XXIII

8 de septiembre de 1975

Papá:

No sé si ésta será la última carta que te escriba. Espero día a día que se den ciertos factores climáticos con los que se completará el plan que me he trazado. Te lo explicaré un poco mejor: como ya lo hemos hablado antes, existen ciertas ventajas en el hecho de mantener simultáneamente en movimiento tantos trenes como sea posible. Por el carril del centro, con velocidad indefinida, va ese tren del traslado. Las circunstancias siempre lo desvían de su trayecto. Es decir, por dos años ha estado traqueteando. Tal vez llegue a su destino uno de estos días. Pero ahora está ese tren que he estado observando aquí, en el carril más alejado y que no puede seguir en movimiento mucho tiempo sin que el frío del invierno lo bloquee. Y la primavera está demasiado lejana después de cinco años. Sé que no podrás comprenderlo y con seguridad no estarás de acuerdo con la lógica de tres seguros contra trece posibilidades. No creas que no he considerado la angustia de los seres queridos, heridos por el descarrilamiento. Lo he pensado. Pero tengo que ponerme en marcha… para poder coger ese tren. No te angusties ni escribas cartas para convencerme de lo contrario. Estoy en la estación, esperando, como tú.

Besos a mamá, a ti y a todos,

Billy

Por la noche, después del trabajo, corrí al dormitorio a hacer preparativos, mientras los otros reclusos iban a comer. Me puse ropas oscuras: pantalón vaquero, las zapatillas que había teñido para mi fuga por la ventana con Harvey Bell. Tomé mi valioso mapa de Turquía, ya roto de tanto manoseo, y lo envolví con papel encerado.

Luego lo guardé en mi bolsa de cuero, junto con mi libreta de direcciones. Conté el poco dinero que me quedaba y maldije a Joey que se había llevado casi todo. Ahora sólo tenía unos cuarenta dólares en liras turcas. Puse el dinero en mi billetera y ésta en la bolsa. Aseguré la bolsa a mi lado y me puse el suéter azul marino de cuello alto.

Fui hasta la ventana y miré a ambos lados para asegurarme que no venía nadie. Tenía terror de que me sorprendieran con el cuchillo.

Tener un arma era un delito muy grave. Lo había robado en la fábrica de conservas. Era corto y puntiagudo, del tipo que se usa para pelar fruta, y su mango de madera estaba deteriorado, apenas sostenido por gastados tornillos. Lo había escondido debajo de una piedra en la huerta y el día antes lo había llevado a mi cama. Todas las noches, durante el sueño, tuve conciencia de que debajo del colchón estaba oculto ese cuchillo prohibido. Al fin lo envolví en papel y lo coloqué en el bolsillo de mis pantalones. Luego me puse mi sombrero de la buena suerte.

No podía sentarme simplemente en el muelle a esperar que apareciera una lancha. El plan era éste: sobre una leve colina junto al puerto estaba el área donde se procesaba la pasta de tomate. Se utilizaban cinco grandes depósitos de cemento para almacenar la pasta.

Sabía, por haber trabajado allí, que el depósito del extremo estaba vacío y que podía ocultarme en él cada noche cuando el tiempo pareciera apropiado. Desde allí me sería posible vigilar el puerto sin que me vieran los guardias de la patrulla. Más tarde o más temprano otra tormenta estallaría sobre el Mármara y aparecerían las lanchas.

Esperé hasta que oscureció. Luego di un paseo por uno de los senderos. Eso era normal. Un preso más que salía a gozar de la naturaleza. Mi camino me llevó hacia los depósitos de pasta de tomate.

Miré a mi alrededor, revisé el depósito vacío y luego entré de un salto.

Estaba frío y oscuro. Me acurruqué en el fondo. Sobre mi cabeza, el cielo iba adquiriendo una tonalidad cada vez más oscura. A veces observaba el puerto, en realidad sin esperanzas de ver lanchas. Pero esperaba.

Oí pasos, era el rítmico andar de un guardia. Me quedé inmóvil. Si se le ocurría mirar dentro, ¿qué podía decirle? Pensé en el cuchillo. Recé para que no se detuviera. Pasó de largo.

Esperé sin moverme hasta las 9.45. Esa noche no sería. Salté del depósito y me apresuré a volver al dormitorio antes del toque de queda. Nadie nos contaba hasta por la mañana, pero no deseaba correr riesgos.

Observé y esperé toda una semana. Fueron días cálidos seguidos por noches serenas.

El 2 de octubre, me desperté con el ruido del viento y la lluvia que golpeaban contra la ventana del dormitorio. Miré el cielo gris y mi corazón empezó a latir de prisa. Supe que ése era el día. Trabajé frenéticamente hasta la hora del almuerzo y luego corrí hacia el puerto. Una media docena de lanchas pesqueras habían echado el ancla. ¡Otras se iban acercando! Sólo bastaba que la tormenta siguiera hasta después del anochecer.

Trabajé menos esa tarde, tratando de ahorrar mi energía para lo que esperaba que fuese toda una noche remando. A las 5.30 los guardias consideraron terminada nuestra jornada. La lluvia había cesado, pero el cielo se veía oscuro y bajo, y el viento era fuerte. Corrí hacia el puerto.

El mar estaba agitado. Había lanchas por todas partes. Fui a prepararme.

Cuando la oscuridad cubrió la isla de Imrali, trepé al depósito de pasta de tomate. Mi corazón latía con fuerza a causa de la ansiedad. Un reflector de la cárcel iluminaba el área como era habitual. Pero ahora yo conocía el recorrido de su haz. En la pared del depósito se formaban extraños dibujos cada vez que el haz pasaba por encima.

Había luces en las lanchas que estaban en el puerto oscuro.

Quería esperar hasta después del toque de queda. Entonces podría estar seguro de que no habría otros presos allí cerca. Me acuclillé y esperé. Nadaría hasta la lancha pesquera más alejada y desataría el chinchorro. Luego remaría hacia la costa asiática.

El tiempo transcurría lentamente. Tenía ganas de orinar, me arrastré hacia un extremo alejado del depósito. La orina se mezcló con los charcos de lluvia, luego empezó a correr por el suelo y se acumuló en el rincón donde yo había estado acuclillado. Si cambiaba de posición estaría más expuesto a la patrulla. De modo que me acuclillé sobre el líquido. El olor casi no me molestó.

Ahora el tiempo se hizo lento. Tenía la sensación de estar esperando desde hacía días. En mi reloj vi que eran las ocho en punto. Traté de aflojar la tensión. Mis pensamientos volaron hacia todas las cosas que haría cuando estuviese en libertad. Pensé en Lillian, en mamá y papá Me imaginé caminando por la calle de una ciudad, cualquiera que fuese como un hombre libre. Estaba tan cerca. Debía conseguirlo.

¡Un ruido! Eran pisadas, pero no me atreví a respirar. Un guardia caminaba hacia las cabinas. Oí que se detenía junto al lugar donde yo me hallaba oculto. Una luz, anaranjada y brillante, apareció en lo alto, vaciló en el viento y desapareció. El guardia tosió y luego continuó su marcha.

Volvió a llover. Me empapé. El viento era glacial. Me acurruqué en el fondo del depósito y esperé.

Por fin mi reloj indicó las 10.30. Asomé la cabeza sobre la parte superior del depósito y escuché. Los ruidos de la tormenta llenaban la noche. Respiré profundamente un par de veces y elevé una pierna sobre el borde del depósito.

¿Qué era eso?

Con rapidez me dejé caer dentro del depósito. Me acurruqué contra la pared. Un perro ladró en la distancia. Pensé en la torre del guardia y en sus ametralladoras.

Esperé otros diez minutos mientras escuchaba. Una vez más asomé la cabeza por encima del depósito y miré a través de la intensa lluvia.

Luego levanté una pierna. Me pareció oír un ruido y volví a dejarme caer dentro, mientras temblaba de miedo.

Pensé que debía ser mi imaginación. Mis manos temblaban. Me pregunté si realmente tendría el valor suficiente para llevar a cabo el plan.

Por tercera vez reuní mi coraje. Respiré profundamente varias veces.

—Está bien —me dije—. Vamos.

El terreno que me separaba del puerto estaba cubierto con una mezcla de piedras rotas y pulpa de tomate podrido y la tierra fangosa estaba llena de charcos. El barro me fue cubriendo a medida que me arrastraba sobre el vientre. Ahora estaba expuesto a la luz del reflector. Cada vez que pasaba me hundía todo lo posible en el fango y permanecía inmóvil.

Fui avanzando lentamente. Ahora venía la parte difícil. Los primeros cincuenta metros de agua estaban frente a la torre de guardia; podía ver a un soldado que manejaba el reflector y a otro que se paseaba con una ametralladora. Me sentí agradecido por el ruido del viento y las olas, pero aún así debía tener cuidado.

Me hundí en el agua fría. Por encima de mí, el haz se deslizaba sobre el puerto. Empecé a alejarme de la costa. El corazón me latía con fuerza porque sabía que mi fuga, tanto tiempo soñada, había comenzado y ya no me podía volver atrás. Me la había jugado.

Nadé con lentitud, temeroso de hacer ruido. Las ropas mojadas me pesaban. Una ola me golpeó en la cara y me hizo tragar agua salada.

Reprimí la tos. El temor de que las balas traspasaran mi espalda me hizo poner tenso.

Nadé de frente para que sólo mi cabeza sobresaliera del agua.

Cuando ya no podía seguir nadando sin descansar, me detuve y miré hacia atrás. Las luces del puerto parecían lejanas. Adelante se veían los faroles movedizos, cada uno de los cuales indicaba una lancha pesquera.

Nadaría hasta la más apartada.

Luché contra la tormenta. Varias veces me detuve para controlar mi situación y aspirar aire. Luego me dirigí hacia la lancha pesquera más lejana.

Ahí estaba, con un pequeño chinchorro atado detrás. ¿Resistiría la travesía? Tenía que resistir.

Me icé sobre un lado del chinchorro. Ese esfuerzo consumió toda la fuerza que me quedaba. Exhausto, me dejé caer sobre las tablas mojadas del suelo. Estuve tendido así por varios minutos. Temblaba de frío y trataba de normalizar mi respiración. Luego levanté la cabeza lentamente hasta que pude ver sobre el costado del bote. Estudié la costa. Esperaba ver una lancha patrullera buscándome, pero no advertí que luz alguna me siguiese.

Un extremo del chinchorro estaba cubierto, de modo que ofrecía unos noventa centímetros de refugio. El resto estaba al aire por completo. Busqué los remos en la oscuridad y los encontré. Eran gruesos y pesados. De pronto se oyó el ruido de una ventana que se abría sobre mi cabeza. Me quedé seco. Más arriba de el lugar donde yo estaba, un pescador turco se aclaró la garganta y escupió al agua.

Mi corazón se detuvo.

La ventana volvió a rechinar sobre sus goznes y se cerró.

Lentamente me fui deslizando bajo la cubierta del bote. Me estremecí al sentir un charco de agua fría. Me ovillé todo lo posible pero mis piernas aún quedaban fuera. Deseaba salir de allí antes que el pescador volviera a abrir la ventana.

Miré la parte interior de la cubierta. Sobre mi cabeza alcancé a divisar un gran nudo, que correspondía al extremo de la cuerda que unía el chinchorro a la lancha. El nudo era grueso y apretado, difícil de deshacer. Busqué el cuchillo en mis pantalones, que estaban empapados y se adherían a mis piernas. Por fin lo encontré. La cuerda estaba mojada y era resistente. El cuchillo la cortaba con una lentitud angustiosa. Corté hasta que los músculos empezaron a dolerme y mis brazos y mi espalda se llagaron al rozar contra los listones del chinchorro. Necesitaba imperiosamente toser y el esfuerzo por contener los espasmos me destrozaba el pecho. Un frío húmedo se asentó en mis pulmones. Continué mi tarea con los dedos entumecidos. De pronto sólo quedaron unos pocos hilos por cortar. Me detuve una vez más y miré a mi alrededor. Escuché, respiré hondo y corté los últimos hilos.

El nudo cayó. El extremo cortado de la cuerda tembló y se elevó un par de centímetros por el agujero de la cubierta. Luego pasó todo por el orificio y desapareció.

¡El chinchorro estaba suelto!

Navegaba a la deriva. Tan silenciosamente como pude me arrastré hacia el centro del chinchorro y me ubiqué en el asiento. Miré hacia fuera. ¡Estaba derivando hacia la costa de la cárcel! Aferré los frenos y descubrí que no había dónde encajarlos, por lo menos el lugar no estaba a la vista. Ahora no había luz. Mi mano tocó algo de cuerda en el centro de un remo. Tenía forma de ocho. Comprendí que los agujeros debían encajar sobre algo. Palpé la borda y encontré cabillas en los lados del bote, en las que calzaban los agujeros de la cuerda de los remos.

Ahora me aniquilaba, con un susto mortal, porque el chinchorro no sólo derivaba hacia la costa sino también hacia el casco de otra lancha pesquera. Coloqué los remos en posición y empujé. Un remo no tocó el agua, el bote se sacudió y yo me deslicé del asiento. La segunda lancha pesquera se veía más grande. Me ubiqué otra vez en el centro del asiento y ajusté los remos hasta que noté que ambas hojas estaban en el ángulo justo. Luego volví a remar y la deriva se hizo más lenta para cesar en seguida. El bote comenzó a moverse en la otra dirección.

Resultaba duro remar. El mar picado me hacía sacudir. A menudo los remos no conseguían morder el agua. Debía cambiar mi posición con rapidez para evitar ser despedido del asiento mojado. Trabé mis pies en el fondo del chinchorro y después de varios minutos conseguí bogar con ritmo.

Ahora tenía que conducir con cuidado el chinchorro dentro de la bahía en forma de herradura. Había grandes rocas en la línea de rompiente y más lanchas pesqueras ancladas hacia el sur. Tenía que encontrar una ruta para el chinchorro, que eludiera ambos obstáculos.

La lluvia caía con fuerza, impulsada por el viento. Su violencia me atemorizaba. Pero la lluvia también me protegía.

Mis músculos estaban fortalecidos con los ejercicios de yoga y mi trabajo con las bolsas. Remaba con ahínco. Lentamente desapareció de la vista el extremo de la isla.

Observé las luces del puerto. Se reducían a un grupito en la oscuridad de la noche.

Debía seguir una ruta en línea con las luces y el borde de la isla. Si perdía de vista las luces, eso significaba que me había apartado.

Luché contra el viento para mantener el bote en línea.

La corriente era mucho más fuerte en mar abierto. Empujaba el chinchorro hacia la izquierda. Las olas lo golpeaban de costado. El viento me tiraba un rocío salado a los ojos. Muy pronto me sentí agotado. Las luces de la isla se habían convertido en un único punto cuando dejé de bogar y controlé mi posición. Detrás de mí, a través de la tormenta, estaba la parte continental de Turquía. A treinta kilómetros el sur.

Remé hasta que creí desmayarme. Volví a controlar la nave. ¿Veía luces en dirección de tierra? Miré otra vez y no vi ninguna. Seguí remando. Otra mirada: ¡luces! Tres pálidas luces. Pero estaban hacia un lado. El viento me desviaba de mi ruta.

Me invadió una oleada de autocompasión. Aflojé las manos. Uno de los remos dio con la corriente. Se zafó de la cabilla y casi se me escapa de la mano. Arrojé ambos remos al fondo del chinchorro. La pequeña embarcación quedó a merced de las olas.

¡Esto nunca iba a resultar! Podía llevarme días bogar hasta la costa si no me ahogaba antes. Empecé a sollozar. Me aseguré al asiento y me quedé quieto por un momento. El chinchorro se elevó sobre una oleada. Quedó suspendido por un instante y luego se deslizó por el otro extremo. Otra gran ola pasó debajo de mí. Una vez más el bote subió y bajó. Me sentí aterrado.

Pero era una extraña clase de temor. Podía morir ahí, en el mar abierto, pero al menos moriría libre. Sólo la palabra me daba nuevas fuerzas. ¡Libre! ¡Era libre! Las luces de Imrali se habían desvanecido a mis espaldas. Por primera vez en cinco largos años me hallaba más allá de los límites de la prisión. Mi corazón dio un brinco. ¡Era libre! Todo lo que necesitaba era seguir vivo. Terminar esa travesía en bote y apoyar mis pies en tierra firme.

Tomé los remos y reanudé la tarea. Trabajé furiosamente mientras devolvía el chinchorro a su ruta. Conseguí retomar el ritmo. Canté en voz alta mientras me esforzaba:

«Si me apresan…

Me castigarán…

Me matarán…

Si lo logro…

Soy libre…

Soy libre…

Soy libre…»

Había esperado cinco años ese momento. No iba a ceder ahora. ¡De ninguna manera!

La corriente me seguía arrastrando hacia el oeste. Remé con el brazo derecho redoblando la fuerza, en un intento por recuperar la ruta hacia las tres luces pálidas.

Canté, grité y maldije en turco y en inglés.

Pasaron las horas en una espera, oscura y húmeda. Me dolía la mano derecha donde, hacía tiempo, Hamid me había golpeado con la vara de falaka. Más tarde me dio un calambre. Tenía llagada la piel de ambas manos y el agua salada me hacía estremecer de dolor.

Dejé de remar y coloqué con cuidado los remos dentro del chinchorro.

Los dedos de mi mano derecha no respondían. Debí separarlos del remo con la mano izquierda. Tomé mi pañuelo empapado y lo envolví alrededor de ella. Apreté el nudo con los dientes.

Otra vez a bogar. Lo hice con firme determinación. Todo lo que importaba era seguir adelante, mantener el ritmo. Mi cuerpo ya no se quejó más, había superado el dolor. Gozaba con el movimiento. Era libre.

Las luces estaban más cerca. Lo lograría. Hasta el mar empezó a colaborar. La tormenta parecía amainar. Un primer asomo de luz azulada tiño el cielo hacia el este. Otra hora.

El remo rozó algo. Luego el fondo del chinchorro tocó arena. Una pequeña ola elevó el bote y lo hizo avanzar unos pocos centímetros más hasta que volvió a dejarlo caer. Me incliné hacia un lado y descubrí que habría unos treinta centímetros de agua. Corrí a la playa y me arrodillé.

Pero aún estaba en Turquía.

Mi próximo objetivo era la ciudad de Bursa. Sabía por el mapa que estaba cerca de la costa, hacia el noroeste. Tenía unos 250.000 habitantes. Podía ocultarme allí. Desde Bursa podría viajar a Estambul.

Luego, Johann. Él me escondería por un par de semanas hasta que cesara la búsqueda.

¡La búsqueda! El sol que salía me recordó que los pescadores pronto se levantarían. Uno de ellos, cuando abriera la ventana para hacer una gárgara matinal, vería que faltaba su chinchorro. Les llevaría poco tiempo ir con el cuento a los guardias de la prisión. Debía actuar con rapidez.

Mi reloj aún funcionaba. Eran más de las cinco. Me levanté y respiré profundamente el aire salado. Luego empecé a trotar hacia el sol. La cálida luz anaranjada me dio nuevas fuerzas. Frente a mí se extendía la desierta costa norte de Asia Menor. Esa era la mañana más hermosa de mi vida.

Seguí corriendo. Debía estar cansado. Tenía hambre, pero mis piernas no se cansaban. Cada paso me alejaba más de la cárcel.

¿Cuánto tiempo me quedaba? ¿Cuándo encontrarían el chinchorro?

Corrí y corrí. La costa seguía siendo salvaje y desierta. El sol secó mis ropas. Mi rostro y mis brazos estaban cubiertos de sal. La boca me ardía.

Por fin llegué a un enorme afloramiento de rocas que terminaba en el mar y bloqueaba la playa. Me metí en el agua hasta la cintura y fui caminando alrededor de las rocas. Cuando hube pasado las rocas vi lo que parecía un pueblo moderno entre las sierras que estaban al frente, un extraño grupo de edificios ahí, en esa zona despoblada. Vi las tres torres. ¿Sería las tres luces que había visto durante la noche?

¡Oh, no! ¡Un campo del ejército!

Volví a meterme entre las rocas. Regresé por donde había andado y continué por tierra, al amparo de los bosques. Caminé haciendo un amplio círculo para eludir la base militar.

Otra hora de marcha. Sabía que debía tener cuidado. Con seguridad ya se habría dado la alarma. ¿Por qué no me había afeitado mi rubio bigote antes de marcharme? Debí haber traído betún o alguna otra cosa para cambiar el color de mi pelo.

Llegué a campos cultivados. A la distancia divisé a unos pocos campesinos que trabajaban. Al doblar un recodo apareció una aldea.

Debía tener cuidado.

Seguí un camino de tierra, que al entrar al pueblo se convertía en una calle empedrada. Un anciano de espesa barba gris estaba acuclillado contra una pared. Fumaba su pipa.

—Debo llegar a Bursa —dije.

El anciano me miró. Yo era turista, obviamente. Sucio, mojado, enlodado, con la mano derecha vendada. Con un sombrero flojo bien encasquetado.

—¿Cómo habla el turco? —me preguntó.

Le respondía vacilante.

—Veinte meses en una cárcel de Estambul. Por hashish.

Sonrió.

—¿Qué estaba haciendo? —inquirió.

—Estaba en la playa con unos amigos. Teníamos un jeep. Bebí mucho rafea anoche y me perdí. Ahora necesito llegar a Bursa. —Con el extremo de su pipa me señaló un angosto camino que llegaba hasta donde se hallaba un viejo ómnibus Volkswagen.

—Bursa —indicó.

En el techo se apilaban bolsas de arpillera llenas de cebollas, aceitunas y otros vegetales. El interior estaba lleno de campesinos. Encontré a alguien que me pareció el chofer.

—¿Bursa?

—Seis liras.

Pagué. Pasé entre los campesinos y me senté en un asiento que estaba contra la ventanilla. Bajé aún más mi sombrero y traté de mantener una mano sobre mi bigote.

El ómnibus se traqueteó por la costa fangosa y trepó por las rutas de montaña que subían a Bursa. El viejo chofer giraba en las curvas a gran velocidad. Hacía años que yo no viajaba en un vehículo abierto y estaba un poco asustado.

Pensé. «Qué ridículo sería morir aquí, ahora, cuando por fin soy libre». Pero no podía hacer nada. Además el chofer debía conocer la ruta.

Nos detuvimos en algunos mercados que estaban sobre la ruta. Los campesinos descendían a vender sus productos. Gradualmente la carga se fue reduciendo. El chofer aumentó la velocidad.

Por fin apareció a la vista Bursa. Era la ciudad más grande de la costa. Sus calles eran sofocantes, secas y polvorientas. Se veían destartalados edificios de la antigua arquitectura turca, con algún ocasional edificio de oficinas de estilo occidental, pero también en malas condiciones. Observé mi reloj: las nueve y treinta. Ya debían haber notado que faltaba. No me había presentado a trabajar.

Había un desvencijado taxi junto a la acera. Me acerqué al conductor con prudencia.

—¿Estambul?

—Setecientas liras.

—Cuatrocientas cincuenta. —Era todo lo que tenía.

Yok. Setecientas.

Me encogí de hombros. El chofer señaló la estación de autobús.

—Veinticinco liras —informó.

Sí, pero yo no quería acercarme a la estación de autobús. Allí, con seguridad, me estarían buscando. Miré hacia allí y vi dos policías apostados en la entrada. Me preguntaba si tendrían una descripción de mi físico y si me estarían esperando.

Pero no había elección posible. Debía llegar a Estambul y buscar a Johann. Cuanto más esperara mayor sería el riesgo.

Caminé hacia la estación. Cuando atravesé la entrada uno de los policías bostezó.

Compré un pasaje para Estambul. El ómnibus saldría en media hora. Me senté a esperar y de pronto me sentía agotado. También me di cuenta de que tenía hambre. Entré en un bar y compré una tableta de chocolate y una bolsita de bizcochos.

Llegó el ómnibus. Una vez más tuve que pasar junto a los policías.

Ellos parecieron ignorarme. Subí y elegí un asiento junto al pasillo. Mi corazón latía con fuerza. Por favor, que llegue a Estambul.

Esperé a que el ómnibus se pusiera en marcha. Pensé que nunca lo haría pero por fin arrancó. Salió de la estación y enfiló por la ruta que rodea el borde este del mar de Mármara hasta Uskudar. Empecé a respirar de nuevo.

El ómnibus se movía mucho. Se oían charlas en turco. Las moscas luchaban por comerse mis bizcochos.

Llegamos a Uskudar. Más allá del Cuerno de Oro, elevándose visiblemente sobre la costa, vi Estambul con las espiras de los minaretes que coronan sus sierras. Allí era donde había comenzado todo. El ómnibus cruzó el puente de Yeni Kopru y una vez más estuve en Europa.

Era casi mediodía. Estaba frenético. Sin duda, ya la policía turca debía estar buscándome. Sólo podía aspirar a confundirme con los otros turistas que llenaban la estación terminal de Estambul.

Descendí del ómnibus y mantuve los ojos fijos en el suelo. Me coloqué en el centro de un grupo de personas y caminé con ellas hacia la calle. Sólo cuando estuve a cierta distancia me detuve a mirar hacia la estación. Había dos policías frente a la puerta principal. No advertí signo alguno de alarma.

Ahora tenía que ir al hotel de Johann. Casi había llegado al final.

Encontré un taxi y le di al chofer el nombre del hotel. Fuimos por calles secundarias hasta que llegamos a una puerta. Sin duda no era el Hilton.

Pensé en mi sombrero. Cubría mi pelo rubio, pero también llamaba la atención. Tal vez era más notorio que el pelo. Antes de entrar me lo quité y lo sostuve debajo del brazo.

Entré en el vestíbulo. Detrás del escritorio había un turco calvo.

Levantó la vista.

—¿Johann? —pregunté—. Busco a Johann.

—¿Johann? —Miró mis ropas—. Johann partió ayer para Afganistán.