XIX

En 1973 todo el kogus recibió un anticipado regalo de Navidad: la partida de Ziat. Aunque hubiese preferido irme yo, era un placer estar separado de él. Su presencia siempre me había inquietado.

Para Popeye, para Joey y para mí, su partida también significaba dinero. A la mañana del día siguiente, ellos me presionaron para que les dijera dónde estaba el dinero.

—Joey, ¿por qué no vas a buscar té para los tres y vuelven aquí a mi celda? Tenemos que charlar un poco.

Joey le compró a Nadir un té bien fuerte. Lo bebimos lentamente.

Joey y Popeye fumaban sus cigarrillos con gran nerviosidad.

—¿Dónde está? ¿Dónde está?

—Lo han estado mirando durante semanas. Lo han tenido frente a los ojos.

—¿Cómo?

Tendí el brazo hacia la parte inferior del armario y tomé una gruesa vela amarilla. Quedaron boquiabiertos. Coloqué la vela entre la pared y yo. Joey y Popeye cubrían totalmente la visión con sus cuerpos. Con una lima para uñas retiré la cera lentamente. Cuando terminé, mi cama estaba llena de cera y había billetes por valor de casi 1.500 dólares.

—¿Cómo demonios lo metiste ahí? —quiso saber Popeye.

Trabajé toda la noche. Bajo las sábanas. Me dediqué a encender velas y a dejar que la cera cayese sobre los billetes. Pensaba que iba a incendiarse el kogus.

Dividimos el dinero en tres partes. Nos correspondieron unos 500 dólares a cada uno.

—Si pescan a alguno con esto, deberá inventar su propia historia —les advertí—. Vosotros no me conocéis y yo no os conozco.

—Bien, bien —replicó Joey—. ¡Voy a sobornar a un guardia para que nos consiga comida! —Durante los días que siguieron comimos bien.

Noté que Popeye tenía un reloj Seiko muy caro que había pertenecido a Muhto, un preso malayo. Muhto, a su vez, le compró cigarrillos Rothman al pequeño turco que siempre venía a ofrecer marcas extranjeras.

Compré mucha fruta fresca, que conservé sobre el antepecho de la ventana, cerca de mi cama. Fuera el tiempo era fresco y la fruta se conservó unos días.

La mayor parte del dinero la oculté en mi diario. Abrí en dos partes la tapa de cartón, como le había visto hacer a Max. Trabajé con naturalidad mientras con mi cuerpo bloqueaba la visión a los demás.

Simulaba leer o escribir en la cama. En realidad, estaba haciendo un depósito en el Banco de Ahorros para la libertad.

Una fría mañana de invierno Popeye se me acercó corriendo.

Lanzaba un silbido de alarma y gritó: ¡Poner juntas las camas! ¡Nos atacan!

—¿De qué estás hablando? —le pregunté.

—Han llegado los afganos. Nos invaden. Pronto, antes que entren sus camellos.

Popeye exageraba, como de costumbre, pero no mucho. Los afganos eran un torbellino de túnicas ondulantes y de llamativos y amplios pantalones. Eran quince. Habían estado viajando en un ómnibus cargado de chales, rollos de tela, trajes de hombres baratos y otros artículos pequeños hechos a mano. Cuando los detuvo la policía dijeron que eran peregrinos que volvían de La Meca y la mercadería eran regalos que llevaban a los amigos. El problema fue que Estambul no estaba en la ruta entre La Meca y Afganistán. Los arrestaron por contrabando.

Todas las camas del piso superior estaban ocupadas, de modo que los afganos durmieron abajo, sobre el suelo. Les dieron colchones viejos y sábanas. Aunque se quedaran una sola noche, la ropa quedaría inutilizada para siempre, ya que nadie se atrevería a usarla después.

Los afganos acamparon en un extremo del piso bajo, que convirtieron en zona privada. La fila para Sayim era muy numerosa ahora. Todos se apiñaban en un lugar para evitar la proximidad de los nuevos presos. Cuando no rezaban, los afganos empujaban para avanzar en la fila de la sopa. Tomaban cuanto trocho de papel, de hilo o de basura encontraban y los guardaban en sus abultadas bolsas de lona.

Eran ruidosos. Jugaban y gritaban como niños, discutían como ancianas. Pero las cicatrices que ostentaban nos invitaban a ser prudentes.

El viejo que parecía el jefe tenía un ojo azul lechoso y uno negro, que miraban con expresión de cuervo. Un hombre sólo tenía tres dedos en una mano. A otro le faltaba buena parte de la oreja.

A todos nosotros, los empedernidos contrabandistas de hashish del kogus de los extranjeros, nos conmovió el último veredicto pronunciado contra unos norteamericanos. Mientras la mayor parte del mundo civilizado parecía estar reduciendo las penas para los delitos relacionados con hashish y marihuana, Turquía las reforzaba. Robert Hubbard, Jo Ann McDaniel y Kathy Zenz fueron a juicio el 28 de diciembre sin esperar más que la fastidiosa continuación de su caso, que se prolongaba desde hacía más de un año. Pero el juez los citó por conspirar para traficar con cien kilos de hashish de Siria a Turquía y los sentenció a la pena capital… reducida a cadena perpetua. De pronto yo ya no poseía récord de la sentencia más larga para un preso norteamericano en Turquía. Sentí un gran pesar por ellos. Recé porque todos pudiésemos hallar alguna solución común. Tal vez la diplomacia fuera nuestra mejor carta.

Willard Johnson me dio a leer un informe del embajador Macomber.

A juicio del embajador, se declararía una amnistía en cuanto los turcos consiguieran formar un nuevo gobierno. Todos creían que habría una amnistía general en 1973 para celebrar el quincuagésimo aniversario de la gloriosa república turca. Pero aunque se produjera, probablemente me dejaría con muchos años por cumplir. Macomber creía que existía una «probabilidad mínima» de que con la amnistía, los reclusos extranjeros fuesen deportados. La posibilidad de un traslado a los Estados Unidos la estaban discutiendo Ankara y Washington, pero también parecía poco posible. Existía también la probabilidad de que el Parlamento turco considerara mi caso particular. Pero esto se había hecho sólo una vez en Turquía con extranjeros… todo lo cual me dejaba frente a dieciséis años y medio, es decir, treinta años, menos la reducción por buena conducta.

Me hallaba en ese estado de ánimo cuando me enteré que papá venía a visitarme por cuarta vez.

Había cambiado. El brillo de sus ojos irlandeses se había apagado.

Se lo veía cansado.

—Un regalo para ti —anunció suavemente. Algo en su voz me alertó.

Era como si me indicara que lo que seguía estaba en clave. Había que asegurarse de que Willard no entendiera lo que realmente estábamos conversando.

Miré el regalo. Era un álbum de fotos de familia. Papá había hecho hacer copias de muchas de las fotos de nuestro viejo álbum.

—Se me ocurrió que tal vez te gustaría tener algunas fotografías. —Sonrió. Otra vez el tono de advertencia.

Hojeé el álbum. Se me formó un nudo en la garganta cuando vi a mamá de pie frente a nuestra casa, con un niño pequeño de cabellos rubios cogido de la mano. Estaba Rob con su bicicleta. Nosotros dos en una batalla con bolas de nieve. Mamá que mostraba a una pequeñita vestida de rosa. Peg con un vestido muy corto… con esa foto podría distraer la atención de muchos guardias. Estaba la abuela y también tía Mickey y tío Jimmy.

—Hay muchísimas fotos de tu viejo amigo, el señor Franklin, el del banco, —me anunció papá.

—Ajá. Lo recuerdo muy bien.

—Por supuesto. Es el que siempre quiso ser maquinista de ferrocarril. Tenía todos estos trenecitos circulando alrededor de su casa.

Mis ojos observaban el álbum de fotos. Papá pasó un dedo por el borde de la contracubierta. ¡El viejo zorro plateado! Me pregunté dónde habría aprendido ese sistema.

—Papá, todo esto cuesta mucho dinero. Los abogados, los viajes. —Toqué el álbum de fotos—. Te lo pagaré algún día.

—Sé que lo harás, Billy. Pero no te preocupes por eso. —Suspiró—. Sabes, de todo esto he aprendido algo: no hay que permitir que las pequeñas cosas de la vida nos abrumen.

—Exacto.

—Ahora me resulta más fácil mi trabajo —agregó papá—. Las pequeñeces ya no me molestan. Comprendo que algunas cosas no son tan importantes como antes parecían.

—Me alegra que podamos hablar de eso, papá.

—Sí. Debimos conversar más. Hay lugar para las diferentes opiniones. No tienen por qué separar a la gente.

—Papá, si yo… Cuando salga de esto, conversaremos mucho más.

Sonrió.

La visita duró un largo rato. Papá aún tenía grandes esperanzas de un traslado o una amnistía. Pero era obvio que la fuga era casi la única salida.

—Ten cuidado, hijo. Cuídate mucho.

Me separé de él y volví al kogus. El guardia me detuvo para examinar el álbum.

—Mi hermana —le dije en turco con un tono de orgullo.

El hombre contempló la foto de Peg. Luego, de buen humor, me hizo entrar en el kogus. Otros presos se reunieron a mi alrededor para enterarse de las novedades de mi visita y para gozar del chocolate y los cigarrillos. A Joey le pasé el álbum de fotos con naturalidad. Varios hombres se reunieron para mirarlas. Peg fue un éxito en Estambul.

En esta oportunidad papá sólo se quedó unos pocos días. Trató de ocultarlo, pero comprendí que tenía problemas económicos.

Constantemente intenté llevar la conversación al tema del Expreso de Medianoche. Vi que estaba preocupado. Durante tres años se había opuesto a toda idea de fuga. Ahora hipotecaba su casa para financiar mi intento. Si fallaba, sabía que el disgusto lo mataría. En su última visita antes de volver a Norteamérica se incorporó para despedirse, me agarró fuerte de un brazo, abrió la boca para hablar pero no se oyeron las palabras. Me abrazó.

Luego giró sobre sí mismo y se marchó.

La curiosidad me volvía loco, pero permití que el álbum circulara por el kogus durante varios días. Luego lo coloqué sobre mi armario y lo olvidé. Sólo cuando hubo pasado más de una semana busqué el dinero.

Entrada la noche, con el álbum bajo las sábanas mientras me encontraba tendido en la cama, corté con cuidado la contracubierta. Allí, bajo el cartón había billetes nuevos de 100 dólares, ordenados con prolijidad en grupos de tres. Veintisiete fotos de Benjamín Franklin.

Era mucha la gente que se interesaba por el álbum. Tuve que trasladar el dinero a un lugar más seguro. Durante varias noches trabajé en secreto. Abrí la cubierta posterior de mi diario. Coloqué el dinero dentro, junto al de Ziat, y lo cubrí con varias hojas de papel de dibujo muy fino, delgado como piel de cebolla. Luego volví a cerrar la cubierta con pegamento. Quedó muy bien. El diario estaba lleno de dibujos, cartas y notas. Ahora el dinero, la lima y los planos estaban juntos en un solo lugar. También tenía allí un poco de LSD para dormir a un guardia si era necesario. No tenía más que agarrar mi diario y ya tenía todo un equipo para la fuga.

No sabía con exactitud cómo utilizar el dinero. Tenía que esperar hasta ver qué ocurría con los trenes de la amnistía y del traslado. No deseaba intentar la fuga y ser detenido para luego descubrir que había sido liberado.

El tiempo en la cárcel seguía su curso. Los momentos se convertían en horas, días, semanas, meses. ¿Cuándo terminaría todo? ¿Cuándo volvería a comenzar mi vida?

No vi razón alguna para que esa mañana fría fuera diferente de las otras. Temprano me senté en el patio. Un par de reclusos alemanes caminaron a paso de ganso de un lado a otro. Parecía a punto de llover, pero el aire estaba fresco.

Nadir se acercó a la carrera.

—Es Hamid —gritó mientras sonreía.

Oír ese nombre me produjo un escalofrío.

—¿Qué?

—Buenas noticias. Hamid ha muerto.

—¿Hamid? ¿El oso? ¿Muerto? ¿Cómo?

—Sí. Lo tirotearon.

—¡Oh!

Nadir volvió corriendo al kogus. En un instante oí que todo el pabellón empezaba a cuchichear con gran excitación. Chabran se me acercó a la carrera desde el kogus de los niños.

Ala buyuk (Dios es grande) —gritó.

Una noticia muy buena. Los reclusos corrían al patio entre saltos y gritos. Joey vino hacia mí y me palmeó el hombro. Popeye apareció silbando y bailando de alegría. Se oían las risas y el júbilo de los otros kogus. El bullicio fue en aumento. En los corredores los guardias estaban nerviosos y asustados.

De pronto comprendí lo que estábamos celebrando: había muerto un hombre, un ser humano, y nosotros estábamos felices. No debería ser así. ¿Cómo podía la gente sentirse tan feliz por la muerte de otra persona? Pero yo estaba feliz. Cedí al sentimiento de alivio. Los crueles puños del oso no volverían a golpear mi cara.

Nadie se enteró de los detalles. Pero Hamid estaba muerto. Alguien le había disparado fuera de la cárcel, en un restaurante. Eso fue todo lo que supimos.

Más tarde, esa misma mañana, utilicé un paquete de Marlboro para persuadir a un guardia de la puerta del pabellón que me permitiera ir a la enfermería. Si alguien podía estar enterado del asunto, ése sería Max. Estaba sentado en la cama, con los ojos vidriosos pero sonriente, mientras conversaba con dos turcos. Me saludó con gran calidez.

—Estaba tomando el desayuno —me contó Max—. Frente a la entrada de la cárcel hay un restaurante. Él desayunaba ahí todos los días. Había un tipo… Hamid lo había castigado por tener hashish, hace tal vez un par de años…, un recluso…, uno de los turcos. Hamid lo llevó abajo y lo sometió a una de sus sesiones con la vara de falaka. Pero el tipo ni se quejó. Lo tuvieron ahí un par de días y lo golpeaban cada rato. Sabéis como era Hamid… mientras lo golpeaba, gritaba: «Tu madre es una puta, tu hermana es una puta, tu abuela es una puta»…, ese tipo de cosas.

—El tipo nunca lo olvidó con seguridad.

—Hace unos días el turco terminó su condena. Esta mañana entró al restaurante mientras Hamid tomaba el desayuno. Lo apuntó con un revólver. Quitó el seguro y le dijo: «¿Me recuerdas? Bien; aquí tienes algo por mi madre». ¡Blam! «Y por mi hermana». ¡Blam! ¡Blam! ¡Blam! Varios disparos. Hamid cayó al suelo. El arma quedó sin balas y el tipo la puso sobre una mesa. Se sentó y esperó la policía. ¡Es increíble!

Unas pocas semanas después, el asesino de Hamid fue devuelto a su antiguo kogus, donde se lo recibió como a un héroe. Era un nuevo kapidiye. Se hizo famoso como Asían, «el león».

Durante semanas los reclusos tuvieron a raya a los guardias. Cuando pasaban frente a algunos murmuraban: «Hamid onutma», (no te olvides de Hamid).

Los guardias no lo olvidaban.

Arief desapareció sorpresivamente. Se rumoreaba que el «rompehuesos» se había internado en un hospital para operarse.

Mamur solicitó su traslado a Izmir.