XXIV

Aturdido, mortalmente cansado, desconcertado, salí a la calle. ¿Johann en Afganistán? ¿Por qué? ¿Por qué ahora, cuando lo necesitaba tanto?

Caminé por las calles durante media hora antes de recordar que debía ocultarme. Entré a una farmacia y compré un tubo de tintura negra para cabello. Me encontraba en el barrio de los prostíbulos. Del otro lado de la calle había un hotel miserable. Entré.

—Necesito una habitación —le pedí en turco a un empleado turco de rostro cubierto de granos.

Me miró de arriba a abajo.

—¿Dónde está su equipaje?

—Me lo robaron.

—¿El pasaporte?

—También me lo robaron. Con el equipaje.

Sus ojos se entrecerraron.

—¿Habla turco?

—Sí. Estuve un tiempo en la cárcel. ¿Tamam?

Tamam. Cincuenta liras por la habitación.

Iba a protestar. Diez liras serían demasiadas para ese agujero. Pero pagué. El empleado sonrió y me dio la llave.

Tenía que subir dos tramos de una escalera desvencijada para llegar a la habitación. Era el paraíso de las cucarachas. Saqué el tubo de tintura del bolsillo. Era una pasta viscosa, según las instrucciones, había que mezclarla con cuatro bolitas blancas que olían a amoníaco y luego esparcir una pequeña cantidad sobre la parte interior de la muñeca. Se suponía que debía esperar veinticuatro horas para ver si producía alguna reacción alérgica. No tenía tiempo para eso.

Con un trozo de algodón pasé la pasta sobre mi cabello y mi bigote.

Las manos me temblaban de debilidad. Una y otra vez me manché la cara. Retrocedí y me estudié en el espejo. El pelo parecía extraño pero pasable para Estambul. El bigote, en cambio, se veía como una negra masa pegada al labio superior. Había que eliminarlo.

Muy nervioso, salí del hotel y volví a la calle llena de gente. Encontré una tienda y compré una maquinita y una hoja de afeitar.

En un instante desapareció el bigote. Ahora mi cara estaba de verdad desnuda. La piel de mi labio superior tenía una marca negra en el lugar donde había estado el bigote. El aspecto era peor que nunca.

Me tiré en la cama y respiré con esfuerzo. El sueño me venció, pero por poco tiempo. Cada pisada en las escaleras, cada ruido sospechoso de la calle, me hacían despertar aterrorizado. Miré por la ventana posterior.

Había otras escaleras desvencijadas que llevaban a un angosto callejón.

Peligroso pero posible. Volví a acostarme y después de un buen rato me dormí de nuevo.

Por la mañana estudié mis mapas con gran atención. Traté de recordar las innumerables charlas sobre fugas de la cárcel. La ruta más importante que salía del oeste de Estambul llevaba a Edirne. No me convenía. Era el principal cruce de fronteras y estaba muy vigilada. No tenía pasaporte y con seguridad los guardias aduaneros ya tendrían mi descripción.

Hacia el sur de Edirne estaba Uzun Kopru. Una posibilidad. Max siempre hablaba del campo de esa zona. En ciertos lugares era desértico y salvaje. El río Maritas descendía de las montañas de Bulgaria y formaba el límite entre Turquía y Grecia. Estaba vigilado, pero no tanto como Edirne.

Otra posibilidad era el tren que iba de Edirne a Uzun Kopru. El que cruzaba el río y por un tramo circulaba dentro de Grecia. Pero probablemente no me alcanzaría el dinero para el pasaje. Además, la estación de tren era demasiado peligrosa. Por otra parte, ¿cómo sabría dónde debía saltar del tren?

Decidí coger un ómnibus hasta Uzun Kopru. Desde allí encontraría alguna manera de cruzar la frontera.

Mi hotel estaba situado en una colina empinada, cerca del puerto. Del otro lado del puente Galate, más allá del Cuerno de Oro, había una estación de tranvías. Supuse que desde allí podría llegar a la estación de ómnibus de las afueras de la ciudad de Estambul.

Eran casi las siete de una mañana clara y brillante. Las calles estaban demasiado concurridas para esa hora. Compré un periódico y me filtré entre un grupo de gente que atravesaba el puente. Mi ropa estaba sucia. Tenía los ojos enrojecidos. Mi pelo era negro. La piel del labio superior estaba roja e irritada donde me había intentado quitar la tintura. Sabía que olía a transpiración y a mar. Por primera vez en cinco años debí haber parecido un verdadero turco. Esperaba que así fuera.

Encontré el tranvía. Los policías patrullaban con ritmo normal. Si me buscaban buscarían a un rubio de bigote. Lo sabía, pero temblaba de pensar que fácilmente podían capturarme. Me propuse tener mucho cuidado. Me senté en el tranvía y levanté el periódico para ocultarme.

Revisé todas las páginas para ver si había alguna noticia sobre mi desaparición. Por suerte no encontré nada. Lo último que necesitaba era que todo el país estuviese alertado de que un convicto peligroso que se había fugado estaba entre ellos.

La estación terminal de autobús estaba atestada de gente.

¿Qué ocurría? La gente estaba apiñada en el polvoriento lugar y se afanaba por subir a los ruidosos ómnibus ¡Pero era tan temprano!

Le compré una manzana al hombre que las vendía y me senté a comerla bajo un árbol en la vereda de enfrente de la estación. Tenía que descubrir qué ocurría. Volví a revisar el periódico. Entonces comprendí. Era el primer día de Sugar Bayram, una festividad de cuatro días que seguía al ayuno musulmán de treinta días. Era la fiesta más importante del año. Todo el mundo se visitaba con sus parientes y amigos. Era como viajar en vísperas de Navidad.

Caminé por entre los grupos y volví a la estación. Me encontré al final de una gran fila de personas que esperaba turno para comprar sus pasajes. Cuando llegué a la ventanilla, el hombre me informó que el ómnibus a Uzun Kopru estaba completo.

—Pago lo que sea —insistí—. Consígame un lugar.

Levantó la mirada con fastidio.

—¡Está completo! —exclamó.

Cuidado. No había que llamar la atención.

—Está bien. Un pasaje a Edirne, por favor.

Pagué. El hombre selló el billete y señaló con la mano. El ómnibus estaba por partir. Subí y encontré un asiento junto a una campesina gorda que olía a ajo.

¿Qué iba a hacer ahora? No podía arriesgarme a cruzar en Edirne.

Cuando el ómnibus salió de la estación, miré mi mapa. Edirne estaba a sesenta y cinco kilómetros al norte de Uzun Kopru. El suelo parecía accidentado. Tal vez pudiese cruzar en algún punto intermedio. Divisé la línea del ferrocarril, donde corría entre Turquía y Grecia. Era un terreno peligroso. Las innumerables guerras entre las dos naciones habían hecho que la frontera se moviese de un lado para otro. El pequeño mapa era malo. En muchos lugares el río Maritas parecía formar el límite, pero en otros daba la impresión de que Turquía se extendía hasta mucho más allá del agua.

Aunque la mañana de octubre era fresca, pronto el interior del ómnibus se tornó caluroso y hediondo. El vehículo se sacudía como una diligencia por las carreteras campesinas. Traté de relajarme pero fue inútil, mis nervios estaban demasiado tensos. Cada vez que el ómnibus aminoraba su marcha, temía que los soldados lo hubieran hecho detener. Tenía que esperar hasta encontrarme en Grecia para tranquilizarme. Cerré los ojos y pensé en un baño caliente. Sería tan agradable quitarme cinco años de suciedad en una bañera llena de agua limpia y humeante.

Desperté de repente. Algo ocurría. El ómnibus se había detenido de pronto. Me incliné hacia adelante para ver. ¡Dios mío! En la carretera había un policía con un brazo extendido que obligaba al chofer a detenerse. Eché una rápida mirada a mi alrededor. Había una sola puerta. Estaba atrapado. ¡Tenía que pensar, pensar!

La puerta se abrió con un golpe y el policía subió de un salto. Paseó su mirada por el rostro de los pasajeros. Hice como que leía el periódico y observé por el rabillo del ojo. El cuerpo robusto del policía bloqueaba la puerta. Si se quería salir había que empujarlo.

El policía le pidió al chofer sus papeles. Los revisó con atención. Otra mirada a los pasajeros y se marchó.

Solté un silencioso suspiro. Están buscándome a mí, supuse. Están sobre mi pista. Pero no han informado a los periódicos. Tal vez la policía lo prefería así.

Sobre la línea del horizonte había oscuras nubes de tormenta.

Deseaba que continuaran. No sabía qué me esperaba en la frontera, pero suponía que una tormenta podía ayudarme, como había ocurrido antes.

El ómnibus llegó a Edirne hacia el medio día. Era una aldea que había crecido, atestada de gente, sucia. Decidí esperar hasta la tarde para ir hacia el sur. Intentaría cruzar la frontera por la noche. Entretanto me perdería entre la multitud de gente que estaba de fiesta.

Caminé por calles en las que abundaban los policías, quienes charlaban y reían. Bebí té y compré fruta en un bazar cubierto. En circunstancias distintas, me habría divertido. Max me había hablado mucho de Edirne. Hacía mucho tiempo, cuando pertenecía a los griegos, se había llamado Adrianópolis. Cómo deseé que todavía perteneciera a los griegos. Desde algunos lugares de la ciudad alcancé a divisar ciertas elevaciones lejanas que con seguridad pertenecerían a Grecia. La libertad estaba a la vista. Sólo tenía que llegar allí.

Por todas partes había soldados y policías. No podía hacer otra cosa que seguir andando, con la esperanza de que mi pelo negro y mi suerte me protegieran.

Una vez avanzada la tarde me dispuse a actuar. Caminé con cuidado por el bazar y busqué un chofer de taxi que pareciera confiable.

Encontré uno joven, de pelo largo.

—Mis amigos están acampando —le mentí—. Están al sur de la ciudad. Tenía que encontrarme aquí con ellos esta mañana, pero parece que nos hemos perdido entre tanta gente. ¿Me puede llevar?

—Cuarenta liras —replicó.

Era demasiado dinero para ese viaje, pero me quedaban cien liras y no era el momento de regatear.

—Bien.

Salimos de la ciudad por una ruta de tierra polvorienta.

—¿Dónde aprendió a hablar turco? —me preguntó.

De manera que mi disfraz no lo había engañado.

—Estuve veinte meses en una cárcel de Estambul.

—¿Hash?

—Sí.

—¿Quiere comprar un poco? ¿Barato?

¡Oh, no! Así había empezado todo. Si había algo que no necesitaba, era hashish.

Llegamos a un pequeño pueblo que estaba a unos quince kilómetros al sur de Edirne. Según mi mapa, era el último pueblo hasta las afueras de Uzun Kopru. Al sur de ese villorrio había una gran extensión de tierra salvaje a ambos lados del río. Tierra fronteriza.

El chofer aminoró la marcha cuando vio algunas personas junto a la ruta.

—¿Dónde está el campamento? —les preguntó.

La gente lo miraba asombrada.

—¿El campamento?

Se encogieron de hombros.

Seguimos hasta una pequeña taberna. El chofer detuvo el coche y les gritó a unos hombres que estaban sentados fuera.

—¿Alguien vio a unos turistas en camión?

Para mi gran sorpresa, tres policías se acercaron al coche con paso lento. Llevaban el cuello de la camisa abierto y en la mano sostenían vasos de cerveza. Uno de ellos se apoyó en la ventanilla abierta, junto a mi cabeza. Alcanzaba a percibir el olor a cerveza de su aliento.

No respiré.

¿Noldu? —preguntó el policía al chofer.

—¿Han visto a unos turistas en un camión?

El policía retiró la cabeza de la ventanilla y miró el camino. Tomó un sorbo de cerveza y miró en la otra dirección. Por último sacudió la cabeza.

Toqué el codo del chofer para que siguiera.

—Turistas —gritó por la ventanilla—. Kamper. Volkswagen.

El policía se encogió de hombros.

Otra vez toqué al chofer con el codo, urgiéndolo a seguir.

Finalmente los policías se fastidiaron y volvieron al bar. Suspiré.

Seguimos viaje.

En el extremo sur del pueblo, hasta el camino de tierra desaparecía.

—No puedo avanzar más —comentó el chofer.

—Creo que mis amigos deben estar un poco más allá.

—Voy a destrozar el coche.

—Un poquito más allá del pueblo. Un poco más adelante. Le pagaré extra.

Murmuró algo entre dientes, pero puso el coche en movimiento.

Pronto nos encontramos en medio de un campo. El chofer detuvo el coche.

—No puedo avanzar más. Debemos regresar.

—Déjeme dar una ojeada. —Salí del taxi y trepé a la deteriorada cubierta del motor. Miré a la izquierda, al sol que se ponía. Necesitaba orientarme. El horizonte estaba cubierto de lomas ondulantes y bosques. Muy cerca debía estar el río.

Salté al suelo.

—Escuche, vuelva usted. Yo voy a buscar a mis amigos.

—No puedo dejarlo aquí. ¿Qué le pasa? Se está haciendo de noche. No los va a encontrar.

—No se preocupe. Los encontraré. Sé dónde están.

—¿Está loco? Se va a perder ahí. Se encontrará solo y… —Calló.

Había hecho ondular un billete de 100 liras ante su rostro.

Se encogió de hombros. Cogió el dinero y dio la vuelta con el automóvil.

—Buena suerte.

Se marchó.

Rápidamente crucé el campo arado y me escondí entre unos maizales secos. Esperé que llegara la noche.

A mi izquierda había visto una colina más alta que las otras. Esa sería mi primera meta. En los campos que se extendían a mi derecha podía ver ovejas y a un par de pastores que conducían al rebaño de regreso al pueblo. Las campanitas repicaban con ritmo suave y perezoso. El sonido se desplazaba con facilidad en el claro crepúsculo de otoño.

Tendría que tratar de no hacer ruido.

Me picaron los mosquitos. Traté de alejarlos, pero eran demasiados. Me picaban incluso a través de la ropa. Por último cerré los ojos y los ignoré.

Esperaba que fuese la última vez que los mosquitos turcos se alimentaran con mi sangre. Traté de pensar en Lillian.

La oscuridad se hizo total. Sobre la gran colina vi unas luces que se movían en una y otra dirección. ¡Guardias de frontera!

Salí de mi escondite. El suelo era muy rocoso. Resultaba difícil moverse con rapidez. Fui caminando con cuidado. Me detenía a cada momento para escuchar.

Una media hora después me detuve. La marcha resultaba muy lenta.

Había cubierto… no sé cuánto… pero no mucho. Pensé que haría menos ruido si andaba descalzo. Me senté al pie de un árbol nudoso y me quité las zapatillas y los calcetines. Cavé un pozo poco profundo y las enterré. Si los guardias utilizaban perros, no deseaba dejar huellas.

Fui trepando lentamente de costado por la ladera de la gran colina.

Como los alpinistas, probé mi equilibrio antes de apoyar mi peso.

Aunque era lento, resultaba agotador. Pronto mi cuerpo estuvo bañado en sudor. Temblé cuando el aire de la noche se tornó frío. A cada momento me detenía a escuchar.

Ahora veía desde más cerca las luces de las linternas en la cresta de la colina. Las observé pero no descubrí ningún movimiento regular. A veces los guardias las apagaban y caminaban en la oscuridad. Después volvían a encenderlas. Me pregunté si todo eso era normal o sería que habían reforzado la vigilancia.

Cuando casi había llegado a la cima encontré una zanja de desagüe, de cemento. Lentamente me metí en ella. Mis pies tocaron barro, que resultó un alivio. Descansé bien apretado contra el barro. Un instante después el aire que me rodeaba se pobló de alegres ruidos. ¡Eran ranas!

Esperé varios minutos en la oscuridad, feliz de estar oculto. Lenta y silenciosamente empecé a trepar para salir de la zanja.

¡Un ruido! ¡Pisadas! Me deslicé otra vez dentro de la zanja y me acurruqué. Metí mi cabeza entre las rodillas.

Trataba de ocultar el color claro de mi rostro. Puse la mente en blanco. Estaba inmóvil, como una piedra sobre el suelo.

Las pisadas se acercaban. Voces. ¿Cantaban? Dos guardias pasaron lentamente junto al borde de la zanja.

Cantaban una canción turca. Sus voces eran profundas y lentas.

Estaban con espíritu festivo. Siguieron hasta la cima de la colina. Esperé hasta que las ranas volvieron a croar.

Rápidamente salí de la zanja. Corrí agachado hacia la cima y empecé a descender por la ladera. No había tiempo para andar de puntillas. Ya no había tiempo para detenerse a escuchar. Corrí unos doscientos metros y luego me tiré al suelo boca abajo. Traté de percibir ruidos de persecución. No se oía nada. Nada más que el precipitado latir de mi corazón asustado.

No había viento. Mi cuerpo se relajó un momento pero en seguida se puso tenso. ¿Eran otras voces las que se oían a la izquierda? No podía estar seguro.

Pasando rápidamente sobre grupos de arbustos achaparrados y pequeñas zanjas formadas por la erosión, bajé la cuesta de la colina.

Mis pies descalzos estaban lastimados, pero ahora eso no tenía importancia. Fui hacia la derecha, para alejarme de las voces. Hallé un grupo de árboles. ¡Dónde está el río! Debía de estar muy cerca.

A través de la oscuridad que producían las ramas de los árboles, divisé un poco de luz; era el reflejo de un metal. ¿Qué era eso? Con cuidado aparté las ramas. ¡Dios mío! Ahí estaba, grueso y largo, el cañón de un tanque. Parecía un animal hambriento agazapado en las sombras.

Luego vi otros. Pero todos estaban silenciosos, sin hombres. Estaban camuflados con redes entre los bosques y apuntaban hacia Grecia. No era ahí donde yo deseaba estar. Donde hay tanques tiene que haber soldados. De puntillas una vez más, seguí con cuidado a través del bosque. Ahora torcí a la izquierda para alejarme de los tanques. El bosque se hizo más denso. Hasta la luz del cielo había desaparecido.

Una rama me golpeó el rostro. Mantuve una mano frente a la cara para protegerme.

Caminé hasta el pie de la colina. Por último el bosque se volvió menos denso. El suelo se tornó húmedo. Después de cada paso me detenía a escuchar. ¿Voces? ¿Movimiento? No podía estar seguro. Pero debía hacerlo ahora. Estaba tan cerca. Luego oí… ¿Podía ser?… Sí.

El suave gorgoteo del agua. Entré en un pantano. De pronto los arbustos desaparecieron y frente a mí vi pasar con ímpetu las aguas de lo que estaba seguro que debía ser el río Maritas. Me senté a la orilla para descansar un momento antes de empezar a nadar. La corriente parecía fuerte. Me dolían los pies. En la oscuridad traté de quitarme las espinas que me molestaban.

Luego me sumergí en el agua helada. Mis pies se hundían en el lecho fangoso. El agua fluía con intensidad a mi alrededor y me costó mantener el equilibrio. El frío era paralizante. Me moví con mucha lentitud y traté por todos los medios de no hacer ruido. Podía haber soldados también del otro lado. Turcos o griegos. La nacionalidad de las balas no tenía ninguna importancia.

El agua me llegó hasta la cintura y de repente descendió. Había llegado a la margen opuesta. Ya todo había terminado. Estaba en Grecia. ¿Era Grecia?

Las copas de los árboles impedían ver el cielo. Todavía con mucha cautela avancé otros diez metros entre los árboles y encontré más agua. ¿Qué era eso?

A la luz débil pude ver que el agua se extendía por varios cientos de metros. Entonces comprendí que había cruzado una pequeña isla. Aún no estaba en Grecia.

La libertad estaba demasiado cerca para descansar. Me zambullí. El río aquí era más profundo y la corriente más fuerte. Nadé con energía.

La corriente me arrastraba. Luché frenéticamente para mantener mi rumbo.

Mi cuerpo olvidó su agotamiento. Mis brazos se esforzaban contra la corriente. Mis pies golpeaban con furia el agua helada. Ya no había tiempo para preocuparse por el ruido. Se trataba de sobrevivir. Al diablo con el ruido. Nadaba con toda la energía posible.

Nadé con toda la fuerza de mis brazos y piernas para atravesar la corriente, sin siquiera tener idea de cuánto estaba avanzando. Me preguntaba si estaría en movimiento o si el río me tendría atrapado. De pronto una de mis rodillas golpeó contra una roca. El lecho. Me incorporé y me abracé a mí mismo para hacer frente a la atracción del agua. Miré hacia atrás. La isla había desaparecido. El río me había desviado bastante hacia el sur. No tenía idea de donde estaría la frontera.

Vadeé hacia la ribera. Me tiré sobre el fango viscoso. Me moría de frío y estaba muy asustado. Pero había cruzado el río.

Estuve tendido en la ribera por varios minutos. No sé cuánto tiempo.

Tal vez me desmayé. De repente me senté, comprendiendo que aún no era libre. Tal vez estuviese en Grecia, tal vez no. Pero esa frontera era un peligro. No quería que me apresara ningún soldado. Debía seguir marchando. Hacia la izquierda.

Más bosques. Ahora caminaba dormido. Eran tres días completos sin dormir con la sola excepción de una noche de sueño intermitente en el hotel de Estambul. Tenía hambre, frío, estaba mojado, confuso. Los bosques se tornaron más densos. En mis pies descalzos se clavaban ramitas. Luego los árboles se convirtieron en campos cultivados. Mi dolorida mano derecha latía. Mi corazón se sobresaltaba ante cientos de ruidos, no sabía si reales o imaginados.

Seguí hacia la izquierda.

A mis espaldas, el cielo mostraba hacia el este débiles señales del amanecer. Di con un camino de tierra. Distinguía apenas una casa, oscura contra el fondo negro de los árboles. De repente salieron perros que me ladraban. Avancé rápidamente por el camino hasta que los perros dejaron de seguirme.

Debía abandonar ese camino, reflexioné. Era peligroso. Pero la tierra suave era un placer para mis castigados pies. Un poquito más, después volvería al campo abierto.

La cabeza me latía. Sólo avanzaba por inercia. No podía detenerme ahora. Conseguí obligar a mis pies a que siguieran andando por el camino. Las ropas sucias se me pegaban al cuerpo. Temblaba y tosía.

Frente a mí había una línea de árboles oscuros, a cada lado del camino. Mis pies marcharon hacia ellos. ¿Qué era eso que estaba en las sombras? Parecía un retrete. ¿Estaría tan agotado como para ver visiones?

Entré en el túnel de árboles.

De repente una bayoneta siseó frente a mi cara y se detuvo a centímetros de mi nariz.

Una voz aguda gruñó:

—¿Juuu?