3. Preparativos

El inquilino de la azotea se llamaba Frank R. Schiolla, y no siempre había tenido esa residencia. Antes vivía en una idílica casa en un barrio residencial, con su jardín, su mujer, su hijo. Ahora su casa estaba embargada, su mujer y su hijo muertos, y él no había obtenido ningún beneficio de nada de ello, aunque lo había intentado. Quizás no con todas sus fuerzas, pero lo había intentado. El problema, pensó mientras comenzaba a descender lentamente por la escalera, el auténtico problema estaba en su inseguridad. Si su padre no se hubiese metido tanto con él porque era malo en el baloncesto, quizás hubiese tenido mayor autoestima. Sí, ese era el auténtico culpable de todo eso, su padre. Si el viejo cabrón no estuviese muerto, tendría que ir ahora a matarlo. Y demostrarle que era perfectamente capaz de ello. Más o menos. Porque si hubiese tenido mayor autoestima, habría pasado de estudiar como el resto de sus hermanos y hermanas, y no habría intentado impresionar al profesor Costa para que le pusiese un sobresaliente. Y sin ese estúpido trabajo, nunca habría sabido nada del códice de Nag Hammadi, ni de los putos Arcontes. Rió sin humor mientras seguía bajando los escalones. «Hay Potencias que son otorgadas al hombre, pues no quieren que este llegue a salvarse para que ellas consigan ser; pues si el hombre se salva, se hacen sacrificios y se ofrecen animales a las Potencias». Era verdad que en el códice de Nag Hammadi no se dice nada realmente útil, pero fue el jodido primer paso. Desde ese momento la idea, el concepto, comenzó a devorarlo.

Fueron necesarios el paso de varios años y que su maldita falta de autoestima le llevase a pasar las noches en la biblioteca de la universidad en vez de follando borracho (o a borrachas) para que comenzase a buscar mierda de verdad sobre los Arcontes. Y encontró auténtico petróleo. Nunca había entendido qué hacía un ejemplar de El códice de los amos oscuros en el depósito de la biblioteca, pero eso sí era un libro útil de verdad. Lleno de cosas. De cosas que funcionaban. Además, el mecanismo era muy simple y no hacía falta autoestima. Sólo un poco de estómago. El problema es que luego había hecho falta mucho estómago. Pero vaya si le sirvió al principio. Sacrificó a una rata, y aprobó Derecho internacional. Sacrificó a otra, y se encontró a la rubia tetona del edificio de enfrente lo suficientemente borracha como para llevársela a su habitación, tirársela y devolverla a la puerta de su residencia sin que se enterase de nada. Fueron buenos tiempos. Todo era pequeño y controlado. Todo salía bien.

Frank siempre había sido una persona realista, consciente de sus limitaciones. Sabía que no tenía autoestima para cosas grandes. No se veía de gran abogado, ni de directivo. Así que una vez terminada la universidad, decidió seguir con cosas pequeñas. Agente de seguros. Lo eligió porque vender un seguro era fácil, al menos con el sacrificio adecuado, y en el fondo le gustaba tratar con la gente. Cuando sabía que las cosas iban a salir a la perfección tenía mucha más confianza que en el día a día. Con su historial de éxitos continuos, no tardó demasiado en ascender en la compañía y pronto pasó a encargarse de grandes cuentas. Era una buena vida. Comprar ratones de laboratorio, sacrificarlos a los Arcontes, cerrar un pequeño contrato. Evidentemente, el dinero no le convirtió en un gran seductor (de nuevo la maldita falta de autoestima), pero le fue cogiendo el gusto a los encuentros casuales y de oportunidad favorecidos por sus tratos con los poderes oscuros; era lo bueno de ese modo de vida, follar era casi tan sencillo como pedir una pizza. Inspirado por lo idílico de la vida universitaria, fue follándose borrachas o semiinconscientes a prácticamente todas las mujeres del edificio de clase media en el que vivía: desde la señora Longo, que rondaba los cincuenta y era aficionada «casualmente» a abusar mucho de la ginebra y a dejar la puerta mal cerrada; hasta la hija de los Moretti, en los últimos años del instituto, que cuando sus padres estaban de viaje salía a emborracharse con sus amigos y regresaba en tan mal estado que solía dejarse las llaves en la puerta, si es que llegaba a entrar. Si no, Frank se encargaba de ayudarla. Eran buenos tiempos, pero con limitaciones. Fue eso lo que le llevó a buscar el modo de mejorar. Con la guía de los propios Arcontes, pronto dio con el Códice de los sacrificios, del monje medieval Docrelli, y con él las cosas subieron de nivel.

Es cierto que el primer gato resultó más complicado de matar de lo que pensaba (y más caro), pero pronto descubrió que en muchos centros de rescate de animales no hacían casi preguntas, y pudo obtener un suministro constante. Arañazos aparte (gajes del oficio), pronto dominó la técnica, y eso le permitió aspirar a más: despacho propio, gastos pagados. Incluso decidió que era el momento de sentar la cabeza y buscarse una chica sólo justo más allá de su alcance. Se decidió por Carla, una preciosidad rubia que le recordaba a aquella primera chica de la universidad, y que trabajaba como contable en la empresa que compartía planta con su agencia de seguros. Una sucesión de problemas personales y familiares hicieron que finalmente Carla estuviese tan vulnerable que acabó por rendirse ante los muy limitados encantos de Frank, y se casaron lo más rápidamente posible. Un embarazo casi automático le pareció la forma definitiva de sellar la relación, y se encargó de que se produjese. Pero con lo que no había contado era con que las embarazadas son gordas, caprichosas e inseguras, y tras ello los niños son llorones y molestos. En pocos meses, esa familia aparentemente perfecta comenzó a ser un coñazo inaguantable.

Pero aun así le ayudó a prosperar en el trabajo. Una chispa de genialidad le hizo provocar que su abandonada y solitaria mujer se liase con el subdirector de zona, de modo que fue promocionado de tal modo que su ascenso incluía un generoso aumento y la necesidad de largos viajes para cerrar lucrativos tratos. Fue la vuelta a la buena vida. Con una pequeña visita a la tienda de animales más cercana, no tenía problemas en cerrar el trato y en encontrar alguna compañera «dispuesta» a pasar un buen rato con él.

Frank se detuvo para recobrar el aliento. Todavía le quedaba por bajar un cuarto del edificio y le dolía el costado. Realmente estaba en mala forma. Con nostalgia, pensó en esa segunda época dorada. ¡Si hubiese sido capaz de conformarse con ello! Pero en algún momento le pudo la estupidez, o el orgullo, o ambas cosas. Se hartó de que a su mujer (que al fin y al cabo era suya) se la follase un capullo que era su jefe. Él tenía que ser el jefe. Él tenía que tener el control. Así que buscó el manuscrito adecuado y logró comprárselo a un exmonje armenio con el que contactó por internet. El procedimiento era claro; los resultados, incuestionables. Lo único que le faltaba era justo aquello que no podía conseguir: un par de huevos para llevarlo todo a cabo. Aun así lo intentó. Quiso autoconvencerse de que estaba preparado, de que podía rajarle el cuello a la puta de su mujer y al engendro de Frank junior. En cuanto lo hiciese, los Arcontes estarían tan cargados de energía que le darían lo que quisiera y todo quedaría borrado y cubierto. Como si nunca hubiese sucedido. Como si nunca hubiese sucedido, pero con él en la jodida cima del mundo. Así eran los Arcontes; el quid pro quo más primitivo y simple: sangre y vida a cambio de deseos. Lo que quieras. Todo. Por su precio. Así que los drogó con un somnífero y los llevó al sótano de su idílico chalet con jardín. Lo había organizado de tal modo que tenía todo el fin de semana para juntar el ánimo necesario para rebanarles el cuello. Trazó el círculo ritual en el suelo. Escribió las invocaciones. Pronunció los salmos. Y se quedó allí de pie, con el cuchillo en la mano, mirando como sus gargantas latían y respiraban con el profundo sosiego de los calmantes. Un minuto tras otro. Una hora tras otra. Cada vez que daba un paso decidido hacia uno de ellos, inmediatamente daba dos pasitos rápidos hacia atrás. En un momento dado, jugueteando aburrido con el cuchillo, se hizo un pequeño corte en el dedo. Casi pudo oír que los Arcontes se partían el culo de risa cuando su patética gota de sangre cayó solitaria en el círculo de invocación. La maldita autoestima. Si hubiese tenido un poco más, le habría echado valor y ahora sería el rey del mundo. Al final, los acontecimientos se aceleraron. El efecto de los somníferos comenzó a desvanecerse, algún capullo llamó a la puerta (testigos de Jehová, comerciales de compañías de telefonía e internet, o quizás hasta agentes de seguros, nunca llegó a saberlo) y él perdió la poca valentía que le quedaba. Metió las cuatro cosas importantes en una maleta (el cuchillo, sus libros y algo de dinero en efectivo que guardaba para emergencias) y salió corriendo por la puerta trasera.

Frank se detuvo finalmente en el descansillo que llevaba hasta el portal del edificio. Desde ese patético instante que marcaba el comienzo del punto más bajo de su patética vida, habían transcurrido al menos tres semanas. Uno pierde la noción del tiempo en ese maldito palomar. Pero a nadie se le ocurriría ir a buscarlo a los tejados de un barrio de mierda, y las migas atraían a las palomas como malditas ratas con plumas. El problema, se dijo, es que no tenía ni puta idea de cómo solucionarlo. Cómo librarse de los posibles cargos que hubiese en su contra. Cómo recuperar su trabajo. Cómo volver a ser el dueño de su maldita vida. Hasta ahora. Ahora lo único que necesitaba era encontrar un cementerio y hablar por primera vez cara a cara con sus jefes. Los de verdad. Frank respiró profundamente el aire contaminado de la periferia, cargado del hedor de factoría del cercano polígono industrial. Hoy era su día. Sujetó con fuerza la paloma que llevaba en el bolsillo de la sucia chaqueta, tratando de que no se le escapase ni se asfixiase en el proceso, y comenzó a caminar hacia la parada de autobús más cercana.

2

—¿Comprendes que esto es necesario? —dijo la cansada voz de Hisako.

—Sí, abuela —contestó Sakura.

—También sé que no comprendes por qué es necesario, pequeña —añadió la anciana—, pero sin que yo pueda evitarlo lo acabarás comprendiendo, y eso verás que no es bueno.

—No tema, Hisakosan —repuso Sakura—. Haré lo que me diga. No se preocupe más.

La anciana sonrió sin alegría ante el tono aterrorizado de la muchacha, que negaba cualquier valor a sus aparentemente valientes palabras. Pero era la única opción. Como otras tantas veces en la vida. Una repentina punzada de dolor le atravesó los párpados vacíos. Todavía le sucedía a veces, cuando se preocupaba por Sakurachan, aunque hacía ya diez años que había perdido los ojos. Ese era el primer precio que había tenido que pagar para proteger a su nieta.

Fue cuando acababan de mudarse a la ciudad. Vieja, sin apenas conocimiento del país y con una niña de tres años a su cargo, Hisako pensó que el mejor lugar para instalarse era entre sus compañeros, en el pequeño barrio que hacía las veces de ghetto en el extrarradio. Ese fue su primer error, y el único que se permitió. Una vez allí, intentó dedicarse a lo único que sabía hacer y que todavía podía hacer a su edad. Sus días de aprendiz de geisha habían quedado atrás. También los malos tiempos después de la guerra, en los que tuvo que hacer cosas de las que no estaba orgullosa. Pero las tabas y los huesos nunca le habían fallado. Así que empezó a recibir a gente. Compatriotas que añoraban los métodos tradicionales de congraciarse con los espíritus. Después, cuando empezó a hacerse cierto renombre, gentes de todas partes. Fue en ese momento cuando atrajo la atención del señor Arai. Una tarde, se presentó educadamente con unos dulces y una tarjeta de bienvenida, lo cual era raro porque Hisako llevaba ya tres meses en el barrio. Con la máxima cortesía, se excusó ante la invitación de la anciana para que pasase a tomar el té, y prometió volver otro día con menos prisa. Todo corrección y simpatía. Salvo por el pequeño detalle de que la tarjeta de bienvenida no era tal, sino una factura. Una cantidad, a entregar semanalmente, que casi las habría dejado en la indigencia. Así que Hisako la dejó con respeto en el mueble de la entrada, junto a los dulces sin tocar, y pensó qué podía hacer.

Consultó los huesos. Apeló a los espíritus de sus antepasados. Calculó si su precaria economía soportaría mudarse y tratar de empezar de nuevo, pero ya no tenía ahorros y el negocio no estaba yendo tan bien. Pensó en la posibilidad de ceder al chantaje, pero comprendió que si lo hacía ni siquiera podría alimentar dignamente a su nieta. Así que optó por la única salida posible: esperar lo mejor y prepararse para lo peor.

El señor Arai regresó tres días después, al final de la semana. Venía acompañado de dos jóvenes de aspecto mucho menos educado. Respetuosamente, con la justa inclinación de cabeza y tronco, Hisako le dijo que no podía permitirse pagar, que había enviado a su nieta con unos parientes, y que casi todo lo que obtenía se lo enviaba a ellos, con lo cual le era imposible satisfacer la demanda del señor Arai, pero que lo haría en cuanto el negocio mejorase. En silencio, la anciana esperó lo mejor. Pero no sucedió. Desde la puerta, con voz alta y clara para que pudiese oírse en toda la calle, el señor Arai dijo que le daba dos días para pensárselo, y que cuando volviese, si seguía empeñada en no pagarle, le sacaría los ojos. Fue una afirmación improvisada, fruto de la frustración de ver que una vieja se resistía a doblegarse y de que la amenaza que tenía preparada, que era la integridad física de la pequeña, le hubiese sido arrebatada. Pero la amenaza había sido pronunciada en público, y el señor Arai tendría que atenerse a ella. En eso consistía el honor. Por su parte, la pequeña mentira de Hisako sobre el paradero de Sakura, que dormía tranquilamente en su cuarto, era la primera parte de prepararse para lo peor.

Pasaron dos días. El señor Arai volvió, con sus dos acompañantes y un tercero, de mediana edad y con un maletín de gastado cuero negro. Antes de abrir, Hisako se aseguró de que Sakura estaba dormida, y salió a recibir a la comitiva. Nuevamente, con toda la corrección y la calma que se le exigía a una mujer de su experiencia, rechazó la proposición del señor Arai. El señor Arai repuso que lo lamentaba mucho, y la dejó en las manos del señor Yamane, que extrajo de su maletín un par de herramientas médicas sencillas pero efectivas. Hisako no opuso resistencia cuando la inmovilizaron sobre la mesa de la cocina. Sólo tenía que concentrarse en una cosa: no gritar. Sabía que si gritaba, Sakura se despertaría, y quizás salvase los ojos, pero no a su nieta. Así que no gritó. En un momento dado, uno de los hombres que la sujetaban la soltó para vomitar en el fregadero. Ya no lo vio, pero lo oyó. Cuando el proceso hubo terminado, el señor Yamane le dejó un vendaje puesto, y los apósitos necesarios para cambiárselo y que no se infectase. También le dejó los ojos en un frasco. Desde la puerta, el señor Arai le informó de que volvería la semana siguiente a por su dinero, y que si no lo tenía, la mataría. Hisako no respondió. El dolor era atroz. Despiadado. El sufrimiento, inimaginable. La angustia, inmensa, inabarcable. Tal y como había supuesto que serían. Así que, con Sakura aún dormida, concentró todo ese dolor. Todo ese sufrimiento. Toda esa angustia. Todo ese odio. Y lo dobló. Lo plegó. Lo volvió a doblar como si de una figura de origami se tratase. Le dio forma. Todo lo que había aprendido en su larga vida estaba allí: las sílabas de poder del monje que la salvó de la bomba de Hiroshima, y que después la utilizó de esclava sexual; las maldiciones de la joven china que le enseñó a ganarse la vida con su cuerpo y a sobrevivir al hambre y la posguerra; los símbolos del apuesto gaijin que le devolvió la confianza en sí misma y la inició en los excesos superfluos de la magia occidental. Todo. Tenía dolor y sabiduría suficientes para arrasar una ciudad. Más que de sobra para acabar con un puñado de extorsionadores. Nadie fue a visitarla la semana siguiente.

El señor Arai fue ingresado esa misma noche en un hospital. El diagnóstico que garabateó un residente inseguro y totalmente confundido, tras dieciséis horas de agonía absoluta del paciente, fue intoxicación alimentaria. La realidad es que su cuerpo había sido devorado desde el interior por cientos de diminutas serpientes. Nervio a nervio. El señor Yamane tuvo un desgraciado accidente al precipitarse por una alcantarilla abierta. La caída no fue mortal, sólo se partió una pierna. Aun así, su cuerpo fue encontrado varias semanas después, en una revisión rutinaria de las cloacas. El forense indicó que probablemente se lo hubiesen comido las ratas. Probablemente vivo. El joven de nombre desconocido que vomitó tuvo suerte, y perdió la vida sin apenas sufrimiento en un choque frontal de su moto contra un muro a casi doscientos kilómetros por hora. Al parecer iba borracho, e Hisako siempre pensó que se había suicidado, bien por remordimientos o al intuir las fuerzas que se habían desatado en su contra. Su compañero decidió alejarse del barrio, y tuvo un encuentro con un grupo de neonazis que, al parecer sin provocación alguna, le golpearon, le violaron repetidas veces y le dejaron morir con una barra de metal de casi un metro incrustada en el recto. Nadie más volvió a molestar a la anciana ni a su nieta. Nunca. Los vecinos se encargaron de que tuviesen comida y ayuda mientras se recuperaba de sus heridas. Algunos comerciantes incluso le ofrecieron una compensación económica por su sufrimiento y los efectos beneficiosos que había tenido en el barrio, pero Hisako la rechazó con educación. Sólo había hecho lo necesario. Finalmente, como el dolor no desaparecía y llevarla a un auténtico hospital habría despertado demasiadas preguntas, el hijo de la señora Kikuchi, que iba a la universidad y conocía a mucha gente extraña, sugirió que llevasen a la anciana a ver al Irlandés. El Irlandés la ayudó a aliviar el dolor, y a otras cosas, y a su vez ella le ayudó a él. Y todo mejoró.

De eso hacía ya diez años. Y de nuevo Hisako Takahasi no tenía otra opción que esperar lo mejor y prepararse para lo peor. Aunque en esa ocasión salvar a Sakura implicase hacerle daño. Todo requiere siempre un sacrificio. O al menos todo lo importante.

—Ya estoy lista, Hisakosan —dijo su nieta desde la habitación.

Lista quería decir vestida con el kimono de novia, peinada, perfumada. La anciana sabía demasiado bien lo que significaba estar lista. Y sabía que Sakura no lo estaba. Pero ante lo que se aproximaba no había otra opción.

—Ve a tu habitación, Sakurachan —respondió con una sonrisa, que esperó que su nieta pudiese ver—. Aguarda allí hasta que te llame.

Sakura asintió, y la oyó retroceder y sentarse en el futón. Percibió su respiración rápida y tensa, el roce inquieto de sus manos sobre la delicada tela del kimono. Conteniendo un suspiro de dolor que sabía que no ayudaría a nadie, la anciana avanzó hacia la puerta con los pasos lentos del que sabe que se dirige hacia su propio funeral. Llegó a ella apenas unos instantes antes de que llamasen al timbre. Y abrió.