La libertad me hacía señas a través de las aberturas del costado del camión rojo donde iban los reclusos hacia Bakirkoy. Mientras, a la débil luz del amanecer, vislumbraba que existían aún cosas tan maravillosas en la vida como las mujeres, los árboles y los horizontes abiertos, el camión pasó sobre un bache y mi cabeza golpeó contra la madera dura.
Recordé que las mujeres, los árboles y los horizontes abiertos eran para las masas de afortunados que tomaban esas maravillas como cosa normal, entretanto, yo seguía sacudiéndome en un camión de la cárcel, encadenado a un joven demacrado que dejaba salir un flujo constante de saliva maloliente por la comisura de sus labios.
Pero al menos estaba en acción; no había conseguido nada en los seis meses que estuve pudriéndome en Sagmalcilar y el único paso real que había dado fue el de haber podido ocultar la lima de Johann, que aún estaba dentro del forro de mi diario, encerrada en mi celda junto con mis pocas pertenencias. Ahora, con algo de suerte, no llegaría a necesitarla. La corte había ordenado que me enviaran a Bakirkoy en observación por diecisiete días y yo esperaba que ése fuera un lapso suficiente para planear algo.
El traqueteo del camión rechinante me creaba toda una ilusión de avance. Nunca volvería a Sagmalcilar, estaba seguro; obtendría mi «certificado de loco» y me quedaría en Bakirkoy hasta que pudiera preparar una fuga; ésta era mi gran oportunidad.
Ya anochecía cuando el camión se detuvo junto al muro del hospital de enfermos mentales. Vi un gran árbol que asomaba tras la pared.
Sus ramas gigantescas, inclinadas hacia abajo, se mecían con el viento de invierno. Con seguridad podría trepar a ese árbol y desde allí saltar el muro para huir de la prisión.
Cuando entramos en la oficina de la administración, varios auxiliares del hospital, con sus uniformes blancos muy sucios, se hicieron cargo de nuestro grupo. El de más edad parecía tener unos sesenta años, pero era el más alto de todos y aún se veía muy fuerte. De su cuello pendía un silbato plateado y los otros lo llamaban Policebaba, pero respetaban su autoridad.
—¿Lira? ¿Lira? —preguntaban los auxiliares.
Simulé no advertirlo. Ese era el comienzo de mi actuación como insano y había planeado mostrarme malhumorado y poco comunicativo.
—¿Lira? —me preguntó otra vez un auxiliar, apuntando con su gran nariz ganchuda hacia mi rostro.
Me encogí de hombros y con lentitud saqué un billete de 100 liras de mi bolsillo. Él señaló mi reloj y gesticuló explicándome que dentro me lo robarían. Lo cogió y lo colocó en una bolsa que tenía mi nombre.
El Policebaba, que observaba todo con gran atención y quien pensaba que había llegado un turista loco, con un billete de 100 liras y un reloj caro, pues seguramente debía haber más dinero tras el poseedor de todo eso, se deslizó hacia mí y haciéndome señas para que lo siguiera. El loco que babeaba y yo encabezamos la fila que entró en Bakirkoy.
El lugar era más salvaje que todo cuanto había imaginado a partir de la descripción de Max. Los senderos serpenteaban entre colinas onduladas y había muchos grupos de árboles y crecidos arbustos que podrían servir de escondite. Si sólo consiguiera ocultarme en ese parque, era seguro que podría escapar del edificio principal. Traté de memorizar el camino que seguíamos a la sección 13. Pero la noche ya había caído por completo. El aire fresco de febrero resultaba vigorizante. Esa era la primera vez en seis meses que veía el cielo.
Más adelante se divisaba una enorme pared gris de cemento, más o menos de unos cinco metros de altura. Caminamos hacia un gran portón de hierro, que formaba un arco en su parte superior. Su altura era levemente inferior a la de la pared y grandes tornillos de bronce tachonaban la fuerte superficie de hierro. En las hojas del portón había dos puertas más pequeñas, también de hierro. Uno de los auxiliares sacó una llave de hierro, grande y antigua, que colocó en la cerradura y una de las puertitas se abrió sobre sus goznes con mucho ruido.
El Policebaba me quitó las esposas y me empujó suavemente para que entrara. Me encontré en un gran patio de tierra apisonada. En el centro, envuelto en sombras, había un edificio gris, largo y bajo, de forma rectangular. Era la sección 13, para los criminales declarados locos, que sería mi nuevo hogar.
Cruzamos en dirección al edificio. Otra llave en otra cerradura. La puerta metálica se abrió y los auxiliares nos introdujeron en una sala de reducidas dimensiones. Nos obligaron a quitarnos todo, menos la ropa interior. Luego distribuyeron pijamas de tela muy delgada, gastados y cortos, que parecían ridículamente inadecuados para esa noche de invierno. Nos quitaron los zapatos y las medias y nos dieron un par de sandalias viejas a cada uno. Todos los pisos y paredes del pabellón eran de piedra. Material suave y frío. Se sentía tanto frío dentro como fuera del edificio.
El Policebaba me llevó a través de una sala más sucia y fea que todo lo que había visto en la cárcel. Las paredes, alguna vez encaladas, ahora eran grises y hasta casi negras en algunos rincones. Las paredes y los cielos rasos se unían formando arcos en lugar de ángulos rectos.
El lugar me recordaba una mazmorra medieval y yo temblaba en ese ambiente frío y húmedo.
Varios auxiliares estaban sentados sobre una cama, entretenidos en un juego de naipes que se llama kulach. Me sorprendió de inmediato el bullicio y el incesante movimiento que había en ella.
En el ángulo más cercano, justamente del otro lado de la pared detrás de la cual se encontraban los guardias jugando, el Policebaba me señaló una cama que estaba ocupada por un hombre de cara gorda vestido con un pijama sucio. Roncaba tranquilo a pesar del bullicio que imperaba en el lugar. El Policebaba me indicó que yo podía ocupar esa cama, pero sólo me limité a permanecer de pie donde estaba, fingiendo una expresión vaga en mis ojos sorprendidos. La cama estaba ubicada en un lugar privilegiado, cerca de la protección de los guardias. La deseé para mí, pero, ¿podía arriesgarme a parecer tan cuerdo como para ofrecerle un soborno al viejo auxiliar?
—¿Nebu? —me preguntó un hombre de cuello largo que estaba a mi lado, al tiempo que tiraba de la manga de mi pijama.
—¿Nebu? —gruñó otro loco que estaba de pie detrás de mí y me tiraba el pelo.
El Policebaba gritó algo y los ahuyentó y me sonrió indicándome una vez más que podía ocupar esa cama. Más como luego y por primera vez advirtiera que estaba ocupada, no vio problema en ello; simplemente se agachó y con sus brazos enormes tiró al suelo al hombre dormido.
—¡Alá! —gritó el loco gordo con voz atemorizada. El Policebaba rezongó y el hombre se alejó a la carrera.
Miré la cama. Abundaban las manchas amarillas de orina. Sin duda habría una convención de piojos entre los pliegues de las sábanas rotas.
—Pis— (Sucio) murmuré. No estaba tan loco como para dormir en esa mugre.
—¿Eh? —exclamó el Policebaba un tanto intrigado. Entonces al comprender lo que quería decirle, en su rostro grisáceo se volvió a dibujar una sonrisa de dientes de oro y gritó. Un ansioso anciano en pijama arrugado salió corriendo y volvió un momento más tarde con un pedazo de tela delgada, de color gris, que supuse seria una sábana limpia. Retiró la que estaba en la cama y la reemplazó por la sábana sucia que había traído.
El Policebaba me indicó que eran veinte liras. Gruñí, lo que él interpretó como una admisión de deuda. Podía cobrarla después de mi billete de 100 liras. Luego se volvió y vociferó una sarta de palabras ásperas a los reclusos que estaban cerca. La palabra «turista» se distinguió con claridad. Parecía decirles que ésa era mi cama y que no debían molestarme.
Me senté en la cama y apoyé la espalda contra la pared, y examiné mi nuevo hogar.
—¿Cigarro? —pidió un hombre desnudo que me tendía la mano—. ¿Cigarro? ¿Cigarro?
No le respondí.
Era un joven delgado que tenía un aspecto enfermizo. En su desnudez se advertían sus huesos. Su mano izquierda se ahuecaba sobre sus genitales mientras la derecha estaba tendida hacia mí. Las uñas y las puntas de los dedos se notaban comidas.
Con voz monótona repetía: «¿Cigarro? ¿Cigarro? ¿Cigarro?»… Unos pocos se reunieron a mi alrededor y le hicieron coro, «¿Cigarro? ¿Cigarro?».
Pasaron los minutos. Como no les ofrecí cigarrillos, varios de ellos se retiraron, pero el hombre desnudo seguía firme.
—¿Cigarro? —pidió suavemente. Sacudí la cabeza en señal de negación, más no prestó atención a mi gesto y permaneció de pie frente a mi cama, temblando de frío, mirándome con expresión ausente en los ojos.
Evité su mirada y observé la sala, donde parecía desarrollarse un extravagante espectáculo circense, sólo que yo estaba entre los actores en vez de ser parte del público. El ruido siempre había sido insoportable en Sagmalcilar, pero aquí era peor. Se percibían sonsonetes y cantos constantes y monótonos, que formaban un trasfondo ruidoso a los gritos de las conversaciones y esporádicamente se oían alaridos desgarradores que conmocionaban la atmósfera. Los hombres se gritaban unos a otros peleando por sábanas, mantas, camas, cigarrillos. Otros se limitaban a permanecer sentados en sus camas, balbuceando para sí mismos… Se mecían, gritaban, reían, lloraban. Había hombres sucios y hediondos, algunos desnudos por completo, otros envueltos en sábanas rotas y ennegrecidas, que deambulaban por la sala desplegando una actividad desprovista de sentido. Había cierta rutina en todo ello y en tanto que unos parecían seguir un extraño ritmo y otros patrullaban la sala como rápidos hurones, moviéndose sin ninguna dificultad entre las desordenadas hileras de camas, bien alerta los ojos a todo lo que pudiesen encontrar, otros andaban en silencio con la mirada perdida.
Unas pocas camas más allá de la mía se hallaba la de un viejo turco de piel pálida, con un gran bigote tieso, como el que luciera un portero sueco, parecido al señor Swenson, el portero de la tira cómica Archie. En el lado izquierdo de su cara, debajo del ojo, había un bulto grande y redondeado que parecía sólido, como si tuviera una gran nuez carnosa en la mejilla; era un hombrecito inquieto y nervioso que se miraba la protuberancia desde todos los ángulos posibles con un espejito redondo de bolsillo, a la par que con tres dedos de su mano izquierda se frotaba constantemente el afrentoso bulto con apresurados movimientos.
Frente a mí, un hombre estaba sentado en el borde de su cama susurrando «Omina koydum». Ya antes había oído esa expresión en Sagmalcilar. Literalmente significa: «se la meto a ella», pero los turcos de la cárcel la utilizan con tanta frecuencia que ha perdido su verdadero sentido. «Omina koydum» le murmuraba a su cama, a sus pies, al cielo raso, al viejo de cabellos blancos que estaba en la cama de al lado y que se ocupaba de agrupar papelitos en una pila que rehacía una y otra vez. Frente a ellos, otro hombre estaba sentado susurrando un conjuro a su sarta de cuentas tespe. Todos se ignoraban entre sí.
Mientras observaba todo eso, el hombre desnudo continuaba mirándome y en ocasiones volvía a balbucear «¿Cigarro?» con un hilo de voz.
Para escapar a su cansadora mirada bajé de la cama y comencé una inspección de la sección 13. Quería conocer las costumbres. Deseaba conocer al auxiliar que tenía la llave e intentaba descubrir ventanas o puertas que estuviesen ocultas a la vista.
Al volver a la primera sala comprendí de inmediato que existía un clima muy diferente de aquélla en la que estaba mi cama. Esta, si bien era sucia según las pautas norteamericanas, parecía el hotel Hilton comparada con la mía. Había unas cuarenta o cincuenta camas alineadas en tres hileras ordenadas. Casi todas tenían sábanas limpias y allí nadie estaba desnudo. Había hombres vestidos con pijamas limpios y viejos, sentados en sus camas, en aparente dominio de sus reacciones.
De pronto me detuve, sorprendido. Ahí estaba Memet Celik, a quien había visto en el tribunal y Alí Asían, a quien me habían señalado en la cárcel. Los dos eran kapidiye, bandidos turcos. Eran depravados y crueles, pero no locos. Estaban sentados en sus camas, con sus propios pijamas, no con los del hospital, jugando kulach con algunos auxiliares.
¿Qué estaban haciendo en Bakirkoy? Por cierto, no estaban ahí para escaparse. Ellos no podían permitirse huir y convertirse en fugitivos.
¿Por qué estaban estos kapidiye en Bakirkoy?
Meditante acerca de ese misterio, volví a mi sala donde todo era un contraste, con los hombres sucios y desnudos que gritaban y caminaban entre las camas. El mismo loco desnudo aún estaba de pie frente a mi cama, de manera que decidí continuar explorando y caminé con lentitud entre las camas, mirando las caras que encontraba a mi paso. La mayoría de los hombres evitaban mis ojos y algunos me devolvían una mirada afiebrada y en tanto que unos pocos tendían la mano para tocarme, yo sonreía y seguía caminando. Más adelante se veía la arcada que daba paso a otra sala. Me dirigí a ella.
Era como si hubiese levantado una piedra y hubiera descubierto cientos de gusanos blancos que se movían hacia todos lados. El hedor hizo que me detuviera. La sala atestada de camas y cuerpos. Había grupos de tres o cuatro camas puestas una junto a la otra, sobre las que estaban acostados nueve o diez hombres. Parecía desarrollarse una perpetua lucha de jungla. Un hombre sacaba a otro de una cama y éste volvía gritando a reclamar su lugar.
Por todas partes se oían gritos, blasfemias y peleas. Allí era casi imposible evitar no sólo el fuerte olor a amoníaco, sino también el terrible hedor de las heces humanas, que se acentuaba en la entrada de lo que sólo podía ser el baño.
El baño era una de las metas principales de mi inspección. No tanto para usarlo de inmediato sino porque podía tener una ventana aislada de la vigilancia de los cuidadores. Me acerqué, metí la cabeza, pero no vi nada. El olor era tan insoportable que tuve que retirarme rápidamente, con la decisión de que al día siguiente podría inspeccionarlo.
Junto al baño había una mesa en la que un turco sonriente, vestido con un pijama viejo, tenía varios cartones de cigarrillos.
—¿Cigarro? —me preguntó—. ¿Birinici?
Como me indicase el precio de una lira y setenta y cinco kurus, unos doce centavos de dólar por cada paquete de cigarrillos Birinici, me alejé para volverme hacia la pared, donde esperé hasta estar seguro de que nadie me observaba, y allí con cuidado saqué un billete de cinco liras de mis calzoncillos, y luego volví a acercarme al vendedor de cigarrillos, pensando que así podría distraer al hombre desnudo que rondaba mi cama.
Avanzada la noche, apareció uno de los auxiliares con un gran delantal que tenía varios bolsillos abultados con pastillas rojas, azules, verdes y blancas. «Hop, hop» (pastillas, pastillas), gritaba. Me encogí de hombros. No me gustaban los barbituricos, pero casi todos los otros tragaron las pastillas como si se tratase de caramelos y el auxiliar las repartía a puñados.
Cuando las pildoras empezaron a surtir efecto en la mayoría de los reclusos, el ruido descendió considerablemente hasta ser reemplazado por un zumbido seguido de gritos ocasionales. Los cuidadores volvieron a su juego de cartas. La sección 13 se aprestaba a pasar la noche.
Me acosté y tirité bajo la delgada manta, debido al viento frío que penetraba a través de un cristal roto de la ventana situada a los pies de mi cama. Luché para borrar de mi mente las visiones increíbles de las primeras horas en Bakirkoy porque los espeluznantes sucesos del día distraían mi mente del motivo real de mi estadía y porque recordaba que me encontraba ahí para conseguir que me declararan loco, y además, para preparar una fuga espectacular. ¿Pero quién era el auxiliar que tenía la llave? ¿Cómo podría saltar el enorme muro que rodeaba el patio? ¿A dónde iría vestido sólo con esa pijama de algodón? Por la mañana decidiría dedicándome a planificar seriamente todo. Después de lo que debieron ser dos o tres horas, me quedé dormido.
En la mitad de la noche percibí la presencia de alguien muy cerca de mí. Me volví y vi un rostro oscuro. Era un hombre joven, de poco más de veinte años, alto y muy delgado que tenía una expresión salvaje. Un ennegrecido resto de sábana era todo lo que lo cubría. Lo llevaba sobre la cabeza y lo sujetaba debajo del mentón, como una campesina que ajusta su chal. Sé que los ojos humanos no pueden ser amarillos, pero los suyos lo eran.
Sonrió cuando advirtió la sorpresa y el temor en mi rostro. Luego entreabrió la boca y se pasó la lengua por los labios resecos y agrietados y sus ojos inquietos miraron mi cuerpo de arriba abajo. Era muy obvio lo que quería significar, así que me volví y me cubrí hasta la cabeza con la sábana, pero el hombre se quedó ahí.
—¿Cigarro? —oí que decía en voz baja. No le respondí—. ¿Cigarro? ¿Cigarro?
Como no pude esperar a que se fuera por su voluntad, ya que su presencia me hacía sentir mal, me quité la sábana de la cabeza y lo miré a la cara. Volvió a sonreír y tendió una mano.
—Cigarro —insistió en voz baja—. Cigarro —hizo una pausa—. S’il vous plait.
Esas palabras en francés me sorprendieron tanto que saqué el paquete de Birinici que tenía debajo de la almohada y le di uno. Me pidió fuego y le encendí el cigarrillo. Luego se pasó la lengua por los labios una vez más y después se marchó, desvaneciéndose entre las sombras.
Me desperté temprano con el zumbido de las oraciones musulmanas que llegaban de la tercera sala. En las dos primeras salas nadie parecía inclinado a unirse a las plegarias.
Aparentemente la religión estaba reservada a los más locos, por eso me quedé tendido en la cama, tiritando y traté de despejar mi mente.
Ya había temido desmoronarme bajo la presión del confinamiento en Sagmalcilar, pero ahora, ¿qué consecuencias me traería la locura de Bakirkoy? Si me quedaba allí mucho tiempo, ¿empezaría mi mente, ya susceptible, a absorber la insania del ambiente?
Los ayudantes llegaron a las siete de la mañana y despertaron a todo el mundo con los golpes de sus garrotes cortos de madera. A todos, salvo a los kapidiye y a unos pocos vegetales humanos incapacitados para dejar sus camas, nos arrearon como a ganado hasta un lugar próximo al comedor. Una vez allí nos hicieron esperar mientras buscaban debajo de las camas y en los rincones para movilizar a los rezagados. Uno por uno nos fueron empujando a la zona del comedor mientras nos contaban. Muy pronto el lugar, de unos veinticinco metros cuadrados, estuvo atestado de hombres. Tal vez éramos doscientos los que estábamos allí apiñados. Descubrí que no sólo me era casi imposible moverme, sino que también hasta respirar resultaba incómodo y el hedor de los cuerpos y las bocas sucias me era insoportable.
Entonces sentí que una mano me frotaba el trasero y luego trepaba para acariciar mis testículos; entonces me volví con rapidez y pude ver a un turco que me miraba con lascivia.
Descargué un rodillazo entre sus piernas y al oír que maldecía en turco me abrí paso con los codos hasta una pared, para protegerme.
Los auxiliares nos contaron lentamente y luego volvieron a las salas para contar a los kapidiye y a los impedidos. Durante más de media hora estuvimos apretujados en esa reducida sala, hedionda y llena de humo.
Finalmente quedaron satisfechos con sus cuentas y nos permitieron salir. Alguien colocó un bol entre mis manos y lo llenó con sopa aguada en la que nadaban unas pocas lentejas. Comí la mezcla tibia con hambre, pues me había perdido la comida de la noche anterior.
Luego sentí deseos de ir al baño. Aguanté esas ganas hasta el límite de mi resistencia e inspiré profundamente y caminé hacia el oscuro lugar. Casi todo el suelo estaba cubierto de montones de excrementos y charcos de orina. Caminando de puntillas con mis sandalias, me aventuré hacia uno de los cuatro agujeros y me agaché al estilo turco.
De inmediato un turco muy delgado se acercó y se acuclilló frente a mí. Empezó a masturbarse mientras clavaba la vista en mi pene.
—¡Iaaa! —le grité, y el hombre se marchó, pero tan pronto como volví a acomodarme, regresó. No podía hacer otra cosa que ignorarlo.
Deseaba escapar lo antes posible de ese increíble hedor. Luego entró un turco descalzo, de mirada perdida, que pisó en forma decidida un montón de excrementos húmedos; miró a su alrededor como si sólo en ese momento se diera cuenta de dónde estaba y en su cara se advirtió un gesto de reconocimiento. Luego una mancha oscura se extendió hacia abajo por la pierna de su pijama y apareció un charco de orina a sus pies. Entonces se dio vuelta y caminó hacia fuera, dejando sus huellas en el suelo.
Lo que yo necesitaba era aire; por suerte los cuidadores eligieron ese momento para abrir las puertas y permitirnos salir.
El aire de invierno atravesó mi delgado pijama, pero como su aroma fresco me resultaba un placer, lo aspiré profundamente mientras empezaba a estudiar la vigilancia exterior.
El muro tenía más del doble de mi altura y estaba construido con piedras y argamasa, al igual que el viejo edificio. En muchos lugares la argamasa había desaparecido, dejando grandes espacios entre las piedras. Lo exploré con cuidado y busqué algún grupo de huecos que me permitiera trepar.
En la parte superior del muro había una vieja cerca de alambre. Los cordones de alambre de púas, herrumbrosos y rotos, estaban enredados y retorcidos entre un gran manto de hiedra verde.
Inicié una lenta caminata a lo largo de esta pared, estudiando detenidamente las hendiduras en la argamasa. Muchos de los grandes bloques de piedra estaban alisados cerca de la base del muro. ¿Las fricciones de cuántos locos? En la parte posterior del edificio se hallaba la escalera que llevaba a la puerta del subsuelo. Esta estaba cerrada con llave. El pozo de la escalera estaba circundado por una pared que me llegaba a la altura del pecho. Pensé si podría saltar desde ella hasta la parte superior del muro. Tratando de no llamar la atención me subí al borde de esta pared. Con una carrerita previa, hubiese podido saltar desde allí y si tuviera una cuerda con una piedra o un trozo de madera atados a la punta, podría engancharla en el alambre de púas, que tal vez soportaría mi peso mientras escalaba. El plan no era gran cosa, pero no dejaba de ser una posibilidad.
Luego, cuando giré en el tercer ángulo, vi mi probabilidad en el ala occidental del muro. Allí la argamasa se había desprendido en varios puntos. No cabía duda, podía escalar esa parte con facilidad y aunque no tenía idea de lo que había del otro lado, no era la sección 13. Esa pared podía ser el comienzo de mi fuga hacia la libertad.
Un hombre joven que se llamaba Yakub se acercó y me ofreció un cigarrillo. Hablaba un inglés bastante bueno. Estuvimos charlando un rato. Sin que yo le preguntara, me informó que se hallaba allí porque la corte había ordenado que lo examinaran. Había matado a su hermana porque era prostituta. ¿Yo podía entenderlo, verdad? Si, claro, respondí lentamente, mientras trataba de alejarme. Pero parecía bastante sano y conocía muy bien la sección 13. Los kapidiye, me explicó, a menudo utilizan Bakirkoy para unas cortas vacaciones, cuando ocasionalmente se les presentan problemas judiciales que tardan alrededor de un año en solucionarse. Entretanto, con sobornos consiguen llegar al hospital, ya que en él tienen menos problemas, pues con su reputación y su dinero, viven como reyes en Bakirkoy. Duermen en la primera sala y no permiten que los locos sucios se acerquen.
—Cuanto más loco seas, más lejos de los kapidiye dormirás —me informó Yakub.
Un sonido de alas llegó de la parte superior de la pared; era un enorme pavo real que se posaba en el alambre de púas cubierto de hiedra. Chilló y abrió el colorido abanico de su cola antes de volar.
Aquello que era lo más hermoso del pájaro, su libertad, me dejó ensimismado.
Yakub desechó mi extrañeza y haciendo un gesto, dijo:
—Todo el parque está lleno de esos pájaros.
La caminata al aire libre era vigorizante, pero pronto empezamos a tiritar de manera incontrolable, así que volvimos dentro donde cerca del baño estaba una mesa atendida por un vendedor. Yakub me explicó que a unos pocos reclusos les asignaban tareas fuera del edificio.
Ellos compraban alimentos y los revendían con ganancia. Ese día había naranjas, cebollas, pan y yogur, lo mismo que muchísimos cigarrillos, tal como solía suceder.
Compre un yogur y una naranja para el almuerzo, decidido a ignorar la sopa aguada de papas que ofrecía el hospital. Me separé de Yakub y me fui a mi cama. Después de pelar la naranja arrojé las cáscaras al suelo y tres hombres se abalanzaron para recogerlas, golpeándose entre sí para conseguirlas. Luego se apartaron y me miraron con ojos hambrientos mientras comía el yogur. Dejé un poco en el fondo del recipiente. Se lo ofrecí a un hombre que estaba acuclillado a los pies de mi cama, que saltó hacia mí, más luego dudó un momento. Le tendí el recipiente, me lo arrebató y corrió hacia un rincón para comer hasta la última gota.
En el extremo del edificio, entre los vendedores y los baños, había una escalera; cuando se la señalé a Yakub, él me dijo Pis y se apartó.
Decidí explorar.
Sus peldaños eran oscuros, húmedos y resbaladizos como roca cubierta de musgo. A medida que iba descendiendo, la oscuridad se cerraba a mi alrededor. Me encontré flotando en una tenebrosa mazmorra medieval, un lugar recóndito y sofocante que parecía habitado por fantasmas. Dos lamparitas sin pantalla alguna iluminaban débilmente un costado de la sala. Al otro lado se veía el fuego vacilante de una estufa panzuda cuyo extraño resplandor anaranjado dejaba ver las formas sombrías de hombres de rostro enjuto. Mi mirada descubrió muchísimos ojos iluminados por el fuego, con la vista perdida en la distancia.
El bajo cielo raso me resultaba opresivo. Mi primer impulso fue correr, pero me sobrepuse al temor y me dirigí hacia un costado del recinto. Mi espalda estaba contra la pared, a la defensiva, y cuando mis ojos se adecuaron a la tenue luz, pude ver los movimientos de muchísimos hombres que caminaban en círculo, lenta y silenciosamente, alrededor de un pilar ubicado en el centro del lugar. Algunos se apiñaban cerca de la estufa y otros estaban acurrucados sobre una plataforma de madera en forma de L, que se extendía a lo largo de dos paredes.
Muchos de ellos estaban desnudos y en sus rodillas flacas, en sus codos y en sus nalgas se veían llagas abiertas. Otros apretaban restos de sábanas ennegrecidas y eran más silenciosos que los de arriba.
Comprendí que había llegado al rango inferior entre los locos de Bakirkoy. Ese era el fondo de la jaula de pájaros y si éstos eran los hombres que ni siquiera estaban en condiciones de ser admitidos en la tercera sala de arriba, ciertamente deberían ser los condenados.
De pronto se oyó el grito de un hombre desnudo que al intentar acercarse a la estufa fue empujado contra el metal ardiente. Gruñó y amenazó con los puños, pero otros lo enfrentaron con furia; repelió el ataque débilmente y por último se retiró gimiendo.
El pilar ancho y fuerte que dominaba el subsuelo, soportaba el peso del amenazante cielo raso. El círculo silencioso e incesante que formaban los hombres a su alrededor atrajo mi atención de manera casi hinóptica. Era una rueda, pensé, pero los rayos —los hombres— estaban rotos. Observé fascinado mientras la rueda de rayos rotos giraba en su marcha hacia la nada. Lenta, muy lentamente me fui acercando. Me aparté de la protección de la pared y me uní a la procesión. Sin dificultad me deslicé en el círculo de hombres que arrastraban los pies. Fluíamos como la corriente de un río perezoso y negligente. Dejé que mis ojos se posaran en el suelo, hasta notar el ritmo sedante que marcaban nuestros pies mientras los arrastrábamos en ese paso adormecedor y a la vez reconfortante y miré a los hombres que me rodeaban que se parecían a viejos caballos de noria, que siguen hollando la misma senda, mucho después de habérseles quitado las riendas y comprendí que era fácil convertirse en parte de ese círculo de vesania.
Caminé durante casi una hora, pero como no quería estar mucho tiempo ausente de mi cama, pensando que tal vez los doctores me mandaran a buscar, volví a mi cama y ensayé la charla paranoide que iba a ofrecerles.
El día transcurrió lentamente y la tarde se convirtió en noche, sin que los médicos vinieran.
A través de una rendija de la cubierta de madera de mi ventana rota observé la pared occidental y los huecos que me invitaban a escalar; además contemplé cómo el sol caía detrás de la pared iluminando el otro lado del mundo, ése que tanto extrañaba.
Pero súbitamente la sección 13 se impuso a mis pensamientos cuando un par de hombres se acercaron a uno de mis vecinos, el que estaba siempre sentado en su cama meciéndose y cantándoles a sus cuentas de tespe. De pronto uno de ellos cogió las cuentas para arrojarlas a través de la sala a otro hombre.
—¡Alá! —gimió el anciano, disgustado. Se levantó de la cama para tratar de recuperar las cuentas—. Yok, yok, yok —rogaba a los que lo habían despojado, mientras se arrastraba entre las camas.
Varios hombres se unieron al juego, pasándose las cuentas unos a otros, evitando que el anciano pudiera alcanzarlas.
—¡Brack! —gritó el anciano, mientras su enorme nariz enrojecía. El pobre hombre estaba frenético. Debía recuperar sus cuentas. Su cabeza calva y brillante se cubrió de transpiración, haciendo que sus movimientos se tornaran cada vez más rápidos y se volvió agresivo; y como el juego había terminado para él lanzó un gruñido y se arrojó en busca de sus cuentas, empujando las camas y los cuerpos que hallaba a su paso, saltando sobre hombres dormidos y dando patadas a cuantos trataron de detenerlo.
Dando aullidos de rabia, corría de un lado a otro, mientras las cuentas volaban entre las manos de quienes lo atormentaban y pronto se inició el caos, porque los hombres empezaron a golpearse y a gritar.
Por último, un auxiliar que acudió ante el tumulto y gritó Ossman, y luego, de la primera sala, vestido con pijama de recluso, llegó el turco más musculoso que había visto en mi vida; parecía un gorilla y demostraba la misma chispa de inteligencia en sus arrugados ojos. El «gorilla» se acercó al propietario de las cuentas, ya que éste era sin duda quien había causado el desorden y lo aferró por los hombros. El anciano gritaba, más no obstante lo empujó con tal violencia contra la pared que el viejo loco se derrumbó instantáneamente. Luego recogió el cuerpo inerte y lo llevó a la primera sala donde los auxiliares atendieron las heridas y magulladuras del anciano.
—Ossman, Ossman —dijo el auxiliar en tono laudatorio, y Ossman sonreía.
Entre los interminables pedidos de cigarrillos, del ininterrumpido cántico de Omina Koydum que me llega a través del pasillo y el barullo general del lugar, no podía pensar con claridad. Debía evaluar mi situación, planear mis acciones, pero en ese manicomio, ¿dónde hallaría un sitio adecuado para pensar?
Sí; la rueda. Allí podría caminar en soledad y ordenar mis confusos pensamientos. Bajé al subsuelo. Me uní a la procesión que marchaba sin vacilaciones en sentido contrario al de las agujas del reloj. Mis pensamientos volvían siempre a la pared occidental, a esos grandes espacios entre las piedras. Estaba seguro de que podría escalar ese muro, ya que era un verdadero mono cuando de trepar se trataba; pero, ¿podría encontrar ropas? ¿Obtendría un pasaporte? Más importante aún: si escapaba del hospital, ¿tendría tiempo suficiente para cruzar la frontera antes que me descubrieran? Para ser libre debía huir, no sólo del hospital, sino también de Turquía. Mi cabello rubio y el pijama corto que vestía llamarían la atención en Estambul, así que resolví esperar hasta la decisión del médico, cuando una mano en mi hombro interrumpió mis pensamientos.
—¿Eres inglés? —me preguntó una voz ronca.
Me volví y vi un turco alto, de aspecto cadavérico, barba grisácea y piel pálida. Su pelo, canoso, estaba aplastado sobre la cabeza, lo cual acentuaba la forma del cráneo. Tal vez le faltaban grandes mechones de pelo o se los habrían arrancado.
—¿Eres inglés? —repitió con acento británico. Resultaba muy extraño viniendo de su amarillenta boca.
—Norteamericano —respondí.
—Ah, sí, Norteamérica. Me llamo Ahmet. —Sonrió—. Estudié en Londres muchos, muchos años.
Caminó a mi lado durante casi veinte minutos, conversando sobre los viajes que años atrás había hecho a Londres y a Viena. Había estudiado economía y había trabajado en toda Europa. Le hablé de mis estudios y de cómo los había abandonado para viajar por el mundo.
Me miró con expresión comprensiva.
—Has llegado demasiado lejos —comentó.
—Sí, así parece —admití con tristeza.
Luego me ganó la curiosidad.
—¿Cuánto tiempo has estado aquí? —pregunté—. ¿Por qué estás ahora aquí?
Su rostro no delató emoción alguna y en tono tranquilo me respondió:
—Creo que hemos hablado suficiente por hoy. Te doy las buenas noches.
Luego, mientras yo lo miraba, Ahmet se envolvió en sus harapos.
Se arrodilló y se fue gateando hacia la sucia oscuridad, hasta meterse debajo de la plataforma de madera.
A la mañana siguiente, tres médicos turcos que hablaban un inglés bastante bueno me llamaron al consultorio.
—Buen día. ¿Cómo estás, William? —me dijo el que sin duda sería el jefe.
No contesté.
—¿Por qué estás aquí, William? —me preguntó.
Seguí sin hablar. Tenía la vista fija en el suelo. Estaba de pie en el centro del pequeño consultorio, forzándome por aparentar un estado de tensión que, dadas las circunstancias, me fue fácil lograr. Mi cuerpo empezó a sacudirse.
—¿Quieres sentarte?
—No. —Me retiré hacia un rincón.
—¿Qué ocurre, William? ¿Por qué estás aquí?
—Ellos me enviaron.
—¿Quiénes te enviaron?
No respondí.
—¿Te sientes mal? ¿Estás enfermo? ¿Tienes algún problema? ¿Podemos ayudarte? —Esas preguntas eran deliberadas y formuladas con tranquilidad. Otro médico hacía anotaciones en una ficha.
—Me enviaron de la cárcel. No, del juzgado —rugí de pronto—. De la cárcel. No sé. No sé. ¡¿Qué me están haciendo?!
—¿Tienes algún problema?
—Tengo… —callé. De repente me abalancé sobre el médico que escribía en la ficha—. ¿Para qué demonios está anotando todo eso? —grité—. ¿Creen que soy un animal? ¿Qué me están haciendo? ¡No soy un animal para que me tengan encerrado en una jaula!
—Cálmate, William. ¿Qué problema tienes? Estamos aquí para ayudarte.
—Mi problema es… me encerraron en esta cárcel… Estoy tratando de escribir notas… Antes era un tipo despierto… iba a la universidad… escribía… ahora ni puedo leer un libro… siempre me están mirando… ni puedo escribir una carta a mis padres… me olvido…
Corrí hacia el rincón y me detuve frente a la pared, ocultándome de ellos.
Los médicos hablaron en turco entre sí. No podía entender lo que decían. Me preguntaba si mi actuación sería buena, si habría puesto el énfasis necesario. Pensaba si sería necesario que saltase sobre el médico principal y le mordiera la nariz.
—¿Qué quieres que hagamos nosotros, William? ¿Quieres quedarte aquí?
—No quiero quedarme aquí.
—¿Quieres volver a la cárcel?
—No quiero volver a la cárcel. Allí quieren matarme. ¡Me encierran en una jaula como si fuese un animal!
—¿Por qué no te sientas en la silla? —me preguntó con tono amable.
—¡No deseo sentarme en su maldita silla! —grité y pateé la silla a través del consultorio. El auxiliar que estaba en la puerta se puso en movimiento hacia mí, pero el médico lo detuvo con un gesto.
—A ustedes les importa un bledo. No les preocupa si vivo o muero. Son como los otros. Todos quieren encerrarme y matarme. ¡¡¡No quiero estar aquí!!!
Salí corriendo del consultorio, eludí el brazo del auxiliar y volví a la segunda sala. Me acurruqué en la cama, sin poder creer todo lo que acababa de hacer.
Poco después vino a buscarme uno de los médicos que había sido muy amable durante la sesión y ahora trataba de tranquilizarme.
—Vuelve. No te ocurrirá nada. Ven.
Lo seguí. Me hizo entrar en otra habitación.
Me indicó una silla y se sentó frente a mí. Colocó sus manos sobre mis rodillas desnudas y habló con suavidad.
—Creo que puedo ayudarte. Me gustaría poder hablar con el cónsul norteamericano. Aquí no te puedo ayudar. No en esta sección. Me gustaría llevarte a mi sección. Pero no puedo hacerlo a menos que el cónsul venga y se haga responsable de tu conducta.
Mantuve una expresión neutra en el rostro, aunque mi cabeza daba vueltas. ¡Si el cónsul se hacía responsable de mi conducta!, eso significaba que su sección debía ser de sistema abierto, sin barrotes ni paredes donde no había más que médicos para ayudar a los pobres enfermos como yo. Sí; podía imaginarlo. Me quedaría unos pocos días, caminaría por el parque, conversaría con el afable médico que aún apoyaba sus manos en mis rodillas y luego me iría como el viento.
Nunca más Bakirkoy. Nunca más Sagmalcilar. ¡Nunca más Turquía!
El médico me permitió usar el teléfono para llamar a Willard Johnson, el vicecónsul a quien expliqué la situación, esforzándome por no delatar la excitación que sentía. Si él venía y hablaba con los médicos, éstos me ayudarían. Él me contestó que pronto se comunicaría con ellos.
De regreso en mi cama, casi podía saborear la libertad.
No necesitaba los huecos de la pared occidental. Todo lo que debía hacer era mantener al médico convencido de que necesitaba ayuda urgente y pronto sería trasladado a un lugar donde estaría a centímetros de la libertad.
Con el útil ejemplo que me daban los cuatrocientos cincuenta locos de la sección 13, empecé a agregar nuevos signos a mi simulada locura, deseaba dar realismo a mi actuación, por si los médicos me hacían vigilar y rápidamente empecé a orinar en la cama y a defecar en el suelo. Como los pacientes más enfermos, en su mayoría, permanecían siempre desnudos, varias mañanas seguidas, después de ocultar mi dinero en un girón de la tela del colchón, me quitaba el pijama y salía corriendo al patio, porque me pareció que era lo que debía hacer y, si servían a mis fines, todos los inconvenientes de estar desnudo entre locos, se justificaban y por otra parte a los cuidadores no les importaba un loco más que se desnudara. Sólo el Policebaba parecía preocupado pero ignoré sus protestas. Más tarde cuando comprendí que los únicos que se interesaban en mi desnudez, lo hacían por razones equívocas, abandoné ese plan.
Caminaba durante horas en la rueda.
Pasaron los días y no ocurría nada. ¿Por qué no venía el cónsul?
¿Sería que tal vez había venido y no le habían permitido verme? ¿Por qué no había tenido ninguna noticia? ¿Por qué estaba aún en la sección 13? Pronto mis pensamientos pasaron de las fantasías de huida a las dudas.
Logré sobornar a uno de los cuidadores para volver a usar el teléfono y llamé otra vez a Willard Johnson, quien nuevamente me prometió comunicar mi mensaje.
Una tarde en que me encontraba sentado en mi cama se me acercó un turco de aspecto inquietante. Tendría unos treinta años, era bajo y delgado, pero no excesivamente flaco; su pijama estaba bastante limpio, señal segura de que estaba más sano que el término medio de los internados. Sus ojos eran brillantes y medrosos. Se acercó y mirándome directamente a la cara y en perfecto inglés me dijo:
—Nunca saldrás de aquí.
Me quedé seco. ¿Quién era ese hombre? ¿Qué sabía?
—Crees que te quedarás una temporadita y luego saldrás en libertad —continuó—; pero no es cierto.
—¿Quién sabe? —me encogí de hombros, en un intento por demostrar indiferencia. Mis músculos se pusieron tensos—. ¿Dónde aprendiste a hablar inglés?
—Estudié. Fuera.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté.
Ellos me metieron aquí.
—¿Quienes?
—Ellos.
—Ah. ¿Hace mucho que estás aquí?
—Sí, mucho tiempo.
—Bueno, ¿por qué no te vas?
—No puedo. Ellos no me dejan.
Yo no podía decir que no compartía la opinión de ellos. El hombre estaba decididamente loco. Sus ojos me hacían temblar pues parecían salírsele de las órbitas y estaban llenos de venitas rojas. Sólo conversar con él me hacía sentir incómodo.
—Y ellos tampoco permitirán que tú te vayas.
No estaba seguro de dónde habría obtenido esa información, pero su complaciente certeza me fastidió.
—¿Qué sabes tú? Me dejarán salir.
—No, nunca te dejarán salir. Te dicen que sí, pero te obligan a quedarte. Nunca se sale de aquí.
Le volví la espalda, con la esperanza de que se marchara. Esa conversación no me gustaba. El hombre estaba sin duda loco. De lo contrario, no estaría allí. ¿Qué sentido tenía discutir con él?
Sin que lo invitara, se sentó en mi cama. Su nombre era Ibrahim, me informó. Después de pedirme un cigarrillo, continuó su sombría charla.
Deseaba desesperadamente que se fuera, pero como eso parecía un reconocimiento de no poder rebatir sus argumentos, una y otra vez le aseguré que si bien a él podrían retenerlo para siempre, yo pronto me marcharía.
Intentó explicarme la situación.
—Todos venimos de una fábrica —pontificó, como un padre que sermonea a un hijo—. A veces la fábrica produce máquinas malas que no funcionan bien, entonces las traen aquí. Las máquinas malas no saben que lo son, pero sí lo sabe la gente de la fábrica Nos traen aquí y nos retienen aquí.
—Te retienen a ti, tal vez, pero yo me iré.
—No, nunca te irás. Eres una de las máquinas que no funcionan.