7 de marzo de 1974
Lillian:
Tu carta, la quietud de la noche y tantas cosas que andan mal. A veces me siento como si me estuviese muriendo. Es tan duro estar aquí sin nadie que te ayude, sin un compañero en este extraño camino. Mi amigo Arne me hizo comprender qué poco sé sobre casi todas las cosas. Y lo que es más extraño, cuánto sé de otras cosas, sin saberlo, cosas importantes como reír, sentir a la gente y amar la vida. Extraño a Arne, pero su presencia sigue conmigo, así como sigue conmigo el loco Patrick, aunque su cuerpo esté bajo tierra desde hace dos años.
Estos últimos meses han sido duros. Se han desbaratado tantos planes y posibilidades. Me es difícil respirar. Ha llegado la primavera y trato de mantener la calma, pero necesito tanto un poco de ternura. Tu ternura. Tengo tus cartas, que me llenan de energía. Todo lo relativo a una amnistía y a mi liberación es confuso y complicado.
Si soy paciente es sólo por esa gente como mis padres y mis amigos, que se esfuerzan tanto. No sé cuánto tiempo más podré esperar.
No cedas, Lil. Debes seguir teniendo fuerzas por los dos.
Billy
La primera noche que pasé en Sagmalcilar, hacía tres años y medio, los presos hablaban de amnistía. Por último, el 16 de mayo de 1974, el Parlamento turco consiguió votar una ley de amnistía. Se haría efectiva al día siguiente. Todos en el kogus nos reunimos en torno a los que sabían leer los diarios turcos.
Nos enteramos de que todos los reclusos de Turquía recibirían una amnistía de doce años. Asesinos, violadores, asaltantes, raptores, a todos se les reducía doce años de la condena. A eso se sumaba la reducción por buena conducta. De modo que a un recluso sentenciado a treinta años se le descontaban diez años por buena conducta y doce más por la amnistía. Sólo le quedaban ocho años.
Pero los traficantes tenían una amnistía de cinco años.
Mejor que nada, pensé. Pero aún así, la fecha de mi liberación era el 7 de octubre de 1985. Me di vuelta y volví a la cama, ignorando el clima de fiesta que me rodeaba. Con la reducción de doce años, casi todos saldrían en libertad. Incluso a la mayoría de los traficantes les quedaban menos de cinco años. Joey se marcharía. Timmy saldría de Izmir. Aunque me alegraba por ellos, no podía dejar de estar triste. De mi viejo grupo de amigos sólo quedarían Max y Popeye. Max se pasaba casi todo el tiempo en la enfermería.
Joey se detuvo ante mi cama para desearme suerte. Me recordó la posibilidad de traslado. Me aseguró que también yo recuperaría pronto mi libertad.
—Dime, ¿oíste lo de siete años más para los traficantes?
—¿Qué?
—El periódico informa que algunos grupos que luchan por los derechos civiles protestan porque los traficantes sólo recibieron una reducción de cinco años. Insisten en que el Parlamento les conceda otros siete. Así que ¿quién sabe? Quizá consigas la amnistía completa de doce años.
—Joey, tengo una sentencia de treinta años. Incluso una amnistía de doce no significaría gran cosa.
—Es cierto. Pero estás mejor que Necdet.
—¿Qué quieres decir?
—¿No te enteraste? En todo Turquía hay un solo preso que no fue incluido en la amnistía. Un espía sirio. El Parlamento incluso lo mencionó por su nombre y aclaró que no podía acogerse a la amnistía, ése es Necdet.
Necdet iba por el kogus visitando a los felices reclusos.
Los felicitaba y les deseaba buena suerte. En todo el tiempo que pasé en la cárcel nunca conocí a nadie que mereciera más la amnistía. Era agradable, limpio. Un buen hombre, pero eso era la justicia turca.
Esa noche los altavoces empezaron a transmitir los nombres de los que saldrían en libertad a la mañana siguiente. Después de cada nombre se elevaba un rugido de alegría, pronto acallado para que se pudiese oír el siguiente. Los nombres se leían en orden alfabético. El apellido de Joey empezaba con «M». Me senté en su cama con él a esperar el feliz momento. Pero cerca de la medianoche, cuando estaban por terminar la «L», se anunció que como se había hecho tarde continuarían con la lista al día siguiente.
Un fuerte murmullo de protesta se elevó en toda la cárcel. Joey pareció volverse loco. Saltó de la cama con un gemido.
—No van a dejar que me vaya —gritó—. Los malditos turcos quieren dejarme aquí. No puedo soportarlo. ¡Guardia! —gritó—. Déjenme salir. Tengo que hablar con el director. ¡Guardia!
Lo obligué a que se sentara en la cama y traté de hacerlo razonar.
—¿Te has vuelto loco? ¡Piensa un poco! Mañana sales en libertad, seguro. Dirán tu nombre mañana por la mañana. No te enloquezcas.
—Sé que me van a acusar de cualquier cosa con tal de retenerme. Lo sé.
Después de cinco años Joey no podía soportar ni una noche más.
Buscó a Nadir para comprarle hashish. Nadir se negó a aceptar su dinero.
—Toma, para ti, mi amigo. Las necesitas. «Getchmis olsun». —Puso cinco tabletas de Nembutal en la mano de Joey, quien se las metió todas juntas en la boca y las tragó con una taza de té.
—No soporto más esta cárcel —gritó—. Mis nervios parecen bolas de ping-pong en una lavadora. ¡Si no despierto nunca, mejor! Si me llaman mañana, que se vayan al demonio. Que me esperen. Yo los he estado esperando cinco malditos años.
Metió la cabeza debajo de la almohada y se cubrió completamente con las mantas.
Entretanto, yo trataba de elaborar un plan con toda rapidez. Tenía dinero. Tal vez fuera el momento de usarlo. Quizá mañana fuese simple atravesar el portón con todos los otros. Sin duda habría confusión.
Me acerqué a Francois, un nuevo recluso francés, muy joven, al que acababan de sentenciar a veinte meses sólo por la posesión de un cigarrillo de hashish. Estaba ocupado metiendo sus miserables pertenencias en una vieja bolsa de arpillera. Era un poco bobo. Todos lo llamaban Ding-Dong. Yo sabía que él no tenía mucho dinero y que deseaba irse a la India en cuanto saliera.
—Eh, Ding-Dong. ¿Quieres ganarte 5.000 liras? —pregunté.
Sonrió, pero luego una máscara de sospecha se asentó sobre sus rasgos juveniles.
—¿Cómo?
—Fácil. Sólo tienes que permitirme que te ate mañana en el baño. Usaré tu tarjeta de identificación para salir cuando digan tu nombre. Más tarde, cuando te encuentren, les dices que te até y te amordacé. Tendrán que dejarte marchar. ¿Qué te parece? ¿Necesitas el dinero?
Tal vez no fuese muy despierto, pero no era tonto.
—Lárgate —replicó.
A las seis de la mañana, se continuó transmitiendo la lista por el altavoz. Los afortunados formaron una fila en su día de liberación.
Popeye y yo sacamos a Joey de la cama. Con paso vacilante se fue hacia el mundo libre. Cincuenta y dos de los setenta y cinco reclusos de nuestro kogus salieron ese día. Casi 2.500 de los 3.000 hombres presos en Sagmalcilar quedaron en libertad. Salvo los primeros días horribles que pasé en la cárcel, ésa fue la época de mayor soledad que recordaba. Arne, Charles, Joey, casi todos mis mejores amigos se habían marchado. Hasta mis enemigos habían desaparecido. Pasaba todo el día caminando lentamente por el patio. Se acercaba el verano. Había vida por vivir, estaba Lil para amarla, felicidad y tristeza que experimentar.
Mis viejos amigos allá, en la patria, se casaban, tenían hijos, hacían dinero. Un juez de Ankara había decidido que yo debía permanecer en la cárcel hasta que tuviera treinta y ocho años.
Era una tranquila mañana de mayo. Estaba sentado contra la pared del patio, al tibio sol. Los gritos y las risas de los pocos chicos que quedaban ponían de relieve la calma del día. Y mi soledad.
—Viliam Hiyes.
—¿Qué?
—Viliam Hiyes.
Entré en el kogus y fui hasta la gran puerta. A través de la abertura tomé la tarjeta de visita que me alcanzaba el sonriente guardia.
Guardó el billete de cinco liras que coloqué sobre el borde de la abertura. Un visitante, pero no era el cónsul ni el abogado. Cuando ellos venían, las visitas tenían lugar en un gran salón abierto. La tarjeta decía simplemente Cabina. Quienquiera que fuese mi visitante, había venido solo. Debería verlo a través del panel de vidrio de una de las cabinas.
¿Quién podía ser?
Estaba vestido con pantalones vaqueros. No era una vestimenta adecuada para un visitante inesperado. Corrí por las escaleras y me puse el traje.
Caminé por el corredor hasta el puesto de control. El guardia agarró el papel y me dijo que esperara. Las cabinas estaban alineadas a mi izquierda en una sucesión de compartimientos similares a cabinas telefónicas. Todas eran griegas. Cincuenta y cuatro en total, una junto a la otra.
El guardia me indicó:
—Kabin on-yedi.
Caminé hasta la cabina No. 17 y cerré la puerta a mis espaldas. Miré a través del sucio cristal. No había nadie del otro lado. Esperé.
El pequeño recinto era caluroso y sucio. Olía a sudor y a humo de cigarrillo rancio. Había dos láminas de vidrio que separaban la cabina del visitante de la del recluso.
También había barras entre las ventanas. El único medio de comunicación era un micrófono y un parlante Turk-mali. Sería difícil mantener una conversación.
El maldito traje me daba mucho calor y me sentía empapado de sudor. Me estaba secando la cara con un pañuelo cuando se abrió la puerta del otro lado de las barras.
Lillian estaba de pie frente a mí.
Sonrió con timidez y apoyó las palmas de las manos contra el cristal.
Apoyé las mías al otro lado. El corazón parecía ocupar todo mi pecho.
Su nombre flotó en mis labios… ¡Lil!
La sonrisa cubrió su rostro y sus ojos brillaron.
—Oh, Billy…
Nos quedamos de pie, en silencio. Sonrientes, con la respiración lenta. Gozando de la presencia del otro.
Luego estallé en carcajadas.
—¡Lillian! ¡Lillian! ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Es cierto lo que veo?
—Es cierto, Billy. ¿Cómo estás?
—¡Fantástico! Salvo que estoy en la cárcel. Lil, se te ve magnífica. ¡Mira tu pelo! ¡Lo tienes tan largo!
Rió.
—Sí, lo he dejado crecer desde que estuve en Alaska. Sabía que te gustaría así.
—Me encanta. Estás hermosa.
—Tú estás muy elegante con ese traje azul. ¿Es la vestimenta habitual de la cárcel?
—¡No! Me lo puse sólo para impresionarte. En realidad, lo gané en una partida de póquer.
—Me encanta saber que no has perdido ninguno de tus antiguos vicios.
—Uh, ni siquiera pronuncies esa palabra. Podría tener que romper todos estos vidrios para llegar a tu lado. Te veo tan maravillosa.
Su rostro se puso serio.
—Billy, ¿estás bien, de verdad?
—Sí, Lil. Estoy bien.
—Estuve muy preocupada pensando que podías hacer algo estúpido y…
Se interrumpió y echó una mirada a su alrededor. Me miró inquisitivamente.
—No, no te preocupes. No hay micrófonos ocultos.
—Me imaginé qué habrán significado para ti los términos de la amnistía, Billy. Por favor, ten cuidado. No cometas un error ahora.
—Tranquilízate Lil, no lo haré.
—Tu última carta me asustó.
—Sí, lo siento. Tú siempre recibes lo peor, cuando ya no puedo soportar más.
—Oh, Billy, está bien. Compartiré el peso. Pero sé que te estás preparando otra vez. Me asustas.
—¡Vamos! No haría nada tonto. Me conoces.
El rostro de Lil reflejaba preocupación.
—Te conozco muy bien, por eso estoy asustada.
Hacía seis años que no veía a Lillian. Pero nuestras cartas habían hecho renacer los sentimientos de mucho tiempo atrás. Su aspecto exterior casi no había cambiado. Aún se veía suave y hermosa. Pero había fuerza dentro de su suavidad. La vida sana al aire libre había dado brillo a su piel. Su cuerpo parecía firme debajo de los pantalones ajustados y la blusa. Había desaparecido la niña tímida de ayer. Ante mí estaba una mujer. Buscaba algo. Podía ver la fuerza de la búsqueda en sus ojos; una pena detrás de la chispa. Sus pechos estaban tensos bajo su ropa.
—Desabróchate la blusa —le pedí de pronto.
Hizo un gesto.
—Billy, no puedo hacerlo. Podrías meterte en problemas. Podrían venir los guardias. —Miró las cabinas desiertas a nuestro lado.
—¡Dios! Puedo ver tus pezones erectos.
—Basta ya. No conseguirás más que frustrarte —me dijo mientras se abría la parte superior de la blusa—. ¿Y todo el control emocional del que me hablabas? —Sus largos dedos desabotonaron otro botón—. Y con todo este vidrio entre los dos, no puede resultar muy excitante.
Se inclinó hacia la ventana. Puso ambas manos sobre la blusa y la abrió lentamente. Senos maduros. Profunda hendidura. Sus pezones oscuros y duros se engancharon por un momento en el material blanco. Luego se liberaron, temblorosos, cuando sus pechos se separaron de la blusa. Gemí.
—Oh, Billy —murmuró Lilly, apretándose contra el vidrio. Si pudiera hacerlo mejor para ti.
Gemí otra vez.
—Lo haces.
Hubo un ruido fuera. Ella se cubrió con la blusa. Estuve a punto de gritar por la interrupción. Pasaron guardias junto a nuestra cabina.
Uno golpeó la puerta para indicar que el tiempo de la visita había terminado. Luego se marcharon.
—Ábrela de nuevo —le pedí rápidamente.
Ella rió y abotonó la blusa.
—Sigues siendo un loco. Me alegro de eso. Me preocupaba que hubieras dejado de serlo.
—¿Puedes quedarte un tiempo en Estambul?
—Lo siento, Billy. No tengo mucho dinero, tuve que hacer muchos esfuerzos para llegar aquí. Pero tenía que verte.
—Mira qué contento estoy aún de verte —le dije mientras le indicaba la comba que formaban mis pantalones. Ella abrió toda su boca y luego se rió.
—Mañana hay un vuelo a Suiza y tengo que cogerlo. No podría quedarme hasta el día de visita de la semana que viene.
Me sentí un tanto decepcionado, pero no mucho.
Verla, oír su voz y mirar sus ojos, era suficiente. Me alcanzaría para un buen tiempo de soledad.
—Bien, tú sigue cantando como los tiroleses por esas montañas —le dije—. Uno de estos días vas a escuchar unos ecos extraños que rebotan desde los valle hacia ti. Y yo estaré detrás de los ecos.
—Billy, te ruego que te cuides. Significas tanto para mí. No hagas que te maten.
—¡Eh! También significo mucho para mí mismo. He sobrevivido hasta ahora. No entra en mis planes hacerme matar.
Ella no sonreía.
—Te darán el traslado. Hay mucha gente que trabaja duro por conseguir tu libertad. Dales tiempo.
—Lo haré, Lil.
—Mucha gente reza por ti.
—Lo puedo sentir. Lo sé.
—Te amo, Billy.
—Te amo, Lilly.
Nos quedamos mirándonos a través del vidrio. Llegó un guardia que abrió la puerta de la cabina y la invitó a salir. Observé cómo se alejaba caminando hacia atrás, con una mirada que recordé mucho tiempo después que se hubo marchado.
—Un nuevo tipo —anunció Necdet—. Norteamericano.
—Oh, no. —Giré sobre la cama para no oír la voz de Necdet. Un nuevo preso significaba otro idiota delirante como yo lo había sido.
Los nuevos reclusos eran un fastidio.
Popeye corrió abajo para saludarlo.
No se trata de un novato. Se llamaba Harvey Bell y lo habían trasladado desde Elazig para que lo operaran. Tenía hernia como resultado de una gran paliza que los guardias le dieron tras un intento de fuga. Había conseguido emborracharse durante el viaje desde Elazig.
—Oh, esto está limpio —comentó asombrado.
Miré a mi alrededor todo el polvo y la suciedad. Olí el hedor pútrido que venía del baño. Tomé nota mental de que nunca debía pedir el traslado a Elazig.
—Soy de Alabama —le informó a Popeye—. Es tan hermoso estar lejos de esos malditos turcos.
Pasaron junto a mi cama y Popeye me silbó. ¿Qué podía hacer yo?
Era el único norteamericano del kogus. Debía acercarme y saludar.
—¿Cuánto tiempo te echaron? —me preguntó.
—Treinta años.
—¡Oh! —me estrechó la mano—. Lo mismo que a mí.
De repente me gustó.
Bebió con gusto una taza de té que le ofreció Popeye.
Echó una rápida mirada a su alrededor.
—¿Cómo nos fugamos de este agujero? —preguntó en voz alta.
—Shhh —lo intimé—. Cuidado. Estos no son turcos. Son muchos lo que hablan inglés. Todos entienden lo que dices.
—Ah, sí. —Sonrió y bajó la voz—. ¿Entonces, cómo nos fugamos de este agujero?
Reí. Harvey llevó hacia atrás un mechón blanco que se destacaba entre su pelo castaño.
Tenía tantos deseos de escapar como yo y en pocas semanas llegué a confiar en él; luego le comenté que tenía una lima, una cuerda y los planos de la cárcel. También le hablé de Johann, que estaba en Estambul. De lo único de que no le hablé fue del dinero.
Fuimos al baño y examinamos la ventana con barrotes. Le expliqué mi plan de limar las rejas, salir y trepar al techo, atar la cuerda a la antena y deslizarme por la pared.
—¿Por qué no lo haces? —me preguntó.
—Es un suicidio. El porcentaje de balas es alto.
—Bueno, entonces dame los elementos. Lo hago yo.
—No, todavía no. Es la única carta que me queda. Si no consigo el traslado, entonces tal vez…
Tuve la visita inesperada de Michael Griffith. Un rostro radiante, sonriente. Nos estrechamos las manos amigablemente. Venía de Ankara, la capital, donde había estado con el embajador Macomber y un abogado de nombre Farouk Eherem, presidente de la Asociación de Abogados Turcos. Eherem era autor de la Sección 18, Estatuto No. 647, del Código Criminal Turco, donde se afirma que los extranjeros encarcelados en Turquía pueden ser trasladados a cárceles de su propio país. Eherem le había prometido a Mike que intercedería en mi favor ante el Premier Ecevit. Mike creía que pronto ocurriría algo y me contó que un par de detectives de Nassau County se habían ofrecido para escoltarme hasta una prisión de los Estados Unidos. Luego podría obtener la libertad bajo fianza u otro tipo de liberación.
—De manera que todo está programado —continuó Mike—. Todo lo que esperamos es que se completen los trámites finales. Luego nos marchamos a casa.
Hogar. ¿Dónde oí la definición? «Hogar es un lugar donde, cuando tenemos que ir, nos deben aceptar». Robert Frost. Por cierto que tenía que ir…, tanto que podía saborearlo. Tenía el sabor de la carne asada y el puré de patatas y la salsa y el maíz y la sandía.
Mis esperanzas eran muchas. Mis expectativas pocas. Después del golpe que significó recibir una condena a cadena perpetua cuando sólo me faltaban cincuenta y tres días de cárcel, había resuelto no volver a creer en la liberación hasta que se hubiese producido. Pero esta vez era difícil no creer. Mike estaba tan confiado. Por fin, después de casi cuatro años largos y horribles, ¿estaba al final de mi condena? Había pagado mi deuda. Era el 10 de julio de 1974.
Tres días después el alboroto empezó cuando estaba haciendo mis ejercicios de yoga. Fue creciendo en intensidad. Se oían voces excitadas a través de las paredes de los otros patios. Entró corriendo un chico que vendía periódicos. Los reclusos se reunieron para leer las noticias.
¡Guerra! Ecevit había ordenado el envío de tropas turcas a Chipre para proteger los derechos de los ciudadanos chipriotas turcos que sufrían la opresión de los griegos. Al menos ésa era la «verdad», tal como la veían los periodistas turcos.
Cada preso, como de costumbre, trató de conjeturar qué podríamos encontrar de bueno en esas noticias. Todos los turcos gritaban pidiendo una amnistía, para poder ingresar en el ejército e ir a aplastar a los griegos. También, nosotros, los extranjeros, estábamos deseosos de ingresar en el ejército turco, pero sólo por el tiempo necesario como para poder llegar a la frontera. Harvey Bell y yo consideramos la posibilidad de que los griegos invadieran y tal vez liberaran Estambul.
Imaginamos los tanques griegos en el acto de derribar los muros de la cárcel. Sin duda sería un hermoso espectáculo.
Todo terminó rápidamente. Las tropas turcas superaron la resistencia griega. Ecevit se ganó el apodo de «el león» y se convirtió en un héroe nacional. Después de casi dos semanas tuve noticias de Mike, que había regresado a los Estados Unidos. Ahora que la breve guerra daba lugar a una paz relativa, estaba seguro de que Ecevit consideraría una vez más el pedido de traslado y con seguridad ésa sería una época de buena voluntad.
También pensó lo mismo Ecevit, quien estando en la cúspide de la popularidad, renunció y llamó a nuevas elecciones pues suponía que iba a ganar por una vasta mayoría en el Parlamento.
Perdió. El país se tambaleaba en su intento de funcionar sin gobierno.
El gobierno norteamericano tampoco podía ayudarme. Seguí con interés los sucesivos informes sobre el caso Watergate. Con los años había decrecido mi interés en la política exterior. Pero ahora quería estar al tanto de ese momento tremendo de la historia norteamericana.
Los reclusos de otras nacionalidades me buscaban para charlar. Para ellos, Nixon, Agnew, Mitchell y los otros eran como personajes de historieta. Me dolía. Comprendí más que nunca que amaba a los Estados Unidos. No al gobierno sino a su forma de gobierno. El fascismo turco me hizo desear, una vez más, vivir en un lugar donde se pudiera decir libremente lo que se pensaba.
Un día, en agosto, oí una noticia. Nadir se me acercó corriendo.
—Nixon —escupió—. I pnaye pesavek (rufián maricón). Asina covacim (se la meto en la boca).
—¿Qué ocurre?
—No te enteraste. Nixon renunció.
Me senté y empecé a escribirle una carta al ex presidente: «Estimado compañero recluso…».