5. El cuchillo y la flor

Desde el mismo momento en que entró en la pequeña casa, Ivo supo que había elegido el camino lento. Había sido su decisión libre, y ya no tenía sentido lamentarse, pero indudablemente iba a ser lo menos parecido a una carrera de velocidad.

Nada más cruzar la puerta, la anciana le recibió con una profunda reverencia.

—Bienvenido al hogar Takahasi, Cazador —dijo, y al volver a incorporarse centró sus cuencas vacías en él—. Entra libremente, y devuelve hospitalidad por hospitalidad, honor por honor, regalo por regalo.

No era un saludo. Era un conjuro. Ivo sintió que en las palabras había mucho más que sonido. Había fuerzas antiguas entrelazadas, energías ancestrales y poderosos lazos. Pero eran lazos que les resultaban ajenos, igual que había sucedido con el fútil ataque que había lanzado contra él el inquilino de la terraza.

—Te informo, anciana —le contestó—, de que tu magia humana no tiene ningún poder sobre mí.

Si es que se sorprendió al oírlo, Hisako no lo dejó traslucir. Se limitó a inclinar de nuevo la cabeza, esa vez un poco menos.

—En ese caso, apelo a tu magnanimidad y justicia, Cazador —repuso, y le indicó que la siguiese hacia el salón contiguo.

Toda la casa estaba amueblada al estilo oriental, así que Ivo imitó a la anciana y se sentó en el suelo, colocándose cada uno a un lado de una pequeña mesa de té. Entonces vio a la muchacha. Tendría unos trece años y desprendía miedo por cada uno de sus poros, aunque intentaba que no se notase. Vestía un delicado kimono, y parecía peinada y maquillada para alguna ocasión especial, lo cual resultaba fuera de lugar.

—Mi nieta, Sakura —dijo la anciana, que de algún modo había notado que la atención de Ivo estaba en otra parte—. Atiende a nuestro invitado, Sakurachan.

La chica asintió y se retiró hacia una pequeña cocina. Ivo no tenía sed. Tampoco hambre. Pero era consciente de que llevaba muchas horas sin comer ni beber, y de que probablemente el cuerpo que llevaba necesitaría sustento si pretendía que le durase, así que esperó en completo silencio mientras la joven trabajaba en la cocina y la anciana permanecía en un silencio igual de completo. El camino lento. Unos minutos después, Sakura regresó con una bandeja pulcramente organizada con una variedad de pequeños platos.

Kaiseki —dijo la anciana.

Ivo engulló la comida con rapidez, sin saborearla especialmente ni disfrutar de ello. Para él era tan sólo un proceso necesario. Luego llegó otro plato, con elementos más dulces, y también dio cuenta de él. Sólo cuando su nieta hubo retirado ese segundo plato, Hisako habló.

2

En silencio y lo más rápido posible, Sakura retiró la bandeja con los platos y se ocultó en la cocina. En cierto modo, el desconocido era menos terrible de lo que había pensado. Y al mismo tiempo mucho más espantoso. Cuando Hisakosan le explicó lo que tendría que hacer, el mayor temor de Sakura, aparte de lo evidente del acto en sí, era que el desconocido fuese… no sabía cómo explicarlo. Un depravado. Alguien mayor, feo, repulsivo, que la mirase continuamente con lujuria mientras se acariciaba la entrepierna. Alguien que la contemplase como un objeto, y que tratase de tocarla antes de tiempo, o más de lo necesario. Alguien violento y brutal, que le chillase y la insultase. Y el desconocido no era así. Es cierto que no era especialmente atractivo, pero tampoco era desagradable. No era lujurioso. Ni violento. En cierto modo, pensó, era como si simplemente no fuera. Apenas había hablado, apenas la había mirado, y había engullido sin emoción ni alegría. Con un escalofrío, repitió mentalmente tres de las pocas palabras que había dicho: «tu magia humana». ¿Qué era, entonces, esa criatura sin emociones? ¿Era un cascarón vacío de algo que debía temer? ¿Algo que desgarraría su envoltura cuando fuesen al dormitorio, y la desgarraría a ella para siempre? Involuntariamente, Sakura se llevó la mano al vientre. Al otro lado de la delgada pared, Hisakosan empezó a hablar, pero ella no pudo soportar quedarse a escuchar. Tenía que confiar en su abuela. ¿Qué podía hacer, si no? Era lo único que tenía. Mareada y con ganas de vomitar, se acercó a la ventana de la cocina y sacó la cabeza todo lo que pudo por ella en busca de algo de aire fresco, pero fuera todo estaba en suspenso. Tampoco había alivio para ella en el exterior.

3

—Has aceptado mi hospitalidad y mis rituales —dijo Hisako—, y ahora debo entregarte lo prometido.

El Cazador permaneció inexpresivo, pero atento. La anciana no necesitaba ojos para ser consciente de ello. Lenta y ceremoniosamente, levantó un sencillo cuchillo con empuñadura y vaina de madera.

—Este tanto —continuó— fue ganado con mucho sufrimiento. Ha sido empleado para matar a señores y plebeyos, y probó sangre no humana cuando todavía su metal no se había enfriado.

Con gran ceremonia, le ofreció el arma al Cazador.

—He leído el destino —añadió Hisako—, y sin un arma adecuada no podrás derrotar a tu oponente. Acepta esta a cambio de un precio justo.

Ivo contempló la antigua hoja. Podía sentir su poder, su mortífero filo. La fuerza que aportaría a cualquier mano que la empuñase. Lo sencillo que sería matar y destruir con ella. Y casi al mismo tiempo sintió que, aunque la anciana tenía razón en lo que decía, esa arma en concreto no le serviría de nada.

—Hierro —dijo, y las palabras surgieron de nuevo de ese rincón de instinto que le iba guiando a impulsos—. Necesito un cuchillo de hierro puro.

Una fina línea de disgusto se formó en el rostro de Hisako. No había podido prever eso. Pero no todo estaba perdido.

—No dispongo aquí de un arma de esas características —dijo sin dejar de ofrecer el tanto—, pero puedo proporcionártela si consideras justo el acuerdo.

Ivo escrutó a la anciana. No le estaba engañando. Y ahora estaba completamente seguro de que ese cuchillo iba a resultarle imprescindible.

—Te escucho.

Hisako asintió, pero guardó silencio unos segundos. De nuevo revisó todas las líneas del destino, todas las posibilidades, todos los caminos. Pero nada había cambiado. Sólo había una opción para estar segura de que Sakura se salvaría, y era esta.

—Acepta a mi nieta como consorte, y te proporcionaré el arma.

—No necesito consorte —repuso Ivo.

—No estoy diciendo que la necesites, Cazador —insistió Hisako—. Sólo te estoy pidiendo que consumes el pacto. Con eso me daré por generosamente pagada.

Ivo reflexionó sobre las implicaciones y posibilidades de la oferta, pero aunque había cosas que sabía, había demasiadas cosas que aún no sabía ni comprendía. Sabía que necesitaba el cuchillo de hierro. Sabía que la anciana podía conseguírselo. Pero no sabía qué podía significar que la muchacha se convirtiese en su esposa. De hecho, no estaba seguro de que tuviese la capacidad física de practicar sexo. No sentía deseo alguno, aunque comprendiese que necesitaba comer y beber. Pero ¿una erección? El pensamiento le pareció completamente ridículo y fuera de lugar. Era el Cazador. No copulaba. No reía. No bailaba. Sólo perseguía, atrapaba y destruía. Y para eso necesitaba el cuchillo. Así que no había mucho más que decidir.

—Acepto —contestó finalmente. Hisako asintió, pero no se permitió ningún tipo de sonrisa. No había alegría en lo que acababa de hacer. Sólo necesidad.

—Te ruego, Cazador, que aceptes igualmente este cuchillo como parte de la dote —dijo, e Ivo lo cogió y lo dejó a su lado en el suelo—. Ahora, completemos la ceremonia. ¡Sakurachan!

Al oír su nombre, la muchacha se apresuró a reunir lo necesario para preparar el té. No había escuchado todo, pero no le hizo falta. No podía frenarse lo inevitable.

4

El futón, que durante los últimos años se había convertido en su rincón personal para soñar y planear, para escapar a otros mundos y ser cualquier cosa que desease, se había transformado de repente en una prisión y un cadalso. Sakurachan moriría en unos minutos. No podía dejar de pensarlo. Y después quedaría lo que el desconocido dejase de ella. Si es que quedaba algo. La suave pero firme mano de su abuela la empujó ligeramente, y Sakura dio los dos últimos pasos y se arrodilló junto a la cama. El Cazador las seguía unos pasos más atrás.

—Es posible que no sea capaz de hacerlo, anciana —dijo con su voz desprovista de cualquier emoción.

—Debe hacerse —repuso Hisakosan—. Debe sellarse el trato.

—Hay otros modos de sellarlo —insistió el Cazador—. Podría pronunciar un juramento.

No parecía estar incómodo ni inseguro. Nada lo delataba, pero a pesar de ello sus palabras indicaban que se sentía reacio a llevar a cabo lo inevitable. Por un segundo Sakura quiso creer que había una posibilidad para ella. Pensar en recibir un juramento de matrimonio del Cazador era terrible, pero menos. Una promesa distante y lejana de un futuro hipotético, que quizás le daría tiempo para descubrir a un hombre apuesto y amable tras esa helada máscara de plata. Levantó la mirada a la pequeña estantería que había sobre su cama y que albergaba sus novelas favoritas, aquellas que había ido reuniendo poco a poco en librerías de segundo mano. Novelas en las que los jóvenes héroes y heroínas siempre encuentran pronto al amor de su vida, pero tienen tiempo de crecer antes de que ese amor se transforme en carne, sangre y dolor. Como Simón y Miriamele en Añoranzas y pesares. Como Cosette y Marius en Los miserables. Su mirada se detuvo en el gastado ejemplar en dos volúmenes. «¿Por qué tienen que pasarle cosas malas a la gente buena?», pensó. Y en su mente resonó la voz de su abuela: «¿Y por qué no?».

Cualquier posibilidad desapareció en cuanto Hisakosan contestó tozuda al Cazador.

—No —dijo—. Un juramento puede romperse. Pero hay cosas que no pueden ser deshechas, y esta es la más segura que conozco.

El Cazador se encogió de hombros y entró en la pequeña habitación de Sakura. Su presencia era como el lento avance de un glaciar, que con su descenso pasivo pero ineludible va destrozando todo lo que toca. En silencio, Hisakosan se arrodilló justo en la entrada de la habitación, de espaldas al interior, aunque fuera simbólicamente. Una lágrima cayó lentamente de sus cuencas vacías en cuanto le hubo dado la espalda a su nieta, pero Sakura nunca lo supo. De hecho, sus pensamientos estaban ya a miles de kilómetros de distancia de su abuela. Toda su atención, todo su temor, todo su espanto estaban centrados en la mano que el desconocido alzaba lentamente hacia su mejilla. Le rozó la cara con la punta de los dedos, unos dedos ásperos y fríos. Su mirada era inescrutable. Dejó la mano allí durante cinco, diez segundos. No se movía, no desviaba la mirada (aunque realmente no la miraba a ella, más bien miraba a través de ella); Sakura casi diría que no respiraba. La muchacha sintió que si esa insoportable pausa se prolongaba un poco más, se vendría abajo y trataría de salir corriendo de la habitación. Y eso significaría su muerte y la de su abuela, o algo peor. Eso lo había comprendido perfectamente. Con manos temblorosas, comenzó a bajarse el kimono.

—Tómame, por favor —dijo bajando la mirada. Silencio. La mano se retiró de su mejilla. Y el Cazador se rió.

5

Desde el momento en que vio a la muchacha, incluso antes de cruzar la puerta de su habitación, Ivo supo que no iba a poder tener sexo con ella. Comer era una necesidad que comprendía imprescindible para su cuerpo, y que podía llevar a cabo. Pero el sexo… La idea era absurda. ¿Poner su pene en erección, desnudar a la chiquilla y penetrarla? ¿Por qué? ¿Para qué? La sonrisa inexistente se esbozó en su mente. Era el Cazador. No sentía deseo. Y no podía inventárselo. Trató de explicárselo a la anciana, pero no atendió a razones, así que no tenía más remedio que intentarlo. Extendió la mano para rozar su carne, una carne cálida y temblorosa. Podía oler su miedo, un miedo callado y sumiso, y trató de percibir algún trazo de excitación o de deseo bajo ese miedo, para intentar quizás hacerlo suyo. Nada. La muchacha sólo estaba aterrorizada. ¿Cómo transformar el miedo de una chiquilla en excitación por su parte? Pensó en lo que habría hecho el otro Ivo, el anterior. Habría sido rápido y directo. Para empezar, la presencia de una «presa» le habría excitado directamente. Su erección habría sido visible a través del pantalón, y probablemente la habría apretado contra la chica para aumentar su pánico. Entonces le habría arrancado el precioso kimono, destrozándolo a ser posible. La habría lanzado sobre el futón y se habría quitado la ropa lentamente, para que ella tuviese tiempo de saborear el espanto. El terror de la víctima como alimento del deseo. La violencia transformada en sexo. El sexo transformado en violencia. Ese era el camino de depredadores humanos como Ivo. Ese era el único camino para poder consumar el pacto como quería la anciana.

—Tómame, por favor —dijo la muchacha.

Ivo retiró la mano. Visualizó de nuevo el proceso. Jirones de ropa. Carne suave y blanca al descubierto. El miedo. Sobre todo el miedo. Una embestida violenta. Sangre y gritos. La satisfacción brutal y despiadada. Y lanzó una carcajada, una carcajada sincera y fría como su propio corazón. Su pene permanecía flácido e inútil, y tenía la certeza de que seguiría así. No iba a pasar como quería la anciana, pero tendría que hacerlo de algún modo.

—Te llamas Sakura, ¿verdad? —dijo. La muchacha asintió—. Vale. Siéntate y quédate tranquila. Hoy no va a violarte nadie. Vuelvo en un momento.

Ante la sorpresa de la chica y el desconcierto de la anciana, Ivo abandonó el dormitorio y cruzó el pequeño salón para llegar hasta el baño. Allí se lavó las manos rápido pero a conciencia, cogió un bote de crema hidratante que había junto al jabón y regresó.

—Túmbate —dijo. Sakura se tumbó e Ivo le indicó que doblase las piernas y se levantase el kimono, dejando a la vista unas sencillas braguitas blancas. La muchacha empezó a respirar agitadamente.

—¿Te gustan las novelas de fantasía? —preguntó.

—Sí —respondió Sakura tras unos segundos de desconcierto.

—¿Por qué?

—No sé… Porque…

Ivo no esperó a que terminase. Mientras comenzaba a hablar, se aplicó una generosa cantidad de crema hidratante en la mano, apartó la ropa interior y rápidamente le introdujo dos dedos en la vagina y los sacó de nuevo. Antes de que el grito surgiese de los labios de la muchacha, ya había terminado y estaba de pie.

—Ya estamos casados, anciana —dijo mientras acudía a la cocina para limpiarse la mano con una servilleta—. Sangre derramada, promesas irrompibles y demás.

La anciana miró en su dirección, desconcertada.

—Esa no es la forma… —balbuceó.

—Tú misma lo has dicho. Hay cosas que no pueden ser deshechas. Cumple tu parte —dijo Ivo—. Este es todo el tiempo que voy a concederos.

La vidente se incorporó, rehaciendo el gesto lo mejor que pudo.

—Recuerda, Cazador —dijo—, que ahora tienes una esposa, con los compromisos que eso representa, incluso para alguien como tú.

—Lo recordaré —repuso Ivo—. Ahora, mi cuchillo.

La anciana asintió y comenzó a avanzar hacia la puerta. Ivo se dispuso a seguirla, pero en el último instante se dio la vuelta y recogió el tanto que había dejado junto a la mesa. Lo sopesó. Era una buena arma. En dos zancadas cruzó el salón y se lo entregó a Sakura, que se encontraba encogida en el futón. Podía oler la pequeña mancha de sangre en la parte baja del kimono. La muchacha lo cogió sin mirarlo. Ivo no esperaba otra cosa, pero aun así le habló.

—Ahora estamos casados —dijo—. No debes temer nada de mí. Ni de nadie.

Sakura levantó la mirada para contemplar los gélidos ojos del Cazador. Y supo que lo que decía era verdad. Después volvió a acurrucarse, con el cuchillo firmemente aferrado con la mano derecha.

—¿Eso es lo que querías, anciana? —dijo Ivo volviéndose hacia Hisako.

La vidente asintió.

—Vamos a ver al Irlandés —anunció mientras abría la puerta de la calle—. Él te conseguirá tu cuchillo.