XVIII

Una mañana Joey y Popeye se me acercaron. Parece ser que Popeye se había despertado en medio de la noche para ir al baño, pero como antes de ponerse en movimiento percibiera un ligero ruido, atisbó a través del kogus y vio que Ziat hacía algo detrás de su enorme radio. Con cuidado, el jordano retiraba los tomillos de la parte posterior del aparato y quitaba la tapa. Miró a su alrededor con recelo. Luego puso dinero dentro de la radio, ajustó otra vez la tapa y colocó el aparato sobre su armario.

¡Era ahí donde Ziat guardaba su dinero! Todos creíamos que utilizaba un lugar obvio: el armario cerrado con candado doble. Pero no, el hábil jordano había conseguido despistarnos a todos. Guardaba el dinero, sin llave, en la parte posterior de la radio. Y, como todos sabían, tenía muchísimo ya que había sido el principal proveedor de drogas en el kogus desde que los que allí estábamos podíamos recordar. Además, se ocupaba del negocio del té con tanta codicia que obtenía buenas ganancias.

Joey se frotó las manos con alegría. Desde el día de la pelea de Ziat con el chico, el jordano se había convertido en su peor enemigo.

—Voy a robarle hasta el último centavo —murmuró—. Va a ser muy divertido.

—No cuentes conmigo —le advertí—. Ese hombre es muy peligroso para tenerlo de enemigo.

—¡Uh, muchacho! —exclamó Popeye—. Lo ponen en libertad el mes que viene de manera que es la última oportunidad que tienes de joderle.

—No, gracias. Pero os deseo buena suerte.

Popeye levantó las dos manos y silbó.

Me olvidé del asunto hasta pocas noches después. Serían las 2 de la mañana. Tenía uno de los sueños frecuentes con Lillian. Casi podía sentirla a mi lado. Ella tendía su mano suave y me acariciaba el rostro…

… Pero la mano era pesada y áspera. Me tapó la nariz y la boca.

No me dejaba respirar. Empecé a luchar por soltarme, pero alguien me chistó que aguardara silencio.

Abrí los ojos y tuve una visión invertida de los bigotes como manubrios de Joey.

—Esconde esto —susurró—. Un tercio es tuyo. —Metió algo entre mis manos y desapareció.

Miré. Para mi asombro, contenía un grueso fajo de billetes sujeto con una ancha banda de goma.

Era un sueño. No, el sueño se estaba disipando. Lillian ya no se hallaba a mi lado, sino en Alaska. Ahí estaba yo, desnudo en mi cama con un grueso fajo de billetes en las manos.

Deshice el fajo y observé el dinero. Había billetes azules, rosados, verdes, amarillos, negros y rojos. Eran billetes de cien dólares, de mil marcos, de diez libras. Había dinero sirio, español, italiano y australiano. ¿Para el pasaje en el Expreso de Medianoche? Quizá.

¿Pero dónde podría ocultarlo hasta que el tren llegara?

Eché una rápida mirada a mi alrededor. El kogus dormía entre gruñidos y ronquidos. Vi a Joey del otro lado del kogus acurrucado bajo las mantas. No alcanzaba a ver la cama de Popeye pero imaginé que estaría en la misma posición. También yo me hundí bajo las mantas.

Durante casi media hora estuve tendido con el dinero en las manos bajo las sábanas, pensando en los escondites posibles. Por último tuve una inspiración. Trabajé toda la noche. Me quedé dormido poco después de que Ziat se levantara y bajara a calentar el agua para el té.

Cuando me desperté, exhausto, era ya media mañana. Mi mente funcionaba a toda velocidad y no podía dormir. El kogus estaba tranquilo. Bajé, compré un vaso de té a Ziat y salí al patio. Popeye se me acercó a la carrera y noté que estaba tenso.

—¿Dónde está? —preguntó—. ¿Qué hiciste con el dinero?

—Cálmate. No te lo voy a decir.

—¡Cómo! Estás bromeando…

—… Shhh. ¿Quieres enviar un telegrama a Ziat? No te lo voy a decir.

Popeye se marchó furioso. Pocos segundos después apareció Joey.

—¿Qué ocurrió? ¿Por qué no quieres decirle a Popeye dónde está el dinero?

—No quiero. Está escondido. Vamos a tener un «control», tú lo sabes. Soy el único que sabe dónde está. Si lo encuentran, soy el único que se mete en problemas. También soy el único que puede decir dónde está. Y no voy a hablar, de modo que será mejor que te calmes.

Joey comprendió que mis palabras tenían sentido.

—Está bien. Cuídalo. —Joey iba a ser el primero de quien se sospechara. En particular yo no quería que él supiera dónde estaba oculto el dinero. Si no lo sabía, los guardias no podrían sacárselo a golpes.

Más tarde oí la voz excitada de Ziat que hablaba con Necdet y pocos minutos después llegó el grito: «sayim, sayim». Popeye, Joey y yo nos ubicamos tan lejos uno del otro como pudimos.

Entró Mamur seguido por Hamid, Arief y otros doce guardias. Mamur, que despedía chispas por los ojos, recorrió la fila de los reclusos observándolos uno a uno y luego gritó en turco. Necdet lo seguía y traducía al inglés.

—Se ha perdido cierto dinero en el kogus —decía Mamur—. Veinticinco mil liras. Quiero que todos se tomen un poco de tiempo para pensarlo. Hemos trasladado a todos los chicos a otro pabellón. Vamos a encerrarlos a ustedes en el kogus de ellos mientras revisamos éste. Los haremos salir uno por uno. Si alguien tiene lago qué decir, puede decirlo. Nadie sabrá quien habló.

Su voz se elevó.

—El que lo tenga, será mejor que lo entregue ahora. Si lo hace no habrá problemas —mintió—. Ni palizas ni juicio. Todo lo que deseamos es recuperar el dinero.

Nos revisaron uno por uno antes de enviamos al kogus de los niños.

No tuve problemas; no tenía el dinero conmigo.

Encerrados en el kogus de los niños, todos caminábamos de un lado hacia el otro del salón inferior. Nadie quería subir las escaleras y acercarse a las camas mugrientas o al baño.

Joey me abordó.

—¿Qué se propone Mamur? —me preguntó—. ¿Crees que Ziat le prometió parte del dinero?

Me encogí de hombros y seguí caminando. Popeye me miraba nerviosamente.

Cuando pasó algo más de una hora, Arief vino al kogus de los chicos y nos endilgó un discurso.

—Vamos a tenerlos aquí todo el día —prometió—. Y toda la noche. Y todo el día de mañana. Y también pasado mañana. —Empezó a gritar—: Los tendremos aquí una semana. ¡Hasta que aparezca el dinero! Vamos a sacar de ese kogus todo lo que se puede sacar. Todos los armarios, todas las camas, toda la ropa. Lo sacaremos todo al patio y lo romperemos en pedacitos hasta que aparezca el dinero. —Se acuclilló y llevó el torso hacia adelante—. Y cuando lo encontremos, vamos a destrozar al que lo tenga. —Se irguió—. Pero si habla ahora, sólo cogeremos el dinero. Sin paliza.

Hubo un silencio.

—¡Bastardos!

Pasaron las horas. Nadie estaba dispuesto a salir del kogus. Los hombres caminaban vestidos con sus pijamas, descalzos sobre el suelo frío.

Popeye se puso más nervioso. Me llevó aparte y me dijo:

—Devolvámoslo, hombre.

—Estás loco. De esa manera sí que nos meteríamos en problemas. Ya tenemos bastantes. Hay que aguantar la tormenta.

Popeye caminaba por el corredor. Cada vez que pasaba por donde me hallaba, yo empezaba a silbar una vieja canción de un grupo rock conocido como The Doors. Se llamaba Riders on the storm (Jinetes en la tormenta).

Me sentía tan nervioso como Popeye y no sabía si el escondite que había ideado resistiría una búsqueda tan minuciosa. A través de las ventanas veía que los soldados destrozaban todo, sacaban el relleno de los colchones. Traté de no pensar en el lugar en que se hallaba el dinero, no fuera a ser que alguien recogiera alguna vibración perdida en mi mente.

Después de varias horas de tensión llegó una ayuda inesperada.

Nadir, un nuevo recluso iraní que dormía sobre un colchón en el piso superior, se acercó al guardia que estaba en la puerta. Pidió ver a Mamur. Vino «la comadreja». Nadir hablaba un turco perfecto. Gritó que alcanzaba a ver a Ziat hurgando por el piso superior de nuestro kogus. Afirmó que poseía ciertas cosas que deseaba proteger. Dijo tener 3.000 liras escondidas en su almohada. Se enfureció. Era verdad, todos veíamos a Ziat revisando todo en el primer piso de nuestro kogus.

Mamur lo llevó hacia el kogus. Oimos que Nadir vociferaba con furia mientras caminaba.

—¿Dónde pudo conseguir 25.000 liras ese Ziat? —pronunció el nombre con desprecio—. ¿Cómo obtuvo ese dinero en la cárcel? ¿Por qué hay que creerle a él? ¿Alguien vio el dinero? Pronto lo dejan en libertad. Quizá quiera vengarse de todos.

La almohada de Nadir estaba vacía. Gritó que le habían robado y acusó a Ziat. Se produjo un tumulto. Los guardias gritaban. Ziat gritaba. ¿Quién sabía la verdad? Nadir pudo haber tenido el dinero… o tal vez sólo la astucia. Mamur gritó exigiendo silencio y dio una orden, y con tanta rapidez como habían llegado, los guardias se marcharon del kogus.

Nosotros volvimos. Las cosas que pertenecían a los reclusos estaban en una pila en el suelo, aplastadas, rotas y mezcladas. Mi colchón había sido retirado de la cama y arrojado al suelo. Todo lo que guardaba en el armario se encontraba ahora en el suelo, incluso las pocas cosas apoyadas sobre el panel superior. Recogí mi diario del suelo y lo revisé para asegurarme de que los planos de la cárcel aún estaban allí. Palpé el forro para saber si estaba la lima. Recogí mi toalla, los bloques de papel de carta, los lapiceros, las velas, los cigarrillos y mi foto de Lillian. Volví a colocar todo sobre el armario.

Joey y Popeye pasaron cerca, pero no se atrevieron a detenerse a conversar. Los miré y silbé Riders on the storm.

Pasó una semana. Ziat vigilaba a Joey constantemente. El jordano, que parecía haber perdido toda codicia, abandonó su concesión para vender el té y Nadir ocupó su lugar.

Todo el dinero por el que Ziat había trabajado: mintiendo, engañando, robando, vendiendo drogas y afanándose todo el día sobre el fuego, había desaparecido. Faltaba muy poco para que completara su sentencia. Volvería a las calles de Estambul con miles de enemigos y sin dinero. En el kogus todos lo compadecíamos tanto que brindamos por él con el té fuerte y refrescante de Nadir.

Pero no recordábamos que Ziat tenía amigos entre los guardias. Una tarde bajé al piso inferior. Me sorprendí al ver a Ziat sentado a una mesa, bien vestido con traje y corbata. ¿Ziat?

De repente se abrió la puerta del kogus. Entraron Mamur y Arief.

Sayim, sayim —gritaron.

Normalmente los reclusos tratan de ubicarse cerca del extremo de la fila, donde no se les ve. Vi que Ziat se ubicaba con naturalidad en el segundo lugar de la fila. Estaba junto a Necdet.

Arief empezó a observar la fila. En un instante metió la mano en el bolsillo de Ziat y extrajo una caja de fósforos.

¿Nebu? —gruñó. La abrió y encontró un trocho de hashish. Arief sacó a Ziat de la fila y lo abofeteó sin mucho rigor.

—¿Dónde conseguiste este hashish?

—Me lo dio Joey —replicó Ziat.

Joey, que estaba a mi lado, se puso tenso.

Los guardias se llevaron a Ziat. Mamur llamó a Joey. Mi amigo caminó hasta el extremo de la fila.

—¿Qué ocurre con este hashish? —preguntó Mamur.

—No sé nada. No se lo vendí. No tengo nada que ver.

Mamur lo miró atentamente.

—Conozco tu cara —dijo.

—Yo…

—No digas nada —ordenó Mamur—. Te conozco. ¿Dónde obtuviste el hashish? —Agarró con fuerza uno de los extremos del bigote de Joey.

Obligó a mi amigo a ponerse sobre las puntas de los pies.

—¿Dónde conseguiste el hashish? —repitió.

—Le digo que no sé nada del hashish.

—¡Llévenlo al sótano! —Se llevaron a Joey arrastrándolo. Mamur nos miró a todos.

—A todo aquél que pesque con hashish lo voy a hacer pasar un mal rato. Se dio la vuelta rápidamente y se marchó.

El control había terminado en menos de un minuto. No buscaban a Joey por el hashish. Querían el dinero.

Necesitaban una excusa para llevarlo al salón del subsuelo y castigarlo con la vara de falaka.

Corrí hacia Necdet.

—¿No puede ir abajo? —rogué—. Ya vio lo que acaba de ocurrir.

—Por supuesto que puedo —replicó Necdet—. Pero ¿de qué serviría?

—Abajo lo van a moler a palos. Usted sabe que la acusación es falsa, que es Ziat quien desde hace años vende aquí el hashish.

Necdet, como encargado, no deseaba saber tales cosas.

—¿Ziat ha estado vendiendo hashish aquí?

—Bueno, tal vez usted no lo sepa —mentí, en un intento por mostrarme diplomático—. Pero van a destrozar a Joey ahí abajo. Buscan el dinero. Usted lo sabe.

Necdet fue a hablar con el guardia que estaba en la puerta. El guardia tenía órdenes muy concretas. No podíamos hacer nada por Joey, salvo esperar. Me alegró que él no supiera dónde estaba el dinero, de lo contrario podrían sacarle la información a golpes. Pero sí sabía quién lo tenía.

Sufrí por él toda la tarde. Imaginé lo que le estarían haciendo los guardias con las varas de falaka en sus pies y manos. A medida que transcurría el tiempo crecía el odio que sentía por Ziat.

Era de noche y nos tocaba bañarnos. Popeye, yo y unos pocos más nos pusimos nuestros pantalones de baño para bañarnos con el agua caliente. Uno de nuestros compañeros habituales faltaba. No hablamos del asunto. Nuestros sentimientos estaban más allá de las palabras. El ruido del agua al deslizarse era lo único que se oía.

Me había enjabonado todo el cuerpo. Estaba levantando la jarra para verter agua sobre mi cabeza cuando se abrió la puerta del kogus. Oí una carcajada. Era Ziat que entraba bromeando con los guardias. Su traje estaba limpio y prolijo. Enjabonado y mojado, corrí tras él.

—¡Ziat!

Se volvió y recibió mi puño en una de las mejillas. Se desplomó contra la ventana de rejas. Perdí el equilibrio en el suelo húmedo y resbaladizo. Ziat saltó y corrió hacia la cocina. Lo seguí, maldiciéndolos a él y a la espuma de jabón que me dificultaba la marcha. Varios hombres me aferraron. Me quedé ahí de pie, chorreando agua y vociferando contra el jordano.

Nadir sacó una navaja. Se acercó a Ziat. Este gimió y corrió escaleras arriba.

En un instante apareció Necdet para calmarnos a todos.

—Se terminó. —Fue hacia la puerta del kogus y llamó al guardia.

—Llévense a Ziat —ordenó—. Es preciso mantenerlo fuera del kogus.

Ziat cogió rápidamente sus cosas. Las últimas semanas de su sentencia las pasó en la enfermería.

A la mañana siguiente, Joey volvió al kogus. Apenas renqueaba.

Después de recibir los primeros golpes con la vara de falaka había jurado que iba a denunciar a Mamur ante el cónsul norteamericano.

«La comadreja» había pensado en esto sin darle importancia. Algunas veces las autoridades de la cárcel parecían dispuestas a resistir las presiones diplomáticas, otras veces no. Mamur se había marchado y los guardias habían dejado a Joey solo en la oscura sala subterránea, durante toda la noche. Al día siguiente, se habían limitado a llevarlo de vuelta arriba.