14 de julio de 1975
Gente:
Aquí estoy en la isla de Imrali, escribiéndoos esta carta al aire libre, bajo un cielo celeste. Me maravilla la naturaleza que me rodea. Altos árboles al viento. El agua cubierta por espuma blanca. Una bahía en forma de herradura y una bruma azulada sobre el horizonte lejano, donde el azul oscuro del Mármara se encuentra con las montañas asiáticas. La cárcel se reduce a un grupito de viejos edificios que en el pasado deberían formar un pueblecito. Hay dormitorios, con suelos de madera crujientes y camas de metal. Un poco sucias, pero eso ya no molesta. Estoy en una habitación con otros treinta tipos. La atmósfera aquí es muy distinta a la de Sagmalcilar. A todos los reclusos les queda poco tiempo para terminar sus condenas y tienen antecedentes bastantes buenos… no se ven las riñas ni las luchas con arma blanca tan comunes en el otro sitio. Llegué aquí un viernes, que es nuestro día de descanso. ¿Podéis creerlo? ¡Nado en el mar! Después de cinco años de lavarme en una pileta, nado en el mar. Es increíble. Trabajo en la fábrica de conservas, un viejo edificio equipado para procesar toda la variedad de frutas que se cultivan aquí y en otras partes. El primer día de trabajo quitamos los rabillos de cuarenta millones de frutillas. No podía creerlo. Cinco años sin probarlas y de repente tenía todas las frutillas que pudiese comer. Después de tres horas de limpiarlas y engullirlas tuve que irme corriendo al baño. Pero fue fantástico. Ahora trabajo con una máquina: un trabajo de chinos. Hago las tapas de metal para las latas que usamos para la conserva. Estoy bronceado, no mucho pero sí lo suficiente como para que me sienta bien. Ayer y hoy estuve tendido en la playa de doce a dos. No como de la comida que dan. Nos permiten caminar por la isla, de modo que me alejo por la playa hasta una brazo de la bahía donde puedo estar solo. El mar y yo. Es tan agradable estar solo, lejos de la gente por primera vez en cinco años, tenderme en silencio al sol y escuchar a las gaviotas. Dicen que aquí los inviernos son muy fríos. Pero ahora puedo soportar todo. Será el pequeño precio que deberé pagar por la libertad de movimiento, para no mencionar la oportunidad… Habrá más de esto en próximas cartas, cuando esté más familiarizado con el lugar. Aún estoy conmovido por esa foto de todo el clan. Abuelita parece que estuviera rejuveneciendo. Papá, me pareció tan extraño enterarme de que tuviste que podar los árboles del fondo para que entrara el sol. Pensé ¿qué árboles? Luego recordé que los árboles crecen mucho en cinco años. Como la gente. Lillian debe estar de regreso en North Babylon para el 24 de julio. Le pedí que fuera a visitaros. Ella podrá contaros muchas de las cosas que os he escrito en mis cartas. En realidad no sé qué será de mi vida en el futuro. Pero Lillian me ha acompañado en los momentos más difíciles. Me pregunto cómo sería si pudiésemos estar juntos en tiempos de tranquilidad. Parece que hubiese aprendido algo acerca de amar y de dar mientras estuve aquí… demasiado tarde para Kathleen, pero para Lillian, sí, para Lillian, ¿quién sabe? De todas maneras, tengo para tres años más aquí. Tal vez. Escribiré la semana que viene, cuando conozca esto un poco mejor. No se preocupen.
Besos para todos,
Billy
Al principio, parecía el paraíso. Comparada con Sagmalcilar, lo era.
Pero las torres de la guardia en la entrada del puerto me recordaban que era una cárcel. De noche el haz de los reflectores recorría la playa. Había patrullas. A pesar del cielo azul, al poco tiempo me invadió el gris de la tristeza. Si debía estar en una prisión, prefería estar aquí. ¿Pero debía estar en una prisión?
Max dijo que nunca podría escapar de Imrali. En sus cartas, Charles creía que era posible. Sula bula.
Mientras paseaba la vista sobre las tranquilas aguas del mar de Mármara, supe que podía. El Mármara es un mar interior que atraviesa la parte noroeste del país entre el mar Negro y el Egeo. La costa norte es Europa, la del sur es Asia. Imrali es un arco de tierra que está a unos treinta kilómetros de la costa sur. Una corriente rápida circula alrededor de la isla y sigue hacia los Dardanelos.
El agua estaba tan calmada esos primeros días que pensé que podría nadar los treinta kilómetros hasta la costa. ¿Pero entonces qué? Aún estaría en Turquía, más lejos que nunca de Grecia. Observé con atención el mapa de Turquía. Bursa era la ciudad más grande entre las cercanas. Desde allí podría coger un ómnibus hasta el norte de Estambul. ¿Podría contar aún con Johann para que me sacara del país?
Cada viernes un ferry procedente del continente llegaba a Imrali.
Traía unos pocos reclusos nuevos o visitantes. A la semana siguiente de mi llegada a la isla el ferry me trajo a dos visitantes inesperados, que me dieron gran placer. Uno era Mike Griffith, mi abogado de Long Island y el otro era Joey, que sonreía bajo su bigote.
El viernes era nuestro día libre, nadie trabajaba. Los presos que tenían visita se sentaban bajo la sombra de un pequeño jardín.
—Nunca he visto tantas moscas —se quejó Mike mientras las espantaba con ambas manos.
Reí. Creo que ni las noté. Te olvidas de cosas como ésas después de vivir con ellas durante cinco años.
Joey me ofreció un cartón de cigarrillos. No recordaba que yo ya no fumaba.
—¿Cómo lo estás pasando? —me preguntó.
—Estoy bien. Voy a nadar todos los días.
—¿Hablas en serio?
—Sí.
—¿En qué se está convirtiendo la cárcel? —preguntó mientras miraba a su alrededor. Joey tenía un empleo como ayudante en un barco de turismo que navegaba por el Bósforo.
Mike abrió su portafolios y me mostró una pila de papeles legales.
—Tu padre y yo hemos estado conversando, Billy. Los dos sabemos cuál es el tren que esperas. No queremos que te metas en problemas.
Me encogí de hombros.
—Tendré cuidado.
—Billy, ésta es la última parada para cargar combustible antes de seguir viaje. El traslado está preparado. Si tú nos permites utilizarlos creemos que esos certificados médicos, los informes psiquiátricos, bastarán para persuadir al gobierno turco a que autorice el traslado. No queremos que lo eches todo a perder intentando algo estúpido.
—Claro, ¿por qué no? Usa esos papeles. Estoy dispuesto a todo con tal de volver a mi casa.
Mike se tranquilizó.
—¿De modo que tendrás paciencia y esperarás?
—No te prometo nada, Mike.
La mañana pasó demasiado rápido. Me llenaba de alegría poder estar sentado bajo la sombra, conversando con mis amigos. Pero cuando Mike se excusó para ir al baño, Joey y yo cambiamos de tono.
—¿Qué necesitas? —me preguntó.
—Una lancha Joey, con una lancha será muy fácil. Puedo vagar por la isla todo lo que desee hasta las diez de la noche.
—Veré qué puedo hacer. Podría llevarme algún tiempo organizarlo.
—Apúrate, Joey. Estamos en julio. Tengo que marcharme antes que haga frío. Charles me comentó que el mar se pone muy fiero en invierno.
—Está bien. Te escribiré.
Mike volvió.
—Uf, qué baño hediondo. ¿Cómo puedes soportarlo?
Eché la cabeza hacia atrás y reí. Mike parecía intrigado.
—Mike, el ministro de Justicia va a venir mañana en visita especial. Ayer limpiaron ese baño. Está muy limpio hoy.
—Uf. Me alegra no haberlo visto cuando estaba sucio. Además, no había papel.
—Ellos no usan papel.
—¿Qué demonios usan?
—Los dedos. Agua y…
—Basta. Suficiente. No volveré a ir al baño hasta que esté de regreso en el Hilton.
Volvió el ferry. Era hora de que mis amigos se marcharan. Mike se volvió hacia mí antes de subir.
—Escucha, Bill. Te lo pido por favor. No salgas de esta isla. Dame una oportunidad. Vas a echar a perder el traslado. Te cargarán diez años más. Podrían dispararte.
—Mike, ¿por qué hablas de fuga? ¿Crees que no voy a aprovechar este hermoso pacto?
—Billy, está escrito en tu rostro.
Bajé la voz.
—Mike, tú has hecho mucho por mí. De no ser por la mala suerte, ya habrías conseguido mi traslado hace tiempo. Por favor, sigue esforzándote por mí. Haz lo que tengas qué hacer. Pero yo voy a hacer lo que tengo que hacer.
Me dispuse a esperar. Cualquiera fuese el que llegara primero, Mike o Joey, me daba lo mismo. Pero después de cinco años de decepciones con el gobierno turco, me quedaba poca fe en el traslado. La fuga había llegado a parecerme la mejor salida.
Los otros presos supusieron que me limitaba a esperar que los gobiernos de Turquía y de los Estados Unidos firmaran un acuerdo sobre armas que allanara el terreno para mejores relaciones diplomáticas.
Esto facilitaría mi traslado y con esa posibilidad tan próxima no había motivos para que nadie sospechara sobre mis planes de fuga. Esto era lo que yo quería aparentar. Recordé a Weber y a Jean-Claude.
Me ofrecí como voluntario para realizar los trabajos más pesados.
Durante todo el día cargaba sacos de cincuenta kilos de habas, que llevaba de la planta a los camiones que los transportarían. Consumía toda mi energía, pero sentía el vigor que iban adquiriendo mis músculos, que durante cinco años casi no había podido utilizar. En las dos horas del mediodía me obligaba a mí mismo a nadar y al atardecer corría kilómetros por senderos intransitados.
Todos los viernes esperaba con ansiedad el ferry que traía la correspondencia. Esperaba noticias de Mike y Joey.
Pasaron las semanas. No hubo más que silencio por parte del mundo exterior. Luego llegó una carta de mis padres. Descubrí las lágrimas entre líneas. Papá me rogaba que esperase el traslado. Aunque el traslado no llegara, decía papá, debía conservar mi paciencia. Sólo me quedaban tres años, recordaba, y pronto serían sólo dos. Luego empezaría la cuenta regresiva desde el último año y estaría libre.
Mejor que diez más, mejor que ser disparado, insistía.
Esos razonamientos los había hecho yo mismo hacía tiempo.
Comprendí que nadie podía saber cómo me sentía, a menos que también hubiese pasado cinco años de encierro. Le contesté a papá que no me movería antes de estar seguro de que el carril estaba despejado en todo el recorrido hasta casa.
Pasaron las semanas. Finalmente llegó una tarjeta postal de Joey. Iba a venir a visitarme el próximo viernes. También había una nota de Mike Griffith. Creía que el traslado se produciría en cualquier momento.
«Quédate quieto», me escribía con mayúsculas.
Joey vino el día de visitas.
—Puedo conseguir la lancha —comentó—. Pero hay que reparar el motor. Necesito dinero.
—¿Cuánto?
—Cuarenta o cincuenta mil liras, tal vez.
Fui a mi dormitorio y volví con mi diario para mostrárselo a Joey. Lo leímos atentamente durante horas. Joey se marchó con casi dos mil dólares escondidos en la manga. Me dijo que vendría a visitarme la próxima semana. Entonces concederíamos los últimos detalles.
Esa noche se desencadenó una tormenta repentina.
Trepé a un farallón de 30 metros de altura para observar cómo el mar rompía contra los viejos muelles de madera. ¡De pronto el puerto empezó a llenarse de lanchas! Los pescadores que vivían en el continente, sorprendidos en mar abierto, traían sus embarcaciones a puerto para escapar de la tormenta. Las lanchas pesqueras eran demasiado grandes y voluminosas para que las manejara yo solo. Pero cada una arrastraba un chinchorro detrás. ¿Podría remar treinta kilómetros hasta el continente? ¿Durante una tormenta?
Un extraño silencio descendió sobre Imrali. Durante semanas no tuve noticias de Joey, ni carta de Mike. Nada. ¿Me habría abandonado Joey?
¿Habría descubierto Mike que el traslado no era más que otro tren sin destino?
Una mañana me desperté temprano para practicar yoga. Había algo diferente, cierta frescura en el aire marino. Lo noté de inmediato. El primer indicio del otoño. Pronto llegarían las tormentas del invierno. Si me demoraba más, quedaría atrapado por otros seis meses. No podía soportar otro invierno.
Cinco años antes me había metido en ese lío. Durante cinco años esperé que mi familia, mis amigos, mis abogados me sacaran. Había cumplido veintiocho años. Tal vez fuera la hora de arreglar ya mis propios asuntos.
—Es hora —le dije al aire de la mañana—. Es hora.