16 de octubre de 1975
Michael J. Griffith,
Esquire 1501 Franklin Avenue - Mineóla, N. Y. 11501
Querido Mike:
Fue una triste ironía que su buena carta de octubre acerca de los progresos en su intento por lograr que Billy fuera trasladado a una cárcel norteamericana, me llegara casi al mismo tiempo que la noticia de que Bill había escapado. Se puede imaginar nuestros sentimientos cuando por fin habíamos comenzado a ver un rayo de luz en el extremo del túnel. Ahora todo lo que podemos hacer es tener esperanzas y rezar porque él esté bien. Si tenemos alguna información se la comunicaremos a usted y a la familia Hayes de inmediato, y sabemos que usted hará otro tanto con nosotros.
Saludos.
William B. Macomber
Embajador de los Estados Unidos en Turquía
La celda medía cuatro pasos por cuatro.
Tenía un techo alto y sólo la rodeaban las tan familiares paredes de cemento. En realidad había sólo dos diferencias: estaba limpia y era griega. Debía serlo; no entendía una sola de las palabras que decían los soldados. De modo que no podían ser turcos.
Después de varias horas vino un guardia, me vendó los ojos y me llevó a otro edificio. Me quitaron la venda. Estaba en una salita en la que había una mesa, dos sillas y un hombre en traje de calle.
El hombre hablaba un inglés muy bueno. Se presentó como un funcionario del servicio de inteligencia griego.
Se limitó a escuchar mi historia y a tomar notas.
—¿Es necesario que me tengan en una celda? —pregunté—. Me voy a volver loco.
Apoyó la espalda en el respaldo de la silla. Estudió mis ojos. Luego habló en tono tranquilo.
—Podríamos hacer varias cosas con usted. Podríamos devolverlo a los turcos. O llevarlo de regreso a la frontera y arrojarlo hacia el otro lado. O procesarlo por entrada ilegal. Incluso podríamos llevarlo a un bosque y fusilarlo. Nadie se enteraría.
Moví los pies con inquietud.
—O… si se tranquiliza y espera con calma… podríamos arreglar su deportación. A los Estados Unidos.
—Voy a portarme bien y esperar en calma.
—Bueno. Necesitamos tiempo para verificar su historia. Si usted dice la verdad, todo va a ir bien. Y también queremos conversar con usted. Deseamos que nos cuente lo que sabe de Turquía.
Pasaron los días. Por las tardes me paseaba por la celda. El individuo que me había interrogado me facilitaba libros en inglés. Leí a Herodoto.
Varios libros de Nikos Kazantzakis, que era el autor favorito del funcionario.
Todos los días el funcionario pasaba largas horas conmigo. Quería información sobre Sagmalcilar e Imrali. ¿Cómo eran las bases militares? ¿Cuál era el color de los uniformes? ¿Cómo era la insignia? Y los tanques de la frontera. Los describí una y otra vez. Él registraba hasta el mínimo detalle. Insistió para que intentara describir la visión que había tenido desde el oscuro bosque. Me mostró mapas grandes y detallados del lado turco de la frontera. Le indiqué dónde había cruzado.
—Es un hombre muy afortunado, William.
—Lo sé.
—No, no lo sabe. Es más afortunado de lo que piensa. Toda esa área… —señaló donde yo había cruzado—… está totalmente minada. Pudo haber volado por los aires. Muy fácilmente.
Dios cuida a los santos y los tontos.
Pasaron dos semanas completas. Sabía que mi familia se estaría enloqueciendo de preocupación. Quería telefonear a ellos y a Lillian.
Pero el funcionario no me permitió comunicarme con nadie. Había escapado de Imrali la noche del 2 al 3 de octubre. En la noche del 4 al 5 había cruzado la frontera. Finalmente el viernes 17 de octubre, el funcionario me dio la noticia.
—Se le va a deportar. —Sonrió—. Se supone que es una mala influencia para la juventud de Grecia. —Luego me estrechó la mano y de me deseó suerte.
El sábado 18 de octubre me condujeron a Tesalónica. Los dos jóvenes policías que me acompañaban ni se molestaban en esposarme. Sabían que estaba muy contento de estar preso.
Por la ventanilla del ómnibus miré el accidentado campo griego.
Libre. Soy libre.
Agradecía a los antiguos dioses de las montañas y a los dioses del infinito cielo azul. Dulce Jesús, seré tu amigo.
Al atardecer me dejaron en la comisaría de Tesalónica. Me permitieron llamar al consulado norteamericano. Un agradable joven Jim Murray, vino a verme en seguida.
Jim venía con los brazos cargados. Traía una caja de pollo frito, unas manzanas, unos bollos de avena y varias latas de budín.
También había ejemplares del International Herald Tribune, unas revistas Time y un ejemplar de Hurriyet, uno de los periódicos turcos. Allí en la primera página, había un ridículo dibujo a todo color que me representaba. El dibujante me retrató como un fiero hombre musculoso y de pecho descubierto que cortaba la cuerda de un chinchorro con un largo cuchillo. Era algo típico del periodismo turco.
Jim también me dio una chaqueta gruesa, calcetines y un par de zapatillas viejas. Eran sus propias ropas. Me informó que ya se había comunicado con el departamento de Estado. Ellos informarían a mis padres. ¡Gracias a Dios! Sabía lo duro que habían sido para ellos los últimos cinco años. Las dos últimas semanas debieron ser las peores.
Los griegos me informaron que podría marcharme tan pronto como mi pasaporte estuviera listo. Jim creía que sería el lunes. Le pedí que llamara a mis padres.
—Diles que los amo —le indiqué.
—Claro. Necesitarás dinero. ¿Les pido que lo envíen?
—Sí, por favor.
—¿Cuánto?
—Lo necesario para llegar a casa.
Fui escoltado escaleras abajo por dos policías que me dejaron en una celda. Era de cuatro metros por cuatro, con un pequeño lavabo y un baño en un extremo. No estaba muy limpia, creo. A menos que se la comparara con una celda turca. Contra la pared había dos angostas plataformas de madera. Los carceleros me dieron tres mantas delgadas y cerraron la puerta. Yo estaba en éxtasis. Pronto sería libre. Mis padres se enterarían en seguida que estaba en libertad.
En dos días más estaría en un avión. Comí el pollo frito.
Pasaron dos días. Estaba solo en la celda. No parecía haber otro recluso. Algunos de los policías griegos hablaban turco y conversábamos en ese idioma. Cuando les conté mi historia completa, todos se hicieron amigos míos. Todo el que fuera enemigo de los turcos era amigo de los griegos.
El lunes 20 de octubre fui al consulado norteamericano con mi escolta policial. Papá había enviado 2000 dólares. Mi pasaporte estaba listo.
Jim llamó por teléfono a la agencia de viajes de la acera de enfrente.
—¿Cuándo quieres partir? —me preguntó.
—¿Cuál es el primer vuelo?
—Francfort. A las seis de la tarde.
—Tomaré ese avión.
Aparté el importe del viaje. Un ayudante fue a buscar el pasaje mientras Jim pedía una comunicación para mí con la lejana Long Island y con una casita sobre la que pesaban dos hipotecas.
—¿Papá?
—¿Willie? ¡Willie! ¿Cómo estás, muchacho?
—Muy bien, papá. ¡Lo conseguí! ¡Lo conseguí!
—Seguro. —La alegría lo sofocaba—. Aquí está tu madre.
Por primera vez en cinco años oí la voz de mamá. Mi corazón parecía a punto de estallar.
—¡Mamá!
—Billy, qué bueno es escuchar tu voz. Estuvimos tan preocupados por ti.
—Ya puedes tranquilizarte, mamá. Todo ha terminado.
—Oh, Billy, me siento tan feliz que no puedo hablar.
Reí.
—No es necesario que hables, mamá. Te siento muy cerca a pesar de la distancia. Te eché mucho de menos.
—¿Cuándo llegas?
—Lo antes posible. Debo asearme primero. Y dormir. Estoy realmente sucio y cansado.
—Bueno, ten cuidado. Vuelve sin problemas.
—Desde aquí todo es cuesta abajo, mamá. Saluda a todos de mi parte. ¿Quieres llamar a Lilly para avisarle que estoy bien? Te veo pronto.
—Muy bien. Aquí está tu padre que quiere hablarte. Te quiero mucho.
—¿Willy?
—Sí, papá.
—¿Cuáles son tus planes? Los periodistas de la prensa y la televisión me llaman a cada rato. Desean saber cuándo vas a llegar.
Me asaltó un temor repentino. No sabía si estaba preparado para todo eso. ¿Cómo sería Nueva York después de todos esos años? Ahora era diferente. Sabía que quedaría sorprendido.
—Papá, acabo de adquirir un pasaje para Francfort. Necesito un par de días para volver a la vida, para preparar el ánimo para el encuentro con mamá… y con todos.
—Claro, Willie. ¿Cuándo crees que llegarás a casa?
—Pronto. Tal vez el viernes.
—Muy bien. Avísame. Ten cuidado, amiguito. Aún no estás en casa.
—Tendré cuidado, papá. Te llamaré para avisarte el día de llegada.
Hubo un silencio.
—¿Papá?
—Sí, Willie.
—Gracias…
La policía se negó a dejarme en libertad hasta que subiera al avión.
Volvimos a la cárcel a esperar el vuelo. Luego marchamos al aeropuerto, a donde llegamos a las 5.30. El empleado de la aduana selló rápidamente mi pasaporte.
—William Hayes, —me llamó una suave voz por el altavoz—. Llamada telefónica. William Hayes. Llamada telefónica.
¿Una llamada? ¿Para mí?
Era Jim Murray.
—Billy, el Departamento de Estado acaba de informarme que Alemania Occidental tiene un tratado de extradición con Turquía. La policía puede estar esperándote en el aeropuerto de Francfort.
—¡Dios mío!… ¿Qué piensas que debo hacer?
—Billy, quédate una noche más. Te conseguiremos un vuelo directo mañana, Atenas-Nueva York.
Pero una noche más significaba una noche más en la cárcel. No, no podía soportarlo después de cinco años. Me sentía lleno de ímpetu y no deseaba perderlo.
—¿Tengo que quedarme?
—Supongo que si no pasas por la aduana de Francfort no tendrás problemas.
—Bien, tendré cuidado.
El avión se elevó en el aire. No miré hacia abajo.
Cuando aterrizamos en Francfort me quedé en la zona de tránsito para evitar la aduana. Allí había un mostrador donde se ocupaban de pasajes. Pregunté por el primer vuelo con destino al oeste. Amsterdam.
¡Perfecto! Tenía gratos recuerdos de Amsterdam. El avión partía en cuarenta minutos.
En un kiosco de periódicos y revistas compré un ejemplar de Red.
De inmediato lo abrí por sus páginas centrales. Lo cerré con rapidez y luego miré otra vez. Había habido muchísimos cambios en cinco años.
Me llevaría tiempo acostumbrarme.
En Amsterdam un funcionario de la aduana de largos cabellos cerró mi pasaporte y me dejó pasar. Tomé un ómnibus que iba al centro de la ciudad. Como cualquier otro hombre libre.
Encontré un pequeño hotel cerca de un canal. Reservé una habitación y luego llamé a mi casa. Le dije a mamá que llegaría el viernes a Nueva York. Papá me avisó que habría una conferencia de prensa en el aeropuerto.
Fui al bar. Había gente que reía y bebía cerveza. Del tocadiscos automático surgían acentos de un saxofón. También la música había cambiado mucho. Una bonita joven me trajo una cerveza. ¡Ah, la vida!
Tan dulce. Fui al restaurante del hotel y comí dos helados de frutilla.
Volví a mi cuarto y me di una larga ducha caliente. De mi cuerpo se desprendieron cinco años de suciedad que se fueron por el desagüe.
Me deslicé exhausto entre las sábanas limpias y frescas de la cama. Me quedé pensando en esos años. Parecía un extraño sueño. Ya estaba más allá de todo eso. Me sentía muy bien y muy agradecido. La vida estaba frente a mí y se extendía sin límites…
Me dormí apaciblemente.
Hacia las tres de la mañana desperté de pronto. Me reía con fuerza.