XVII

Todo se reducía a eso. Después de tres años de disputas, regateos, de pagar a abogados, de esperar y conversar y preocuparme y rezar, el resultado final seguía siendo treinta años. El lunes 10 de septiembre de 1973 los soldados esposaron mis manos y me llevaron de la cárcel de Sagmalcilar al salón subterráneo donde hacía varias vidas había hecho mi juego de prestidigitación para evitar una paliza. El día era muy caluroso y los soldados, con su uniforme de lana, tenían un olor fuerte.

Esperamos allí toda la mañana. Llegó el mediodía y se fue. Por último, avanzada la tarde, me hicieron marchar por los largos y oscuros corredores y por las escaleras hasta la diminuta sala de espera. Encontré mi nombre grabado aún en la pared, entre los dos de otras almas perdidas.

Los corredores vacíos del tribunal estaban silenciosos. El polvo flotaba en los largos haces inclinados de sol amarillo. Gran parte de las tareas del día habían terminado. Quedaba muy poca gente en el edificio.

Frente a la puerta cerrada de la sala número 6, tres ancianos que limpiaban, vestidos de negro, se volvieron a mi paso para mirarme.

La puerta se abrió y entramos.

Presidía el mismo anciano y bondadoso juez, Rasih Cerikcioglu. Pero el fiscal era otro, un hombre más joven. Cuando entré en la atestada sala, el juez se volvió al fiscal y le habló en turco. Yo ya podía entender algunas frases. El juez había dicho:

—Este es el caso del que le hablé.

Estaban presentes un periodista y un par de corresponsales extranjeros. Los estudiantes de derecho que habían seguido mi caso estaban allí, así como mi especial amiga desconocida de minifalda. Pero sentí una extraña indiferencia. Eso no estaba ocurriendo realmente, y sin embargo, sí. ¡Que ocurra!, pensé.

El juez inició el proceso explicando que no tenía elección. El tribunal supremo de Ankara había tomado su decisión firmemente. Citó la provisión de la ley turca, que exigía cadena perpetua.

Antes de pronunciar mi sentencia, el juez preguntó si yo tenía algo qué decir.

Sí. Tenía mucho qué decir.

Me puse de pie y traté de mantener erguida la columna. Hablé con lentitud en inglés, para que el intérprete pudiera traducir mis palabras a toda la sala.

—Es hora de que hable —empecé—. ¿Pero qué se puede decir? Cuando termine, ustedes me sentenciarán por mi delito. Permítanme preguntarles ahora… ¿Qué es un delito? ¿Y cuál es el castigo apropiado para un delito? Estas preguntas son difíciles de responder. Las respuestas varían de un lugar a otro, de una época a otra, de una sociedad a otra, de un hombre a otro. La justicia se ve afectada por la geografía, la política, la religión. Lo que era legal hace veinte años puede ser ilegal hoy. Y lo que es ilegal hoy puede ser legal mañana. No estoy diciendo que sea correcto o no. Es así como son las cosas… Estoy de pie ante ustedes hoy, mi vida está en sus manos… pero en verdad no tienen la menor idea de quién soy. No importa. He pasado los tres últimos años de mi vida en la cárcel. Si hoy la decisión de ustedes me sentencia a más cárcel, no puedo estar de acuerdo. Todo lo que puedo hacer es… perdonarlos.

El juez suspendió la sesión por diez minutos. Me rodeaba el silencio.

Luego volvió acompañado por sus dos ayudantes de togas negras. Se paró detrás de su estrado y tendió las manos cruzadas en las muñecas hacia mí. El tribunal supremo nos ha atado las manos.

Lenta, claramente, pronunció la sentencia en turco. Oí la palabra Muhabet cadena perpetua.

Luego oí Otuz Sena, treinta años.

El traductor se volvió para repetir las palabras en inglés, pero el juez lo interrumpió.

—Estoy levantando la sesión —indicó—. Por favor, traduzca el veredicto fuera de la sala. No puedo soportarlo. Ojalá me hubiese retirado antes de tener que pronunciar este veredicto.

Los soldados me llevaron fuera. El traductor me siguió y me comunicó oficialmente mi sentencia. Cadena perpetua, reducida a treinta años. Mi liberación se fijaba para el año 2000. Con la reducción del tiempo por buena conducta estaría libre el 7 de octubre de 1990.

En diecisiete años yo tendría cuarenta y tres. Lillian tendría cuarenta y dos. El 1984 de George Orwell habría llegado y partido. El cometa de Halley habría vuelto y también se habría marchado. Me perdería cuatro elecciones presidenciales más y cuatro olimpíadas. Papá se habría retirado, mamá estaría encanecida. Mis hermanos quizá se habrían casado y tendrían hijos adolescentes que saludarían al tío maduro a su regreso de Turquía. La juventud de mi vida se evaporaría en una cárcel turca.

Getchmis olsun —me deseó uno de los soldados que me llevaban a la cárcel.

«Que pase pronto».