, y esa es su forma. Con recordarlo es suficiente para deshacer lo que haya hecho cualquier soñador.

—¿Y si la esquirla la hubiese causado uno de los Señores? —preguntó la joven servidora, ligeramente interesada a su pesar.

—Entonces yo no sería capaz de ayudar al Salón a recordar —reconoció Priscus—, pero cualquier otro Señor o la misma Reina podrían hacerlo fácilmente. Aun así, un Señor nunca trataría de cambiar la esencia del Salón, así que deja de decir tonterías.

—En ese caso —dijo Sura, contemplando el trecho que aún les quedaba para aproximarse a la cabeza del Dragón, que afortunadamente permanecía inmóvil—, pregúntame de quién es el mensaje.

—No pienso hacerlo —contestó el mayordomo, a sabiendas de que su intento iba a ser inútil.

—No importa, te lo contaré igual —replicó la joven servidora mirando con orgullo el sello del pergamino que portaba—. Tú me torturas haciéndome rodear al Dragón por el lado largo, y yo te torturo con mi interesantísima vida. Vengo de las Puertas.

Aquello sí interesó a Priscus. Normalmente sólo los servidores que las custodiaban permanecían cerca de las Puertas, ya que, como el propio Salón, era un lugar estable y, por eso mismo, desagradable para todos los habitantes del Reino. Priscus no tuvo tiempo de preguntar antes de que Sura continuara con su explicación.

—Como lo oyes. De las mismísimas Puertas —explicó la joven—. La Reina me encargó llevar un mensaje al Torturador, y este me dijo que acudiese a las Puertas. He estado en el Archivo. ¿A que no te lo esperabas?

El mayordomo la contempló con incredulidad. Así que existía un Archivo. Siempre se había rumoreado que había un lugar estable en el que se acumulaban textos escritos por forjadores que detallaban el Reino, su historia, su naturaleza y sus habitantes, pero la renuencia natural de los servidores a permanecer en lugares estables, y la escasa importancia que daban a todo lo relacionado con ellos, había hecho que casi nadie se preocupase por los rumores que circulaban sobre ellos.

—¿Y cómo es? —preguntó Priscus.

—No sé, estable —respondió Sura encogiéndose de hombros—. Un montón de pergaminos enrollados en estantes en un cuchitril subterráneo. Hay una trampilla oculta en una de las Puertas Blancas, y desde allí se baja. Olía a rancio, sonaba a rancio, hasta sabía a rancio, con ese aire espeso y pastoso. Cogí lo que me habían encargado, creo, porque había como cien mil rollos de pergamino, y salí pitando.

Priscus asintió, pero no preguntó nada más. Estaba bien saber que el Archivo existía realmente, pero tampoco le aportaba nada, y no quería alentar más el parloteo de su acompañante, aunque sus intentos fueron inútiles.

—Y ahora estoy de vuelta para encontrarme con el Torturador, a ver si con el papelajo este puede dar una respuesta a la Reina. Si es que el Dragón se acaba alguna vez y podemos darle la vuelta, oh, astuto guía.

El mayordomo no respondió a la puya, ni preguntó más por la misión de Sura, del mismo modo que ella tampoco había preguntado a los Señores, ni había tratado de descubrir qué ponía en el texto. La curiosidad no era parte de la naturaleza de los servidores, no en un sentido tradicional. Curiosidad quizás por experimentar, pero no por saber.

—¿En qué es lo más raro en que te han forjado? —preguntó Sura unos metros más adelante. Evidentemente, el silencio era incompatible con la joven servidora—. Y no me cuentes otra vez lo de la ventisca, que eso ya me lo sé. ¿Has sido un rey en un harén? ¿El hermano incestuoso de alguna joven mojigata y calentorra?

Priscus la miró enarcando una ceja.

—¿Calentorra? ¿De dónde sacas esa forma de hablar?

—Del mundo, colega, del mundo. —Sura sonrió—. No todos nos estamos volviendo de mármol.

La joven servidora siempre le preguntaba por aventuras sexuales, pero el mayordomo no había tenido mucha experiencia en ese ámbito. Aunque todos los servidores se debían al Reino y estaban sometidos a los forjadores, resultaba evidente que cada uno tenía un carácter propio y, salvo que hubiese una necesidad acuciante, solían formar parte sólo de pesadillas acordes a ese carácter. Y todo lo que rodeaba a Priscus siempre había sido más inmaterial, más sutil de lo que complacía a la joven servidora.

—El otro día —continuó Sura— estaba con una forjadora que huía de un violador. Entonces yo era su hermana, y el violador, al ver que no la encontraba en su pequeña casa de campo, venía a mi habitación y nos poníamos dale que te pego. Y más dale que te pego. Y un poco más. Y ella miraba por la cerradura y veía que me lo estaba pasando bomba, y el colega se quitaba la máscara y resulta que era su padre, y entre el espanto y el llanto, la tía empezaba a masturbarse. Y se despertó y yo me quedé a medias.

El mayordomo la miró sin decir nada, pero la joven servidora contestó a su gesto de desaprobación.

—¿Y qué le voy a hacer si me va la marcha? —se disculpó sin disculparse, con una amplia sonrisa. Todo servidor disfrutaba siendo servidor, y eso era lo que les unía al Reino—. Dicen que cuando a los forjadores les da por hacer guerras, eso es la bomba —añadió Sura con tono reconciliador. Priscus recordaba todas las guerras.

—Te encantaría —dijo el mayordomo—. Para los forjadores, guerra y violación son cosas que van unidas invariablemente. Miles, cientos de miles de personas forjando sobre el mismo tema. La Víctima y el Torturador están tremendamente ocupados siempre que hay guerra. Y…

—Siempre hay guerras —completó la frase Sura.

Priscus asintió con satisfacción. Al parecer, no todo lo que le contaba se perdía en el abismo de su superficialidad.

—¿Es que el Dragón no se acaba nunca? —protestó la joven rompiendo el segundo de satisfacción de su acompañante.

—Ya casi hemos llegado —repuso, y era cierto.

Estaban alcanzando el final del cuello del Dragón, que descansaba con la cabeza vuelta hacia el lado opuesto al suyo, enroscado como un felino de escamas metálicas y de proporciones monstruosas, aguardando a que sus servicios fueran requeridos por el Reino o por la propia Reina. Priscus se detuvo cuando alcanzaron más o menos la nuca.

—De acuerdo, ahora vamos a pasar a la carrera —avisó a su acompañante—. Si le da por bostezar, nos absorberá; si le da por toser, nos arrojará hasta quién sabe dónde. Si escupe, las llamas desharán esta forma y pasará mucho tiempo antes de que puedas volver a hacer algo divertido.

—Paso —dijo Sura con expresión atenta y concentrada por primera vez—. ¿Todo recto, entonces?

—Todo recto —contestó Priscus, y echaron a correr.

Fue una carrera rápida y silenciosa. La edad era algo de aspecto, no de esencia, para los servidores, y ambos mantenían el mismo ritmo decidido mientras superaban la oreja primero, luego el hocico, y finalmente dejaban atrás los orificios nasales y la lengua, que asomaba ligeramente. Sólo unos metros después Sura se permitió lanzar una mirada hacia atrás por encima del hombro. Y se detuvo en seco.

—Priscus…

El mayordomo se detuvo también, sorprendido por lo que había percibido en la voz de la joven, una tonalidad incompatible con la misma naturaleza de los servidores, o eso pensaba. En la voz de Sura había miedo. Cuando se volvió, Priscus comprendió por qué. El Dragón estaba muerto. Y eso era imposible. Pero era. Una delgada capa de escarcha negra recubría sus ojos vacíos, sus fauces colgaban flácidas y entreabiertas, y ningún vapor ni calor surgía de ellas. Sus garras estaban encogidas en un estertor de muerte. El Dragón estaba muerto.

—La Reina —acertó a decir Sura—. Tengo que avisar a la Reina.

El mayordomo no contestó. Simplemente le señaló el cuerpo pequeño y desmadejado que yacía en un charco de sangre, sangre increíblemente roja en el blanco suelo del Salón, justo entre las patas delanteras del Dragón, como si este hubiese tratado de defenderla hasta sus últimas fuerzas. El Dragón estaba muerto. La Reina estaba muerta. La joven servidora la observó sin saber qué hacer, queriendo acercarse al cadáver pero sin atreverse a hacerlo, y derramando lágrimas negras de sus negros ojos. Abría la boca una y otra vez, pero de ella sólo brotaba un gemido sin palabras.

—Avisa a los heraldos —logró decir Priscus finalmente—. Hay que convocar a los Señores.

Sura asintió y, sin dejar de derramar lágrimas impregnadas de ceniza, abandonó el Salón de Mármol.