Cada día que pasaba en Bakirkoy sentía que me iba aislando más de la realidad. La locura que me rodeaba parecía ser contagiosa. Las paredes opresoras, el constante parloteo y los gritos de los otros me atormentaban. Debía salir de la sección 13. Y pronto.
Con un billete de cincuenta liras, el Policebaba aceptó enviar por mí un telegrama. Era para Willard Johnson, del consulado norteamericano.
Traté de que pareciera demasiado urgente, ya que si venía y persuadía al médico de que se podía confiar en mí, me trasladarían a una sección de sistema abierto, a un paso de la libertad, pero Johnson fue evasivo.
Los días pasaban e Ibrahim que seguía visitándome en mi cama, me dijo que yo no sabía lo que ellos me estaban haciendo porque una mala máquina no sabe que es una máquina mala.
Casi parecía que Ibrahim tenía toda la razón. Willard Johnson mantenía un extraño silencio y como los médicos ya no se ocupaban de mí, de pronto me encontré estudiando la pared occidental. ¿Debía intentarlo ahora o esperar? Si me declaraban insano, ¿tendría tiempo después para escalar la pared? En realidad, tal vez tendría que irme de esa manera, porque si verdaderamente creían que estaba loco, no me sería posible salir de otro modo. Parecía extraño que yo estuviese realmente tratando de crear la misma situación que Ibrahim me había pronosticado.
Una mañana en que las plegarias islámicas me despertaron temprano, salté de la cama para caminar solo en la rueda y pensar. Cuando pasé por la tercera sala vi a los enfermos rezando, dirigidos por un viejo de barba blanca que desde hacía tiempo era el jefe espiritual de la sección 13. Algunos de los hombres tenían esteras para orar, otros apenas un trozo de sábana o manta. Dos espásticos que estaban en el extremo no podían seguir los movimientos necesarios para agacharse y arrodillarse, se quedaban trabados y a menudo caían al suelo.
Abajo encontré la rueda quieta. Los que la movían de noche se habían retirado y los que lo hacían de día aún dormían. En todos los rincones se veían figuras cubiertas con harapos que se acurrucaban formando grupos en la oscuridad, debajo de la plataforma. La rueda estaba vacía y producía extrañeza. Nunca antes la había visto detenida, sino moviéndose siempre en la misma dirección. ¿Pero por qué?
¿Por qué las cosas siempre deben ser iguales? ¿Qué ocurriría si empezaba a caminar en la otra dirección? ¿Qué, si caminaba en el sentido de las agujas del reloj? Cuando los otros se despertaran, ¿se unirían a esa rueda que girase en el sentido inverso? Decidí intentarlo, de modo que, esa mañana, el primer rayo de la rueda empezó a girar con lentitud en la dirección equivocada.
Circulé solo alrededor del gran eje de piedra de la rueda, con el paso firme de los hipnotizados. Resultaba muy sedante ese lento movimiento circular en las tinieblas. Pude haber seguido así por largo rato, pero se acercaron dos turcos y empezaron a caminar en el sentido habitual, haciéndome señas de que cambiara de rumbo. Sacudí la cabeza y con un gesto los invité a seguir mi dirección.
—¡Gower! —gruñeron y siguieron su marcha en el sentido contrario al de las agujas del reloj.
Yo me encontraba en la parte más próxima al eje de la rueda y cada vez que nos enfrentábamos, ellos intentaban bloquearme el paso, pero estaba decidido a conservar mi posición y a obligarlos a caminar alejados del eje. Por alguna razón, esto que me parecía importante se transformó en un principio, en una meta. Debía luchar contra la locura que me rodeaba.
Ahmet surgió de entre las sombras. Me llevó hacia un lado. Otros turcos despertaban y se unían al flujo de la rueda.
—Un buen turco siempre camina hacia la derecha —me explicó Ahmet—. La izquierda es el comunismo. La derecha es buena. Debes caminar hacia la derecha. Tendrás problemas si caminas hacia el otro lado.
De modo que caminé hacia la derecha. En cierto sentido era mejor; marchar todos juntos en nuestro viaje hacia la nada. Me parecía que encajaba bien entre los locos silenciosos. Girábamos y girábamos con ritmo sedante, tratando de retener el flujo del tiempo. A muchos años de distancia, los mismos locos probablemente caminarían en la misma rueda, en el mismo sentido. La única diferencia sería que yo no estaría caminando con ellos; eso era seguro. ¿Pero realmente lo era? Tuve una fugaz visión mental de un despreciable idiota de cabellos rubios, envuelto en un harapo y con aire de loco, que daba vueltas sin cesar alrededor de la rueda y de pronto el subsuelo me pareció horrible.
Rápidamente subí las escaleras.
Más tarde, esa misma mañana, Ibrahim consiguió arrinconarme. En toda Turquía, él era el más grande experto en buenas y malas máquinas. Yo era casi definitivamente una mala máquina, me aseguró y nunca saldría de Bakirkoy. Descubrí que me turbaba demasiado al verlo. La extraña luz que despedían sus ojos me inquietaba mucho más de lo que hubiese creído posible y cada vez se me hacía más difícil ignorar sus desvaríos.
Esa noche estaba tendido en mi cama, atisbando a través de la hendidura de la cubierta de la ventana, en tanto que una pálida luna llena se elevaba en el cielo sobre la sección 13, de donde salían gritos cada vez más fuertes. Por lo general, los enfermos tranquilos se volvían violentos y quienes ya lo eran empeoraban. Había cierta electricidad en el ambiente y la sentía correr a través de mi cuerpo.
Yakub, el hombre que había asesinado a su hermana, entró corriendo en la sala. Esa misma tarde habíamos compartido un cigarrillo. Lo había visto limpio y prolijo en su pijama, pero ahora que estaba desnudo y furioso gritaba frenéticamente y como de las heridas frescas de su cara brotaba sangre los cuidadores entraron a la carrera y consiguieron aprisionarlo contra el suelo. Metieron sus manos dentro de un kiyis, que es un grueso cinturón de cuero que se ajustaba alrededor de la cintura. Él mantenía las manos al frente, con esposas de cuero y como aún estaba desnudo, pues sólo tenía el cinturón kiyis, vociferaba obscenidades a los cuidadores; éstos lo llevaron al subsuelo.
Esperé unos minutos y cuando los auxiliares volvieron, bajé.
Oía sus gritos que llegaban de una sala posterior que estaba junto a unas celdas de castigo. Pero cuando pasé frente a la rueda y entré en la sala posterior, vi que no estaba encerrado en una celda. Se hallaba atado de pies y manos a una cama ubicada contra la pared y mientras varios enfermos se apiñaban a su alrededor y uno que estaba arrodillado en la cama tiraba del pene de Yakub como si fuese una goma, otro le pasaba una mano debajo del cuerpo en un intento por meterle los dedos en el ano. Luego un tercer hombre desnudo y también con kiyis, se inclinó sobre su rostro y mientras parloteaba lo cubría con su baba. Esto parecía ser lo que más enfurecía a Yakub, que hizo un esfuerzo por morderlo en la cara a la par que maldecía e inútilmente se esforzaba por liberarse de las cuerdas del cinturón kiyis, ya que los cuidadores le habían asegurado de que no podría volver arriba esa noche.
Al ver todo esto, entré apresuradamente y me arrojé contra los hombres que lo molestaban y los alejé. Se dispersaron, pero como sabía que volverían en cuanto me marchara, traté de hablar con Yakub, para decirle que alfojaría sus ligaduras, pero éste no me reconocía y en realidad yo tampoco lo reconocía a él ya que no parecía ser la misma persona con quien había estado en los últimos días, ni tampoco era el mismo con quien había conversado y comido.
Su cuerpo se arqueaba en su vanos intentos por zafarse de las cuerdas. Me lanzó un rugido; retorcía el cuello; su boca escupía y con sus dientes mordía el aire.
No le aflojé las cuerdas, porque, ¿qué podía hacer yo? Así que lo dejé allí, entregado a su destino, dando rugidos violentos que continuaron, como un himno a la luna llena. Los auxiliares distribuyeron dosis mayores de pildoras esa noche y una calma tensa reinó en la sección 13.
Tendido en mi cama, evoqué las leyendas de los hombres lobos de las montañas, pero me desperté en medio de la noche ante los gritos furiosos que llegaban del lugar donde los auxiliares jugaban a las cartas. Un enfermo desnudo, con las manos sujetas en el kiyis, entró vacilando en la segunda sala y golpeó contra mi cama. Luego consiguió incorporarse y volvió corriendo hacia los auxiliares, gritando con toda su voz.
—Ossman —gritó un auxiliar. El turco enorme llegó a la carrera como un perrito fiel. Levantó al hombre desnudo y lo arrojó hacia la tercera sala. Impedido de utilizar las manos para atenuar la caída, el enfermo golpeó con fuerza contra las camas y cayó al suelo. Ossman se quedó un instante de pie y luego regresó a la primera sala.
Un momento más tarde el hombre se incorporó y comenzó a avanzar otra vez hacia donde estaban los auxiliares. Tenía el rostro hinchado y su boca sangraba; ya no gritaba, pero lloraba. Se detuvo junto a mi cama, a un paso de la primera sala e intentaba decirles algo a los auxiliares, pero los sollozos le impedían hablar. Parecía implorar que alguien lo escuchara pero otros pacientes que estaban en las camas cercanas le gritaban que se quedara tranquilo. Entonces se volvió hacia ellos, sollozando, aún tratando de explicar algo que para él era tan importante que parecía estar dispuesto a decirlo hasta con riesgo de recibir una paliza.
Ossman apareció y cogiendo al hombre por la espalda, le golpeó la cara contra la pared, a los pies de mi cama. El loco giró la cabeza y hundió los dientes en el macizo hombro de su agresor. Ossman lanzó un grito y luego agarró al hombre por el pelo y le llevó la cabeza hacia atrás. El hombre debió caer cuando Ossman le asestó un fuerte rodillazo entre las piernas, pero el gorila seguía sosteniéndolo del pelo.
Una y otra vez su enorme mano golpeó el rostro del loco. Golpeaba de revés, de la misma manera que Hamid. En el extremo de mi cama la sábana estaba salpicada de sangre.
Por último Ossman cogió el kiyis con una mano y el pelo del hombre con la otra. Lo llevó a rastras por el pasillo y se detuvo ante la escalera circular para luego, con un poderoso impulso, arrojar al hombre hacia la mazmorra y, cuando el cuerpo golpeó contra la piedra y rodó hasta el subsuelo, Ossman cerró de un golpe la puerta de rejas. De abajo no llegaba sonido alguno.
¿Era así como ocurrían las cosas?, me pregunté. Tal vez nunca dejen salir a nadie de aquí. Se limitan a esperar que las máquinas malas empeoren y luego las arrojan al subsuelo.
A la mañana siguiente un agudísimo grito extraterreno despertó a todo el mundo. Después de su encuentro con la luna llena, paulatinamente el manicomio volvía a la misma rutina. Los pacientes se miraban unos a otros con extrañeza al oír otro grito salvaje que llegaba esta vez desde el exterior del edificio.
Corrí hacia una ventana, seguido por otros. Allí sobre la pared y junto al portón principal, había un pavo real que batía las alas con desesperación porque estaba atrapado en las puntas enmohecidas del alambre de púas. La sangre brotaba de entre sus hermosas plumas y al luchar por zafarse hería sus carnes con las púas asesinas. Cuanto más bregaba por liberarse, más se enganchaba. Viendo esto, varios hombres gritaban y aplaudían, con risas histéricas. Observé en silencio durante media hora. El pájaro luchaba y chillaba, hasta que finalmente se hundió en una piadosa muerte.
Esa misma mañana los cuidadores descubrieron que uno de los viejos que tan sólo vegetaba, había muerto durante la noche. Lo envolvieron en una sábana sucia y se lo llevaron a pasar el resto de la eternidad embalsamado con sus propios desechos. Nuevamente pensé en la pared occidental. Sus huecos parecían aún más seductores. ¿Pero a dónde podría ir? ¿Qué haría? No sólo era un prisionero de Bakirkoy sino de toda Turquía. Necesitaba un pasaporte e igualmente amigos fuera que supieran qué hacer.
Lo que necesitaba era el sarcasmo de Ibrahim.
Cada vez que veía su rostro sonriente, los techos bajos de Bakirkoy me parecían más opresores; sentía que me asfixiaba entre tantos locos y que la suciedad, el hedor, los piojos, los gritos y ataques, así como las miradas de aquellos hombres cuyos cerebros no funcionaban, agudizaban mi depresión. Ibrahim siempre me decía que yo era uno de los desechos de la fábrica y ya estaba empezando a creer en sus palabras; indefectiblemente el poder de la sugestión, unido a la atroz realidad que me circundaba, me estaban llevando al límite.
Más tarde, mientras caminaba en la rueda en las primeras horas de la mañana, una respuesta flotó en mi mente. Sí; era una respuesta que me daría seguridad contra la teoría de Ibrahim, quien poco después del desayuno vino a buscarme.
—¿Aún no crees que eres una máquina que no funciona? Ya lo verás. Lo descubrirás. Más adelante lo sabrás.
—Ibrahim —respondí—. Ya lo sé. Sé que tú eres una mala máquina y es por eso que la fábrica te mantiene aquí. —Bajé la voz—. Lo sé porque soy de la fábrica; hago las máquinas y estoy aquí para controlarte…
Los ojos de Ibrahim se entrecerraron, luego se incorporó de mi cama con rapidez y se marchó.