15 de junio de 1972
Querido Patrick:
Estoy leyendo Muerte en la tarde. En esa novela Hemingway habla del momento de la verdad, la hora de clavar el estoque con exactitud y evitar los cuernos. El lunes por la noche no es demasiado pronto para que calces tus sandalias aladas y alcances la velocidad del Mercurio en tu vuelo. Con toda la gimnasia que hago aquí estoy necesitando un nuevo par de zapatillas, número cuarenta y dos. Creo que deberías comprarlas antes de encontrarte con el señor Franklin. Me sentiría muy feliz de verte por aquí con el cónsul. Espero que puedas comunicarte con él y venir el miércoles o el jueves. Hazme el favor de traerme un Herald Tribune, porque aquí tengo poco acceso a las noticias. ¡Y atención, mi amigo! Recuerda que debes traerme las zapatillas con las plantillas de abrigo del señor Franklin. Ese será el primer movimiento de la muleta con la mano izquierda, lo que mantiene baja la cabeza del toro antes que la espada la atraviese. Después habrá una fiesta. Mis ojos ansían ver tu rostro sonriente y mis pies hormiguean mientras esperan las P.F. voladoras. Los budistas hablan de una suela interior (toma especial nota), cosa en la que creo firmemente. Pero esa suela interior debe pegarse con mano inteligente. Quizá te esté hablando de manera muy metafórica. Pero luego creo que no: estoy seguro de que ves la luz. Yo espero tu presencia.
Te saludo,
Willie
Aceleré hasta el máximo. El viento castigaba el ala de mi sombrero de la buena suerte. Conducía la enorme motocicleta por un camino bordeado de árboles, entre lugares y rostros familiares. Vi que Lillian me saludaba con la mano y me sonreía. Patrick a su lado, sonriente como siempre. Pasé volando junto a papá, quien me gritó que tuviese cuidado.
Siguiendo el impulso tiré de los manubrios y la motocicleta se elevó en el aire. Nos deslizábamos sobre los árboles. El viento había cesado ya.
Mi vehículo flotaba en el aire quieto de la mañana. Me di cuenta de que podía manejarlo con sólo inclinar mi cuerpo hacia uno u otro lado.
Anduve muy cerca de la copa de los árboles, como el viento sobre el camino. Lilly se quitó las ropas y esperó tendida en el pasto que yo aterrizara. Papá me gritó una advertencia. Pero yo no podía encontrar a Patrick. Miraba hacia todos los lados pero no podía verlo…
Desperté. Era martes. ¿Habría recibido Patrick mi carta? ¿Lo vería ese día? ¿Cuánto faltaba para realizar nuestro plan? Me desesperaba el paso del tiempo. Tenía que salir.
Caminé por el patio mientras esperaba que ocurriera algo. El buen tiempo hacía más dolorosa las feas paredes. Era verano sobre la tierra.
Distribuyeron el pan, que estaba rancio. La correspondencia llegó más tarde.
Nada para mí. Traté de escribirle una carta a Lilly. Deseaba expresarle cuánto significaban sus cartas para mí… cuánto deseaba, cuánto sufría por volver a verla. Pero no podía. La libertad me hacía señas, estaba demasiado cerca. No podía concentrarme.
—Viliam. Viliam Hi-yes.
¿Un telegrama? ¿Para mí? ¿Era Patrick?
Rasgué con rapidez el sobre amarillo y leí:
NORTH BABYLON, N. Y.
20 de Junio, 1972
A WILLIAM HAYES
SAGMALCILAR CEZA EVI
ESTAMBUL TURQUÍA
PATRICK HA MUERTO. VA CARTA
PAPA
Mi mente dejó de funcionar. Se abrió un hueco dentro de mí. Todos mis pensamientos se hundieron en el abismo. Me quedé vacío, sin aliento, como si me hubiesen dado un golpe en el estómago. El vacío se fue llenando de dolor. Me quedé varado: estaba de pie en el corredor y miraba con fijeza el telegrama. Salí al patio y me senté contra la pared.
¿Patrick muerto? ¿Cómo? ¿Por qué?
Me llevé las rodillas hacia el pecho y rodeé mis piernas con los brazos.
Lloré.
Dos días más tarde llegó una carta certificada de papá. Se había enterado de la noticia por el padre de Patrick. La policía alemana había encontrado a Patrick en su departamento, en la cama, con una bayoneta clavada en el pecho. Entre sus pocos efectos personales había un billete de tren para Estambul. En su buzón, sin abrir, estaba mi carta del 15 de junio. La policía alemana ignoró la prueba obvia de la bayoneta y dictaminó que la muerte de Patrick había sido un suicidio. Antes que el padre llegara a Mannheim lo habían enterrado.
Los padres estaban desolados. El estigma del informe de suicidio les había golpeado mucho. Elegí algunas de las cartas más recientes de Patrick y se las envié a los padres. Deseaba que ellos leyeran las cartas que su hijo había escrito poco antes de morir, para que pudieran captar toda la fuerza y la decisión que transmitían. Y también la felicidad, la sensatez. Patrick no se había matado con la bayoneta, de eso estaba seguro. Los padres pidieron a los funcionarios norteamericanos que hicieran presión para que se reabriera la investigación. Finalmente la policía alemana cambió el rótulo del caso por el de «homicidio». Pero no poseían pistas ni pruebas. El caso quedó sin resolver. El padre de Patrick deseaba buscar él mismo al asesino y vengar la muerte de su hijo.
Decidí que no comentaría con nadie lo que sabía de la mujer del sargento. No tenía sentido: Nadie conseguiría hacer revivir a Patrick.
Nunca me había sentido más deprimido. Ni siquiera la idea de mi libertad era tan importante como la pérdida de mi amigo. Era como si una parte de mi vida se hubiese perdido. No obstante esto aún me apresuraba cada marina a salir de la celda y me paseaba por el corredor del piso inferior hasta que un guardia gruñón se dignaba abrir la puerta que daba al patio. Todavía estaba decidido a escapar. ¡Tenía que hacerlo! De alguna manera podría conseguir el dinero para volver a Bakirkoy. Ahora debía confiar en los vínculos más sólidos. Tenía que ser papá quien me prestara el dinero, debía persuadirlo para que cambiara su visión del asunto.
Le escribí en clave. Le decía que necesitaba por lo menos seis fotos de Ben Franklin. Ese era el mínimo absoluto. Papá me contestó muy pronto para informarme que vendría de visita dentro de pocas semanas. Me comentaba que hablaría con el señor Franklin en el banco antes de venir. La muerte de Patrick debió conmover mucho a papá.
Le escribí a Johann al hotel y le sugerí que me visitara. Apareció a la semana siguiente. Durante una conversación vigilada, le hice saber que necesitaba un chofer que me esperara frente a Bakirkoy. Me contestó que estaba dispuesto a hacerlo él mismo. Y tan sólo debía enviarle una postal con un mensaje cifrado que le anunciara la fecha.
Una vez más parecía que las cosas comenzaban a adquirir forma.
Max me deseó buena suerte mientras recogía cuidadosamente sus pertenencias y las sacaba del kogus. Había convencido al médico para que le permitiera vivir durante un tiempo en la enfermería de la prisión.
Allí, con abundancia de toda clase de drogas, Max podría soportar mejor el tiempo que le quedaba de la sentencia.
Lillian, ya del todo recuperada del accidente en la montaña, escribió para comentarme que había conseguido un empleo para el invierno en un lugar llamado Willow, en Alaska. Se pasaría los meses fríos trabajando con equipos tirados por perros. De modo que parecería que compartiríamos una especie de unión espiritual: ella limpiaría las perreras mientras yo caminaba por Sagmalcilar.
Me volvía más dependiente de sus cartas. Lilliam era algo así como mis ojos para la belleza del mundo exterior. Ella era mi mujer. Le hacía cosas magníficas a mi cuerpo cuando yo soñaba o fantaseaba. Era mi seguro emocional. Lilly se preocupaba de verdad por mí. Atesoré sus cartas con más cuidado que nunca.
Pasaron las semanas. Descubrí que una extraña bruma se había acumulado a mi alrededor. La muerte de Patrick seguía deprimiéndome y pensé que quizá debía analizar el porqué de todo eso. Practiqué yoga con más intensidad que nunca. Me pasaba horas en el patio meditando.
Traté de imitar el ritmo confiado, lento y firme de Arne. Su actitud tranquila me asombraba. En el curso de muchas charlas nocturnas, Arne me explicó la filosofía que estaba estudiando. Había estado leyendo las obras de Gurdieff y de Ouspensky. El hombre, decían ellos, está compuesto por tres centros: el intelectual, el emocional y el físico.
Los tres están guiados por el ser, la fuerza vital que está dentro de uno.
Lo importante para la vida es lograr que los tres centros armonicen, porque cuando se pierde el control de un centro, los otros se desequilibran.
Sus palabras hallaron eco en mí. Mi propio centro emocional parecía haber estado completamente fuera de control. ¡Yo mismo lo había desequilibrado!
Arne trató de convencerme de que yo no era consciente. Me obligó a recordar. Era cierto, sólo recordaba los episodios más importantes y los más insignificantes de mi vida, pero el resto lo veía desdibujado en tristes matices de color gris. Según Arne, eso demostraba que yo no era consciente. De serlo, la vida debía aparecer como una serie ininterrumpida de experiencias vividas y reales.
Tuvimos varias charlas sobre religión. Arne me recomendó una serie de libros de los que me prestó algunos. Por primera vez empecé a comprender que Jesucristo era un hombre. Un hombre real, muy serio, muy consciente. Era un concepto muy diferente de aquél con el que me había educado.
—Cuando tenía trece años —le conté a Arne— fue un sacerdote a la escuela. Tuvo una charla con todos nosotros. Utilizó toda clase de metáforas, pero al final comprendimos de qué nos hablaba. Nos decía que si nos masturbábamos íbamos a terminar en el infierno. Era imposible no masturbarse. Pero después de la charla del sacerdote comencé a vivir angustiado. Cada vez que lo hacía pensaba que acababa de cometer un pecado mortal.
—Qué triste —comentó Arne.
—Sí. Por último le dije al sacerdote, mentalmente: ¡Vamos! ¿Cómo podría afirmarme que algo que resulta tan agradable es un pecado mortal? Además, por si fuese poco, afirmó que incluso pensar en la masturbación era pecado mortal, aunque uno no realizara el acto. ¿Cómo se puede pensar en otra cosa a los trece años? De manera que si uno merece el fuego eterno del infierno tanto si lo hace como si lo piensa, es mejor hacerlo. Por lo menos será culpable de algo que merece el nombre de pecado.
—El sexo es vital —acotó Arne—. Toda la energía procede de tu centro físico. Eso es el sexo. Tienes que dirigir y canalizar esa energía. Si no la controlas, puede destrozarte. Pero tampoco puedes malgastarla. Debes mantener todos tus centros en equilibrio. Muy poco sexo, o demasiado, pueden desequilibrarte. Ocurre lo mismo con tu mente y tus emociones. Debemos mantenerlos en equilibrio.
Me miró fijamente.
—Tu centro intelectual es una confusión —comentó—. Tú lo oscureces. También yo solía oscurecer el mío.
—¿Cómo?
—El hashish. Lo usas para volverte menos consciente de la realidad cuando en verdad lo que necesitas es ser más consciente.
Pensé mucho en todo lo que me dijo. Hacía ya mucho tiempo que fumaba hashish. Durante los dos últimos años de estudio, y en el lapso de casi un año de vagabundeos, se había convertido en parte de mi vida diaria. En la cárcel a veces era difícil de conseguir y siempre era arriesgado. Pero Ziat y otros proveían la cantidad suficiente para que pudiese ser un hábito bastante regular. Para mí, esto no sólo se había convertido en un escape emocional, sino también físico, de la cárcel. ¿Qué sentiría si dejase de fumarlo? No producía adicción, pero dejarlo podía dar origen a un problema emocional.
Cuando observé la situación con objetividad, comprendí que el hashish era la causa de buena parte de mis problemas. Si seguía fumándolo me arriesgaba a recibir más palizas y a que se alargara mi sentencia.
Me senté en la cama con las piernas cruzadas para considerar tranquilamente los hechos.
—Muy bien —le dije a Arne—. No prometo abandonarlo para siempre. Pero estoy dispuesto a probar cómo es la vida sin hashish.
—Ya que estás en eso —sugirió Arne— trata también de dejar los cigarrillos comunes.
Llegó la notita que anunciaba a un visitante. Era papá. Corrí hacia el salón. Él estaba de pie detrás de una mesa. Willard Johnson se hallaba a su lado. Yo estaba tan entusiasmado con mis propios planes que ni siquiera le saludé.
—¡Papá! ¿Has visto al señor Franklin? Quiero que llames a un tal Johann de mi parte. Tienes que conocerlo y conversar con él. Y llama a madame Kelibeck y…
—¡Caramba! Cálmate un poco —me interrumpió papá—. Ni siquiera has preguntado por tu madre.
Me hizo sentar en una silla y me obligó a conversar con naturalidad. Pude advertir la traición en su rostro cansado.
—¿No fuiste a ver al señor Franklin, verdad?
Negó con la cabeza.
Estuve a punto de gritarle.
—Papá… ¿por qué?
—Hablé del asunto con el sacerdote. Me dijo que si te daba el dinero iba a sellar tu muerte. Pensé y pensé en el asunto. Tu madre y yo hemos rezado y también llorado mucho. No, Billy, no. Sólo te falta un año. No podemos permitírtelo.
Frente a mis ojos flotó una nube rojiza. No me importaba que Willard entendiera la conversación.
—Papá, voy a hacerlo —prometí—. Tengo que salir de aquí de cualquier manera. Con tu ayuda o sin ella.
Papá estaba a punto de llorar.
—Por favor, Billy —rogó—. Espera. Por favor espera. He estado hablando con gente del Departamento de Estado. Nuestro embajador en este país, Macomber, está siguiendo tu caso con gran interés. Cree que podría persuadir al gobierno turco para que te liberen pronto.
—¿Por qué no me lo dijiste antes?
—Es que sólo me enteré hace un par de días.
—¿No es seguro?
—No.
Se produjo un silencio.
—Papá, he aprendido muchas cosas acerca de los turcos. No confío en ellos. Esto no es la vieja y buena Norteamérica.
—Ah, conque ahora aprecias tu país.
—Sí. Para eso no hace falta más que unos pocos años en una cárcel fascista.
—Lo siento, Billy, no quise molestarte. —Los ojos de papá se humedecieron. Willard se incorporó y caminó hacia una ventana—. Billy, trata de entender. Tu madre y yo hemos muerto un poco cada día durante los últimos dos años. Tú eres nuestro hijo mayor. De buena gana cambiaríamos nuestro lugar por el tuyo si pudiésemos hacerlo. Podrás convertirte en alguien, sé que tú puedes. Sólo falta un año, Billy. No es demasiado. Cumple ese año. Luego podrás empezar otra vez. Estaremos a tu lado para ayudarte. Te queremos, Billy. Nosotros… —su voz se cortó y se secó los ojos.