XI

Transcurrieron los días… Todo un verano de mi vida se había desperdiciado.

Charles escribió desde Imrali y parecía verdaderamente feliz con su trabajo en la isla ya que allí le permitían andar durante la hora del almuerzo y los viernes podía hacer largas caminatas por la isla. La comida era buena. Como trabajaba todo el día entre frutas y verduras frescas, para envasar, podía comer cuantas quisiera.

Su carta me hizo pensar.

—Max, ¿qué te parece Imrali? —pregunté.

—Está bien, supongo, si te gusta trabajar.

—No, me refiero a escapar.

—No… está a más de treinta y cinco kilómetros del continente. Aunque pudieras llegar a la costa, siempre estarías en Turquía. ¿Qué harías entonces? Imros es mejor.

Imros era otra cárcel que estaba en una isla. Se hallaba frente a la costa oeste de Turquía, en el mar Egeo. Algunas de las islas griegas estaban a menos de quince kilómetros de distancia, pero había un problema: Imros estaba calificada como cárcel «abierta». Lo más probable era que no autorizaran mi traslado hasta poco antes de cumplir mi sentencia y entonces no valdría la pena el intento de fuga, porque para esa época ya no me interesaría.

Max y yo nos dedicamos a elaborar ambiciosos planes, todos ellos tendientes a escapar en una u otra forma, por descabellada que fuese.

Por lo general Max era muy incoherente al hablar.

Sin embargo, en otras oportunidades se mostraba realmente dispuesto a intentar algo. Atisbaba a través de sus gruesos anteojos, quejándose de que la droga que tornaba lo estaba volviendo ciego.

Decía que necesitaba verdadera morfina para variar y, ante mi estupor un día sacó furtivamente un mapa de Turquía, lo cual demostraba que, por fin, confiaba en mí.

Otro día volvió a sorprenderme cuando, de entre una pila de cartas, sacó una serie de dibujos. —Los planos de la cárcel— anunció con naturalidad.

—¿Cómo los conseguiste?

—Hace tiempo estuvo aquí un arquitecto austriaco, que ayudaba a los turcos a construir algo y me dejó copiar los planos.

Los estudiamos con mucha atención. El pozo del montacargas llevaba al piso bajo y allí terminaba. Aún habría muchísimos guardias y balas en el camino hacia la libertad. Tal vez si conseguíamos llegar hasta el techo del kogus tendríamos alguna probabilidad. En ese caso caminaríamos por el borde de la pared principal y saltaríamos a tierra. Necesitaríamos una cuerda. Pero, ¿cómo llegaríamos al techo?

Con fastidio debimos reconocer que la fuga directa desde Sagmalcilar era casi imposible. Probablemente seríamos blanco de muchísimos disparos y cualquier plan sería demasiado complicado. Los guardias que estaban en las torres de vigilancia tenían ametralladoras. De todos modos copié los planos y los guardé entre otros papeles que tenía en mi diario. Ideamos un plan que incluía el ácido como medio para llevarlo a cabo. Podíamos solicitar el traslado a Kars, una cárcel que estaba del otro lado del país, cerca de la frontera este de Turquía. Eso implicaría un viaje de dos días, por tren. Casi con seguridad habría dos guardias para cada uno de nosotros.

Max aún conservaba su provisión de LSD que le habían mandado entre otras drogas.

Yo guardaba todavía la dosis de LSD en el forro de mi diario. Si descubríamos la forma de mezclarlo con la comida o la bebida de los soldados, tendríamos posibilidades de huir. Tal vez podríamos decir «Discúlpennos» y alejarnos mientras los guardias contemplaban extasiados los colores del paisaje, sin tener necesidad de recurrir a la violencia. La dificultad estaba en que lo más probable era que saliésemos de Sagmalcilar por la mañana, de tal manera que sería mejor esperar hasta la noche para intentar nuestra acción. Así, nos encontraríamos en el centro de Turquía. El mar Negro al norte, Rusia al este, pero yo no podía pedir traslado alguno hasta que llegara mi tastik, el documento en el que constaba que mi sentencia había sido confirmada por el tribunal supremo de Ankara. El plan con «ácido» quedó en suspenso. Hice para mí una copia de los planos y del mapa.

Como Max se inclinaba por la idea de ir a un hospital e intentar la fuga desde allí, pensé otra vez en Bakirkoy. Si podía volver allí, estaba seguro de que podría escapar. Quizá podría trepar el muro occidental y caminar sobre el tope hasta la parte delantera de la sección 13.

Pero por mucho que conversáramos, siempre volvíamos al mismo problema. Una vez fuera de la prisión, aún seguiríamos en Turquía, donde no teníamos ningún amigo. Tal vez podría persuadir a Patrick para que fuese mi contacto fuera ya que adivinaba cuál sería su reacción. Era seguro que su mente se poblaría de imágenes de aventura.

Max tradujo una historia que apareció en el diario. Un joven hippie inglés fue arrestado cuando intentaba vender veintiséis kilos de hashish a tres individuos vestidos de civil, que resultaron ser policías. Miré la foto: el pelo largo y oscuro caía sobre sus hombros. Él y su madre habían viajado desde la India hasta Estambul conduciendo una camioneta colmada de dijes, adornos y cascabeles. Había una foto del monito Beano, domesticado por el muchacho.

El joven, que se llamaba Timothy Davie y tenía catorce años, llegó a nuestro kogus pocos días más tarde, convertido en una celebridad.

Necdet trató de informarle acerca de las reglas, pero una horda de reclusos se apiñó alrededor del muchacho para mirar su cuerpo joven y larguirucho. Alguien quiso saber si a Beano le gustaba el hashish.

—Un momento. Un momento —dijo Timothy—. Esperen un minuto. Déjenme descansar un momento, compañeros. —Entró en una celda y se sentó en la cama.

Era sorprendente; tenía catorce años y no permitía que nadie lo avasallara.

A los pocos días descubrí que había aprendido yoga en la India. Le presté unos libros y pronto nos hicimos amigos.

Pocas semanas más tarde Timmy se presentó a la corte. El fiscal pidió quince años y de inmediato la prensa británica se hizo eco del caso. Los ingleses estaba furiosos por el hecho de que a un muchachito de catorce años lo tuvieran en la cárcel con criminales de más edad y más avezados como yo.

¡Mektup!

La correspondencia.

—Timmy —gritó el guardia y le entregó un paquete al chico.

—Timmy —gritó otro—. Ti-mo-thy. Timmy. Timmy.

—¡Mierda! —murmuró Timmy—. Son todas malditas Biblias. ¿Por qué todo el mundo me manda Biblias?

—Para proteger tu bendita moral —repliqué.

—¡Mierda! ¿Por qué no me mandarán libros de ciencia-ficción?

Un día se abrió la puerta del kogus y desde arriba oí el silbido de Harpo Marx. Corrí escaleras abajo.

—¡Popeye!

Sonrió, silbó y me palmeó la espalda.

—¡Mira! —Se levantó la camisa. Tenía una cicatriz en la espalda, cerca de la cintura. Otra más arriba, cerca del cuello. El último golpe de Memet le había entrado de frente, muy cerca del corazón.

—Tuviste suerte, pero supongo que tú ya lo sabes.

Popeye silbó.

El rumor llegó a nuestro kogus. Los guardias habían «controlado» uno de los pabellones y como habían advertido la tierra recién cavada en el centro del patio, cerca de la rejilla de desagüe, cavaron el lugar y hallaron un arma de fuego, varios cuchillos, miles de píldoras y una gran espada de samurai. Creo que la espada de samurai fue demasiado para ellos. La administración de la cárcel había decidido cubrir con cemento la parte de tierra de los patios. Dos días más tarde apareció una gran grúa del otro lado de la pared. Llegaron los albañiles para remover el suelo y cubrirlo con una capa de cemento. Varios trabajadores caminaban de un lado a otro sobre la pared. Todo nuestro kogus se sorprendió al oír la voz de acento alemán que daba órdenes.

«Ia, ia»… gritaba la voz. Luego se le oía conversar en turco. Era Weber. ¡Supervisaba todo el trabajo!

Esa tarde estuve sentado en el patio durante horas. Observé cómo Weber andaba sobre la pared mientras daba órdenes a los trabajadores turcos. Había logrado todo el poder al que un recluso podía aspirar.

El trabajo duró varios días, pero una tarde noté que Weber no estaba en su habitual puesto de mando sobre la pared.

Weber no apareció para Sayim esa noche. Eso no era extraño, ya que a menudo trabajaba hasta tarde dentro de la cárcel. A la mañana siguiente fue Necdet quien trajo la noticia. Weber se había escapado. Le dijo al director que tenía que ir a la ciudad a buscar materiales, cosa que había hecho antes varias veces. El director no se preocupó hasta que pasaron muchas horas. Si había logrado conseguir un coche y un pasaporte, probablemente ya habría atravesado la frontera con Grecia cuando el director empezó a sospechar.

Bien por Weber. Nos había engañado a todos. Había hecho su juego desde el momento mismo en que pisó nuestro kogus. Se aseguró que todos lo odiáramos y lo dejáramos solo, para poder trabajar duro y ganarse la confianza del director.

Entonces adiós.

Sentí una envidia tremenda.

El 2 de agosto, trescientos días después de mi arresto, me senté muy sosegado en mi cama para meditar. Pensé mucho en Lillian, que debería estar escalando las montañas escarpadas y hermosas de la Columbia Británica. Esperaba que ella también estuviese pensando en mí y sintiera mi presencia. Pero estaba extrañamente triste y preocupado, cosa que no podía entender.

Semanas más tarde llegó una carta. Lilly estaba en un hospital de Salt Lake City. Había resbalado cuando estaba a mitad de camino subiendo una montaña y había caído por el borde de un glaciar. El zapapico que llevaba se le clavó en la mejilla derecha, debajo del ojo.

El accidente había ocurrido el 2 de agosto.

Fue llevada en avión a Salt Lake City para que la tratara un especialista en cirugía plástica. Me aseguraba que su cara estaría en perfecto estado para cuando yo la viera.

El tiempo pasaba. Días grises, noches negras. Un día llegó Willard Johnson, del consulado norteamericano. Parecía preocupado.

—Parece que vas a tener un nuevo juicio —me comentó.

—¿Qué me quiere decir?

—Parece ser que el fiscal objetó la sentencia. El tribunal supremo de Ankara desea que la causa sea juzgada de nuevo.

—¿Qué va a ocurrir ahora?

—Probablemente nada. Volverás al mismo tribunal. El mismo juez. Le impresionaste bien. Con seguridad te darán la misma sentencia.

—¿Y si el fiscal vuelve a objetar?

—Eso no importa. Cuando se ha dado dos veces la misma sentencia, Ankara la aprobará.

Traté de pensar en todo el asunto mientras caminaba de regreso al kogus. Estaba asustado. Todos los reclusos contaban historias de terror acerca de la justicia turca. Ya era bastante una sentencia a cincuenta meses de prisión. Sabía que no podría soportar nada más.

Dormí mal toda la semana porque tuve una pesadilla reiterada. Yo estaba de pie en el patio y Weber ordenaba a los que conducían los bulldozer que derribaran las paredes de cemento sobre mí. Me sentía atrapado. La pared gris se acercaba hasta oprimirme el pecho… Me despertaba bañado en sudor, tembloroso, en el frío del otoño.

Un visitante. Tal vez fuera Willard que me traía más noticias. El guardia me condujo a la sala de visitas de los abogados y en cuanto entré me dieron un gran abrazo.

—¡Johann! ¡Hijo de puta! ¿Qué estás haciendo aquí?

—Hola, Billy. Tengo una sorpresa para ti. Voy a vivir aquí ahora.

—¿Dónde?

—En Estambul. Conseguí un trabajo en un hotel. Vendré a visitarte con frecuencia. —Puso una barra de chocolate en mi mano. También me dio paquetes de Marlboro para todos sus amigos del kogus.

—Billy, quiero presentarte a una persona. Esta es madame Kelibek. Es abogada.

Ella estrechó mi mano en silencio. Tendría unos cincuenta años y debió ser muy bella en su juventud.

Johann bajó la voz.

—Billy, ella puede conseguirte algunas cosas.

—¿Puede conseguir que me trasladen a Bakirkoy?

Johann tradujo la pregunta y la respuesta fue fácil de entender, aún en turco. Deseaba cuatro mil liras, unos trescientos dólares.

—¿Ella lo garantiza? —pregunté. Johann asintió con la cabeza.

—Explícale que puedo conseguir el dinero, pero no recibirá ni un sólo kurus hasta que yo esté allí. Contado contra entrega, ¿entendido?

Johann tradujo y madame Kelibek indicó su aprobación.

—Johann, ¿puedes conseguirme ropas…, un coche?

Johann apoyó sus manazas sobre mis hombros.

—Haré cualquier cosa por sacarte de aquí.

—Muy bien. Me llevará un tiempo conseguir el dinero, pero hoy mismo le escribiré a mi padre.

Conversamos un momento más, intercambiando noticias sobre nuestros amigos. Johann prometió visitarme a la semana siguiente. Me apresuré al regresar al kogus en escribir a mi hogar. Para engañar al censor utilicé palabras de doble sentido. Hablé de «Vías de posibilidad» y de los trenes que marchaban sobre ellas. En primer lugar había uno local, legal, por el que viajaría si fuese necesario. Pero la marcha era lenta y yo no confiaba en el maquinista. También estaba el Expreso de Medianoche, añadía. Era un tren rápido. Admitía que podía ser un viaje peligroso, pero aclaraba que había alguien que me aguardaba en la estación. Además, era un tren caro. Para estar seguro de poder pagar todo el pasaje creía necesitar unos quince retratos de Benjamín Franklin (impresos, por supuesto, en billetes de cien dólares).

El 6 de diciembre de 1971 volvía a la sala del tribunal. A pesar de las seguridades que me daban Beyaz, Siya y Yesil, estaba preocupado. ¿Y si algo andaba mal? Me moriría si agregaban un sólo día a mi sentencia.

Una vez más oí la palabra dort. El mismo juez pronunció la misma sentencia por el mismo delito: cuatro años y dos meses por posesión de hashish. Luego, el mismo fiscal presentó la misma objeción. Beyaz me explicó, por intermedio de Yesil, que no había ningún problema. Ahora que se había revisado el caso por dos veces y se había confirmado mi sentencia, Ankara aceptaría esta decisión. Estaba seguro de que aprobarían mi sentencia y pronto llegaría mi tastik.

Pero diecinueve meses más eran demasiado.

De modo que empecé a esperar con impaciencia una respuesta a mi carta. Ahora vislumbraba claramente mi libertad. Con un soborno llegaría a Bakirkoy; luego saltaría la pared; subiría al coche de Johann que me estaría esperando y me marcharía a Grecia. Todo lo que necesitaba era una ayudita de mis amigos.

Luego me escribió papá. Su carta reflejaba angustia y dolor.

«Tu madre y yo hemos hablado largamente de esto. Hemos rezado y también llorado. Desde nuestro punto de vista, diecinueve meses no valen el riesgo de perder la vida. Hemos tomado nuestra decisión con amor. Rezamos porque sea la decisión correcta. Debemos decirte que no.»

Me sentí muy mal. Mi propia familia me rechazaba. Arrojé la carta sobre la cama y salí al patio hecho una fiera. Caminé y fumé toda la tarde.

Después, cuando volví a releer la carta, comprendí que no podía culparlos. Me querían y no deseaban que me ocurriera nada malo.

Me senté y le escribí una carta a Patrick.