XIV

20 de noviembre de 1972

Lilly:

¿Qué se puede decir de la soledad durante la noche? Soy un hombre. Por la noche el vacío me rodea. Me preguntas sobre mi vida sexual. En lo que respecta al primer año, puedo hablarte de extrañas frustraciones, de sueños, de mañanas en que despertaba bañado en transpiración y de energía desperdiciada. Durante el último año, aproximadamente, he sido célibe. Difícil de creer, aún más difícil de lograr. Difícil en estas condiciones, pero por otra parte la vida sólo es fácil para aquéllos que se proponen una meta fácil. Ahora miro a mi alrededor y la soledad aún está allí, suspendida como una sombra en el rincón. Pero no me oprime tanto el pecho. Hablar contigo me ayuda. Así guardo la tristeza dentro de mí, para reírme algún día. Y te aseguro que tengo mucho para reír. Porque aparte de lo que he estado guardando, está también lo que decidí acerca de Patrick: dada la forma que desapareció, tendré que reír por él y por mí.

Buenas noches, Lil.

Te acaricia, Billy

En las primeras horas de la mañana del 10 de diciembre, tres camiones que atravesaron el límite entre Siria y Turquía fueron detenidos por guardias en el puesto de control de Cilvegozu. Los guardias sospecharon del joven de cabellos largos que guiaba uno de los vehículos y quedaron encantados con las seis hermosas norteamericanas que viajaban con él en los otros camiones. Los guardias tuvieron la amabilidad de ofrecerles té a los turistas mientras uno de ellos inspeccionaba los vehículos. El que registraba golpeó con una vara la parte interior del techo de uno de los camiones y lo atravesó con ella porque era falso. Después cayeron los ladrillos de hashish; revisaron los tres vehículos y el hashish formó una pila. Hubo un recuento oficial de 99,7 kilos y los periódicos turcos estimaron su valor de venta en los Estados Unidos en unos 950.000 dólares.

El hombre, Robert Hubbard, dijo que había conocido a las chicas en distintos lugares de Europa y del Cercano Oriente y las había invitado a acompañarlo en el viaje que realizaba para adquirir «mercadería» para su negocio de Munich. Aunque afirmó que las muchachas eran todas inocentes, sin embargo, los turcos los llevaron a él, a Kathryn Zenz, Terry Grocki, Jo Ann MacDaniel, Penny Czarnecki, Margaret Engle y Paula Gibson a la cárcel de Antakya, al sur de Turquía, cerca de las costas del Mediterráneo.

Seguí con interés las notas que fueron apareciendo en los periódicos hasta que simpaticé con el grupo. Las chicas eran muy bonitas. Me preguntaba si la publicidad que rodeaba el caso conseguiría que el mensaje llegara a otros norteamericanos: es cosa grave ser arrestado por posesión de hashish en Turquía. Puede costar muchos años de vida.

Si hubiesen conseguido meter de contrabando parte de ese hashish dentro de Sagmalcilar, no habría sido yo uno de los clientes. A medida que pasaba el tiempo iba gozando de una visión más pura y brillante de la vida. Si se debía a la falta de hashish, a mi nueva conciencia espiritual, al rigor de mi programa de ejercicios, o a una combinación de todo eso, no lo sabía. Pero estaba más tranquilo y más ansioso que nunca por volver al mundo normal. Sin embargo, me sentía mejor preparado para aceptar mi destino, cualquiera que fuese.

Poco antes de Navidad llegó otro preso norteamericano al kogus; era nuevo en Sagmalcilar, pero había estado en la cárcel de Izmir, en la costa del Egeo, un año más que yo. (Izmir se llamaba Esmirna antes que los turcos se la arrebataran a los griegos). Se llamaba Joey Mazarott. Tenía ojos azules penetrantes y un enorme bigote negro que parecía un manubrio. En su brazo derecho, debajo del borde enrollado de la manga de su camiseta de color morado desteñido, se veía un tatuaje. Era un pequeño demonio rojo sonriente que sostenía un tridente. Joey era un muchacho amistoso y de buen carácter. Llegó al pabellón, consiguió la cama de un joven recluso italiano y durmió casi ininterrumpidamente durante dos días.

Cumplía una sentencia de diez años por contrabando de ochenta kilos de hashish.

—¿Tienes un poco de hash? —me preguntó tan pronto como despertó.

Negué con la cabeza.

—Necesito hashish.

Le hablé de Ziat. Joey fue a la cocina para hablar con el jordano.

Volvió con un trocito de hashish en la mano y el entrecejo fruncido.

—Demasiado caro —murmuró—. Debo conseguir una fuente mejor.

Esa noche jugamos al póquer. Joey me apostó su traje contra 125 libras. Saqué una reina. No tendría que pedir ropas prestadas para mi próximo juicio.

A Joey y Ziat no les costó apenas tiempo convertirse en acérrimos enemigos. Una mañana, Joey y yo estábamos en el patio cuando oímos que se producía un tumulto. Ziat le gritaba a uno de los chicos que se había cruzado en su camino, haciéndole derramar un vaso de té que llevaba a un cliente. Varios chicos siguieron a Ziat, que volvía al kogus.

Miraron a través de la ventana y lo provocaron. Uno de ellos le gritó ipnay (marica).

Ziat salió corriendo al patio, enfurecido. De un empujón apartó a los niños que miraban por la ventana. Uno de ellos cayó al suelo. Ziat le dio con el pie en el estómago. De pronto se oyó lo que parecía el grito de un banzai desde el kogus de los niños y apareció a la carrera Chabran, el autoproclamado líder de los delincuentes turcos. Chabran era un levantador de pesas de quince años. Pocos de los adultos de nuestro kogus desearían enfrentarse con él. Se lanzó contra Ziat. Con certeros puños lo arrinconó contra la pared. Ziat gemía de dolor. Los puños de Chabran encontraron su estómago, su ingle, luego un ojo. Por fin llegó Necdet e interrumpió la lucha. Nos ordenó que volviésemos a nuestro kogus y cerró la puerta, dejando a los chicos en el patio. Con su furia insatisfecha Chabran rompió los cristales de todas las ventanas que daban al patio. Gritaba y vociferaba maldiciones en turco. Ningún guardia se ocupó de él. Necdet nos tuvo encerrados hasta que la sangre de las manos cortadas de Chabran hizo que éste se sobrepusiera a su enfado y aceptara que Necdet lo enviara a la enfermería.

Necdet nos permitió salir al patio otra vez. Ziat volvió a su negocio de té, pero los niños daban vueltas por el patio, pisando los fragmentos de cristal roto protestando entre dientes contra Ziat.

Como de costumbre, Necdet trató de aplicar la lógica a una situación que no lo era. Abordó a un grupo de niños airados y trató de comparar las historias que referían. Los parlanchines muchachitos no lograron hacerle entender. Necdet indignado, acusó a uno de ellos de escupirle a Ziat a través de la ventana.

Joey se acercó corriendo al grupo.

—Esto es ridículo, hombre —le dijo a Necdet—. Ziat tiene aterrorizados a estos chicos y les pega. Además, nos engaña a todos con el té. Nos da agua pura. Estos chicos se estaban quejando por el té.

Ziat apareció y trató de maldecir a Joey en su pobre inglés.

—Tú cállate la boca cretino —barbotó, y acto seguido dio a Ziat en la nariz y lo hizo caer sobre el grupo de chicos. Estos chillaron de felicidad y desde entonces, Joey se convirtió en héroe de los pequeños delincuentes.

Llegó un nuevo recluso al kogus. Se llamaba Jean-Claude LeRoche.

Sobre él pesaba una condena por desfalco. Era un apuesto caballero de aspecto distinguido, de unos cuarenta años. Aunque en apariencia rebosaba salud, de inmediato le dijo a Necdet que sufría de tuberculosis y que debía ir al médico. A partir de ese momento, una vez por semana iba a ver al médico. A veces faltaba todo el día. También recibía largas visitas de un hombre llamado Sagmir, de quien se suponía que era el abogado de los grandes kapidiye. Se rumoreaba que Sagmir podía solucionar casi todo.

Un día en que recibí la visita del cónsul, Jean-Claude estaba con Sagmir. La esposa de Jean-Claude también estaba presente. Era una mujer vietnamita, pequeña y esbelta, de cabello negro, largo y lacio. Su piel era como la crema pura y me enamoré de ella instantáneamente.

Cuatro o cinco semanas más tarde Jean-Claude anunció que lo enviaban al hospital que estaba en la calle de enfrente de la cárcel. Su tuberculosis había empeorado y necesitaba un tratamiento especial. A mí me seguía pareciendo saludable.

Diez días después que lo enviaran al hospital, Jean-Claude se escapó.

Nadie parecía saber cómo. Una noche desapareció, simplemente, del pabellón de los reclusos, cerrado con llave y vigilado. Pasó más de una semana hasta que me enteré de la historia completa, cuando Max vino de la enfermería a visitarnos. Según los amigos kapidiye de Max, la huida fue planeada por Sagmir. La primera noche que Jean-Claude estuvo en el hospital, Sagmir apareció en la puerta del pabellón de los reclusos. La hermosa mujer vietnamita del francés estaba con Sagmir.

Traían una canasta con alimentos. ¿Qué podía decirles el guardia? Se limitó a mirar a la atractiva mujer y permitió que Jean-Claude se acercara a la puerta para coger la canasta.

Todas las noches, durante diez días, Sagmir llevó a la mujer al hospital en el propio Porsche de Jean-Claude. Los guardias esperaban con interés las visitas de la elegante mujer. Una noche Jean-Claude se dirigió al guardia:

—Escuche, me gustaría estar un rato con mi esposa. ¿Entiende lo que quiero decir? Pero no puedo hacerlo aquí. Quiero bajar al coche con ella. Aquí tiene diez mil liras como garantía de que volveré.

Muy limpio. Muy claro. Nadie era culpable. Jean-Claude se marchó de Turquía con gran estilo. Sagmir continuaba paseando por Estambul en el Porsche de su cliente.

El frío emocional de la vida en la cárcel era peor que el frío físico. La soledad es un agudo dolor generalizado que no se puede aislar en una sola parte del cuerpo.

El baño semanal llegó a significar mucho más que el mero placer de bañarme y del agua caliente. Significaba la oportunidad de tocar a otro ser humano y a la vez ser tocado. Con las manos enjabonaba los musculosos hombros de Arne. Él me lavaba la espalda y me parecía extraño que me gustara el roce de las manos de un hombre sobre mi cuerpo. Nunca me había ocurrido antes. Se suponía que eso no estaba bien.

Entonces, ¿por qué la sensación era placentera?

Comenzamos a darnos masajes el uno al otro al anochecer. Yo me quitaba la camiseta y me tendía en la cama de Arne. Él había colocado una sábana para lograr cierta intimidad. Resultaba agradable sentir los largos dedos de Arne que masajeaban los cansados músculos de mi espalda y mis hombros. Me gustaba la calidez humana de sus manos sobre mi espalda. Era sueco y sabía cómo dar un masaje. Tocaba mi cuerpo de la misma manera que su guitarra: con suave fuerza y ritmo natural.

Algunas veces la tensión en la cárcel era tan grande que me parecía que mis órganos iban a estallar. Un día de ésos, por la tarde, me tendí en la cama de Arne. Él sabía cómo me sentía. Mi cabeza estaba vuelta hacia la pared y tenía los ojos cerrados.

Sus manos dejaron de moverse.

—¿Willie? —preguntó.

Abrí los ojos. A través de sus calzoncillos se advertía una gran erección.

Me di la vuelta y quedé tendido de espaldas. Él me cogió entre sus brazos y se acostó a mi lado.

—No te preocupes, Willie. No es más que amor —me dijo.