VI

Mis pies sanaban lentamente. Diariamente caminaba alrededor del patio todo lo que me era posible. Sus medidas eran catorce metros por treinta y dos. ¡Qué hermoso debía ser caminar en línea recta sin tener que detenerse frente a una fea pared gris! Ahora comprendía por qué los animales enjaulados caminan tanto de un lado al otro.

Emin, el encargado, no tardó en encontrar la gran llave de mi celda.

Todas las noches a las nueve me encerraban allí, donde toda mi marcha se limitaba a cinco pasos en un sentido y cinco en el otro. A ratos me dormía.

Por la mañana me despertaba con el alba, varias horas antes que el ayudante de Emin, Walter, viniera a abrir las puertas. Me quedaba acurrucado bajo la manta. Pasar de un sueño agradable a la realidad nunca dejó de ser un shock. Mantenía los ojos cerrados un buen rato para no ver las rejas.

Apenas se podía respirar en ese pequeño cuarto.

Una mañana me pasaron una tarjeta de visita a través de la puerta metálica del corredor. Probablemente sería Yesil o el cónsul. Era agradable recorrer toda la extensión del corredor sin tener que girar después del paso trigésimo segundo. Los guardias que estaban en los puestos de vigilancia parecían amistosos y trataban de hablar conmigo.

Yo sonreía y asentía con la cabeza. Murmuraba «Norteamérica» y «Nueva York» como respuesta a todo lo que me preguntaban.

El guardia me hizo entrar en una sala de visitas donde, de pie, me esperaba el cónsul. Junto a él se encontraba un irlandés de Nueva York con pelo blanco y ojos celestes. Su rostro llenó toda mi visión. Nos acercamos el uno al otro. Nuestras manos se unieron. Su mano izquierda aferró mi brazo como si no fuese a soltarlo nunca más. Nos miramos a los ojos que se estaban empañando. Se le veía muy fatigado y el dolor ensombrecía su rostro. Nunca antes me había dado cuenta de lo mucho que quería a mi padre.

—Papá… Siento tanto… Yo…

—No te preocupes —me interrumpió con voz temblorosa y haciendo un esfuerzo sonrió—. Después tendré tiempo para darte una trompada en la nariz. Ahora tenemos que lograr sacarte de aquí. ¿Estás bien?

—Sí… Considerando las circunstancias.

—Está bien. Entonces permíteme que te cuente cómo están las cosas por nuestra parte.

Nos sentamos a la mesa con el cónsul y papá comenzó a informarme.

—Me he puesto en contacto con nombres del Departamento de Estado. Ellos me dieron el nombre de dos abogados turcos. Son la gente más adecuada para estos casos. Voy a verlos esta tarde.

—Ya he hablado con un abogado. Su nombre es Yesil.

—Nos libraremos de él. Quiero que tengas el mejor. Es importante.

—Ten cuidado, papá. Me han contado muchísimas historias desfavorables acerca de los abogados turcos.

—Está bien. Esa es la razón por la cual tengo confianza en esos tipos. Los recomienda nuestra gente.

—Por lo que dices deben cobrar mucho.

—No te preocupes por eso ahora. Podrás devolverme el dinero cuando esto haya acabado. En este momento el dinero no cuenta.

Los dos aclaramos nuestra garganta y tratamos de reprimir las lágrimas.

—Entonces… ¡eh…! ¿Cómo estás? —le pregunté—. ¿Dónde te alojas?

—En el Hilton.

—¿Cómo está mamá?

—Preocupada, naturalmente. Le hubiese gustado venir a verte, pero pensó que no podría soportarlo.

—Sí. —Miré por las ventanas hacia los campos verdes—. Dile que no se preocupe. Estoy bien. Dile que volveré a casa para Navidad.

Charlamos un rato, tal vez una hora. Papá me dijo que volvería al día siguiente, después de reunirse con los abogados. Me preguntó qué necesitaba, que él pudiera traerme. Me sentí incómodo al tener que pedirle que me comprara cosas. Es un hombre orgulloso y yo sabía lo que debía significar para él estar allí. Sabía cómo debía dolerle ver a su hijo preso, encarcelado por tratar de meter hashish de contrabando en un avión. Pero ignoró todo eso. Yo lo necesitaba y él estaba allí.

Descubrí que de pronto sentía un gran respeto por su vida ordenada. Papá sabía cómo enfrentarse a una situación. Sabía cómo lograr que se hicieran las cosas. Esa era la clase de persona que necesitaba para que me ayudase.

Antes que se marchara, ese primer día, hicimos una lista: pijamas, cepillo de dientes, anotadores, barras de chocolate. Me dijo que depositaría cien dólares en el banco de la cárcel para que pudiese comprar comida para mí y para mis amigos, cuando viniera el carro.

Papá se puso de pie para despedirse. Nos estrechamos las manos.

Aspiré hondo e hice un gran esfuerzo por mantener una sonrisa.

—Bebe una cerveza por mí en el Hilton —le pedí.

—Tal vez dos —replicó—. Te veré mañana, Will.

—Bien papá. Gracias. —Sufría de ganas de atravesar la puerta con él, hacia el sol.

Papá volvió al día siguiente con noticias de los abogados. Había contratado al doctor Beyaz y al doctor Siya, dos de los más distinguidos abogados criminalistas de Estambul quienes creían poder obtener para mí una sentencia de veinte meses y hasta arreglar la libertad bajo fianza.

—Si consigo la libertad bajo fianza, me voy del país —le aseveré a papá—. Tengo entendido que es fácil cruzar la frontera con Grecia.

En el consulado él se había enterado de otros detalles. Al parecer, los turcos estaban preocupados por una reciente ola de secuestros aéreos realizados por terroristas. Habían decidido llevar a cabo inspecciones sorpresivas en el aeropuerto. Yo fui uno de sus primeros éxitos. Me había convertido en un objeto de exhibición.

Papá me trajo un paquete de alimentos y dulces, papel para escribir, un cepillo de dientes y una pijama verde oscura con anchas franjas verticales negras.

—Parece el uniforme de Sing Sing —comenté.

Sonrió y asintió con la cabeza.

—Pensé que te gustaría.

Me visitó todos los días durante casi una semana. Compartimos recuerdos. Me sentía ansioso de saber noticias de la patria. Nueva York parecía tan lejana ahora.

—¿Mamá ha ido a las reuniones de la iglesia a jugar a la lotería?

Papá rió.

—Claro. Tú la conoces. Nunca deja de jugar a la lotería. —Se puso serio—. Es conveniente que lo haga. Aleja su mente de todo esto.

—¿Están enterados los vecinos, papá?

—No. No creo. Salvo en familia, no hablamos con nadie del asunto. Le he dicho a mucha gente que estás en un hospital en Europa.

Cambié de tema.

—¿Qué te parece la exótica Estambul?

—Es una ciudad interesante, pero… —su voz se convirtió en un susurro— para decirte la verdad, la comida me parece espantosa. Caramba, la porquería que venden en esos pequeños restaurantes. Salí a comer en uno de ellos la primera noche y aún tengo miedo cuando estoy muy lejos de un baño.

—¿Baño? ¿Quieres decir que tienes baño? Aquí sólo tenemos un agujero en el suelo.

—Sí. Me enteré de eso. Tampoco tienen papel, ¿verdad?

—Exacto.

—Menos mal que estoy en el Hilton. Ahora también como ahí.

Reí.

—Ajá. Nosotros llamamos a este lugar el Sagmalcilar Hilton.

Hablamos mucho sobre el hashish. Papá se molestó un poco al principio y pareció genuinamente sorprendido cuando le expliqué que era un derivado de la marihuana.

—Tampoco apruebo la marihuana —comentó—, pero al menos mucha gente cree que no es peligrosa. Si sentiste que querías hacer eso, ¿por qué no elegiste la marihuana?

—El hashish es más concentrado —le expliqué—. Es más fácil de esconder.

—Ah. —Quedó en silencio—. Fue estúpido, Billy, estúpido.

—Lo sé.

—Escucha. No hagas ninguna otra estupidez. Quédate aquí tranquilo. Deja que yo me ocupe de los abogados. Te sacaremos. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Discutimos todas las estrategias legales posibles. Le comenté lo que Johann me había dicho acerca del hospital de enfermos mentales de Bakirkoy, donde era fácil escapar. A papá le preocupaba la idea de la fuga. Los abogados le habían dicho que podía obtener un informe oficial de Bakirkoy en el sentido de que yo estaba «loco». Con ese informe y con mis antecedentes, no se me podía acusar de ningún delito. No me sentía ni más loco ni más cuerdo que el hombre común, pero tenía un tanto a mi favor. El Ejército de los Estados Unidos había certificado mi anormalidad psicológica. Eso era toda una recomendación.

Papá comentó que quería tener abiertas tantas salidas como fuera posible. Convino en enviar el informe del ejército a Beyaz y Siya.

Muy pronto llegó el momento en que papá debía regresar. Me aseguró que volvería al cabo de dos o tres meses, o cada vez que fuese necesario. Me pidió que me quedara tranquilo. Aún faltaban tres semanas para ir a la corte. Veríamos qué ocurriría. Con una sonrisa forzada se despidió.

Beyaz y Siya fueron varias veces a verme en las semanas siguientes, para preparar la defensa. Beyaz era un hombrecito de menos de un metro cincuenta de altura. Tenía cejas pobladas y pelo blanco en los bordes de su cabeza calva. Siya era alto y su cuerpo tenía forma de pera. Dejaba que Beyaz llevara la conversación. Ninguno de los dos hablaba buen inglés, de modo que necesitábamos un intérprete. La tarea fue cumplida diligentemente por el sonriente Yesil, quien rehusaba abandonar el caso. Aún tenía 250 dólares míos. Deseaba mantenerse en contacto par ver si podía obtener más. De todos modos, necesitábamos un intérprete.

Los abogados quisieron que subrayara el hecho de que sólo había comprado el hashish para mi uso personal. En verdad había planeado vender buena parte de él, pero Beyaz y Siya me aconsejaron que mintiera en ese punto. El juez probablemente se daría cuenta, pero convenía que la trascripción de lo declarado quedase limpia. Eso tendría mucha importancia cuando el alto tribunal de Ankara, revisara el caso.

La noche anterior al juicio me reuní con Charles en su celda. Arne, Charles y yo conversamos acerca de mi testimonio.

—En primer lugar, hazlo simple —indicó Charles—. Todo lo que digas habrá que traducirlo al turco. Debes pronunciar cada palabra con claridad. Es un maldito sistema el que tienen aquí. Eres culpable, a menos que se demuestre que eres inocente.

—Bromeas.

—¡No! Tal vez no es así en los libros, pero sí en la realidad. Estos tipos son capaces de encarcelarte por un accidente de tránsito.

—No me digas, ¿por un accidente de tránsito?

—Encarcelaron a un búlgaro por un accidente. Se pasó seis meses aquí.

—¿Qué sucedió en el accidente? ¿Murió alguien?

—Sí. El conductor del otro coche.

—Bueno, ahí tienes. Fue un accidente serio. Tal vez se lo merecía.

Charles pareció molesto.

—Sí. Tal vez se lo mereciera. Salvo que estaba almorzando en el Pudding Shoppe cuando un borracho turco chocó contra su automóvil estacionado.

—¿Como? ¿Ni siquiera estaba en su automóvil?

Charles negó con la cabeza.

—¿Le dieron seis meses?

Ahora asintió con la cabeza.

—Eh… bien… Tal vez debería estudiar un poco más mi testimonio.

—Simple —me recordó—. Tienes que ser simple con estos infelices.

Oraciones cortas. Ideas concretas. Si te pones complicado, se pierden.

—Tengo que dar una buena impresión —dije—. Tengo que hacerlo.

—Muy cierto —convino Charles—. Tal vez me den libertad bajo fianza.

Arne levantó la mirada de su libro.

—Puede ser, —comentó en voz baja.

Popeye asomó la cabeza a la celda.

—Deja de pensar en la libertad bajo fianza. Confórmate con que te den cuatro o cinco años.

—¿Tú eres un tipo práctico, eh? —Me sentí fastidiado.

Me clavó la vista por un momento y luego rió.

—William, William. Tú no sabes. Y no te caigo bien, me doy cuenta. No importa. Pero también te digo que el año que viene, en esta época, seremos amigos. Deseo que puedas salir, pero creo que vas a comer mucha porquería aquí hasta que puedas volver a probar una hamburguesa.

Se produjo un silencio incómodo. Después Arne habló.

—Sí, no tiene sentido preocuparse hoy por lo que pueda suceder mañana.

Miré a Arne. Estaba sentado tranquilamente con sus manos largas y delgadas entrelazadas sobre sus piernas. De verdad no entendía su serena aceptación de su destino.

—Pero esta noche debes prepararte para enfrentarte al tribunal —agregó Arne.

Popeye recordó algo.

—Cierto. Para eso vine a verte. ¿Tienes un buen pantalón?

Le respondí que no.

—Ponte éste mañana. —Me entregó un pantalón verde oscuro.

Tendría que ajustármelo lo más alto posible, pero era mucho mejor que mis vaqueros.

—Gracias.

Popeye silbó.

—Es mi pantalón de la buena suerte. Los usé en mi juicio.

—Pero te dieron quince años.

—Sólo quince.

—¿Eso es tener suerte?

—¡Oh muchacho! —Popeye rió—. Mucha, mucha suerte. —Se marchó corriendo por el pasillo.

—No te enfades con él —me aconsejó Arne—. Está un poco neurótico. Siempre espera lo peor. Pero es un buen tipo. No quiere que te lleves una desilusión mañana.

Los otros contribuyeron a completar mi vestimenta. Charles me prestó una camisa y una corbata. Arne me dio una chaqueta. Johann me alcanzó un par de relucientes zapatos negros. Era un conjunto internacional.

A la mañana siguiente los soldados llevaron tres camiones cargados de presos al juzgado. Nos hicieron entrar en el mismo salón donde yo había realizado mi acto de malabarismo con las pelotitas. El aire estaba cargado con humo de tabaco de mala calidad. Fui al baño. La puerta crujió sobre goznes herrumbrosos cuando empujé para abrirla. Dentro el suelo estaba húmedo y barroso. En un rincón, vi una vieja manta tendida sobre el suelo. Había varios turcos bien vestidos acuclillados en círculo. Estaban jugando a los dados. El dinero corría libremente sobre la manta, entre gritos de entusiasmo y de ira, mientras en el aire se mezclaba el hedor de los baños con el humo del hashish.

—¡Joe! —gritó alguien. Reconocí al sonriente turco que me protegiera en la comisaría la noche de mi arresto. Otra vez me ofrecía hashish. Lo rechacé con toda cortesía. Deseaba tener la cabeza despejada en el tribunal. Se encogió de hombros, tomó un generoso trago de una botella de vodka y siguió su juego.

La influencia de ese hombre me sorprendía mucho. No podía entender cómo se le permitía todo eso.

Afuera, en la sala de espera, alguien gritó mi nombre. Dos soldados me esposaron y me condujeron por un laberinto de pasajes subterráneos y por varios tramos de escaleras angostas y oscuras.

Cuando llegamos a un nivel superior, me quitaron las esposas y me dejaron solo en un cuarto muy reducido, no mayor que un armario. No había ventanas. Estaba vacío, salvo la cañería de la calefacción. Las paredes estaban cubiertas con más inscripciones que un metro de Nueva York. Encontré un lugarcito en blanco, saqué una lapicera y escribí: William Hayes, Nueva York, 10/11/70. Luego me llevaron a la sala del tribunal y me ubicaron en el banquillo de los acusados. Mis ojos se clavaron de inmediato en una hermosa muchacha que estaba sentada entre los espectadores. Hacía mucho tiempo que no veía una mujer; ésta tenía un bolígrafo amarillo sobre la falda y me encantaron sus piernas.

Beyaz y Siya se sentaron en una mesa, frente a mí. Yesil parloteaba con ellos. Miré hacia el lugar donde Charles me había dicho que se sentaba el fiscal. Me preocupaba. No quería un F. Lee Bailey turco que me aniquilara durante el interrogatorio. Captó mi mirada y frunció el entrecejo tras sus anteojos oscuros.

Entró el juez principal. Se situó con solemnidad detrás del alto escritorio en el estrado. Su toga negra y larga tenía un brillante cuello escarlata. Bajo su pelo corto y gris, su rostro arrugado parecía benévolo.

Un joven se sentó detrás de una antigua máquina de escribir en una pequeña mesa frente al estrado. A lo largo de veinte minutos varias personas se incorporaron, hablaron en turco y volvieron a sentarse. La máquina de escribir repiqueteaba tras el sonido de las palabras. Tanto Beyaz como Siya hablaron brevemente. El cónsul norteamericano dijo algo. Los tres jueces deliberaron. Por último Yesil me hizo señas de que me pusiera de pie. —El juez desea que le explique su historia— me indicó.

—Soy estudiante de la Universidad de Marquette —comencé, mientras Yesil traducía—. Está en Milwaukee, una ciudad de los Estados Unidos de América. Estudio Inglés. Me falta poco para graduarme. Sólo debo completar mi tesis. Deseo ser escritor. He estado fumando hashish por varios años. Creo que estimula mi mente y mi capacidad creadora. Escribo mejor cuando fumo. Estuve viajando por Europa, de vacaciones. Quería llevarme un poco de hashish porque en los Estados Unidos es muy caro y no tengo mucho dinero. Quería suficiente hashish para que me durara hasta que completara mi tesis. Supe que era muy barato en Estambul, de modo que vine en tren. Deseaba comprar una pequeña cantidad… tal vez medio kilo. Hablé con unos muchachos turcos de pelo largo. Les dije que quería un poco. Me llevaron a una habitación y me mostraron muchísimo hashish. Nunca había visto tanta cantidad. Me dijeron que me darían dos kilos por 200 dólares. Ese precio es muy barato para un estadounidense. Pensé: me llevaré estos dos kilos y me durarán mucho tiempo.

El juez quedó en silencio por un momento. Las historias acerca del hashish habían flotado en ese tribunal por años. Nuestra conversación tenía a Yesil como intermediario.

—¿Se llevaba esa cantidad para uso personal? —preguntó el juez.

—Sí.

—¿No iba a vender una parte?

—¡Oh no! —mentí.

—¿Iba a darle algo a sus amigos?

Los abogados me habían preparado para esa pregunta.

—Creo que el hashish es muy fuerte, que puede ser peligroso para algunas personas. Creo que es bueno para mí porque estimula mi creatividad y me ayuda a escribir. Pero puede ser que para otros no sea tan bueno. De modo que no sé. Pienso que cada uno debe decidir por sí mismo si debe fumar o no. Me niego a ofrecerles a mis amigos. Tal vez para ellos no sea bueno.

—Dos kilos de hashish es mucho para fumarlo usted solo.

—Bueno, no quería dos kilos. Sólo buscaba medio kilo. Pero me ofrecieron toda esa cantidad y fui tonto. Decidí que me la llevaría, así tendría un montón cuando volviera a mi país.

—¿Pero no para venderlo?

—No. Para fumarlo yo.

—¿Usted fuma mucho?

—Sí. Hace años que fumo hashish.

El juez hizo una pausa para conferenciar con los jueces que estaban a cada lado de él y luego habló con Beyaz. De pronto le hizo otra pregunta a Yesil y la traducción me cogió desprevenido.

—¿Cuál es el tema de su tesis? —quiso saber el juez.

Nadie me había preparado para esa pregunta. En realidad, yo no estaba escribiendo una tesis. Se me ocurrió una respuesta.

—Los efectos de las drogas sobre la literatura y la música en la Norteamérica contemporánea, —logré articular.

Yesil me miró con incredulidad y luego tradujo lentamente. Hubo un momento de calma en la sala. El juez principal reprimió una sonrisa y luego sacudió la cabeza lentamente mientras miraba a sus colegas.

Estableció una fecha para el juicio, en diciembre.

No podía hacer otra cosa que esperar. Y mientras esperaba, caí lentamente en la gris y triste rutina de la prisión. Charles, Popeye, Arne y Johann habían pasado por el mismo proceso: la conmoción del arresto, la estúpida esperanza del milagro de una pronta salida, para luego zozobrar en la realidad de la cárcel. A su manera, uno de ellos me ayudó a adaptarme a la vida en el kogus.

Charles, que trabajaba mucho, casi con furia, mantenía un horario rígido y durante la noche, encerrado en su celda, elaboraba sus cuentos y poemas, trató de convencerme de la necesidad de ajustarse a un horario en la cárcel, de tener un plan para cada día; de esa manera —me decía— el tiempo tendría un significado positivo, en lugar de negativo.

—Puedes alinearte hasta tal punto aquí dentro que ni te darás cuenta —me advirtió Charles—. Puedes llegar a no saber dónde estás ni dónde están las demás cosas. Y no volverás a la realidad por días, semanas o meses.

—Alguna gente —me dijo en tono tranquilo— se extravía tanto que nunca encuentra el camino de regreso.

Pensé en Max, pero, ¿no estaría Charles describiéndose a sí mismo, sin saberlo?

—Esto puede convertirse en algo siniestro —agregó Charles.

Asentí con la cabeza.

Popeye era el eterno pesimista. Reiteradamente me aconsejaba esperar una larga estadía en Sagmalcilar. Yo estaba seguro de que se equivocaba, pero su actitud equilibraba mi optimismo. Trataba de enmascarar su triste visión de la vida con una fachada de indiferencia. Sus risas y sus silbidos a lo Harpo Marx perturbaban siempre la escasa paz que pudiera haber en el kogus. Tal como él lo había previsto, descubrí que me caía bien. Su charla constante ayudaba a pasar el tiempo.

Arne me enseñó la lección tal vez más importante de todas. Él era un recluso poco común. Había espías y soplones a nuestro alrededor, ansiosos de obtener ventajas sobre los demás mediante el conocimiento de cosas que pudieran ser utilizadas como arma. Por ese motivo, los prisioneros desconfiaban unos de otros. La confianza no se brindaba con facilidad. El resultado era que cuando el propio cuerpo estaba encerrado, uno también encarcelaba los sentimientos. Arne entendía la necesidad de proteger sus sentimientos, pero también comprendía que era preciso expresarlos. Durante largas charlas en su celda, al anochecer, me aconsejó que no reprimiera mis emociones; si lo hacía, me advirtió, tendría grandes problemas en mi relación con la gente, dentro y fuera de la cárcel.

Johann era el único que no había hecho intento alguno de adaptación a la vida en la cárcel. Desde el principio sólo había pensado en fugarse.

Pero era un tipo impulsivo.

La planificación a largo plazo le resultaba difícil. Nunca podía llevar a término sus propósitos de fuga. Ahora su sentencia era tan breve que la huida ya no le convenía.

—Pero tú tienes que hacer algo, Willie —me urgía—. No confíes en las cortes. No confíes en los abogados turcos. Ni siquiera debes confiar en tus amigos. Sólo debes confiar en ti.

Teniendo en cuenta todos estos consejos, elaboré mi propio programa. La mañana se convirtió en un ritual y me acostumbré a despertarme a la cinco y media. Como durante casi dos años había practicado el yoga, ahora podía trabajar en firme. Me tendía sobre el vientre, con el dorso del cuerpo bien arqueado y los pies elevados en el aire, manteniéndome en esa posición varios minutos. Luego me aflojaba y respiraba profundamente. Después me sentaba en el suelo. Con lentitud levantaba una pierna hacia la cabeza. Con práctica pude llevar la pierna hasta detrás del cuello. La disciplina y las técnicas del yoga daban energía a mi cuerpo y a mi mente.

Tan pronto como abrían las celdas y la puerta del patio, corría hacia fuera, al aire frío. En general llegaba a tiempo para observar cómo se elevaba el sol sobre el horizonte artificial de la alta pared de piedra. Me sentaba contra el muro y meditaba o dibujaba. Estudiaba las formas de la sombra en el patio. Observaba el vuelo de las palomas en lo alto.

Según de donde soplara el viento, podía oler el mar. Si escuchaba con gran atención, me parecía oírlo. Después del desayuno escribía cartas, jugaba al ajedrez, o leía un libro. Por la tarde me unía a los que jugaban fútbol en el atestado patio. Por la noche conversaba con amigos o me quedaba sentado para pensar o soñar. Cuando cerraban mi celda, empezaba a tallar piezas de ajedrez en jabón, con una lima para uñas en lugar de cincel.

Pero si por un lado me estaba adaptando bien al lugar, también recordaba las palabras de Johann y mantenía abiertos ojos y oídos.

Una noche estábamos sentados Arne y yo en la celda de Charles, en la hilera superior del kogus. Arne rasgueaba su guitarra. Charles tocaba sus bongos. Nos abandonamos a nuestros pensamientos. Las luces vacilaron, luego disminuyeron su intensidad y por último se apagaron.

Arne encendió una vela y la colocó sobre la desvencijada mesa.

—Sucede con frecuencia —comentó—. Turk-mali.

—¿Qué significa eso? —pregunté.

—«Hecho en Turquía». Es nuestra pequeña broma. Nada parece funcionar bien aquí. La electricidad turca no es de mucha confianza.

Tendrás que comprarte velas la próxima vez que traigan.

—¿Venden velas aquí?

—Sí. En el carro que trae las provisiones. Creo que los turcos apagan las luces a propósito, para que la gente tenga que comprar velas.

—¿Cuánto tiempo dura el apagón? —pregunté con curiosidad. Tal vez un apagón brindaría una buena oportunidad para la fuga.

Charles debió sospechar la intención de mi pregunta. Contestó sin dejar de tocar el bongó.

—No lo suficiente.

—¿Para qué? —pregunté fingiendo inocencia.

—Para nada —replicó—. A veces veinte minutos. A veces veinte segundos. Nunca se sabe. Además, tenemos entendido que las patrullas de soldados alrededor de la pared se refuerzan de inmediato cuando no hay luz.

—De todos modos, la oscuridad es agradable como cambio.

—Quédate tranquilo y gózala.

—De acuerdo.

Por algún motivo la oscuridad hacía que los prisioneros bajaran el volumen de sus radios o transistores. Arne tocaba suavemente su guitarra. Una extraña calma descendió sobre el kogus. Me quedé sentado mirando las formas de la luz de la vela que oscilaban en la pared. Me sentía bien. Mi estómago estaba satisfecho. Era agradable estar en la semioscuridad con mis amigos. Me olvidé de las rejas, del tribunal y del gran signo de interrogación que pendía sobre mi cabeza. Compartir ese momento de paz era suficiente.

Diez minutos después, demasiado pronto, volvieron las luces, y con ellas retornó la música de fondo habitual en el kogus. Los radios se oían fuerte. Los reclusos discutían. Los chicos gritaban al otro lado del patio. Intentamos prolongar el momento grato, pero una vez que volvió la luz la magia desapareció. Estábamos de nuevo en la cárcel.

De repente hubo una conmoción en el kogus de los chicos. Fuimos al corredor. Desde las ventanas del piso superior miramos hacia la habitación inferior del pabellón de los muchachos. Era idéntico al nuestro, salvo que no había celdas individuales. Eran sólo dos salones rectangulares, uno sobre el otro, como una barraca del ejército.

Vimos que los niños corrían hacia abajo, urgidos por varios guardias que gritaban. Formaron una fila. Ninguno de ellos parecía querer estar al frente, cerca de la puerta.

Luego vi a Mamur, «la comadreja», que los miraba en un silencio glacial. Arief, el «rompehuesos», y Hamid, el «oso», lo escoltaban. Los gritos y el barullo del salón superior terminaban en la parte inferior de la escalera. Cada muchachito se quedaba mudo al ver a Mamur.

Había un niño muy pequeño, que cogía de la mano de Mamur.

—¿Quién es ese niño que está junto a Mamur? —pregunté.

—Es su hijo —replicó Arne—. Siempre anda por la cárcel.

El niño tendría unos cinco años. Parecía atemorizado por la conmoción que había causado la presencia de su padre. Mamur permaneció inmóvil hasta que los niños fueron sacados de sus escondrijos de arriba y puestos ante él. Los pequeños reclusos estaban silenciosos. Los guardias callaron. Mamur entregó su hijo a Hamid. La enorme garra de Hamid cubrió la manita. Mamur caminó lentamente frente a la fila de los niños. Los miró de arriba a abajo por un momento. Entonces pronunció una palabra que rompió el silencio.

—¡PIS! —gritó. Significa sucio u obsceno. Toda la fila se estremeció.

Mamur sacudió los brazos en el aire. Recorrió la fila en uno y otro sentido, gritándoles a los niños junto al rostro. Parecía estar interrogándolos, mientras los abofeteaba, los sacudía y les gritaba. Un niño que lloraba señaló a algunos otros. Mamur separó a cinco de ellos. Los arrastró de la fila por el pelo y los arrojó hacia los guardias; luego dio una orden. El resto de los chicos corrió al otro extremo del kogus.

Algunos guardias tiraron al suelo a sus víctimas. Otros cogieron un largo banco de madera con patas metálicas. Los chicos gritaban y se debatían. Los guardias consiguieron apoyar los listones del banco sobre las piernas levantadas de los chicos. Estos quedaron sujetos de espaldas sobre el suelo, con los pies en el aire. En cada extremo del banco, se sentó un guardia.

La mayoría de nosotros, los turistas, estábamos ante las ventanas, mirando. Las noticias circulan con rapidez en la cárcel.

Ziat, el preso que se encargaba de vender el té, dio la información.

—Violaron a uno de los chicos nuevos durante el apagón.

Mamur se quitó la chaqueta y se la entregó a un guardia. Se quitó sus gemelos, se arremangó la camisa y aflojó el nudo de la corbata.

Los chicos que se hallaban en el suelo volvieron a quedar silenciosos, excepto por unos gemidos. Mamur agarró una vara de falaka y golpeó un par de pies que se retorcieron de dolor.

Mis propios pies se estremecieron por el recuerdo.

Siguió azotando a los niños que gritaban y se debatían por liberarse. Los guardias sentados en el banco abrieron las piernas para mantener el equilibrio. Otros guardias se apoyaron en los extremos del banco. Los niños se retorcían y gemían bajo la furia de Mamur.

Este los golpeaba en los pies, las nalgas y las piernas. En ocasiones se detenía para gritarles algo a los otros muchachitos arrinconados contra la pared más alejada del salón.

Mamur aplicó su castigo con verdadero ensañamiento. Un niño consiguió escapar. La «comadreja» lo capturó de inmediato. El niño cayó al suelo y se encogió de temor. Mamur lo golpeó en las palmas de la mano y en las piernas.

Por fin terminó el castigo. Arrojó al suelo la vara de falaka y le hizo una señal con la cabeza a los guardias, quienes retiraron el banco. Los niños quedaron tendidos en el suelo, sollozando. Mamur se quedó quieto por un momento, con la respiración agitada. Miró con ferocidad a los niños. Se volvió, recibió la chaqueta que le tendía un guardia, la dobló sobre un brazo y se acercó a su hijo. El niño estaba medio oculto detrás de Hamid. El subdirector de la cárcel de Sagmalcilar agarró a su hijo de la mano y salió del kogus caminando lentamente.