XXI

—Hola Willie.

—Max, ¿qué haces aquí? ¿Se han quedado sin drogas en la enfermería?

Max sonrió.

—No. He venido a verte. Allí hay un guardia que por un paquete de Marlboro me deja ir a cualquier lugar de la cárcel. —Hubo un silencio—. ¿Aún quieres salir de aquí?

Me senté en la cama.

—Sabes que sí.

—Hombre, tengo que salir. —De pronto comenzaron a brotar lágrimas de los ojos de Max, que él limpiaba con sus dedos huesudos—. La maldita droga me está matando y también me está volviendo ciego.

—¿Tienes un plan?

—Creo que puedo sobornar al médico para que me envíe al hospital que está en la calle de enfrente. En la enfermería hay un kapidiye y presumo que puede conseguirme un poco de ácido ¿Podrías ir tú… al… hospital?

—Supongo que sí. Fingiría algo. Pero ¿cómo salimos del hospital?

—Nosotros… ¿qué?

—El hospital Max. ¿Cómo salimos de allí?

—Ah. Me imagino que le hacemos tomar un poco de ácido a los guardias. En el café o en otra bebida.

—Y entonces estamos fuera, en Estambul.

—Sí; lo he planeado todo. Cuando estemos en el hospital les hacemos tomar ácido a los guardias.

—Sí, sí. Luego salimos y después, ¿qué?

—¿Qué?

—Una vez que salgamos del hospital, Max.

—Sí, con ácido.

—No. ¿Cómo salimos de Turquía?

—Ah, de Turquía…

Hubo un silencio. Max parecía dormido.

—¿Max?

—Sí. ¿Qué?

—¿Cómo salimos de Turquía?

—¿Está… eh… Johann… está aún en la ciudad?

—Sí. Él nos ayudaría.

—Así que… podemos ir a verlo…

—¿A Johann?

—A Joban Johann.

—Max, me alegra que lo hayas previsto todo. Pareces haber planeado hasta el último detalle. ¿Qué ocurre si no podemos meter nada en el café de los guardias?

—… Un arma…

—¿Tienes un arma?

—No. ¿Tú?

—Max, pensé que lo tenías todo planeado.

—Willie, ¿no confías en mí?

—Max, confío por completo en tu corazón. —Me guiñó un ojo a través de los gruesos cristales de sus anteojos—. Pero no confío en tu cabeza.

Max se limitó a mirarme. Lentamente, su cabeza se sacudió en señal de asentimiento. La brasa de su cigarrillo había caído sobre su camisa y había empezado a quemarlo.

—¡Max! ¡Tu camisa!

—¡Oh, Dios! —Max se sacudió la brasa.

Otra vez sus ojos se llenaron de lágrimas.

—Willie, llega un momento en que uno sabe que nunca lo va a lograr. —Se fue de regreso a la enfermería arrastrando los pies.

Me quedé acostado contemplando el cielo raso. Comprendí que si alguna vez iba a salir de la cárcel, ello requeriría toda la energía de que pudiera disponer. Y debía disponer de toda esa energía en un solo punto, como el farol de un tren que avanza cortando las sombras. Sabía lo que significaba concentrar todas mis fuerzas en esa empresa.

Luego llegó una carta de mi casa.

15 de noviembre de 1974

Billy:

… aquí estoy recordando viejos tiempos. Dicen que ése es un signo de vejez. Estoy bien. Aún sigo siendo la misma. La vida continúa, aunque sea con dolor en el corazón porque mi hijo mayor está lejos.

Besos.

Mamá

La carta me sumió en una depresión tan intensa como nunca había conocido en cuatro largos años. Me dolían las entrañas. Soledad y deseo. ¡Mi madre! El dolor que ella debía soportar.

Tomé la guitarra de Arne.

Yo había empezado a tocar un poco y conocía algunos acordes. Se acercó Harvey. Suavemente cantó algunos viejos blues de Alabama.

Elegimos un ritmo simple e improvisamos juntos unas pocas líneas. La canción surgió espontáneamente:

Mmmm… tengo tristeza, nena esa vieja tristeza de Estambul.

Dije si, tengo tristeza, nena, esa vieja tristeza de Estambul…

Treinta años en Turquía, nena ya no me queda nada qué perder.

Apresado en la frontera con dos llaves en mis zapatos.

Dije que fui apresado en la frontera, con dos llaves en mis zapatos…

Y me dieron treinta años, nena, para que conozca la vieja tristeza de Estambul.

Dije, entonces, Señor sálvame, sálvame.

Sálvame de este dolor.

Dije, Señor, ven y sálvame, ven y sálvame de este dolor.

Libérame, dulce Jesús, Nunca volveré a pecar.

Seguimos tocando por un rato. La canción se interrumpió.

—¿Cuánto hace que estás aquí, Willie?

Él conocía la respuesta.

—Cuatro años.

—¿Cuántos veranos?

—Cuatro.

—Cuatro veranos. Esos turcos te están robando tus veranos. Te están robando el sol. Podrías estar tendido en una playa cualquiera con tu mujer a tu lado y un cielo azul y despejado que se extiende hasta el infinito sobre tu cabeza. En cambio, hace cuatro veranos que estás aquí. Y ahora llega otro invierno. Dime, ¿se puede recuperar un verano perdido? ¿Se puede?

Lo estuve pensando. Harvey quedó en silencio mientras tocaba algunas cuerdas.

—Está bien —dijo de repente—. Hagámoslo.

—¿La ventana?

—La ventana.

La ventana. De manera que la cosa era ésa, a pesar del alto porcentaje de balas. La lima, los barrotes, la ventana, el techo, la pared, los guardias, las ametralladoras, los reflectores, la cuerda en la oscuridad, Johann, la frontera, el Expreso de Medianoche a Grecia.

Sentí que de mi cabeza se levantaba un peso. Tal vez el plan de la ventana me llevara a la muerte. Pero ya estaba medio muerto. Podía dar buenos resultados. Como decía la canción: «… treinta años en Turquía, nena, ya no me queda qué perder…» Salvo la vida.

—¿Cuándo? —le pregunté a Harvey.

—Esta noche —me contestó rápidamente—. Según mi horóscopo, éste es el momento ideal ya que Escorpio está en su ascendente…

Dedicamos la tarde a ordenar nuestras cosas. Leí mi diario cuidadosamente. Retiré todo el dinero y lo guardé en mis calzoncillos. La lima y la cuerda estuvieron listas en sus escondites.

Manché mis zapatillas blancas con tinta negra.

Cepillé mi sombrero de la buena suerte.

A las 2 de la mañana eché una mirada a mi alrededor. Dejé que mi mirada se paseara sobre cada hombre que dormía. Sin hacer ruido me bajé de la cama, con las zapatillas en la mano. Caminé hasta la cama de Harvey, que me esperaba y fuimos al baño, fuera de la vista del resto del kogus.

—Bien, manos a la obra.

Saqué la lima de mi manga y caminé de puntillas hasta la ventana.

Lenta y cuidadosamente la pasé sobre el borde de uno de los barrotes y chirrió como una uña sobre un pizarrón. Nos quedamos helados.

Harvey fue a ver qué había pasado en el kogus, pero como nadie parecía haber oído nada, trabajé con cuidado, tratando de mover la lima con lentitud pero haciendo gran presión. El ruido no era mucho, al menos nos pareció. Harvey montaba guardia.

Trabajé nerviosamente. Estaba seguro de que los guardias iban a aparecer en cualquier momento.

—Pensé que habías dicho que esto llevaría cinco minutos —susurró Harvey.

—Me pareció. Algo ocurre con esta lima.

—Déjame probar.

Harvey trabajó durante un rato. El barrote sólo mostraba una ligera marca. La tarea nos llevaría una eternidad.

Trabajamos por turnos. Mientras uno limaba el otro montaba guardia.

Cerca de las cinco apenas habíamos penetrado un poco en el sólido metal. Harvey mezcló un poco de masilla de la ventana con ceniza de cigarrillo para cubrir la marca y nos fuimos a la cama.

Más tarde, intentamos descubrir qué era lo que no marchaba y luego al comparar el metal de las camas con el fuerte hierro de las ventanas, comprendí en qué consistió mi error.

Había visto que la lima penetraba con rapidez en el revestimiento de pintura de la cama y supuse que cortaba fácilmente el hierro, pero estaba equivocado. El proceso podía llevar semanas y había que realizarlo en un lugar muy peligroso. Pero Harvey estaba decidido. Los barrotes se hallaban muy espaciados entre sí, con sólo cortar uno podríamos pasar al otro lado. Luego comenzaría la parte más difícil.

Trabajamos dos noches más y logramos cortar casi un tercio del barrote.

—No funciona —le comenté a Harvey durante el día—. Nos llevará semanas y la masilla no lo cubre bien. Con seguridad nos van a sorprender.

—Mira, escucha bien. Todo lo que tienes que hacer es despertarme. Haces guardia un ratito. Yo limaré. Cuando esté cortado saldremos los dos.

Lo pensé de nuevo.

—Está bien. No me gusta, Harvey. Pero está bien.

Harvey trabajó en silencio pero sin parar, durante tres, cuatro, cinco noches más. El rebelde barrote no cedía y el ruido que hacia la lima impedía trabajar con libertad.

Una mañana Harvey predijo que con una noche más de trabajo estaría listo.

—Pasado mañana —prometió— te invitaré con souvlaki.

¡Arief! «El rompehuesos» había vuelto. Habíamos pensado que nunca volvería después de lo que había ocurrido con Hamid.

El kogus quedó en silencio cuando él entró. Lo seguían varios guardias corpulentos. Necdet se acercó para saludarlo, pero Arief lo miró con gesto adusto.

—El recluso que tiene un mechón de pelo blanco —gruñó—, ¿dónde está?

Sólo había uno que correspondía a esa descripción. Estaba roncando en su cama, después de una larga noche de trabajo.

Los guardias lo sacaron de la cama. Harvey se quejó y trató de librarse de los brazos de los guardias. Arief le dio un bofetón.

—¡Queremos la lima! —gritó.

—¿Qué? —contestó Harvey.

Otro bofetón. Harvey cayó en los brazos de los guardias.

Arief lo arrastró al baño. Frotó algunos barrotes hasta que sacó la masilla que cubría uno de los extremos.

—Los chicos te vieron —dijo—. Sabemos que eres tú y queremos la lima.

Harvey se encogió de hombros. ¿Qué podía hacer? Fue hasta su armario y retiró la lima de un pliegue del metal, en la parte posterior.

Arief gruñó satisfecho y los guardias arrastraron a Harvey hacia abajo.

En el kogus todos empezaron a pensar en la probabilidad de una fuga por la ventana.

Estuve todo el día con los nervios a cien. Cualquier ruido me hacía saltar.

Traté de concentrarme en la lectura de un libro, pero no pude.

Popeye se acercó y empezó a bromear para animarme, pero no le hice caso y se marchó. Me pasé buena parte de la noche mirando el cielo raso.

A la mañana siguiente le deslicé dos paquetes de cigarrillos al guardia de la puerta y conseguí cierta información. Harvey estaba en la enfermería. Con otro par de paquetes conseguí permiso para ir a buscar algo para mi «dolor de cabeza».

Entré y pasé frente a una hilera de pequeñas celdas. ¿Dónde estaba Harvey? No lo vi, y cuando me disponía a regresar vi a un recluso tendido en una cama con el rostro hinchado y amoratado. ¿Quién era ese pobre hombre?

—¡Harvey! ¡Dios mío! No te reconocí.

—Sí, hicieron un buen trabajo conmigo —murmuró entre los labios tumefactos.

Tenía varios dientes sueltos y torcidos. Sus orejas estaban magulladas.

—Me preocupa mi hernia. Me patearon en los testículos varias veces. Creo que consiguieron abrirla. Willie, tienes que conseguir que venga el cónsul. Estoy en un gran problema. Necesito un médico. Estos hijos de puta me van a negar la reducción por buena conducta y me llevarán a juicio por intento de fuga. Necesito que venga el cónsul para que presione por la paliza que me dieron. Tal vez podamos llegar a un acuerdo, no sé. Pero si me quieren joder, bien, yo voy a joderlos a ellos.

—Te pidieron mi nombre, ¿verdad?

—Sí, ¿cómo te enteraste?

—Oí que Necdet hablaba con el guardia. Dicen que los chicos vieron a alguien más en la ventana. Gracias. Harvey.

—Bueno, ¿qué iba a hacer, darles tu nombre? —consiguió sonreír con los labios hinchados. Hizo un gesto de dolor—. Pero por lo menos golpeé a ese rufián de Arief en la boca antes que se apagaran las luces. ¿Lo has visto?

—No, pero me han dicho que tiene un bulto enorme bajo el ojo.

—Eso es algo. Escucha, Willie, ponte en contacto con el cónsul. Creo que los turcos van a mandarme a alguna pequeña cárcel perdida. Temo lo que pueda ocurrir.

—Lo buscaré, Harvey.

—¿Por qué no te haces un favor a ti mismo y te marchas de esta cárcel mientras puedas? Este lugar es siniestro.

—Es cierto.

Dos días después Harvey fue enviado silenciosamente a Adana, la misma cárcel del sudeste de Turquía donde estaban Robert Hubbard, Jo Ann McDaniel y Kathy Zenz.

Lenta, lentamente fui reuniendo las lecciones de esos cuatro años.

Pensé mucho en Weber y en Jean-Claude, los dos extranjeros que habían escapado de Sagmalcilar. Ellos habían enfrentado el problema directamente, con toda energía. Ambos habían tenido el cuidado de no confiarse en los otros prisioneros. Habían planificado bien. En lo que concernía a la administración de la cárcel, ninguno de los dos se había mostrado interesado en la fuga. Weber había hecho toda una carrera en la institución. Jean-Claude había tenido «tuberculosis». Ahora los dos estaban libres.

Estaba claro que yo debía ser trasladado a otra cárcel si quería intentar la fuga. Eran muchos los guardias y los presos que sabían que, a pesar del tiempo transcurrido, no me había acostumbrado a la rutina. Me observaban. Debía procurarme un nuevo ambiente donde pudiera trazar con calma mis planes. ¿Pero dónde? ¿Cómo?

Entonces llegó la ayuda del propio gobierno turco. Suleiman Demirel consiguió reunir un gobierno de coalición. Se mostró comprensivo al pedido de los traficantes. Se los había privado de siete años en la amnistía anterior. Prometió trabajar en el Parlamento para otorgarles estos siete años extras. En mayo, el Parlamento turco reunió votos suficientes para aprobar una amnistía adicional de siete años. Popeye nos abandonó. Sonreía y silbaba ante la perspectiva de una noche en la ciudad. Ocurriera lo que ocurriese, después de esa noche, decía, no le importaba. Una vez más la partida de un amigo hizo nacer en mí emociones ambivalentes. Me alegraba por Popeye, pero estaba triste por mí.

La amnistía reducía a tres años y medio más el tiempo de mi condena. Mi fecha de liberación era el 7 de octubre de 1978. Eso era muy bueno y no tenía intención de rechazarlo, pero tampoco me proponía esperar esa fecha. Lo que en realidad significaba la amnistía para mí era la posibilidad de obtener el traslado a la isla. Willard vino a verme y me ayudó a completar los formularios. Pedí Imros, la cárcel semiabierta de mis sueños. Había una probabilidad mínima. Como segunda elección puse Imrali, donde Charles había cumplido su sentencia.