4. El mensaje

A pesar de haber matado a muchos (muchísimos) animales, era la primera vez que Frank R. Schiolla pisaba un cementerio. No le pareció nada del otro mundo. Cuando murieron sus abuelos, él era demasiado pequeño y supuestamente demasiado impresionable como para ver el espectáculo. Y muchos años después, cuando murió su padre, dio la casualidad de que estaba de viaje de negocios, de modo que el no acudir al funeral le pareció lo más natural, y conllevó la ventaja añadida de que su familia prácticamente le desterró, y ya no tuvo que mandar felicitaciones por Navidad nunca más. Tras ello había habido un par de fallecidos relativamente próximos (la madre de algún directivo, un tío de su mujer), pero siempre había logrado evitar hacer acto de presencia en los sepelios. Y no es que les tuviese un especial respeto. La muerte no le asustaba, ni le resultaba desagradable ni grotesca. Simplemente le parecía absurdo perder un par de horas preciosas de su vida dedicándoselas a un pedazo de carne a punto de pudrirse. Pero ahora había un buen motivo, así que allí estaba, tratando de darle algún sentido al mapa que había en la entrada.

En teoría, el proceso a seguir era sencillo. Cualquiera que supiera fijarse en los detalles podría llevarlo a cabo, y de hecho históricamente no eran pocos los individuos que habían entrado en contacto con los Arcontes sin tener conciencia auténtica de su presencia, simplemente fijándose en los detalles. Frank no tenía ni idea de si podían existir el cielo y el infierno, pero algo en su interior le decía que gran parte de esas leyendas de pactos con el diablo y venta de almas tenían en gran medida que ver con la forma de actuar de los Arcontes. Pero hay una gran diferencia entre saber cómo se hace algo, y hacerlo. Iba a hablar con un Arconte. No a sacrificar a una rata y esperar que un pardillo firmase un contrato. Era la misma diferencia que hay entre pulsar el botón del microondas y que el agua se caliente, y encontrarte un puto hongo nuclear delante de las narices. O eso suponía. La verdad es que no tenía ni la más remota idea de lo que se iba a encontrar, y probablemente eso le asustase aún más. Pero tenía que hacerlo. Era su oportunidad para deshacer los errores. Para triunfar como se merecía.

Sin tener del todo claro lo que significaba la enorme variedad de símbolos del mapa (malditos cementerios multirreligiosos, o como quiera que se llamasen, pensó), Frank optó por dirigirse hacia lo que estaba marcado como «Administración-depósito». Mentalmente, repasó los pasos de la invocación: hacerse un corte en el dedo, manchar con su sangre la paloma, degollar la paloma, verter su sangre primero sobre sus ojos y después un poco en su boca. Todo ello pronunciando durante el proceso las invocaciones adecuadas, que tampoco eran nada del otro mundo. Y la puerta se abriría, y lo que quiera que fuese un Arconte aparecería. Pan comido, en cuanto encontrase la maldita puerta.

En el edificio de administración había un aséptico mostrador, más propio de la recepción de una elegante oficina de seguros (como la suya, pensó con amargura) que de un sitio lleno de gente muerta, y tras el mostrador un veinteañero pulcro y sonriente, tan sonriente que a Frank le entraron ganas de darle una bofetada para recordarle que no era más que un patético aprendiz de sepulturero. Pero lo que hizo fue corresponderle con su mejor sonrisa de vendedor, y preguntar educadamente.

—¿El osario, por favor? —dijo con un tono en la misma medida inocente y confiado.

—Debe utilizar la entrada exterior —le indicó el encargado del mostrador, señalando la puerta por la que había entrado—. Gire a la derecha, y bajando por la escalera.

—Gracias —se despidió Frank.

Así de fácil. Si parece que sabes lo que estás haciendo, generalmente la gente cree que sabes lo que estás haciendo. Al menos los mierdecillas como el del mostrador. Si los peces gordos y las tías buenas se le hubiesen dado igual de bien, nunca habría necesitado matar una rata, pero en cuanto veía la posibilidad de lograr algo grande, se venía abajo como una gelatina puesta al sol. Lo había aceptado hace mucho tiempo, así era él.

Salió al exterior y rodeó el edificio hacia la derecha, encontrando fácilmente la escalera que conducía al osario. Llamó a la puerta. Nadie contestó. Comprobó la cerradura. Estaba abierta. Sin embargo el osario no era como se lo esperaba. En su mente, quizás influida por demasiadas películas de terror en su adolescencia, se había imaginado una especie de gruta repleta de huesos (al fin y al cabo era un osario, ¿no?), un cruce entre catacumbas medievales y fosa común. Pero lo que encontró fue una pequeña habitación alicatada con azulejos blancos, en la que se habían montado grandes estanterías metálicas que llegaban hasta el techo, y en cuyas baldas se acumulaban bolsas de plástico negro de aspecto robusto. Frank supuso que en su interior estarían los huesos. Primero el mapa, propio de un centro comercial; luego el oficinista absurdo; ahora las bolsas de plástico en estanterías. Claramente el mundo estaba tratando de convencerse de que la muerte era un simple proceso administrativo, aséptico y necesario, aunque a veces doloroso. Pero no era así. Era sangre, dolor y mierda para unos. Triunfo y éxito para otros. Y él quería ser de esos otros. Así que sin perder más tiempo cerró la puerta a su espalda, confió en que no le interrumpieran, y sacó la paloma y el cuchillo.

2

El comienzo fue sutil. Un parpadeo demasiado largo. Una pequeña mancha en la pupila que desaparece en cuanto te fijas en ella. Una sombra que se mueve quizás unos instantes cuando todo lo demás está quieto. Entonces una gota de sangre resbaló por el párpado, superó las pestañas y penetró en su ojo, cubriendo todo de un velo rojo. Frank se frotó el ojo, tratando de aclarar la vista, y allí estaba. No era una sombra, aunque en realidad sí lo era; una sombra de algo mucho más oscuro y antiguo que cualquier cosa que Frank pudiera imaginar. No era la sombra que proyecta el sol o la luna; era una sombra de la oscuridad que había antes de que nadie pudiese concebir siquiera la existencia de la luz. Pero aun así era una sombra: carecía de fuerza, de sustancia, de voz, casi de poder. Era todo lo que los Arcontes eran capaces de proyectar en este mundo, en esta época y en este momento, incluso en un lugar tan propicio para ellos como un osario. Apenas una millonésima parte de lo que habían sido y lo que podían ser. Más que suficiente para que Frank sintiese como la orina se le escapaba y destruía cualquier fantasía de higiene que pudiese quedarle.

Tragando saliva para ver si así lograba tragarse también algo del miedo, Frank intentó concentrarse en busca de alguna forma o pista en la sombra que le diese una clave de cómo comunicarse con ella. Era indefinida, pero claramente más alta que larga. Como una sábana rectangular y oscura. O mejor dicho, pensó, como si algo estuviese envuelto en esa sábana rectangular y oscura. Intentó tragar saliva de nuevo, pero tenía la boca seca.

—Tengo un mensaje —dijo, y sin tener claro por qué lo hacía, se dejó caer de rodillas frente a la sombra y clavó la mirada en el suelo—. Un regalo. Una gran oportunidad.

Eso último no lo sabía, pero lo suponía, o más bien quería suponerlo. El encuentro de esta mañana no podía ser casual, no iba a permitir que fuera casual si podía evitarlo. No hubo respuesta alguna, pero Frank se resistió a levantar la mirada. Sentía la intangible presencia de la sombra frente a él, y con un escalofrío fue consciente de que la figura se estaba aproximando, con un susurro demasiado bajo para ser inteligible. Unos instantes después no necesitó levantar la mirada para observar la parte inferior de la oscura forma justo frente a él. Algo tiró de su barbilla hacia arriba, como si una mano fría como la muerte e inexorable como el tiempo estuviera levantándosela, y sin querer hacerlo (en ese momento habría preferido sacarse los ojos, si hubiese sido una persona con valor para hacer algo así, pero sabía de sobra que no lo era), fijó la vista en el lugar en el que deberían estar los ojos de la sombra. Una sombra dentro de otra sombra. Una oscuridad dentro de otra. Y allí, en el fondo, un hambre insaciable, una sed inmensa, un vacío que nunca podría ser llenado, pero que quería, deseaba, exigía siempre lo mismo: carne, sangre, vida. Frank sintió como sus esfínteres se descontrolaban, y su última comida alcanzó el exterior antes de lo previsto. A su interrogador no pareció importarle.

Porque eso era lo que estaba sucediendo. La sombra estaba penetrando en él: en sus conocimientos, en sus recuerdos, en sus vivencias. Volviéndolas del derecho y del revés, como un carcelero eficiente que no quisiese dejarse nada valioso antes de mandar a su víctima a la cámara de gas. Lo revisó todo. Lo valoró todo. Y al final, cuando Frank pensó que ya no le quedaba nada, que no era posible desnudarle más y que sólo le aguardaba sentir cómo le desgarraban su misma alma, si es que tenía algo así, y la devoraban frente a sus llorosos ojos cubiertos de sangre de paloma, la sombra le devolvió algo: una promesa. Una promesa que no tenía límites: riquezas, mujeres, fuerza, gloria. Podía tenerlo todo. Todo. A cambio de un precio, por supuesto, pero de un precio tremendamente razonable y proporcional. Indudablemente aceptó. Un instante después estaba tumbado en el suelo, riendo de forma histérica y descontrolada, sin ser consciente de que se estaba revolcando entre sus propios excrementos, pero si se hubiese dado cuenta en ese momento no le habría importado demasiado. Al fin y al cabo, si jugaba bien sus cartas iba a convertirse en el jodido rey del mundo.

3

La risa cesó con la misma brusquedad con la que se había iniciado, y Frank R. Schiolla se incorporó y miró su reloj con preocupación. Tenía que correr como un cabrón si quería interceptar a su objetivo a tiempo. Así que salió corriendo del osario, sin preocuparse por el rastro de fluidos que iba dejando tras de sí. Mientras atravesaba velozmente los cuidados senderos del cementerio (¿qué se creían?, ¿que era un puto jardín?) fue reuniendo todo el dinero que le quedaba en un fajo pulcro y ordenado, y preparó su mejor sonrisa de «no te puedes imaginar el día que he tenido hoy». En cuanto llegó a la calzada, levantó la mano del fajo a la espera de que alguien parase. Unos segundos después, una maltrecha furgoneta se detuvo en seco frente a él. Frank había supuesto que lo que pararía sería un taxi, pero no estaba para remilgos. Hoy no.

—¿Puedo ayudarle, amigo? —dijo un joven rubio con barba y un marcado acento que no reconoció.

—¿Puede llevarme a media ciudad de camino en veinte minutos? —preguntó Frank con una sonrisa de complejidad—. Me estoy jugando mi futuro en ello.

—Si ese fajo es para mí, sin dudarlo, amigo —dijo el improvisado chófer, y se estiró para abrirle la puerta del acompañante.

Cuando lo hizo, el hedor que rodeaba a Frank llegó hasta él, y arrugó la nariz, pero no por eso dejó de abrir la puerta.

—¿Una noche difícil, amigo? —dijo el conductor cuando Frank ya había colocado sus húmedos pantalones sobre el asiento, con un sonido plastoso.

—No puede ni imaginarlo —contestó Frank, mientras buscaba en el vehículo una pista que le permitiese saber algo más de su conductor.

Un buen vendedor tenía que estar atento a los detalles. Había una pequeña foto donde se veía a una chica rubia en la puerta de un edificio en mal estado, pero no fue capaz de ubicar ni el lugar ni los rasgos de la chica.

—Es mi hermana Tanya —dijo el conductor, mientras le tendía la mano y aceleraba al mismo tiempo—. Alekséi Serguéyevich Sidorov.

—Frank R. Schiolla —respondió Frank, sin saber si la familiaridad de su conductor le molestaba o le agradaba.

Alekséi miró durante unos instantes los pantalones manchados de orina y heces, y luego el fajo de billetes que Frank seguía manteniendo sujeto y a la vista. Luego lanzó una risa clara y sincera, y estirándose de nuevo abrió la guantera. En su interior había una botella de vodka, un par de vasos y un bote de pepinillos en vinagre.

—En la siguiente a la derecha —dijo Frank mientras destapaba el inesperado desayuno y le pasaba un vaso a su chófer.

4

Quince minutos después estaba sin un céntimo en el bolsillo, y en mitad de un barrio en el que al parecer sólo había chinos. O japoneses. O asiáticos. O a quién mierda le importaba. El asunto es que había llegado a tiempo. Justo a tiempo. Casi antes de que acabase de echar una ojeada a los edificios que le rodeaban, vio salir de la boca de metro al engendro que le había visitado un par de horas antes. Y el engendro también lo vio. Aun así, no cambió de dirección ni aminoró el ritmo, por lo que Frank tuvo que cruzar la calle rápidamente para interceptarlo. Sólo cuando estuvo colocado directamente enfrente de él, el extraño se detuvo. En silencio, mirándole con esos ojos inexpresivos, con ese rostro inexpresivo. Como si llevase puesta una maldita máscara de plata que no reflejase nada. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero no le impidió mostrar de nuevo su sonrisa de vendedor. Ojalá tuviese ahora una buena rata en el bolsillo para evitar que se torcieran las cosas. Pero no había tiempo para nada más.

—Traigo un mensaje importante para ti —dijo—. Un trato. Un trato muy beneficioso.

La jodida máscara de plata no se alteró lo más mínimo, así que Frank prosiguió sin dejarse intimidar, o al menos sin dejarse intimidar demasiado.

—Mis amos pueden darte a quien buscas —dijo, y quiso creer que esa afirmación provocaba una minúscula onda en el rostro de su interlocutor, pero quizás fuesen imaginaciones suyas—. En el momento en que quieras, pueden ponerlo a tu alcance. Sólo exigen un precio justo por ello.

Ahora el silencio dramático. Un buen vendedor tiene que saber lanzar el anzuelo, y después dejar que la presa pique sola. Que demuestre interés. Traerlo a tu terreno. Pero el engendro no picó. No preguntó cuál era el precio justo. No preguntó cómo podían entregarle a quien estaba buscando, ni cómo sabían de quién se trataba, ni quiénes eran sus amos. El cabrón ni siquiera lanzó una mirada de interés. Se limitó a permanecer en silencio e inmóvil delante de Frank. Diez segundos. Veinte. Treinta. Sin poder aguantar la tensión, levantó las manos de forma conciliadora, como si le hubiesen amenazado físicamente, y se echó a un lado. Y el hijoputa silencioso siguió andando, como si en vez de recibir lo que en teoría era la oferta de su vida, hubiese tenido que pararse en un maldito semáforo.

Pero ya estaba hecho, se dijo Frank. Él había cumplido su parte, había entregado el mensaje. Ahora a esperar. Si encontraba la forma de volver hasta su azotea sin blanca y sin saber realmente dónde estaba. Y oliendo a mierda. Se metió las manos en los bolsillos (húmedos y pringosos) y comenzó a caminar silbando una cancioncilla tradicional. Hoy podía ser el comienzo de lo mejor de su vida, y no iba a dejar que unos pequeños detalles lo estropeasen.

5

Ivo dejó atrás al inquilino de la azotea y continuó avanzando sin pausa hacia su destino. No necesitaba cerrar los ojos para seguir oliendo el hedor que emanaba de él, pero eso no hacía su propuesta más o menos interesante, ni más o menos útil. Simplemente era otra opción; otra opción sin origen ni final, sin objetivo. Aún era un cazador sin presa, y no podía permitirse seguir siéndolo mucho más tiempo. Lo notaba. Algo estaba sucediendo. No allí, no a unos kilómetros, fuesen pocos o muchos. Algo estaba sucediendo en otra parte, y ese algo iba a complicar mucho su caza.

Finalmente recorrió los últimos metros que le faltaban y subió los cuatro escalones que le dejaron en la puerta de Hisako Takahasi. La vidente. Y se detuvo frente al timbre. Había llegado hasta allí porque era su única opción. Ahora tenía otra. Hasta hace unos instantes, eso no habría significado nada. Si una pista no conducía a nada, podría seguir la otra. Esa era la esencia del cazador: no importaba cuánto corriese su presa, ni cómo de bien se escondiera. Al final acabaría encontrándola. Y sin embargo… Sin embargo ahora notaba un reloj pendiendo sobre su cabeza, un gigantesco reloj de arena negra del que dependía el futuro del mundo. No, no del mundo. En otra parte. Del que dependía el futuro de todo. Tenía que elegir bien, porque a partir de ese momento quizás volver atrás para seguir otra pista significase llegar demasiado tarde. Y había prometido que no les fallaría. Lo supo en cuanto surgió el pensamiento. No sabía a quiénes ni por qué, pero sabía que había hecho esa promesa. Y que estaba dispuesto a cumplirla, sin detenerse ante nada ni nadie. A sangre, hierro y muerte. Esas tres palabras provocaron un eco lleno de intensidad en su espíritu, y habría esbozado una fría sonrisa si hubiese sido capaz. Dudar también era perder un tiempo que ya no tenía. Así que llamó al timbre.