VII

Hay una expresión turca, «sula-bula» que significa «así, así» Todo lo relativo a la ceza eci (casa de castigo) de Sagmalcilar y sus tres mil reclusos era sula-bula. No era ni muy bueno ni tampoco muy malo. Había toda clase de reglas y no había regla alguna. Había guardias que no podían moverse de ciertas áreas y reclusos que vagaban libremente por la cárcel. Aunque el juego era ilegal, todos los turcos jugaban a los dados y la mayoría de los extranjeros al póquer. Había leyes estrictas contra las drogas, pero los reclusos podían comprar hashish, opio, LSD, morfina y píldoras de toda forma, color y composición. Igualmente la homosexualidad que era un delito contra la ley y la moral, predominaba en la cárcel; los mismos guardias que debían controlar ese aspecto parecían encontrar placer sexual al golpear a un hombre al que antes habían atado y quitado los pantalones. El dinero estaba prohibido dentro de la cárcel, pero los presos podían obtener crédito de su cuenta o utilizar fichas especiales en la prisión, y a pesar de las reglas, la mayoría de los prisioneros antiguos mantenía dinero que ocultaba entre sus pertenencias o camuflado entre sus ropas menores. Según los estados de ánimo cambiantes de las autoridades y las mudables contingencias del destino, la cárcel se hacía un lugar cómodo para pasar el tiempo o se transformaba en un infierno.

En forma similar a una jerarquía en la administración, encabezada por Mamur, Arief y Hamid, existía también una jerarquía en los reclusos, a cuya cabeza estaban los grandes bandidos y la contraparte turca de la mafia norteamericana; esos grandes criminales, a quienes llamaban kapidiye, eran temidos y respetados tanto fuera como dentro de la cárcel.

Eran ricos y crueles, así que una sentencia de prisión no era más que un inconveniente menor para la mayoría de los kapidiye y cualquiera que fuese el delito por el cual se los acusaba, repartiendo un poco de dinero aquí y allá conseguían un nuevo juicio, un nuevo juez, nuevas declaraciones, nuevos papeles, nuevos antecedentes policiales o informes médicos y quedaban en libertad. Pasaban un año… tal vez dieciocho meses… en la prisión. Pero no más.

Mientras estaban detenidos, vivían como príncipes; no planeaban ninguna fuga porque en ese caso tendrían que marcharse del país y perder todo su poderío que estaba en Turquía. De modo que se pasaban el tiempo en la cárcel dirigiendo el juego, encargándose de las drogas y todo lo relacionado con el contrabando; y aunque sus ganancias eran grandes, también corrían grandes riesgos, y la violencia era el único método aceptado de competencia entre los distintos grupos de poder.

El rango inferior al de los kapidiye incluía un gran número de bandidos menores; eran los criminales en ascenso, osados asesinos jóvenes que se estaban forjando su reputación. A los asesinos se les tenía mucho respeto; en Turquía el asesinato se consideraba un delito erkek, viril. A los ladrones callejeros y a los carteristas se les ubicaba cerca del último nivel en esta estructura social, pero directamente en el nivel más bajo para los turcos, estaban los fumadores de hashish extranjeros, no musulmanes.

Jamás lograba acostumbrarme a ese ambiente, por más que lo intentaba; sin embargo el yoga que practicaba por la mañana y por la noche parecía ayudarme en algo. También desarrollé mi forma particular de meditación. De mañana, después del yoga, me sentaba en la cama, aún a oscuras, escuchaba los sonidos en la cárcel y de quienes despertaban a mi alrededor.

La calma previa al amanecer era el mejor momento. Oía el suave aleteo de las palomas al alejarse del alero de nuestro kogus y a veces cuando la sirena nostálgica de un barco en el puerto rompía el aire del amanecer, soñaba con el mar. Me imaginaba viajando en un vapor por el mar de Mármara hasta llegar a las islas griegas. Me resultaba tan fácil salir de la cárcel en mis sueños; pero cuando los otros reclusos despertaban ya no podía mantenerme de buen humor y debía hacer un gran esfuerzo para controlar mi temperamento. El estado de ánimo podía pasar de un individuo a todo un grupo y sólo se podía advertir esto cuando ya era demasiado tarde. El kogus era todo un ventisquero emocional donde las peleas podían estallar en cualquier momento.

Por ser la comida una de las pocas experiencias sensuales de la cárcel, se la tenía en mucha consideración, así que nuestra pequeña cocina era el foco de gran parte de los problemas. Allí se preparaba el té y el café; y también se hacía comida cuando la teníamos. La cocina con sus tres quemadores, estaba a cargo del chi-gel. Chi significa té en turco, y gel es el hombre que lo prepara. El chi-gel compraba paquetes de té, café y azúcar, a precios muy altos, a las autoridades de la prisión y luego nos lo revendía. La cárcel era literalmente un mercado obligatorio; todos bebían interminables cantidades de té y café. No siempre había agua y, cuando la había, no era demasiado potable.

El chi-gel vendía sus bebidas en pequeños vasos a quince kurus cada uno, es decir, a unos tres centavos de dólar; trabajaba de doce a catorce horas por día durante su mes de turno, pero obtenía buenas ganancias, en especial si preparaba el té liviano y lo coloreaba con carbonato.

Cuando yo llegué a la cárcel, un preso de nombre Ziat estaba a cargo del negocio de chi, y aunque Johann me había dicho que la tarea era rotativa, Ziat seguía preparando el té aún en diciembre. Era un hombre de origen jordano, de tez morena; tenía casi mi altura, un metro setenta y dos, pero era mucho más corpulento y sus dientes amarillentos estaban manchados.

Desde que lo vi desconfié de su sonrisa; poco después Johann me comentaría que Ziat sentía un desmedido amor por el dinero. Debido a la calidad de su chi había constantes discusiones.

El té estaba listo a la hora en que llegaba el guardia a abrir la puerta que daba al patio, y llamaba al prisionero iraní que iba a buscar el pan a la cocina de la cárcel. Como entonces ya había otros reclusos levantados que llegaban a la cocina con trozos de ají verde, cebollas o un huevo para freír, se formaba una cosa y los hombres se empujaban y discutían.

Ziat se mostraba renuente a dejar usar los quemadores. Utilizaba dos para hacer el té y sólo permitía que se usara uno para cocinar. En la fila, frente a uno de ellos un recluso freía cebollas o hervía una olla de agua para cocinar patatas. En esos casos Ziat a veces permitía que algunos de sus amigos utilizaran uno de los otros quemadores. Eso era origen de numerosas peleas. Los presos, que hablaban distintos idiomas, parloteaban y se quejaban. Si las circunstancias eran adecuadas, el lugar se convertía en un pequeño campo de batalla y los vasos volaban. A veces relucía un cuchillo y entonces los guardias entraban precipitadamente.

Johann me contó muchas cosas acerca de Ziat. Este, antes de ingresar a la cárcel, había sido un soplón de la policía; hablaba turco, inglés y alemán casi tan bien como su idioma árabe natal. Solía presentarse a los turistas en el Pudding Shoppe o en los alrededores de la plaza Sultán Ahmet para preguntarles si querían drogas; hacía todos los arreglos con los incautos y luego se ponía en contacto con la policía. Cuando el turista recibía el hashish o la droga que fuere, Ziat se marchaba y llegaba la policía; el turista iba a la cárcel. La policía conseguía otro arresto y Ziat recibía su recompensa, en dinero o mercaderías.

Pero según Johann, Ziat se volvió codicioso y como retuvo diecisiete kilos de opio de un negocio en el que intervenía un kapidiye turco, lo sentenciaron a cinco años de prisión.

En Sagmalcilar había varios reclusos que cumplían condenas por culpa de la traición de Ziat. Pese a que el jordano era un hombre cuidadoso, en una ocasión, hacía quince meses, lo habían herido.

Su codicia se manifestó de inmediato en la cárcel. Como soplón que había sido, poseía contactos influyentes. En la época en que yo llegué a la cárcel, era el principal proveedor de drogas del kogus de los turistas. Era buen amigo de Arief y Mamur. Estos le advertían cada vez que iba a realizarse un «control», una inspección inesperada de los guardias o los soldados. Siempre conseguía proteger sus provisiones de drogas. Nadie podía encontrar el dinero que tenía que haber acumulado.

La cantidad de dinero que circulaba por la cárcel me sorprendió. Al principio retiraba fichas de mi cuenta en la cárcel y las usaba para comprar cosas en el carro de la comida. Luego descubrí el mundo infinito de los juegos. El póquer estaba prohibido, pero jugábamos cuando los guardias no nos veían; incluso a menudo los partidos de fútbol en el patio los jugábamos por dinero. Como los demás, pronto anduve con dinero en efectivo escondido en mis calzoncillos. Era el único lugar que los guardias rara vez inspeccionaban y tal vez alguna ley lo prohibía.

Descubrí de pronto que cada vez fumaba más hashish. Era fácil obtenerlo de Ziat. La realidad era desagradable. La droga producía una obnubilación que ayudaba a pasar el tiempo. El caño del agua que estaba junto al agujero del retrete en mi celda era Turk-malí. Estaba roto, oxidado y corroído. Pero dentro había espacio suficiente para guardar un trocito de hashish. Los guardias árabes consideraban ayip, sucia, el área del retrete, de modo que ése era un escondite muy efectivo. Nunca metían los dedos en ese caño sucio.

Me estaba convirtiendo en un recluso perfecto.

En la cárcel parecía que todos permanecían a la expectativa de algo.

Se esperaba que abrieran la celda y que llegara el pan por la mañana; se esperaba la comida a mediodía; se esperaba que llegara el agua, para poder ir al baño o lavarse; se esperaban las visitas; se esperaba el juicio; se esperaba la libertad…

Todos los días aguardábamos la correspondencia que solía llegar ya muy avanzada la tarde. Ante el grito de Mektup, un grupo de presos bajaba de prisa las escaleras y un guardia o uno de los encargados turcos pasaba cartas y paquetes a través de un agujero cuadrado de la puerta metálica del corredor. Alguien leía los sobres y gritaba los nombres. Siempre había confusión. El sistema postal era también Turk-malí. Muchas cartas del mundo exterior nunca llegaban, o eran entregadas con semanas de retraso, generalmente sin las estampillas.

Mi correspondencia fue creciendo gradualmente. A veces centraba las esperanzas de todo el día en la posibilidad de recibir una carta, así fuese cualquiera. Si no recibía ninguna, la decepción era amarga. Me sentía tan aislado, tan apartado, en un país extraño, y de cultura tan diferente, que me creía olvidado. Pasaban días y días sin que llegara una carta y me quedaba solo, de pie junto a la puerta, una vez que toda la correspondencia había sido distribuida.

Otras veces recibía varias cartas de una vez. Las devoraba. Papá me escribía regularmente, aunque sus cartas llegaban con ritmo imprevisible. A veces mamá agregaba una línea o dos a las cartas de papá para decirme que me quería. A mamá nunca le gustó hablar mucho, pero su apoyo siempre se sobreentendía. Papá me comentó una vez que había ganado un premio en un partido de pelota con los compañeros de oficina. Rob y Peggy, mis hermanos, también me escribían. Las notas de Rob en la Brown University eran buenas y esto me hacía pensar que tal vez papá le conseguiría un empleo en la Compañía Metropolitana cuando se graduara. Peg me hablaba de sus amigos, sus diversiones y sus ropas nuevas; cada carta estaba llena de pequeños detalles de la vida diaria y eso me dolía. Allá en Long Island, la vida continuaba. Abría cada carta con ansiedad, luego la releía mientras el dolor crecía. Entre las líneas de cada carta estaba mal disimulada, la angustia por el miembro extraviado de la familia.

También recibía otras cartas; muchos de mis antiguos amigos de Marquette me escribían. Finalmente llegó una carta de Patrick. Había estado trabajando varios meses en un barco atunero frente a las costas de Oregón. Pescaba durante el día y escribía poesía loca de noche, de modo que pasó algún tiempo antes que se enterara de mi mala suerte.

Deseaba que le informara todos los detalles de la situación legal. Luego me escribió: «¿Has leído El Conde de Montecristo, últimamente?».

Eso era típico de Patrick. Siempre buscaba la solución heroica como era la de la fuga. Si alguna vez me decidía, sabía que podría contar con él.

Un día me sorprendió la llegada de un sobre dirigido a mí con escritura fluida y cuidada. Me produjo una profunda conmoción.

Había crecido junto a Lillian Reed. Ella fue mi pareja en el baile de primer año de la escuela secundaria, esto me parecía que había ocurrido hace ya varios siglos. Recordé que tenía un vestido de terciopelo rojo esa noche y papá nos había llevado en su coche al baile. Estuvimos enamorados aquellos años juveniles. Luego, sin advertirlo, nos fuimos alejando. La imagen que tenía en la mente y el sobre que sostenía en las manos tendieron un puente sobre tantos años y creía ver su largo cabello castaño que enmarcaba sus profundos ojos oscuros, en una noche de verano, en ese interregno entre la escuela secundaria y el comienzo de la Universidad con su suave amor joven de palabras susurradas. Los dos soñábamos viajar por el mundo. Pero Lilliam se casó. El matrimonio duró menos de un año. Ahora, estaba en Cambridge, trabajando como secretaria legal, en Harvard. Su divorcio acababa de oficializarse.

Me conmovió con sus palabras; sus pensamientos a través de la distancia me animaron. Leí sus líneas varias veces antes de escribirle una larga y emotiva respuesta esa misma noche. La urgía a recoger los fragmentos de su vida para vivirlos cabalmente. Los dos teníamos nuestros problemas. Era extraño cómo dos viejos amigos habían podido trastornar sus propias vidas hasta ese punto. Tal vez pudiésemos ayudarnos mutuamente.

El juicio se había fijado para el diecinueve de diciembre. Yo esperaba que ocurriese algo definitivo. Si no conseguía salir en libertad bajo fianza, al menos deseaba una sentencia, ya que así sabría cuánto tiempo me faltaba. Los rumores acerca de una amnistía eran más frecuentes. Algunos presos creían que el gobierno descontaría diez años de todas las sentencias. Si la corte me sentenciaba… aún a diez años, tal vez pronto estaría libre de todos modos.

Una vez más ensayé mi historia con cuidado, la noche anterior al juicio. Otra vez mis amigos me ayudaron a vestirme. Todo dependía de una buena impresión. Si conseguía la libertad bajo fianza, quizá podría estar en casa para Navidad.

Llegó la mañana. Los soldados me llevaron al juzgado. Me sentía más nervioso esta vez. La vida en la cárcel se estaba volviendo cada vez más difícil de soportar, y como ese día era uno de los más importantes de mi vida, hubiera deseado que el proceso se efectuara en inglés, para poder seguirlo.

Mis abogados estaban en sus puestos. Beyaz y Siya me saludaron cortésmente inclinando la cabeza cuando entré. Yesil me obsequió con una enorme sonrisa tranquilizadora, a la cual respondí en forma similar.

Reconocí otros rostros, entre ellos el del cónsul y el de varios espectadores. También la muchacha del bolígrafo y las piernas bonitas esta ahí.

Hubo una ininteligible conversación en turco entre mis abogados y el juez. Me quedé sentado en silencio, preparado para una larga sesión. El fiscal se puso de pie y pronunció un apasionado discurso dedicado a los jueces. De pronto, antes que comprendiera lo que ocurría, los soldados me encadenaron y me llevaron.

—¿Qué ocurrió? —le grité a Yesil—. ¿Por qué me encadenan? ¿Por qué me llevan de regreso?

—No es importante —replicó.

—¿Qué decir con que no es importante? Quiero salir bajo fianza. No quiero pasar una noche más en ese lugar.

—Sí. Sí. Está bien. Iremos a hablar con usted mañana.

—¿Qué dijo el fiscal? ¿Qué ocurre ahora?

—No es importante. Sólo aspectos técnicos.

Los soldados me tironearon de los brazos.

—¿Cuáles aspectos?

—Bien, presentó al tribunal la sentencia que pide para usted.

De estar libres mis manos, hubiese agarrado a Yesil por las solapas.

Mi destino lo habían decidido en turco y Yesil se negaba a traducir.

—¿Qué sentencia pide? —pregunté otra vez.

—No es importante. Se lo diremos mañana.

Ahora los soldados me arrastraban. Giré la cabeza para mirar a Yesil.

—¿Qué demonios dijo el fiscal? ¡Yesil!

—Pide cadena perpetua.

Mi cabeza era un torbellino. Las luces nocturnas de Estambul se percibían a través de las rendijas del costado del camión.

¡La vida!

De regreso en el kogus, me apresuré comunicándole las noticias a Johann. Trató de calmarme. Me aseguró que lo habitual era que el fiscal intentara parecer severo. No era más que una formalidad, me dijo. Charles y Arne también me tranquilizaron. Popeye me dirigió una mirada que parecía significar: «Te lo dije». Yo necesitaba una información directa. ¿Qué probabilidades tenía? ¿Consideraría la corte seriamente la sugerencia del fiscal?

—¿Por qué no le preguntas a Max? —sugirió Johann—. Probablemente él sepa más que ninguno.

Juntos fuimos a ver al drogadicto holandés. Max estaba sentado en el borde de su cama, rascándose los brazos.

—Me quedé sin Gastro —nos explicó—. Tengo que conseguir alguna mierda.

Mientras Johann y yo lo mirábamos, Max buscó a tientas bajo la cama y sacó un palo delgado y largo. Con su mirada estrábica detrás de los gruesos anteojos, caminó vacilante hacia el corredor. Observó si el lugar estaba desierto y luego empezó a blandir el palo con fuerza hacia la lamparita que pendía del techo. Tuvo dificultad para dar en el blanco, pero por último la destrozó. Había vidrio disperso por todo el corredor. Max se dirigió hasta el borde de la escalera y gritó:

—Eh, Walter, se cortó la luz aquí. Dile a Emin que envíe al electricista.

Max volvió a su celda y siguió rascándose los brazos.

Le comenté lo que había ocurrido en mi juicio. Sacudió la cabeza.

—¿Quién sabe? No creo que te den cadena perpetua, pero tampoco yo creí que me fueran a dar treinta años. Creo que deberías marcharte de aquí como sea.

—¿Qué te parece Bakirkoy?

Max hizo un gesto de desagrado.

—Aaaah. Estuve en Bakirkoy por un tiempo. En la sección 12. Para los adictos. No sirve. Tienes que tener amigos. ¿Conoces a algún kapidiye?

—¿Eh?

Kapidiye. Si conoces alguno tal vez puedas arreglar para sobornar a un guardia de Bakirkoy. Es fácil salir, pero necesitarás ropa y dinero, y algún medio para llegar a Grecia.

Le conté a Max del turco que me había demostrado simpatía en la comisaría. Max me aseguró que era un kapidiye.

—Ellos tienen muchos amigos dentro y fuera. Tienen mucho dinero. Los guardias son tan pobres que es muy fácil sobornarlos. Pero si no tienes cuidado, te traicionan. Es por eso que los kapidiye son importantes. Nadie traiciona a un kapidiye. El que lo hace, recibe una cuchillada en el estómago.

Llegó el electricista y colocó la escalera para reemplazar la lamparita.

Max se acercó a él, le susurró algo y sacó unas libras turcas de entre sus ropas. Con naturalidad el electricista le pasó una botella de líquido castaño oscuro.

—¡Ah!, es hora de tomar la medicina —murmuró Max.

La conversación se interrumpió mientras hervía su dosis y se la inyectaba en una vena. Cerró los ojos y se reclinó contra la pared. Johann y yo nos quedamos sentados, preguntándonos si Max estaría consciente… incluso si tenía vida. De repente Max empezó a hablar como si estuviera en plena discusión acalorada.

Abrió los ojos, se inclinó hacia adelante, me agarró del brazo y se deslizó del camastro al mismo tiempo. Su voz se tornó más baja.

—… No, muchacho, no trates de cruzar en Edirne. Mira, hay una franja de tierra al sur de Edirne. Si tienes oportunidad de encontrar un mapa turco, estúdialo. Hay una antigua vía de ferrocarril que va de Edirne a Uzun Kopru. Fue construida hace mucho tiempo, antes que una de las guerras jodiera la frontera. Durante unos tres kilómetros entra en Grecia y luego vuelve a salir. El tren no para en ninguna parte, pero tú podrías largarte en Grecia. Recuérdalo.

Dejé a Max para que gozara su estado de euforia. Me pregunté si realmente todo se reduciría a eso.

Yesil apareció al día siguiente y me aseguró que no tenía que preocuparme por nada. El fiscal era «una mierda», comentó, en un raro abandono de su inglés culto. El juez probablemente me daría veinte meses… incluso hasta podía darme la libertad bajo fianza. Pronto lo descubriríamos.

De todos modos parecía que debería pasar el período de vacaciones en un ambiente poco familiar. Luego tuve una idea. Tal vez podría estar de alguna forma la víspera de Año Nuevo, en Cambridge. Le escribí a Lilly y le pedí que se sentara el 31 de diciembre a las tres y media de la tarde; serían las once y media de la noche en Estambul. Yo me sentaría en mi camastro a meditar. Juntos trataríamos de sintonizar nuestras ondas cerebrales en la misma frecuencia para transportar mi mente hasta el otro lado del mundo, así podría pasar aquella fiesta en Norteamérica. Sabía que la carta llegaría a tiempo, pero ella no tendría oportunidad de contestar. Sólo me queda esperar que Lilliam aceptara la idea a ver qué podía resultar. En el kogus se advertía un clima de fiesta. Aunque los turcos no celebraban la Navidad, la víspera de Año Nuevo era una fecha importante para ellos, de modo que estuvieron tranquilos y felices toda la semana y nos permitieron comprar jaleas y gelatinas y también un poco de harina. Arne, que nunca dejaba de darme sorpresas, mezcló todos los elementos y cocinó tartas de Navidad en uno de los quemadores de gas. Fuimos varios los que nos reunimos en su celda en Nochebuena. Arne encendió velas. Tocó su guitarra suavemente. Johann bromeó e hizo gran alboroto. Sólo le quedaban seis semanas de condena. Nos convidó a un hashish muy fuerte que le había comprado a Ziat. A media noche Arne repartió las tartas que me parecieron muy sabrosas después que pude hacerlas pasar por mi garganta.

Como a las once y media de la noche, víspera de Año Nuevo, se hizo otra fiesta. Emin no se molestó en cerrar las celdas de modo que se formaron pequeños grupitos de amigos y se fumaba hashish para celebrar.

Poco después dejé a mis amigos y caminé lentamente hacia mi celda; me desnudé, por si mi cuerpo, además de mi mente, se comunicaba con Lillian y me envolví en una manta. Luego me senté con las piernas cruzadas y cerré los ojos; relajé mis músculos y permití que mis pensamientos fluyeran. Apareció Lilly en mi mente con su pelo largo castaño, sus ojos del mismo color y sus piernas suaves. Pasaron los minutos.

Podía tocarla. Sentí que se me producía una erección. Había estado mucho tiempo sin una mujer. Pero mantuve las manos sobre las rodillas. La masturbación era molesta. Arne tenía razón, era uno de los peores peligros de la cárcel que le enseñaba a uno a sellar las emociones. Deseaba estar cerca de una mujer. Así que a más de once mil kilómetros de distancia, trataba de llegar a la mente de Lillian.

De pronto comprendí que no estaba solo. ¿Estaba con Lillian? ¿Dónde estaba? Abrí los ojos y clavé la vista en los ojos oscuros de Arief.

Pestañeé con fuerza para asegurarme mejor. Era Arief, que me miraba con ceñudo rostro a través de los barrotes. Luego retrocedió, se enderezó contra la pared, como un borracho, y se marchó.

Me di cuenta de que el kogus estaba lleno de ruidos. Aparecieron varios guardias, que empujaban a los presos hacia sus celdas. Estaban realizando un «control», una inspección. En realidad, parecía más un tumulto de los guardias. La desagradable voz de Hamid se oyó por el corredor. Corrió hacia mi celda. También él parecía borracho. Me incorporé de un salto y me apoyé contra la pared, envuelto en la manta. Sus ojos se posaron en las piezas de ajedrez sin terminar que yo tallaba en jabón.

—¡Arrhh! —rugió.

Su enorme mano las barrió de la parte superior de mi armario. Las piezas cayeron al suelo y Hamid las convirtió en polvo con sus pies.

Abrió de un golpe la puerta del armario y agarró un puñado de libros.

Los sacudió con violencia. Luego inspeccionó las ropas que había en el armario. Revisó los bolsillos, arrancó botones. Me preocupaba un trocito de hashish oculto en el caño, pero Hamid no buscó allí.

Se volvió, llevó el brazo hacia atrás y me dio un gran bofetón en la cara. Luego, tan bruscamente como había empezado, el control terminó. Los guardias se marcharon. Emin cerró las celdas. Todo quedó en calma. Feliz Año Nuevo, Lil. Bienvenida a 1971.

Pocos días después de Año Nuevo se abrió la puerta del kogus y los guardias arrojaron dentro a un nuevo preso. Se llamaba Wilhelm Weber y era alemán. Se pasó los primeros días yendo de una celda a otra, fanfarroneando ante los reclusos en alemán, inglés o en turco poco fluido.

Ia, ia —le dijo a Popeye—. Corro en coches de carrera en Monte Carlo. Ia, me zambulló desde las rocas en Acapulco.

—¡Uh, muchacho! —replicó Popeye—. No me lo digas, déjame adivinar. Apuesto a que escalaste el Matterhorn, también.

Ia, ia. Eso también, ia.

—¡Este tipo es el fanfarrón más grande del mundo! —gimoteó Popeye. Si lo decía Popeye, eso era todo un cumplido.

A los pocos días nadie podía soportar a Weber. Nadie quería estar cerca de él ni conversar. De pronto dejó de fanfarronear, se quedó tranquilo en su celda y empezó a escribir cartas.

Nadie lo molestaba. Nadie parecía preocuparse por él. ¿Era yo el único que lo veía? Weber estaba cumpliendo un plan. Con deliberación, había conseguido que todos le tuvieran fastidio. Tal vez deseaba que lo dejasen solo. Pregunté a mis amigos acerca de sus charlas con Weber, y tal como sospechaba, nadie conocía sus cosas particulares. Weber ni siquiera le había comentado a nadie por qué fue arrestado. Sólo había hablado de cosas sin importancia.

—Es un idiota —comentó Popeye.

Yo no estaba tan seguro.

Nunca conocí realmente el frío hasta que llegó el invierno a la cárcel.

Las paredes de piedra y los barrotes de hierro no conservaban el calor. Unos pocos radiadores estaban dispersos bajo las ventanas, pero funcionaban mal y la mayor parte de las veces estaban dañados. Por la mañana, cuando me despertaba, mi aliento parecía vapor en el aire de la celda. Descubrí que las bastas mantas de la cárcel no retenían el calor del cuerpo. Traté de vestirme con calzoncillos largos y calcetines a la hora de dormir, lo cual no sirvió de mucho porque transpiraba y sentía más el frío a causa de la evaporación del sudor. Por último llegué a dormir acurrucado en posición fetal, envuelto en una sábana y una manta.

Era muy deprimente despertar helado cada mañana y no entrar nunca en calor, ni siquiera cuando el débil sol de invierno cruzaba el cielo. Tener los pies y las manos frías todo el día, aunque estuviera activo y me moviera de un lado a otro; enfrentar una larga noche encerrado en la celda… Todo eso congelaba mi mente, además de mi cuerpo.

Patrick me envió un libro: Un día en la vida de Iván Denisovizch, de Solschenizyn. Siberia era un lugar realmente frío. Cómo aprendí a Iván.

El acontecimiento de la semana era la noche en que me daba un baño caliente. Se señalaban distintos días para los diversos grupos de reclusos. Arne le habló a Emin. Me incluyeron en el grupo de Arne. Nos reunimos seis o siete en la cocina, después de Sayim. Del grifo salía agua fría.

Esperábamos el glorioso momento en que llegaba el agua caliente.

Era difícil prever hasta cuándo seguiría saliendo el agua caliente que a veces apenas llenaba el baño. Otras noches no salía nada. Pero algunas noches se vertía interminablemente, esparciendo el vapor.

Una cálida bruma nos envolvía. Todos los dolores y tensiones del día parecían desprenderse de mi cuerpo. Vertía jarras llenas de agua caliente sobre mi cabeza. Gozaba del calor. Los músculos tensos se aflojaban. El calor era sensual mientras estaba de pie allí con mi ropa interior empapada.

Arne y yo nos quedamos en la cocina hasta mucho después que los otros miembros del grupo se habían marchado a sus celdas. Arne tenía una esponja áspera para el baño, que su familia le había mandado de Suecia. Él me lavaba la espalda con ella. Era agradable.

La fricción vigorizaba mi piel. Yo le lavaba su espalda pálida y huesuda y la observaba ponerse roja debajo de la esponja.

—Arne, eres muy delgado. ¿Siempre fuiste así o se debe a la cocina turca?

—No. Siempre he sido delgado. Solía correr mucho.

Era fácil advertirlo por sus piernas largas y fuertes.

—Yo también corría mucho. Por la playa, en Nueva York.

—Me recuerdas a un nadador —comentó Arne.

—Nadé mucho, también. Actúe como salvavidas y además practiqué el surf. Me encanta el mar.

—Sí, y ahora tenemos esa bañera.

Miré a través de la niebla. Unos pocos presos se demoraban cerca de la puerta. Nos observaban.

—Sí. La bañera y los árabes.

Arne volvió la mirada hacia ellos por un momento, indiferente.

—Eyaculan sólo con ver la ropa interior mojada de los tipos que se bañan.

No me importaba.

—Deberíamos cobrarles entrada.

—A mí no podría importarme menos —replicó Arne—. ¿Listos por hoy?

—Sí. Estoy empapado, pero me siento muy bien.

—Es bueno tener la espalda frotada y el cuerpo limpio de vez en cuando. ¡Pero Dios! ¡Cómo me gustaría estar desnudo al sol en una playa!

—Sigue soñando —le dije.

—Lo hago —replicó Arne—. Lo hago.

La sonrisa de Johann era más brillante que el sol de la mañana.

Finalmente después de dos años, había cumplido su sentencia. Me dio su colcha persa, que había obtenido de un iraní.

—Ten cuidado con ella, Billy —me dijo—. Hay un regalo especial dentro. Lo he estado ahorrando para el caso de que me jodieran y no me dejaran salir. Escribiré —prometió—. Me mantendré en contacto. Si necesitas algo, avísame. Lo digo en serio, muchacho. Te ayudaré en todo lo que pueda.

—Que te diviertas viajando —le auguré—. Avísame cuando te establezcas en algún lugar.

—Lo haré, sin duda.

Observé a Johann que salía del kogus y recuperaba su libertad, por un largo rato. El brillo de su felicidad me acompañó. Luego mi mente estableció la comparación inevitable. Yo seguía dentro. Desplegué con cuidado la colcha. No había nada en ella. La examiné centímetro por centímetro. Una trenza basta adornaba los bordes. En un punto parecía dura. Me volví hacia la pared para ocultar mis movimientos, y con mucho cuidado quité las puntadas que mantenían la trenza en su lugar. ¡Una lima! ¿Cómo la había conseguido Johann? No importaba.

Más tarde, esa noche, la probé contra el metal de mi cama. Parecía cortar sin dificultad. Decidí guardarla; era como tener mucho dinero en el banco y la oculté dentro del forro de mi diario íntimo.

Al día siguiente sentí una profunda depresión. La celda vacía de Johann, junto a la mía, era un recordatorio constante. Siguiendo un impulso corrí a preguntarle a Emin si podía trasladarme a una celda de la segunda hilera. Había una vacía entre la de Popeye y la de Max. Emin me contestó que sí y en veinte minutos estaba instalado arriba.

Popeye se alegró y con su charla me ayudó a pasar el día. Pero por la noche volvió la depresión. Ya hacía seis meses que estaba en la cárcel y todavía ni siquiera sabía la duración de la condena. La justicia turca se movía con increíble lentitud. Había sido estúpido al creer que podría salir pronto. Pensé en Max, que estaba en la celda de al lado.

Me prometí que hablaría más con él acerca de la fuga… especialmente sobre ese tramo de ferrocarril que entraba en Grecia.

Una cosa sabía con seguridad: no podía pasar más tiempo en esa cárcel. Tenía veintitrés años y los mejores eran los próximos. No cabía duda, los turcos me estaban robando lentamente la vida.

Por fin me quedé dormido; sólo me desperté a media noche al oír un leve murmullo que llegaba a la celda de Max. Preguntándome quién podría estar allí a esta hora, me acerqué con cuidado a los barrotes, haciendo esfuerzos por escuchar las voces. Se oía una sola voz… la de Max. Pude ver su figura reflejada en el cristal de la ventana del corredor. Estaba de pie frente a su armario abierto, y hablaba con calma mientras emitía una risita.

—Max —susurré—. ¿Con quién estás hablando?

Se dio vuelta, sorprendido.

—Eh… es extraño… mi amiga está aquí.

—¿Ah, sí?

—Sí. —Se volvió hacia el armario y rió.

—Bueno, ¿crees que podrían hablar un poco más bajo? Tu amiga no me deja dormir.

—Claro, perdón. —Miró hacia el armario y emitió un sonido—. Shh…

La liberación de Johann ocupó mis pensamientos por un par de semanas. Arne se dio cuenta de que estaba preocupado. Nunca había conversado con él acerca de la fuga y sabía que jamás consideraría eso seriamente. Aguardaría sentado en su celda, pasivamente, hasta que los turcos le permitieran marcharse. Charles estaba ya muy próximo al fin de su sentencia y a Popeye no le podía confiar un secreto.

Así que sólo quedaba Max. Volví a preguntarle acerca de Barkirkoy, pero él dudaba; sin embargo convino en que si la corte me enviaba al hospital de enfermos mentales, debía estar alerta para aprovechar la primera oportunidad y huir.

Una vez más tuve que presentarme frente al tribunal. Ya estaba decidido a promover cualquier acción legal, cuando por fin llegó el día y los soldados me llevaron a la sala del tribunal, y una vez allí me abalancé sobre Yesil.

—Quiero que hoy pida mi libertad bajo fianza —le dije—. ¿Cree que tenemos probabilidades?

Sula-bula —replicó Yesil, en turco—. No estoy seguro de que éste sea el momento de pedirla.

—Escuche; he estado seis meses en la cárcel y usted aún no ha pedido mi libertad bajo fianza. Dígales a Beyaz y a Siya que deseo que la pidan hoy mismo.

Yesil se quedó pensando.

—Tal vez sería mejor si usted la pidiera —sugirió.

—Bien. Eso es lo que voy a hacer.

Una vez más farfullaron todos en turco. Habló el juez, luego mis abogados, luego el fiscal. El juez volvió a hablar. Nadie me preguntaba nada. De modo que aproveché un momento de silencio.

Me incorporé y levanté una mano. El juez me miró sorprendido y le habló a Yesil.

—¿Qué desea? —preguntó Yesil.

—Usted sabe qué deseo.

—Está bien. Háblele a la corte.

—He estado en la cárcel durante seis meses —dije—. Mi salud se está deteriorando. Mis dientes necesitan atención. Tengo problemas gástricos. Me estoy deprimiendo mucho. Quisiera que la corte me otorgara libertad bajo fianza para poder cuidar de mi salud.

Yesil tradujo mis palabras y el juez que sólo se limitó a reír, habló con mis abogados, pero una vez más los soldados se prepararon para llevarme.

—¿Qué ocurrió? —le pregunté a Yesil.

—Algo muy bueno —sonrió—. El juez leyó sus antecedentes en el Ejército de los Estados Unidos. Va a enviarlo a Bakirkoy en observación. ¡Puede ser que usted consiga un informe de que está loco!

Sí, pensé. Sí, un «informe que confirme que estoy loco».