XV

21 de enero de 1973

Gente:

Hace mucho que esperamos, ¿verdad? Sé lo que es esperar, pero esto se está volviendo un poco pesado para el viejo sistema nervioso central. Hace algunas semanas llegó aquí otro norteamericano. Ha estado tres años en la cárcel de Izmir. Izmir es una cárcel excepcional. El edificio es nuevo, como esta cárcel de Estambul, pero allí termina la semejanza. En ellas los turistas son una rareza y se los trata muy bien. Tienen cuartos propios. Todos los días se puede comprar comida fuera y llevarla a la cárcel. Diariamente sirven leche y yogur y ¡tres! comidas para los norteamericanos. En este momento hay cuatro tipos. Desayunan con tocino y huevos, avena, papas, carne, etcétera. Tiene una biblioteca a la que pueden ir los reclusos que no trabajan. Qué maravilla comparada con esta barraca. De modo que he contratado a un abogado para lograr el traslado a Izmir. Hay un problema. Para que me trasladen y cumplir allí los meses que faltan de mi sentencia, primero debo recibir la aprobación de Ankara. He visto trabajar a este abogado y puedo asegurarles que es bueno. El dice que mi caso está demorado por un atraso general y los difíciles «problemas de ajuste» del gobierno actual. Pero también cree que puede lograr que mi caso llegue al tribunal y, más importante, que lo aprueben, con relativa facilidad y rapidez. Exige el pago de seis mil liras. Pero ni una lira antes que el trámite esté completo y yo me encuentre en Izmir. Y como la única manera de que me trasladen es mediante la aprobación de mi sentencia de cuatro años, me parece que este arreglo es confiable. Tal vez os estáis preguntando por qué. Es fácil responderos: creo que nuestros abogados no están haciendo absolutamente nada. Ni siquiera han contestado mis tres cartas (una a Yesil, en inglés, dos a Beyaz, en turco). Me parece esencial que haya alguien en Ankara que se ocupe del caso. Me faltan menos de seis meses. Si el caso no llega a Ankara para esa fecha, yo seguiré aquí. No saldré en libertad hasta que se tome una decisión. Puede pareceros difícil que suceda tal cosa. Estáis equivocados: esto es Turquía. He podido comprobar que eso ocurre. De modo que he contratado a ese tipo. Quiero saber cuándo tendré un poco de intimidad y de libertad, y dónde podré prepararme para salir. Considero este paso como una suerte de compromiso entre la locura de la acción excesiva y la locura similar de quedarse sentado esperando los caprichos de la suerte. Los cien llegaron.

Gracias.

Mi cariño para todos.

Billy

Mi nuevo abogado no era otro que Sagmir, quien había hecho un excelente trabajo para Jean-Claude. Con él a cargo de mi caso, sabía que llevaría poco tiempo que Ankara aprobara mi segunda sentencia. Mi tastik llegaría pronto. Casi podía saborear la buena comida de Izmir.

También la privacidad sería buena para los últimos seis meses, aunque extrañaría a Arne a quien le estaba enseñando yoga y teníamos un programa para todas las mañanas.

Me despertaba antes que él y me ponía mis pantaloncitos. Caminaba descalzo hasta su cama y le apoyaba una mano en el hombro. Se despertaba tranquilo y sonriente. Recogíamos nuestras mantas y nos deslizábamos hasta el salón vacío de abajo. Me paraba junto a la ventana y respiraba profundamente el aire fresco de la mañana. Arne sonreía.

Se quedaba levantado, en silencio, apenas equilibrado sobre sus pies.

Mantenía sus palmas unidas debajo del mentón. Lentamente se elevaba sobre la punta de sus pies y extendía los brazos sobre su cabeza. Era la postura inicial; su cuerpo saludaba al día. Yo me empezaba a elevar sobre la punta de mis pies. Mis brazos se extendían hacia arriba, bien altos para alcanzar al sol. Realizábamos una serie de posturas.

Alrededor de una hora más tarde, Arne terminaba. Se sentaba en silencio en la posición del loto, mientras me esperaba. Yo terminaba y me sentaba frente a él. Respirábamos profundamente. Nuestros cuerpos estaban relajados, nuestras mentes en calma. Estábamos centrados dentro de nosotros mismos. Nos mirábamos a los ojos y la sonrisa aparecía en nuestros labios.

«Una cárcel, un monasterio, un claustro, una jaula…», había dicho Arne una vez.

Sabía lo que quería decir. La cárcel puede ser cualquiera de esas cosas. Perspectiva. Todo dependía de la perspectiva.

En ocasiones, por la mañana temprano, nos quedábamos sentados.

Y a veces hacíamos el amor.

Luego Ziat se despertaba y bajaba pesadamente las escaleras. La hora mágica del día había terminado. El monasterio volvía a ser una prisión.

Los funcionarios británicos y turcos llegaron por fin a un acuerdo con respecto al caso del joven Timothy Davie, quien iba a ser trasladado a una cárcel de vigilancia mínima, para niños, en las afueras de Ankara.

—Va a ser magnífico —comentó mientras recogía sus cosas—. Un par de meses, me imagino. Mamá me hará sacar.

—Buena suerte, Timmy. Tranquilo, con calma. Estaré esperando para leer sobre ti en los diarios otra vez.

—Gracias, Willie. Lo mejor para ti también.

El 8 de abril de 1973 tomé un gran trozo de papel del que me había traído el cónsul y tracé con cuidado los números de cien a uno en orden descendente. Con lápices de colores que me había prestado Arne pinté un arco iris que surgía del último día. Pegué el papel en un lugar prominente en el costado de mi armario y me senté para admirarlo. Todos los días tacharía uno de los números. El 17 de julio saldría en libertad.

Casi me había olvidado de la cuerda que estaba oculta debajo del armario. Los planos de la cárcel y la lima escondidos en mi diario ya no parecían necesarios. Pero de todos modos, los conservé. Tal vez se los daría a Popeye o a Joey o a Hans, antes de marcharme. Alguien podía hacer buen uso de ellos.

Lilliam me escribió una tierna carta desde Alaska, donde estaba por terminar su trabajo con los perros. Me comentaba su intención de ir a Suiza y conseguir un empleo en los Alpes, donde podría escalar o esquiar cuando quisiera. En el verano, decía, tal vez podría encontrarse conmigo. Quizá podríamos pasar juntos algún tiempo en Marruecos. Tendidos al sol en la playa, juntos. Maravilloso. Tendidos en la cama, en la oscuridad juntos. Fantástico.

La vida se convirtió en un sueño. Me veía a mí mismo levantarme, pasar por todas las etapas del día, irme a dormir por la noche. Pronto me despertaría, después de tres largos años. Sería libre. El mundo estaría renovado y abierto para mí. Podía esperar unos pocos meses más.

Una noticia sorprendente, increíble: ¡Arne volvía a su patria! Los guardias aparecieron de pronto y le ordenaron que recogiesen sus cosas.

—Arne ¿qué ocurre? —le pregunté asombrado.

—¡Lo consiguieron, Willie! —replicó—. Van a trasladarme a una cárcel sueca. El embajador sueco ha estado trabajando más de un año para lograrlo. No puedo creerlo.

—¿Por qué no me lo comentaste?

Me miró y dejó de sonreír.

—No estaba seguro. No quería hablar del asunto por si no resultaba. ¿Me entiendes?

—Sí. Pero todo es tan repentino. Yo… te voy a extrañar Arne.

Volvió a sonreír.

—Lo sé, Willie. Yo también te voy a extrañar. Pero te sentirás bien. Ya no te falta mucho.

—Sí. Escucha. ¿Cuánto tiempo crees que estarás en la cárcel, allí?

Rió y me dijo en un susurro:

—Tal como son las cárceles en Suecia, la gente no quiere marcharse. Pero supongo que unos pocos meses, sólo para guardar las apariencias. Luego me dejarán en libertad.

No se llevó demasiadas cosas. Regaló casi todas. Yo recibí su guitarra.

—Espero que sepas tocarla cuando volvamos a encontrarnos.

Reí.

Terminó de acomodar sus pertenencias y recorrió el kogus para saludar a todos. Lo esperé abajo, junto a la puerta del corredor.

Había lágrimas en sus ojos cuando nos abrazamos.

—Sigue sonriendo, Willie.

—Lo haré, Arne.

Luego me saludó con la mano y se marchó.

—¡Timmy se ha escapado! —me dijo Necdet una mañana—. Oí la noticia por la radio.

—¡Fantástico! ¿Cómo lo hizo?

—No estoy seguro. La radio informa que anoche se marchó de la cárcel infantil después de Sayim. No se supo nada más de él.

—¡Magnífico! Yo sabía que se iba a escapar. Es un chico muy listo.

Pero no lo suficiente. Las noticias de esa noche daban la sensacional historia de la fuga y la captura de Timothy Davie. Al parecer, su madre y un amigo arreglaron la fuga. Ellos se encontraron con Timmy cuando éste se marchó de la cárcel de vigilancia mínima.

Le colocaron una peluca de cabellos largos y ropas femeninas. Le habían preparado un pasaporte falso. Intentaron hacerlo pasar a través de un puesto de control de la frontera iraní, pero el pasaporte falso estaba en una lista de pasaportes buscados.

Los turcos lo enviaron a otra cárcel infantil de Izmir. Pero esta vez de vigilancia estricta.

Poco tiempo después nos enteramos de que cuatro de las chicas que habían sido arrestadas en diciembre en Antakya habían sido liberadas bajo fianza. Qué suerte para ellas. Pero los tres que conducían los camiones —Robert Hubbard, Kathy Zenz y Jo Ann MacDaniel— aún se hallaban en la cárcel de Adana. Hubbard afirmaba que las dos chicas eran inocentes, pero los jurados no lo creían.

Los días transcurrieron en lenta y metódica sucesión. Mi tastik aún no había llegado. A veces me sentía pesimista y eso me preocupaba.

Pero Sagmir estaba ocupándose del caso y yo sabía que era bueno. No había problemas. El 17 de julio era el Día de la Independencia.

El aire se volvía límpido y fresco a medida que se acercaba el verano.

Estaba listo para recibir mi libertad. Podía pensar claramente. Hacía casi ocho meses que no fumaba hashish.

El 24 de mayo me levanté temprano, como de costumbre, y me ocupé de la primera tarea del día. Con un lápiz taché el número 54 de mi calendario. Luego bajé para hacer yoga y meditación. Un breve paseo por el patio, el desayuno y luego una pequeña sorpresa. Recibí la notita que anunciaba un visitante. Quienquiera que fuese me esperaba en el salón de los abogados, no en las cabinas. ¿Sagmir? ¿Yesil?

¿Mi tastik? ¿Habría llegado por fin? ¿Sabría con seguridad ese día que el 17 de julio era la fecha?

Entré en el salón de visitas y me encontré con Willard Johnson. Su rostro, que tenía un saludable color rosado, ese día se veía triste y pálido.

—¿Qué ocurre?

—Siéntate un momento —me indicó una silla—. Tengo malas noticias para ti.

¿Habría ocurrido algo en mi casa? ¿Habría muerto alguien?

Willard tragó saliva con esfuerzo. Lo que fuera que tenía que anunciarme se veía que no era bueno.

—Nos han notificado que Ankara rechazó la sentencia del tribunal de Estambul. Han tomado una decisión. Deberás presentarte otra vez ante el tribunal de Estambul. Ellos tendrán que adecuarse a lo que Ankara solicita… exige.

—Bien. ¿Qué quieren?

Con voz lenta, vacilante, dijo:

—Exigen… cadena perpetua.

—Déme un cigarrillo.

Me dio uno de sus Camel. Aspiré profundamente el humo.

—Los abogados vendrán a verte esta semana —agregó Willard.

—¿Cuándo es el juicio?

—A principios de julio. Pero allí no ocurrirá nada.

—¿Por qué?

—Lo estamos demorando… los abogados lo están haciendo. No se presentarán. Habrá un juez reemplazante durante el verano, que desconoce el caso. Tendremos que demorar el juicio hasta septiembre ya que para entonces estará de regreso el juez titular. Ya hemos hablado con él. Hará lo único que las leyes le permiten: reducirá la sentencia a treinta años.

¡Treinta años!

Willard calló. No había nada qué decir. Fumamos nuestros cigarrillos.

—¿Necesitas algo de la cantina?

—No.

—¿Necesitas algo?

—No.

Hubo un silencio.

—Hemos notificado a tu familia.

—Ah, gracias. ¿Podemos apelar?

—Sí. Los abogados lo harán. Pero no servirá de nada. Hay treinta y cinco jueces en la corte. Veintiocho votarán por la pena de cadena perpetua.

Aturdido, como en trance, volví al kogus; me senté en la cama y cuando empecé a cambiarme de ropas se acercó Popeye.

—¿Quién era el visitante? —preguntó.

—Willard Johnson.

—¿Qué quería?

—Tenía algunas noticias personales para mí.

—¿Estás bien? ¿Qué ocurrió?

—¿Recuerdas que el tastik nunca llegó? Nos hemos enterado de que Ankara desaprueba los cuatro años. Ahora voy a tener un nuevo juicio. Tengo ciento por ciento de probabilidades de que me condenen a cadena perpetua.

—¿Cómo? ¿Estás bromeando? No pueden condenarte a cadena perpetua.

—Johnson ha hablado ya con el juez. Va a reducir la sentencia a treinta años. Es todo lo que puede hacer.

—¡Dios santo!

—Dame unos cigarrillos.

—Sí.

Se produjo un silencio.

—Willie, ¿qué puedo decirte? Getchmis olsun, hermano. Que pase pronto.

—Sí, gracias.

Popeye me dejó solo. Su pesimismo, por cierto, había sido justificado.

¡Treinta años!

Me quedé tendido en la cama tratando de tragar el nudo duro y doloroso que se me había formado en mi garganta. De repente mis ojos se posaron en el calendario de cien días. Lo arranqué del lado del armario y lo arrojé al suelo.

Necesitaba aire. Durante todo el día caminé con furia de un lado para otro del patio, sin hablar con nadie y fumando un cigarrillo tras otro. Los demás se hacían a un lado.

Pensé en Lillian. Pensé en mamá y papá, en Rob y Peg. Pensé en mi vida desperdiciada, que se pudría en ese agujero hediondo mientras el mundo seguía su curso sin mí. Vi la extraña colección de hombres con los que me veía obligado a convivir y el efecto que ellos tenían sobre mí.

Luego, en mi mente, vi la lima, los planos de la cárcel y la cuerda debajo del armario. Ahora está resuelto. Mejor morir que permanecer en la cárcel.