X

Me desperté en medio de una gran expectativa. Ya era el decimoséptimo día de mi estadía en Bakirkoy y el plazo fijado por la corte expiraba ese día, de modo que los médicos debían tomar una decisión. Sabía que me enviarían de regreso a Sagmalcilar, pues estaba sano y no tenía nada qué hacer en Bakirkoy; eso era obvio.

Los soldados vinieron a buscarme. Me hicieron subir a la parte posterior de un camión y me condujeron a la cárcel. Extrañamente, deseaba volver a mi viejo kogus. Si debía estar encerrado, deseaba tener la compañía de mis amigos.

Cuando el guardia me empujó para meterme en el kogus, oí un silbido al estilo Harpo Max que me saludaba.

—¡Popeye!

—¡Huuu, Willie! —gritó—. ¿Qué tal el manicomio? ¿Había muchachas allí? ¿Qué ocurrió? No vas a decirme que estás sano, ¿verdad?

Reí.

Popeye bajó la voz.

—¿No tuviste oportunidad de huir?

—Bueno, creo que pude haberme fugado. Pero, ¿después qué?

—¿Qué quieres decir?

—¿A dónde iba a ir? Estaba en pijama.

—¡Willie! —Arne se acercó a la carrera y me dio unos golpecitos en el hombro y me puso entre las manos una taza de té que probé y me pareció de poca calidad.

Arne se encogió de hombros.

—¿Qué se puede hacer?

—Lo prepara Ziat. —Todavía el jordano revendedor de drogas monopolizaba la concesión del té.

—Ven —me dijo Popeye mientras me tiraba del brazo—. Balón volea.

Podemos ganarnos cien liras cada uno con estos dos tipos nuevos, los daneses a quienes he estado enseñando.

—Espera un minuto. Quiero saludar a todos. ¿Dónde está Charles?

—Arriba —replicó Arne— recogiendo sus cosas.

—¿Hace la maleta?

—Ha sido trasladado a la cárcel de una isla.

Subí.

Charles estaba inclinado sobre su cama, clasificando una pila de libros.

—Hola, Charles.

Levantó la cabeza.

—Hola, Willie. De modo que has vuelto. ¿Cómo anduvo?

Sula bula. ¿Qué es eso de una isla?

Charles cogió un mapa.

Irmali— dijo, mientras señalaba un punto en el mar de Mármara. —Lo solicité hace meses cuando vino el cónsul con un formulario y me dijo que podía pedir el traslado, ya que los turcos permiten hacerlo cuando la sentencia está aprobada por la alta corte de Ankara. Por mucho tiempo no tuve noticias y supuse que la habían rechazado; sin embargo, inesperadamente la aprobaron. Me marcharé la semana próxima, creo.

—¿Por qué quieres ir allí?

—Para trabajar. Envasan frutas y verduras, además quiero pasar un tiempo al sol.

—¿Hay otros norteamericanos en ese lugar?

Charles se encogió de hombros.

—No sé. No creo que haya otros extranjeros, pero no me importa. Necesito hacer algún ejercicio, porque debo salir de este sumidero.

—Bueno; espero que te guste.

Charles sonrió.

—Acuérdate de mí la próxima Navidad. Si comen tartas de jalea, recuerda que yo la habré envasado.

La próxima Navidad… Como no pensaba pasar ahí otra Navidad, mi ánimo decayó. Aún estaba en la cárcel y mi gran plan había fracasado.

Con Max analizamos mi estancia en Bakirkoy y le pareció que yo había cometido un error en la forma en que les hablé a los médicos.

Al contestar a sus preguntas demostré que estaba sano, al menos demasiado cuerdo como para estar en Bakirkoy y para que me consideraran «loco».

—Debí escalar el muro.

—¿Qué muro?

—El que da al oeste. Tenía grandes huecos en la argamasa. Pude haberlo escalado con facilidad.

—Oeste. Oeste —murmuró Max—. ¡Es una suerte que no lo hayas hecho!

—¿Por qué?

—Ese es el ala del muro que conecta con la sección 12. Los drogadictos. Estuve un tiempo ahí. Habrías caído directamente en la sección 12, pasando de los insanos criminales a los drogadictos.

Emin, el encargado, abrió la celda y luego me entregó una carta que había llegado durante mi ausencia. Cuando la vi, experimenté una sensación placentera. Miré el sobre unos minutos antes de abrirlo y me senté en la cama donde la leí una y otra vez. «Tus cartas me ayudaron a pasar una época difícil», escribía Lillian. «La ruptura de un matrimonio, incluso de un mal matrimonio, trae aparejada una terrible sensación de fracaso. Tú me has ayudado a reconquistar la confianza en mí misma. Hiciste renacer mi espíritu aventurero».

Lillian había abandonado su puesto en Harvard y se aprestaba a formar parte de una expedición de alpinismo en la Columbia Británica.

Me alegré por ella. Al menos así uno de los dos podría gozar del aire libre y, tal vez a través de sus cartas yo podría evadirme de ese infierno.

La sorpresa mayor que tuve a mi regreso fue Weber, el nuevo recluso alemán que superaba incluso a Popeye en sus fanfarronerías.

Weber se pavoneaba por todas partes como si fuese el dueño del kogus. Llevaba una bolsa llena de destornilladores y pinzas, además de otras herramientas. Yo no podía creerlo. Popeye me contó que Weber se las había ingeniado para conseguir que le asignaran la tarea de ayudante de los electricistas y plomeros turcos. Nadie sabía cómo había obtenido ese privilegio porque a los turcos generalmente no les gustaba que los extranjeros trabajasen. De modo que ahora Weber podía salir del kogus todos los días.

—A mí el director nombró jefe. De todo el trabajo de la cárcel. Ia. Ia —le comentó Weber a Popeye—. Yo hago buen trabajo. Ia. Ia. Buen arreglo.

—Me gustaría darle una trompada a ese tipo cada vez que dice Ia, Ia, —murmuró Popeye.

Weber se alejó. Era realmente detestable, pero no me parecía que fuese tan estúpido como quería aparentar. Weber estaba preparando algo.

Pocos días antes que Charles partiera hacia Imrali vino de Norteamérica su novia, Mary Ann, a visitarlo y como llegó a la cárcel acompañada por Willard Johnson, del consulado norteamericano, Charles me pidió que fuese a la sala de visitas y entretuviera a Willard con algún pretexto mientras él y Mary Ann se sentaban en el otro extremo de la larga mesa.

Era una mujer hermosa, de piel blanca y pelo largo castaño. Mis ojos iban hacia ella mientras le lanzaba preguntas a Willard.

—¿Qué pasa? —pregunté furioso—. ¿Por qué no llamó al psiquiatra? ¿Por qué no me ayudó? ¿Quiere que pase toda mi vida pudriéndome en esta prisión?

Willard estaba un poco turbado. Me impresionaba como un tipo distinguido, de buenas intenciones, pero era obvio que se sentía incómodo en la cárcel y en compañía de convictos. Con su elegante traje y su corbata rayada, un club neoyorquino o un salón de la bolsa hubiera sido un ambiente más apropiado para él. Su rostro regordete estaba encendido.

—Un momento, Billy. No era tan fácil.

—¿No quiere que ellos me ayuden? ¿No le importa nada lo que me pase?

—No es tan simple Billy —respondió Willard en tono firme—. El médico quería que le garantizara que tú no tratarías de escapar. La sección a la que querían llevarte es de sistema abierto.

—¿Y qué?

—¿Cómo podíamos darles una garantía? ¿Cómo sabíamos que tú no ibas a tratar de escapar?

—Yo no lo hubiese hecho.

Willard me dirigió una mirada sugestiva y entonces decidí cambiar de tema.

—Necesito algunas cosas. Un cartón de cigarrillos con filtro.

—¿Fumas ahora?

—Sí. Aquí dentro es inevitable. Todos fuman.

—Está bien. Un cartón de cigarrillos.

—Y unas barras de chocolate.

—Bien ¿Eso es todo?

Vi que Mary Ann había deslizado una mano debajo del borde de la mesa y parecía tenerla apoyada en el regazo de Charles. El brazo de ella se movía hacia atrás y hacia adelante lentamente.

—Eh… más —tartamudeé—. Necesito… eh… un cepillo de dientes.

—¿Un cepillo de dientes?

—Si… y… jabón.

—Jabón. Está bien.

De pronto Willard se volvió hacia Charles.

—Charles, ¿tú necesitas algo?

Charles dio un respingo.

—No —respondió rápidamente.

—¿Qué hay de mi juicio? —pregunté—. Ya han pasado más de seis meses y aún no conozco mi sentencia.

—Bueno, la corte ha recibido el informe de Bakirkoy. Han fijado una nueva fecha de reunión: el treinta y uno de mayo.

—¿Pronunciarán la sentencia ese día?

—Creo que sí.

E1 brazo de Mary Ann se movía más rápido ahora.

—¿Cuánto cree que me echarán? —le pregunté a Willard.

—No creo que sea demasiado —replicó—. Tal vez treinta meses. Tal vez cinco años.

Charles cerró los ojos.

—Eso no me gusta nada —dije.

—Supongo que no te debe gustar. Pero no es una condena muy larga por tráfico de hashish. —El cónsul se volvió y miró a Charles—. ¿Qué te parece, Charles?

Charles abrió los ojos y pestañeó.

—¿Eh? Ah, sí. Imrali es muy agradable. Sí, voy a estar bien.

El cónsul pareció confundido. Mary Ann sonrió tímidamente y puso la mano sobre la mesa.

La vida adquirió una perspectiva diferente después de la lobreguez de Bakirkoy. Mi equilibrio se había quebrado. El yoga y la meditación me ayudaban, pero descubrí que reaccionaba con mayor rapidez a las tensiones del kogus. Charles me regaló su diccionario turco-inglés y, como resultaba difícil comunicarse con los guardias, decidí estudiar el idioma, pero mi concentración fallaba. Empecé a fumar más, tanto tabaco como hashish. Dependía en medida creciente de ambos vicios para poder controlar mis nervios. Ziat era el proveedor de la mayor parte del hashish que se fumaba en el kogus, pero sus precios eran exorbitantes. Descubrí que Max, por intermedio de su amigo el electricista, conseguía un hashish mejor y más barato.

A la noche siguiente de la partida de Charles para Imrali, Popeye, Max y yo estábamos sentados en la celda de Max, un poco abatidos.

Max parecía triste pero nunca necesitaba una excusa para fumar hashish. Caminó un poco vacilante hacia el agujero del retrete. Buscó algo y volvió con media lámina. Cortó pequeños trocitos y lió cigarrillos. Asentía suavemente para sí mismo. Yo escuchaba la interminable charla de Popeye acerca de la posibilidad de una revolución en Turquía. Si se creaba un nuevo gobierno, pensé, tal vez declararían una amnistía.

De pronto oí que se abría la puerta del kogus y que unos pasos lentos llegaban al pie de la escalera.

¡Eskilet! —llamó una voz. Era la palabra turca que equivalía a «esqueleto», el sobrenombre que le daban a Max.

Como Max no deseaba que los guardias entraran en su celda, salió al corredor con rapidez y bajó la escalera. Popeye y yo arrojamos el hashish al agujero del retrete y nos deslizamos a nuestras celdas. De pronto oí que Max gritaba. Atravesé a la carrera el corredor y llegué a la parte superior de la escalera a tiempo para ver que dos guardias retorcían los brazos de Max detrás de su espalda. Arief metió la mano en la bata de Max y sacó hashish. Los guardias arrastraron a Max al subsuelo. Luego vi que Arief murmuraba algo a Ziat, que estaba de pie cerca de la puerta con una sonrisa en el rostro.

Max volvió pocos días después. Cojeaba un poco. Sus muñecas estaban vendadas y no tenía puestas sus gafas. Bizqueaba mucho cuando conversaba. Nos contó que lo habían llevado abajo, lo habían golpeado unos minutos y que luego habían salido corriendo en busca de Hamid. Mientras los guardias estaban ausentes, él rompió sus gafas y utilizando un trozo de cristal se cortó las muñecas. Los guardias se vieron obligados a llevarlo a la enfermería de la cárcel, en lugar de seguir golpeándolo.

—Fue Ziat —le informé.

—Lo sé, lo sé. ¡Maldito sea! Pero con este episodio he aprendido una gran verdad.

—¿Cuál?

Max se inclinó más hacia mí y bajó la voz.

—Muchacho, hay toda clase de drogas en esa enfermería.

Arne, quien estudiaba cuidadosamente sus cartas astrológicas y había hecho un estudio de todos los reclusos del kogus, no se sorprendió en lo más mínimo al descubrir que yo era Aries, el signo más común de la cárcel, y los arianos tienden a actuar ruda, impetuosamente y así era yo, sin duda.

Todas las mañanas, cuando le compraba a Ziat una taza de su té aguado, su sonrisa estúpida me recordaba que él había delatado a Max.

Empecé a preguntarme por qué seguía a cargo del negocio del té. Se suponía que éste era rotativo y cada mes debía ser cubierto por un nuevo recluso. Algunos de nosotros no necesitábamos usufructuarlo, porque con cincuenta dólares que recibíamos de nuestros hogares teníamos bastante para nuestros gastos durante meses, pero en cambio había otros que no tenían contacto con su familia y también tenían derecho a beneficiarse con él. Así que considerando esto un día en que me encontraba de pésimo humor, le escribí una carta al director de la cárcel y en ella me quejaba de que Ziat, que era amigo de Emin, sobornaba a éste para que lo mantuviera al frente del negocio de té todos los meses. Primero llevé la petición a Weber, porque parecía hablar buen turco además de inglés y necesitaba una buena traducción.

Weber se negó a participar en el asunto, porque estaba en una situación privilegiada y como era supervisor de construcciones de la cárcel no quería arriesgar su posición.

Finalmente Max hizo todo lo posible por traducir la nota al turco y fui con ella para tratar de persuadir a los otros para que la firmaran.

Ziat, naturalmente, se enteró de inmediato y cuando yo estaba en el corredor, conversando con Arne acerca de la petición, se me acercó apresurado.

—Nadie firma —dijo con furia—. Estás perdiendo tu estúpido tiempo.

Antes de darme cuenta de lo que ocurría, había aferrado a Ziat y lo empujé hacia el patio.

—No me importa lo que ocurra, pero tú y yo vamos a arreglar esto —grité—. Te voy a pasear a golpes por todo el patio.

Ziat estaba tranquilo.

—De acuerdo —replicó—. Está bien. De hombre a hombre lo arreglaremos ahora mismo. Pero te advierto que pase lo que pase, cuando esto termine traeré a los guardias y te van a hacer papilla.

—¿Cómo? Tú y yo vamos a arreglar esto, no los guardias. ¿Qué es eso de los guardias?

—Bueno. Te ajustaré las cuentas después.

Las plantas de mis pies me urgieron a detenerme un minuto a pensar. Ziat tenía contactos, ¡Arief! La vara de falaka.

Ziat habló en tono calmo.

—Escucha. Si tú no me molestas, yo no te molesto. ¿De acuerdo?

—Pero tú me molestas. Siempre me molestas. Haces un té imbebible. Y metiste a Max en problemas. Él es mi amigo.

—Te dejaré tranquilo —prometió Ziat—. Y también a tus amigos. Haré un té especial para ti. Intentemos vivir como hermanos. Tratemos de convivir en paz aquí.

Tuve deseos de golpearle la cara y quise devolverle los golpes que había recibido Max, pero la razón se impuso. Una pelea sólo me traería más problemas, así que tomé la única decisión sensata y aflojé el puño.

—Está bien. Apártate de mi camino y yo me apartaré del tuyo.

Una mañana, al abrirse la puerta del kogus, el silencio se apoderó de todo el pabellón. Rápidamente se difundió la noticia de que uno de los miembros de la mafia turca había venido a vivir con nosotros.

Se llamaba Memet Mirza y al andar movía su cuerpo musculoso con una actitud insolente, muy parecida a la de Hamid. Tenía poco más de veinte años, pero ya se había hecho una reputación porque su padre y un tío suyo eran grandes pistoleros y Memet ya había baleado y dado muerte a un par de hombres. De ser un turco común, probablemente lo habrían ahorcado. Como kapidiye, tal vez cumpliría de doce a dieciocho meses de arresto, a lo sumo. Durante los primeros días, todos se apartaban cortésmente cuando Memet se acercaba. Ziat estaba aterrado porque cabía la probabilidad de que hubiese delatado a algún amigo de Memet. Este se limitaba a pasearse por los corredores y el patio como un oso gris hambriento.

Cierto día, cuando Popeye y yo estábamos arriba, tratando de entender un periódico turco para tener noticias de las rebeliones anarquistas, oímos un furioso grito que llegaba del patio. Corrimos a la ventana para mirar y vimos que Memet se lanzaba furioso contra dos extranjeros, Peter e Ibo. Yo no los conocía bien, sólo sabía que los dos eran buenos amigos.

Memet podía ser muy temible con un arma, pero era inofensivo con sus puños, que se movían con lentitud. Ibo le dio una trompada en un costado y cuando Memet miró hacia abajo, Peter lo alcanzó de lleno en el ojo.

—¡Aaah! —rugió Memet.

Se lanzó hacia los dos hombres en un intento de sujetarlos a ambos en un abrazo de oso. Pero Peter e Ibo consiguieron eludirlo. Corrieron hacia sus celdas y se ocultaron debajo de sus camas hasta que el ánimo de Memet se apaciguó.

Más tarde, Popeye y yo estábamos sentados en la cocina, cuando Memet fue a comprar una taza de té. Popeye se rió burlonamente y lanzó un agudo silbido al modo de Harpo Max, me tocó las costillas con el codo. El enorme y robusto Memet se había puesto anteojos oscuros para ocultar su ojo izquierdo, amoratado por el golpe.

Esa noche miré hacia la celda de Max, que estaba acurrucado en su cama leyendo un libro. Casi sigo de largo, pero me di cuenta que el libro estaba al revés y hasta en él esto era un tanto extraño.

—Max, ¿qué estás haciendo? Debes estar muy chiflado.

Max levantó la cabeza con un sacudón, pero cuando vio que era yo se llevó un dedo a sus labios.

—Shh. Ven, Willie.

El libro era Más allá del bien y del mal, de Nietzsche. Max lo estudiaba cuidadosamente.

—Recibí esto en el correo de hoy —murmuró.

Se acercó a su armario. Se arrodilló y empujó sobre el metal con todo su cuerpo, pero no logró moverlo.

—Mierda —susurró—. Willie, échame una mano. Empuja el armario hacia atrás para que quede inclinado.

Apoyé todo mi peso contra la parte superior del armario y lo llevé hacia atrás sobre su base. Los dedos de Max buscaron algo a tientas en la parte inferior. Sacó un trocito de hoja de afeitar. Nos sentamos en la cama para ocultar el libro entre los dos. Con cuidado, Max introdujo la hoja en el borde de la cubierta y luego retiró el grueso papel de la tapa quedando al aire el cartón con unos agujeros, en los que alguien había metido sobres de papel aluminio. Max los puso sobre la cama y los abrió e inmediatamente echó una mirada a la carta que llegó con el libro.

—Esto debe ser el hash. Este es el de yerba. Esto es anfetamina. ¡Esto, morfina…! Esto debe ser ácido. ¿Quieres un poco?

—No.

El LSD es un tipo de droga totalmente distinto. Yo sabía que la marihuana y el hashish eran casi inofensivos, pero el LSD podía ser peligroso.

Max colocó un poquito de ácido en un trocito de papel de aluminio y lo puso en mi mano.

—Guárdalo —me dijo—. Nunca se sabe cuándo uno lo va a necesitar.

Volví a mi celda. Metí el trocito de papel de aluminio en la cubierta de mi diario, junto a la lima, y después fui a jugar al póquer a la celda de Popeye.

Colocaron una bomba en la embajada norteamericana. En las calles, dispararon a algunos soldados. Los anarquistas declararon abiertamente la guerra al gobierno turco y los militares tomaron el poder e impusieron un severo toque de queda en todo el país. Se decía que las calles estaban llenas de guardias armados.

Todos nos sentíamos felices de que hubiera cambios en el gobierno, porque ello podía significar una amnistía, pero la revolución sólo aportó presos anarquistas. Todos los días llegaban cantidades de ellos. La administración de la cárcel deseaba mantener a los líderes separados, pero sólo había un kogus con celdas individuales, que estaban reservadas a los extranjeros.

Por la mañana oímos abajo la conmoción. Los guardias nos ordenaron que nos apresuráramos a reunir nuestras cosas. Nos cambiaban o otro kogus. Una vez más comprendí que rara vez apreciaba algo hasta que lo había perdido, porque perdía la intimidad de mi celda individual.

Ahora estábamos todos amontonados en lo que parecía una barraca, donde había cuarenta y ocho camas en el segundo piso y por alguna extraña razón ninguna, abajo.

Me apresuré a ocupar una cama en un rincón, donde podía mantener la espalda contra la pared y elegí una de las de arriba, para tener al menos un poco más de intimidad. Popeye arrojó todas sus cosas en la cama que estaba debajo de la mía, entre ininterrumpidas maldiciones por el nuevo kogus. Algunos, de inmediato, cubrieron las camas de abajo con sábanas que colgaban de las superiores.

Allí habían vivido turcos, por tanto estaba sucísimo.

En los suelos cubiertos con una gruesa capa de mugre, se veían restos de papel, trapos sucios y colillas de cigarrillos dispersas por todas partes.

El humo había manchado el yeso amarillo de las paredes. Algunas ventanas estaban rotas y otras se notaba que hacía meses que nadie las limpiaba.

Trozos de algodón sucio del relleno de los colchones aparecían tirados por todas partes y el olor era insoportable. En el extremo había un hediondo baño algo mejor que el de Bakirkoy.

Compartíamos un nuevo patio con un kogus de presos turcos. La primera vez que lo vimos fue una verdadera sorpresa. Varios estaban jugando al balón volea; corrían bajo el cálido sol, vestidos con traje y corbata.

Kapidiye —murmuró Max.

Memet parecía muy preocupado. Comprendí que le resultaba embarazoso encontrarse con otros kapidiye mientras tenía un ojo amoratado.

—¡Uh, muchacho! —se burló Popeye—. Duro y gran luchador. Duro y gran kapidiye. Duro… y gran ojo negro.

Silbó y bailó a su alrededor. Memet lo maldijo.

Cada hombre había organizado su rutina en la prisión. Los inconvenientes surgían cuando alguien o algo perturba esos hábitos.

Ahora todos vivíamos en un estado de confusión y el aire parecía cargado de electricidad.

A la mañana siguiente traté de poner nuevamente en práctica mis costumbres. Me levanté temprano, hice yoga en el desierto salón de abajo. Ziat, en el extremo preparaba el té. Fui al patio y estudié los nuevos efectos de luz de sol y de sombra proyectados en esas paredes desconocidas.

Me sobresalté cuando oí los gritos que llegaban del área de la cocina. Eran alaridos y maldiciones unidos al ruido de gente que corría. De pronto todo quedó en un silencio mortal. Lenta, cautelosamente, entré.

Dos hombres arrastraban a Popeye hacia la puerta del kogus, mientras que el guardia que estaba al otro lado pedía a gritos una camilla. La camiseta de Popeye tenía enormes manchas de sangre y ésta goteaba formando charcos en el suelo. Popeye estaba consciente, pero en estado de shock. Observé cómo lo sacaban del kogus. Fui hacia la cocina. Los hombres estaban sentados en silencio a las mesas. Algunos comían su pan. Una mesa estaba vacía y se veía cubierta de sangre.

—¿Qué ha ocurrido? —pregunté.

—Memet —respondió alguien simplemente—. Vino por atrás y lo hirió.

—¿Dónde está Memet?

—Fuera, en el patio.

—¿Cómo? ¿Ninguno hizo nada?

—¿Qué podíamos hacer?

Una cortina de ira roja se interpuso ante mis ojos.

—¿Qué ocurre con vosotros? —grité—. ¿Vais a permitir que los turcos nos maten, que nos hagan papilla? ¿Por qué no saltasteis sobre él o le arrojasteis algo? ¿Cómo pudísteis quedaros sentados, ahí, comiendo pan?

Arne intentó calmarme, pero lo saqué de mi camino y corrí hacia el patio. Si no estaba loco en Bakirkoy, lo estaba ahora. Memet caminaba por el patio hacia uno y otro lado, con las manos en el bolsillo. Alguno de sus amigos kapidiye estaban cerca de él.

¡Deli! —le grité desde el otro lado del patio—. ¡Loco! ¡Ipnay! ¡Marica!

Buscaba las palabras más ofensivas que conocía. Lamenté no haber aprendido a maldecir bien en turco.

No obstante, Memet me miró. No se podía tratar de loco y marica a un turco y pretender que todo terminara allí. Pero cuando el turco era un kapidiye, con una magnífica opinión de sí mismo, y además sus amigos están presentes, la cuestión adquiere otra dimensión. Emin se abalanzó para calmarme, pero lo empujé. Cayó hacia la pared. Memet se detuvo en su caminata. Se volvió para enfrentarme al otro lado del patio.

—¡Willie! —era la voz de Arne que estaba detrás de mi—. Aún tiene el cuchillo.

¡Oh, Dios! No le serviría de nada a Popeye si me herían también.

Necesitaba un palo o cualquier cosa.

Memet dio un paso en mi dirección, con el cuchillo que relucía en su mano. De repente sentí que dos brazos fuertes me aferraban desde atrás, y me arrastraban y me golpeaban contra la pared de hormigón.

Quedé sin aliento y sólo reconocí el rostro grisáceo de Hamid cuya manaza apuntaba en mi dirección.

Este me golpeó con toda su fuerza y todo mi cuerpo fue a dar contra la pared y estando allí volvió a golpearme con el revés de la mano.

Oleadas de dolor y luces que giraban llenaron mi cabeza. Luego Hamid con gritos le ordenó a Emin y a los otros guardias que nos llevaran a todos los extranjeros de vuelta al kogus y nos encerraran.

Esa tarde fuimos trasladados a un kogus similar, del otro lado del pabellón de los niños, donde una vez más compartiríamos con éstos el patio.

El director, Mamur, dio órdenes estrictas. No debía haber un sólo turco en el kogus de los extranjeros. Eso representaba una verdadera recompensa y como Emin tuvo que marcharse, Mamur nombró a un sirio llamado Necdet como nuevo memisir del kogus. Este hablaba bien muchos idiomas y era un hombre muy educado, que cumplía una condena de doce años y medio por espionaje en el ejército turco. Era el único recluso del kogus de los extranjeros que no tenía nada qué ocultar. No le interesaban las drogas ni el sexo y ni siquiera jugaba a las cartas.

Aunque me dolía la cabeza por los golpes de Hamid, reuní todas mis cosas y reprimí las lágrimas por Popeye. Pronto Max se acercó con noticias.

—Necdet tuvo informes de la enfermería. Dicen que Popeye se va a curar. No morirá. Están seguros.

Me senté en la cama aliviado. Max se inclinó y estudió mi rostro hinchado en los lugares donde Hamid me había golpeado.

—Ese Hamid es un animal. Pero hoy te hizo un favor —murmuró Max.

—¿De qué estás hablando?

—Te salvó la vida, muchacho. ¿No te das cuenta?

Cerré los ojos y recordé el brillo del cuchillo de Memet.

En la corte hubo otra sesión en confusas palabras turcas que volaron a mi alrededor y en presencia mía fue decidido mi destino.

Como yo no podía hablar, Yesil me hizo una seña para que me pusiera de pie mientras escuchaba la voz solemne del juez que decía dort, cuatro.

—Cuatro años y dos meses —me informó Yesil—. Por posesión de hashish. Es una sentencia leve. El fiscal quería acusarlo de tráfico.

Cincuenta meses. Me descontarían un tercio por buena conducta.

De modo que cumpliría treinta y tres meses y un tercio y saldría en libertad el 17 de julio de 1973; pero aún faltaban más de dos años.

Estaba horrorizado y sentía náuseas cuando los soldados me encadenaron las manos. Miraba todo en silencio mientras me conducían a Sagmalcilar a través de las calles de Estambul.

Arief apenas me revisó. Otro guardia me cogió del brazo y me condujo por el corredor hasta el kogus de los extranjeros. Se oyó el ruido de una llave y el guardia me empujó hacia dentro, en tanto que a mis espaldas la pesada puerta metálica se cerraba con un golpe.