30 de mayo de 1973
Estimado Senador Buckley:
Me llamo William Hayes y soy el padre de un muchacho que ha estado durante los últimos tres años (aproximadamente) en Estambul, Turquía. En el periódico del 30 al 31 de mayo aparecerá un artículo sobre su situación. Para cuando reciba esta carta es probable que usted lo haya leído. Le escribo con la esperanza de que atienda mi pedido de ayuda para la liberación de mi hijo de esta cárcel turca. No disculpo lo que él hizo. Desprecio las drogas tanto como cualquier ciudadano decente. Pero, en mi opinión, una sentencia de treinta años o cualquier otra sentencia más dura que pueda imponer la justicia de Ankara y que impida su liberación después de tres años de cárcel, es totalmente injusta e ilógica. Aquí no hablamos de drogas importantes como la heroína, la cocaína, etcétera, sino de aquéllas que como la marihuana, posiblemente serán declaradas legales en éste y otros países en un futuro próximo. Hemos soportado la sentencia original pero, francamente, toda encarcelación adicional impuesta por Ankara matará a mi esposa y arruinará la vida de un hombre joven que tiene mucho que ofrecerle al mundo. Su delito mayor fue la estupidez y creo que los tres años de su joven vida deberían ser castigo suficiente por sus acciones. Newsday ha sido muy amable en colaborar en mis peticiones de ayuda. Todo lo que puedo hacer es rogarle que considere los hechos del caso, la gravedad del «delito» y el castigo que pende sobre nuestras cabezas. Estoy seguro de que la presión ejercida desde su puesto, y aplicada al nivel adecuado, puede sernos de gran ayuda. Usted tiene influencia potencial para intervenir en nuestro favor. Comprendo que un senador debe tener su tiempo muy ocupado, pero le imploro que tenga en cuenta mi petición de ayuda. Cualquier hombre que sea padre, con seguridad entenderá mis sentimientos.
Gracias.
William B. Hayes
La publicidad era abrumadora. Mi viejo amigo Marc Derish escribió en el periódico de Long Island, una carta sobre mí. Después un periodista fue a mi casa. Papá, que tan a menudo había mentido a la gente con respecto a mí, diciendo que estaba enfermo en un hospital europeo, no sabía si la publicidad podía ayudar. ¿Pero qué mal podía hacer? La gente se mostró comprensiva. Publicaron un artículo de fondo sobre mi «tragedia solitaria» y la terrible noticia de mi sentencia a treinta años (o cadena perpetua). El periodista incluso fue a Seton Hall, en Patchogue, y entrevistó a la directora de mi escuela secundaria, la hermana de Mary Louise. Ella me recordaba como a un chico «con grandes posibilidades».
Algunas de las cosas que aparecían impresas me preocuparon. Citaron una de mis cartas a mis padres, donde yo decía que si Ankara no aprobaba mi sentencia de cuatro años, mamá y papá podían «esperar algo muy drástico».
«Él no se va a quedar allí sentado», le había dicho papá al periodista.
«Tratará de escapar. Y lo van a matar».
Me preguntaba, con preocupación, qué efecto tendría todo esto sobre los jueces turcos. Tenía que presentarme a la corte para el juicio. Tal vez la publicidad los enfurecería más y me darían cadena perpetua en lugar de treinta años. Esperaba que papá supiese lo que estaba haciendo.
En las semanas siguientes continuó el fuego periodístico. La periodista Annabelle Kerins, se enteró de que la decisión de Ankara parecía obedecer, en parte, a presiones políticas. La administración Nixon había puesto como condición para su ayuda externa que se prohibiera el cultivo de opio. Los productores turcos se enfurecieron, pidieron que se presionara a los Estados Unidos. La corte de Ankara informó que había aumentado las penas para los implicados en el comercio de drogas «en beneficio del orden social internacional». La decisión, en mi caso, tenía relación con «acuerdos internacionales». La corte ignoró el hecho de que en Turquía la pena máxima de contrabando de opio era de sólo diez años.
Un periódico envió al periodista Bob Greene a visitarme. Publicaban un artículo tras otro e incluso me pidieron que escribiera para ellos mis impresiones sobre la vida en la cárcel. ¡Yo! Con todo lo que había soñado ser escritor y con todas las notas de rechazo que había reunido en Milwaukee, y ahora me pedían que escribiera para ellos. Tal vez la publicidad no fuera negativa, después de todo.
En una de sus ediciones dominicales, un periódico publicó una foto mía cuando tenía tres años y cabalgaba un pony en el zoológico del Bronx. Estaba impresa directamente debajo de un gran titular que se refería al escándalo Watergate.
¡Qué mundo loco!
Papá les escribió a los senadores neoyorquinos James Buckley y Jacob Javits y a varios diputados, en su intento por obtener ayuda. Ellos prometieron hacer todo lo posible. El senador Buckley llegó a mencionar mi nombre en el senado, pidiendo la intervención del gobierno.
Recibí cartas de todos los puntos de los Estados Unidos, de viejos amigos, de conocidos y de extraños. Todos intentaban alentarme. Me aseguraban que el gobierno se esforzaría por sacarme de la cárcel lo antes posible.
En respuesta a tanta publicidad, el abogado criminalista John Sutter ofreció sus servicios gratuitamente y aunque estaba ocupado defendiendo a algunas de las personalidades de Watergate, encontró tiempo para hablar sobre mí con los funcionarios del Departamento de Estado. Él, a su vez, recibió una comunicación de otro abogado que deseaba ayudar; se llamaba Michael J. Griffith y su estudio estaba en Mineóla, Long Island, cerca de mi casa. Conversó con mi padre y también ofreció trabajar gratis. Me escribió informándome que estaba a punto de salir de vacaciones para Grecia y me preguntaba si podía venir a verme. Le contesté para agradecerle. No mencioné el hecho de que si no se apresuraba, tal vez no me encontrara.
Sagmir pudo haber ayudado a Jean-Claude a escapar, pero a mí no me había ayudado en absoluto. Su explicación fue que las cortes turcas no deseaban desprestigiarse. Pero él aún podía trabajar en mi favor entre bastidores, por una cantidad de dinero adecuada; Sagmir afirmaba que podía persuadir a los funcionarios de la prisión para que perdieran mis papeles, así no habría registros de mi entrada como prisionero después del 17 de julio y él se encargaría de que yo estuviese en Grecia antes que las cortes turcas descubrieran el error.
Como se trataba de un error administrativo, nadie se vería en problemas.
La maniobra me iba a costar unas 30.000 liras, alrededor de 2.000 dólares. Pero Sagmir me advirtió que debíamos actuar antes que la sentencia oficial fuera cambiada a treinta años. Por mi parte, le advertí, que no recibiría un solo kurus hasta que yo estuviese completamente seguro fuera de Turquía, lo cual aceptó con amplia sonrisa.
Le escribí a papá y le expliqué la situación de la mejor manera posible. Papá contestó que el señor Franklin estaba pidiendo una segunda hipoteca sobre la casa de North Babylon. Vendría a visitarme tan pronto como fuese posible.
Pocos días después estaba caminando por el patio cuando recibí una tarjeta de visita. Fui al salón y me encontré con un joven norteamericano que tendría más o menos la misma edad mía, veintiséis años. Era Michael Griffith, el abogado de Mineóla, un individuo alto y amable, serio y enérgico que me gustó de inmediato.
Me habló de John Sutter y la respuesta a la publicidad del periódico. El Departamento de Estado investigaba la posibilidad de arreglar mi traslado a una cárcel norteamericana. Le comenté a Mike el traslado de Arne; se mostró optimista pero dijo que podría llevar tiempo porque las relaciones turco-norteamericanas estaban algo tensas.
Como los procedimientos acababan de empezar, no tenía mucho sentido discutir acerca de un traslado, de modo que conversamos de otros temas. Mike y yo habíamos crecido en Long Island y compartíamos muchísimos recuerdos. Los dos habíamos sido salvavidas e incluso teníamos algunos amigos en común.
Al comentarle cuánto deseaba nadar en el océano, sonrió y me dijo:
—Espera, pronto podrás hacerlo.
—Sí.
—Tengo entendido que juegas béisbol.
—Un poco. Tal vez ahora me falte práctica.
—No es un problema. Yo juego para la Broadway Show League, en Central Park. Tienes que jugar con nosotros cuando vuelvas.
—Sí. Me gustaría jugar este verano.
Mike rió.
—Puede ser. ¿Quién sabe? Pero con seguridad vas a estar para los entrenamientos de primavera el año que viene.
Entonces reí yo.
—Claro. Muy bien. Permanece en contacto, saluda a todos de mi parte en Long Island. Y toma un poco de sol griego por mí.
—Por cierto que lo haré. Arriba el ánimo. Están ocurriendo cosas buenas.
Fue muy reconfortante ver de nuevo a papá. La tensión de esos últimos años le había puesto arrugas en el rostro. Pero el deporte mantenía su físico en buen estado. Papá tenía el dinero para Sagmir, pero deseaba conversar conmigo antes.
—Hay un tren en línea —me informó.
—¿El Rápido Especial?
—Sí. Mike Griffith y yo nos hemos presentado en programas de radio y de televisión. Estamos tratando de que el Departamento de Estado se ocupe más del asunto. Mike cree que podremos conseguirlo.
Papá deseaba postergar su acuerdo con Sagmir hasta que tuviésemos más información sobre el Rápido Especial. Le recordé que Sagmir había dicho que el asunto debía completarse antes que volvieran a juzgarme y decidimos ver qué podía hacer el abogado turco.
Elaboramos un cuidadoso plan para el acuerdo. Papá guardó 30.000 liras en depósito en el consulado norteamericano. Le mostraría a Sagmir el recibo para asegurarle que el dinero estaba ahí. Sagmir retendría el pasaporte de papá. Cuando yo estuviese a bordo de un avión que saliera de Turquía, papá recuperaría su pasaporte por 30.000 liras.
Con nerviosismo esperé el regreso de papá de su cita con Sagmir.
Al día siguiente, cuando vino a verme, se lo veía preocupado.
—Ha cambiado sus pretensiones. Dice que necesita 15.000 liras por adelantado. Asegura que no puede arreglar nada hasta que le haya pagado a cierta gente de Ankara.
Yo quería creer. Tanto deseaba mi libertad. Pero no podía permitir que engañaran a papá. El asunto olía mal.
—¿Qué es lo que se propone?
—No sé —replicó papá—. ¿Crees que dice la verdad?
—No. Está tratando de engañarte. Es un hombre rico. Puede conseguir 15.000 liras en una hora. Ve a verlo de nuevo y dile que no hay arreglo. Sólo recibirá 30.000 contra entrega, pero ni un kurus por adelantado.
Papá volvió al día siguiente. Se le veía cansado, deprimido. Leí en sus ojos la respuesta de Sagmir.
—Guardaré el dinero en el banco —me dijo antes de volver a Norteamérica—. Si lo necesitas, estará a tu disposición.