La última vez que había visto a Patrick fue cuando me visitó en Milwaukee, poco antes de que yo abandonara mis estudios. Era un pequeño y musculoso duende de barba negra, vestido con vaqueros y una camisa verde y negra de leñador. Lucía una vieja chistera negra y de sus hombros pendía una cartera de tela y sus ojos centelleaban.
Durante más de un año le había escrito cartas, incitándolo. Deseaba que se uniera a un club especial que yo había creado junto con media docena de compañeros de Marquette. Su iniciación implicaba cierto juego, un ritual que se realizaba en el zoológico de la ciudad.
El zoológico estaba casi desierto cuando llegamos.
—¿Es ahí? —preguntó Patrick.
—Ajá.
Miró al foso de los rinocerontes. En el extremo, dos enormes animales grises estaban durmiendo tendidos al sol. Un tercero frotaba su piel gruesa contra la áspera pared.
Patrick rió y de un salto subió al muro y desde allí observó una vez más a los animales. Cayó en el foso y corrió hacia el centro.
Los rinocerontes no se habían movido. Patrick se detuvo y giró para mirarme con una gran sonrisa en su rostro barbado. Tendió sus manos y se encogió de hombros.
Las orejas de un enorme rinoceronte se movieron apenas pero en un instante el animal estuvo de pie y empezó a correr a toda velocidad. El suelo se estremeció.
En la escuela secundaria Patrick había sido un excelente corredor. En la carrera hasta la pared le ganó al rinoceronte, por unos veinte metros.
Saltó y buscó un punto de apoyo para trepar. Luego sus muslos golpearon contra el muro, su cuerpo vaciló un instante en el aire y volvió a caer al foso.
Mi corazón dejó de latir. De pronto el juego se convertía en algo nada divertido. Qué manera estúpida de morir.
Patrick dio un salto y parecía una lagartija mientras trepaba la pared.
El rinoceronte se detuvo en forma impresionante debajo de él. Empezó a patear y a lanzar bufidos. Patrick estaba tan cerca del animal que pudo haber tendido la mano y tocado su cuerpo, pero ya había tenido demasiadas emociones por ese día. Con cuidado para no perder el equilibrio y caer en el recinto del elefante, se deslizó por la pared y saltó. Me abrazó, gritó y rió festejando su triunfo e inmediatamente después nos marchamos del zoológico, antes que llegaran los empleados de vigilancia.
Patrick se quedó en Milwaukee unos pocos días más. Luego empezó a hacer señas con el pulgar de su mano derecha en dirección al oeste.
Estaba en camino a Alaska adonde iba a buscar fortuna. Jack London lo había hecho, ¿por qué no iba a hacerlo él?
Mi camino apuntaba al este. Los dos nos marchábamos a ver mundo. Convinimos en encontramos en Loch Ness un año más tarde para comparar nuestra suerte.
Sin embargo, el encuentro debió posponerse, y ahora, a más de dos años, Patrick reaparecía en el otro lado del mundo.
La visita no fue casual.
Llegó a Sagmalcilar acompañado por Willard Johnson, el del consulado. Si el visitante llegaba sólo lo enviaban a una de las muchas cabinas donde un grueso cristal lo separaba del recluso, pero si había un abogado o alguien del consulado con él, el encuentro se realizaba en una sala común. La presencia de Willard me permitió estrechar la mano de Patrick. Yo no quería que el funcionario consular se enterara de nuestros planes porque aún no sabía si podía confiar en él.
Patrick conversaba con naturalidad mientras Willard permanecía sentado en el otro lado del salón, desde donde podía oír a medias algo de nuestra charla.
—Tengo un empleo —anunció Patrick.
—Me estás tomando el pelo. ¿Tú? ¿Dónde?
—John Deere. Una fábrica de tractores. Mannheim, Alemania.
—No puedo imaginarte en una fábrica de tractores.
Patrick rió.
—Yo tampoco. Supongo que podré aguantarlo unos seis meses más. El señor Franklin estará en buenas condiciones para entonces. Lo traeré conmigo cuando venga a verte la próxima vez. ¿Quieres que te traiga algo? ¿Qué necesitas?
—Una Magnum calibre 45…, tres cargadores completos…
Willard se puso tenso. Luego se dio cuenta de la broma y rió.
—No, en verdad voy a necesitar calzado para entonces. Zapatillas, para jugar al balón volea en verano. Fíjate que tengan una suela gruesa. El señor Franklin te puede ayudar en eso.
Patrick garabateó en su anotador.
—¿Puedes mandarme algunos libros? —pregunté—. Ahora estoy leyendo.
—Ah, Hemingway. Víspera de Todos los Santos en Loch Ness y…
—… y todo lo que necesito es una gran nave y una estrella para guiarla —concluí yo la frase.
Willard parecía confundido.
—¿Te gusta Masefield? —le pregunté.
—… Sí.
—¿Qué te parece Alfred Noyes?, aunque es inglés —atronó Patrick—. Discúlpenos, los dos nos hemos especializado en literatura inglesa. Nos dejamos llevar por nuestro gran interés. Se debe a nuestra herencia irlandesa, nuestros antepasados eran galeses. Solían desvestirse antes de ir a combatir. Se manchaban el cuerpo de azul con moras salvajes. Debían de espantar con este aspecto; hombres azules que gritaban y bajaban de las montañas a la carga, sólo con sus barbas y sus garrotes.
Willard Johnson se movió en su silla con inquietud. Patrick causaba ese efecto en algunas personas.
Se volvió hacia mí.
—¿Qué me puedes contar de tu vida amorosa? —me preguntó de pronto.
Reí.
—Podría ser mejor. ¿En qué andas tú?
—Una vieja. Conocí a esa magnífica dama en Mannheim. ¡Tiene un descaro que se puede igualar a mi imaginación! Hum… el problema es que está casada.
—¿Es alemana?
—No. Norteamericana. Su marido es sargento del ejército.
—Tú sí que sabes buscártelas. Será mejor que te cuides.
—Claro. Así la vida es más interesante.
Para el momento en que Patrick se fue de Estambul teníamos un plan. Él iba a trabajar en la fábrica de tractores hasta que ahorrara unos 1500 dólares. Luego regresaría a Turquía para darme el dinero escondido en las suelas de un par de zapatillas. Entonces me esperaría frente a Bakirkoy.
El plan satisfacía a Patrick ya que siempre se imaginaba a sí mismo como si fuese uno de los tres mosqueteros.
Las cartas de Lillian empezaron a llegar con más frecuencia y me iluminaban el tiempo de espera. Se recobraba lentamente de su accidente en la montaña y había vuelto al este. Me envió una foto: la cicatriz ni se veía. Coloqué la foto en un lugar destacado sobre el armario.
Lillian fue a visitar a mis padres. Incluso intentó explicarles cosas tales como las diferencias en estilos de vida. Ellos ya me lo habían oído explicar a mí. Lillian se sintió feliz con la visita. Pronto volvió a la costa oeste, hacia las montañas.
Aprendí a cuidar la lectura de sus cartas pues no me parecía correcto abrirlas durante el día, cuando la inquietud que imperaba en el kogus se sentía en el aire, así que metía las cartas debajo de mi camisa y esperaba hasta que llegara el silencio de la noche. Una vez, hacía mucho tiempo y en un mundo distinto, me había enamorado de una chica que se llamaba Kathleen; recordarla me producía siempre una extraña turbación. Las cartas de Lillian me producían lo mismo.
Era una época de espera. Patrick escribía a menudo. El dinero se acumulaba lentamente, pero leyendo entre líneas descubrí que parte de los dólares estaban destinados a la mujer del sargento. Esperaba que Patrick tuviese cuidado. No era conveniente que volvieran a romperle la nariz.
A Timmy lo sentenciaron a quince años y, mientras los titulares de la prensa británica llamaban «bárbaros» a los turcos, la prensa turca denunciaba los intentos británicos por influir en el sistema judicial de la gloriosa república turca. El premier Demirel canceló una visita que pensaba efectuar a Londres.
—Todo es una mierda —comentó Timmy acerca del asunto—. Mucho ruido, pero no consiguen sacarme de aquí.
Sin embargo, el ruido consiguió rebajarle la sentencia a siete años, teniendo en cuenta la reducción por buena conducta.
—Es demasiado —dijo.
Estuve de acuerdo con él.
Me cansé de esperar, de estar sentado en todas partes sin hacer nada que facilitara mi huida. Una tarde Popeye, Arne y yo estábamos ocupados intentando ganarles 100 liras a tres franceses en un partido de balón volea. Me acerqué mucho a la red para interceptar un tiro. Perdí pie y fui a dar contra la red. Tuve una idea.
Al día siguiente, a media mañana, se oyeron voces airadas en el patio.
La red para jugar al balón volea se había perdido. Había desaparecido durante la noche del lugar donde se la guardaba, debajo de las escaleras. Nadie podía entender qué había pasado. Un par de hombres recorrieron el kogus y revisaron los armarios. Se oía protestar a los reclusos.
Necdet, el hombre que reemplazaba a Emin, se acercó para calmar los ánimos. A él no le importaba que la red hubiese desaparecido. Los reclusos siempre jugaban los partidos de balón volea por cigarrillos o dinero, y en esas condiciones se tomaban muy en serio el juego. Tal vez si no se recuperaba la red habría menos peleas.
Los hombres se quejaron, pero aceptaron la idea de Necdet y salieron a jugar al fútbol. Me quedé sentado en silencio en mi cama, pues debajo de mí, escondida entre una pila de ropa sucia que había en el suelo, estaba la red.
Noche tras noche trabajé debajo de mi manta. Con lentitud, con gran esfuerzo, fui deshaciendo la red de nylon. Con las hebras delgadas y fuertes fui tejiendo la cuerda que soportaría el peso de mi cuerpo. Lo hacía con un método que había aprendido de niño para tejer llaveros.
Trabajaba lentamente y me interrumpía ante cada ruido. Si los guardias efectuaban un «control», con seguridad me descubrirían. La cuerda crecía centímetro a centímetro. Mis amigos no podían entender por qué dormía tanto durante el día. Empecé a trabajar de manera febril. Hasta que no terminé la cuerda y la oculté, me sentí muy vulnerable. Si Ziat o cualquier otro guardián me veían, con seguridad me denunciarían.
Por fin terminé. Supuse que mediría unos doce metros. Según los planos de la cárcel, había una antena en el centro del techo y si conseguía llegar allí, podía atar la cuerda a la antena, llevar el otro extremo a la pared y deslizarme. Tal vez algún día la cuerda me sería útil.
Pero no podía esconderla en el armario, de modo que una noche me escurrí hasta el extremo del kogus, cerca del baño, donde había un armario que no se usaba. Conseguí levantarlo un poco y escondí la cuerda debajo.
Pocos días después recibí una carta de Alemania. Patrick me anunciaba que estaba a punto de viajar.