V

Patrick encendió la mecha y sostuvo el petardo en la mano.

—¡Arrójalo! ¡Arrójalo! —grité.

Sonrió mientras retenía el petardo en la mano durante un tiempo que me pareció larguísimo. Con un movimiento lento lo levantó para arrojarlo al aire de la oscura noche del lago de Loch Ness. ¡Qué manera de pasar la víspera de Todos los Santos! Si eso no hacía salir a Nessie, nada lo conseguiría. Patrick tenía docenas de petardos listos para hacerlos estallar. Yo estaba sentado frente a él en el bote de remos, con las luces y la cámara de cine preparados. Con seguridad las fotos nos harían ricos y famosos.

Pero algo anduvo mal. El petardo ascendió en el aire oscuro y pareció quedarse flotando allí. La mecha despedía brillantes chispas rojas.

Pendía del espacio sobre nuestras cabezas.

—¡Oh, no! —Se hacía más y más grande. Caía directamente sobre mí. Seguía cayendo, cayendo, cayendo, pero nunca llegaba al bote.

Salté para apartarme de su trayectoria. Mis pies quedaron aprisionados bajo el borde del asiento, haciéndome resbalar hacia el fondo húmedo del bote. El pánico que me asaltó me hizo dejar caer por la borda la cámara alquilada. Se hundió sobre la superficie Loch Ness.

Sobre mí caía el petardo. Lenta, lentamente se acercaba, enorme ahora, apuntaba hacia mis pies atrapados. No podía respirar. No podía moverme. Sólo podía mirar horrorizado. El petardo inflamado explotó debajo de las plantas de mis pies.

… Desperté. Los pies me ardían. El dolor y los latidos eran tan increíbles que consiguieron sacarme del sueño. ¿O había sido esa pesadilla? En menos de tres semanas se suponía que debía encontrarme con mi amigo Patrick, en Escocia. Pensábamos satisfacer nuestras fantasías de muchachos buscando al monstruo de Loch Ness en víspera de Todos los Santos. Ahora me parecía poco probable.

Mi camisa estaba empapada de sudor a pesar del aire frío de la mañana. Estaba tendido en la cama, bañado en mi propio vómito.

Escuché el sonido de la cárcel que despertaba a mi alrededor. El agua gorgoteaba en las cañerías. Oía el sonido metálico de las llaves en las cerraduras. Tal como en el calabozo de la comisaría, las toses y los esputos eran el himno de la mañana. En el otro extremo del pabellón encendieron una radio. Se oyó fuerte una música rock.

—¡Apaguen eso! —gritó alguien. Otro gritó una réplica en alemán.

Más exclamaciones. Se oyó el ruido de forcejeos. Algo golpeó contra el suelo. La radio dejó de oírse.

Un hedor horrible venía desde la hilera de celdas de arriba. Olía a goma quemada. Me preguntaba qué podría ser.

El llamado de la naturaleza fue más intenso que el dolor de mis pies.

Me obligué a desplazarme hacia el borde de la cama. Casi caigo al suelo.

Aferrándome a la pared conseguí llegar al agujero del suelo que servía de letrina. Contuve la respiración. Junto a un grifo que goteaba había una lata herrumbrosa. La llené de agua fría y la vertí sobre la piedra. Fue inútil. Los vahos de amoníaco seguían llegando a mi nariz. Apoyé una mano en la pared, me eché hacia atrás todo lo que pude y vertí agua en el agujero.

Caminé rengueando hasta la cama y examiné mis pies. Se los veía de un rosado brillante. Su tamaño era el doble del normal. A pesar del dolor me esforcé en mover los dedos. Para mi sorpresa, ningún hueso parecía roto. El tobillo estaba dolorido. Había una gran mancha rojiza en el lugar donde el palo había golpeado. Mis nalgas latían igual que el pubis. Una vez, durante un partido de fútbol en el colegio, me habían pegado una patada en esa zona y pensé que no podría sentir otra vez un dolor más intenso. Me había equivocado. Ahora temía que algo hubiese estallado dentro de mí.

Arne y Popeye vinieron a mi celda con huevos duros y un pequeño vaso de té.

—¿Cómo te va, Willie? —preguntó Arne.

—Bueno, no estoy muerto. No del todo.

—En verdad, hicieron un buen trabajo contigo. ¿Crees que puedes comer algo?

—Trataré. ¿Siempre dan comida como ésta?

—Claro que no —replicó Popeye—. Nunca te dan esa comida. A veces viene alguien con un carro a vender. No con mucha frecuencia. Pero uno siempre se las ingenia. Si tienes dinero puedes conseguir estas cosas. Si tienes que vivir sólo con la comida que te dan, estás perdido.

Comí con apetito. Arne examinó mis pies. Con mucho cuidado los levantó entre sus manos. Suavemente investigó si había huesos rotos.

—Tienes que ponerlos en agua —ordenó.

—De ninguna manera. Me están matando.

—Tienes que hacerlo. Es necesario. Si no lo haces, se te hincharán más. No podrás caminar en varias semanas.

Popeye lanzó su silbido al estilo de Harpo Marx para agregar énfasis a las palabras de Arne.

Me ayudaron a llegar a la pileta. Levantaron mis pies para que recibieran una lenta corriente de agua fría. Di un respingo, pero después del momento inicial sentí un gran alivio.

—Ahora tienes que salir al patio y caminar.

—Miré a Arne asombrado.

—¿Estás loco?

—No. Es la única manera. Si te quedas en la cama se te hincharán mucho más y el problema durará semanas. Pero si caminas un poco, en los próximos días empezarán a mejorar.

Una vez más Popeye silbó para expresar que coincidía con Arne.

—Está bien. Está bien.

Descansé un momento. Luego, con los brazos apoyados en sus hombros salí rengueando de la celda, caminé por el corredor y llegué al patio.

Era un pequeño recinto de hormigón sin techo. Las paredes se elevaban cuatro metros y medio alrededor. El lugar estaba sucio con colillas de cigarrillos, cáscaras de naranja, periódicos arrugados, piedras, palos, vidrios rotos. Había hombres de aspecto sucio que caminaban de un lado para otro. Algunos se paseaban con nerviosidad. Otros daban vueltas en pequeños círculos contemplando el suelo. En el extremo más alejado dos hombres marchaban al unísono con paso de ganso.

Me sorprendieron mucho los niños. Eran pequeños muchachitos turcos de la calle que jugaban al fútbol. Corrían alrededor de los hombres que paseaban como si éstos fuesen meros obstáculos colocados para tornar más difícil el juego. Algunos de los hombres ignoraban a los niños; otros se impacientaban ante la mínima obstrucción de su camino.

La pelota rebotó en la cabeza de Popeye. Este se volvió y gritó algo en turco. Los muchachitos lo ignoraron.

—¿Quiénes son estos chicos? —le pregunté a Arne.

—Son de aquel kogus —me respondió mientras señalaba un largo pabellón cuyo frente daba al patio—. Compartimos el patio con ellos. Ese es el kogus de los chicos.

—¿Pero qué están haciendo aquí, en la cárcel?

—Bueno, los turcos imaginan que los chicos son relativamente inofensivos. No suelen apuñalar a los extranjeros… por lo menos no es muy frecuente. Y los extranjeros tienen un poco de dinero. Ayudamos a los muchachitos. Son excelentes mendigos. Es mejor así, para ellos y para nosotros.

—Sí… ¿pero cuáles son sus delitos?

—Los mismos que los de otros turcos —replicó Popeye—. Los pequeños son ladrones de caballos, carteristas, violadores, asesinos.

—¿Cómo? Pero si no son más que niños.

—Crecen pronto aquí —dijo Popeye—. Muy pronto.

Caminamos un rato y después Arne y Popeye me dejaron solo. Me senté en un ángulo del patio, contra la pared. Me mantuve alerta para evitar que los niños me pisaran los pies. Había algo que fascinaba y aterraba en esos niños. Jugaban al fútbol con habilidad y energía. Pero ponían cierta crueldad en el juego.

Charles salió al patio. Caminó hacia mí con sus viejos vaqueros y sus zapatillas hasta el tobillo. Era alto y de movimientos ágiles, como un jugador de baloncesto. Llevaba anteojos de marco grueso y tenía un bolígrafo en sus manos. Se arrodilló y examinó mis pies.

Getchnis olsun —dijo.

—¿Qué significa eso?

—Que pase pronto.

—Gracias. Espero que así sea.

—Lamento que te hayan golpeado de esa manera, Willie. Pero me alegra que le hayas hecho frente a Emin. Ningún norteamericano de los que pasaron por aquí ha sido un pusilánime. Me alegra que no hayas destruido esa imagen.

—Hubiese sido mejor destruir la imagen y no mis pies.

—No. Es mejor que les hayas enfrentado. Si los turcos piensan que pueden dominarte, nunca dejan de molestarte. Ahora la mayoría te dejará tranquilo. Saben que estás dispuesto a pelear. Debes estarlo aquí dentro.

Me gustó que tratara de mostrarse amistoso.

—Escucha, Charles. Lamento mucho todas esas tonterías sobre los cuentos que te dije anoche.

—Está bien, muchacho. No te preocupes por eso. Todos los que llegan aquí tienen algo que demostrar. Lleva un tiempo aprender, pero en cierto sentido eres afortunado. Aprendiste una lección importante anoche. Todos tienen que aprender de qué manera los turcos pueden joderlo a uno. En realidad, no te costó mucho.

—¿Que no me costó mucho?

—¿Te rompieron algún hueso?

—No.

—Pues no fue mucho, entonces. Hace un par de meses dejaron muy mal a un recluso, un austriaco. Le rompieron los huesos del pie. Se quejó al cónsul y se armó un problema grave. Así que ahora los turcos tienen más cuidado. Tratan de no dejar tan mal a los extranjeros.

Por ello supuse que había sido afortunado, pero ciertamente no lo sentía.

Charles anunció que tenía que escribir. Me quedé un rato donde estaba.

El suelo frío del patio atenuaba los dolores de mis pies. Permanecí sentado contra la pared en el aire fresco de octubre. De repente observé algo extraño en el patio. La mayor parte era de sólido hormigón. Pero en el medio había un pequeño rectángulo de tierra en cuyo centro se veía una especie de rejilla de desagüe. Me incorporé para poder verla mejor.

—No sirve —comentó una voz ronca. Me volví y reconocí a mi vecino de celda—. El agujero es suficiente para que uno se meta, pero debajo del suelo se angosta. No hay manera de pasar.

—Me llamó la atención.

—Escucha —su voz se tornó baja—. Lamento lo que ocurrió con las mantas. Este es tu primer día. Ya has visto lo que te sucedió en la primera noche. De manera que debes aprender en seguida todo lo posible acerca de este lugar. Es tu única probabilidad de sobrevivir. Tu única probabilidad de salir.

—No sé. Tengo la sensación de que conseguiré salir fácilmente de alguna manera, con libertad bajo fianza o como sea.

—Bueno, sí, pero si no lo consigues, será mejor que aprendas rápido.

Se llamaba Johann Seiber y era austriaco. Lo habían sentenciado a cuarenta meses de prisión por hacer contrabando de automóviles. Me explicó que en Turquía siempre descontaban un tercio de la sentencia por buena conducta. De manera que en realidad su sentencia era de veintiséis meses y dos tercios. Ya había cumplido veintiún meses y le faltaba menos de medio año. Me dijo que al principio había pensado constantemente en escapar, pero nunca lo había logrado. Ahora estaba decidido a cumplir con sus seis meses finales y salir en libertad legalmente. Quiso que fuera con él a la cocina, para mostrarme algo.

Gemí de dolor mientras él me ayudaba a caminar de regreso al kogus.

Me desplomé en un banco de la pequeña habitación que estaba al frente del pabellón, la misma donde me había lavado la noche anterior.

Había tres quemadores en una pequeña cocina de gas. Un recluso trabajaba con ellos. El agua hervía en varios recipientes. Johann se le acercó, sacó unas pocas monedas del bolsillo y volvió con dos pequeños vasos llenos de té turco, flojo y caliente.

—Es horrible —comenté—. Tiene un gusto espantoso.

Johann probó su té.

—No es malo. Tal vez un poco mejor que el habitual. Cada mes es uno distinto el que vende el té. Algunos lo hacen muy flojo, para ganar más dinero. Ya te acostumbrarás a beberlo.

No me convenció la idea de que tenía que acostumbrarme a que me quitase algo en ese lugar. Ahora sabía que no era mucho mejor que el calabozo de la comisaría. Era natural que Charles se hubiese molestado conmigo la noche anterior. ¿Cómo se podía soportar la mugre, el ruido, los olores, esa podrida y grasienta sopa que había visto preparar para el almuerzo?

Johann se puso de espaldas al vendedor de té y me hizo una seña casi imperceptible en dirección a la pared posterior. Seguí su mirada.

Había una puerta en la pared, tal vez de tres metros cuadrados.

—Montacargas —susurró Johann—. Nunca lo usan. Está descompuesto desde hace años. Desde una revolución que tuvieron. El pozo va del subsuelo a la segunda hilera de celdas.

—¿Qué hay en el subsuelo?

—Tú viste la sala anoche, ¿recuerdas?

—¡Oh, sí! ¿Cómo se podría salir de allí?

—No sé. Pero al menos estarías fuera del pabellón. Tal vez si sobornaras a un guardia o tuvieras un arma o algo así, podrías lograrlo.

—Debe ser arriesgado sobornar a un guardia.

—Sí… pero lo hace todo el mundo. Ya verás lo que puedes conseguir aquí con sólo un paquete de Marlboro. Esos podridos cigarrillos turcos son terribles.

Bebimos nuestro té y miramos hacia el montacargas.

—Si de verdad me decidiera a escapar, creo que iría a Bakirkoy —comentó Johann de repente.

—¿Qué es eso?

—Bakirkoy. Es el hospital de enfermos mentales. Los turcos se escapan de allí a cada rato. La vigilancia debe ser muy mala. Todos dicen que escapar de Bakirkoy es fácil. De no ser porque me faltan sólo seis meses, iría a Bakirkoy.

—¿Cómo se hace para que te manden allí?

—No sé. Sobornar al médico de la cárcel o algo así. Si tienes mucho cuidado y eres muy inteligente, puedes conseguir casi todo.

Nuestra charla se vio interrumpida por el ruido de un tumulto en el patio. Johann corrió hacia una de las ventanas del corredor. Con lentitud fui renqueando detrás de él, miré a través de la ventana cubierta de barrotes y me quedé helado. En el patio estaba el guardia fanfarrón que me había golpeado con el palo en los pies. Allí también estaba su amigo de cabello canoso y un tercer hombre, pequeño y apuesto, vestido con un elegante traje oscuro.

—¿Quién es el guardia corpulento? —pregunté.

Hamid. Le dicen «el oso». Es el guardia principal. El único que lleva un arma. Trata de no cruzarte en su camino.

—Demasiado tarde.

—Ah, sí.

—¿Quién es el otro guardia?

Arief. Lo llaman «el rompehuesos». Es el que sigue en jerarquía a Hamid. Cuídate de él también.

Los dos guardias estaban de pie, en actitud amenazadora, frente a un grupo de muchachitos. Pero era el hombre de traje oscuro el que hacía las preguntas. De pronto extendió las manos y le dio un bofetón en el rostro a un chico.

—¡Es el peor de todos! —susurró Johann.

—¿Quién?

—«La comadreja», Mamur. El subdirector. Es el jefe aquí porque el director nunca se molesta en venir. Si Mamur se interesa en tu caso, estás perdido.

Pasaron los días. A medida que mis pies sanaban mi cabeza empezó a bullir. Aún no había tenido noticias del cónsul norteamericano ni del abogado que había pedido. No poseía información alguna acerca de mi caso, ni del tiempo que estaría en la cárcel antes de ir a juicio. Por lo que sabía, iban a dejar que me pudriera allí dentro. Arne me comentó que el gobierno turco estaba considerando la posibilidad de dar amnistía a los presos. Pero no estaba seguro de que se fuera a incluir a los nuevos. Había tantas preguntas que yo deseaba formular. Charles me informó que la gente del consulado no venía con mucha frecuencia.

Como no tenía libros, ni papel para escribir, ni dinero, le pedí un poco de papel a Charles y traté de escribir cartas para mis amigos. Las cartas pasaban por la censura, que no era demasiado estricta, pero descubrí que me costaba mucho expresarme al saber que se revisaría lo que escribiera. Además, ¿qué podía contar? Estaba en la cárcel, pero ignoraba qué estaba ocurriendo conmigo. No podía decir si saldría la semana próxima o el próximo mes. Garabateé unas líneas a Patrick para informarle que no podría asistir a nuestra cita en Loch Ness, la víspera de Todos los Santos. Escribí otra carta a mamá y papá, otra a mi hermano Rob y una a mi hermana, que me costó mucho.

Todas las mañanas, al despertarme, un temor sofocante se apoderaba de mi garganta. Tenía el cuerpo dolorido a causa de la dureza de la cama. El hedor que se filtraba hacia abajo desde la segunda hilera de celdas era insoportable. El coro de las toses me recordaba que estaba viviendo en una jaula.

Lentamente mis pies y mis piernas recobrarán sus fuerzas. Todos los días, por la mañana, caminaba por mi celda hasta que Walter abría la puerta. Una vez fuera, esperaba con impaciencia a que el guardia adormilado llegase para abrir la puerta que daba al patio. Algunas veces era a las seis y media. Otras a las ocho. Pero en cuanto la puerta estaba abierta me apresuraba a salir al patio. Me llenaba los pulmones de aire fresco y limpio. Miraba el cielo abierto. No había paredes cuando miraba hacia arriba, sólo pájaros, nubes y un cielo azul de invierno.

Finalmente, después de más de una semana de incertidumbre, una mañana me llamó un guardia.

—Viliam. Viliam Hiyes. —Tenía un visitante.

Me sacaron del kogus y me llevaron por un corredor a una sala de visitas con mesas largas y varias sillas. Mis ojos se clavaron en el paisaje que se veía a través de los barrotes de las ventanas. Había campos ondulantes, árboles verdes y grandes distancias abiertas. Era un privilegio enorme mirar a lo lejos sin ver una pared.

Sentado a una mesa me esperaba un turco grueso y sonriente. Su escaso pelo negro, muy engrasado, estaba peinado hacia atrás en un inútil intento por cubrir una parte de su calvicie. Se incorporó con premura y se abalanzó para estrechar mi mano.

—William Hayes —dijo en un inglés perfecto, sin sombra de acento—. Soy Necdet Yesil.

Mi abogado por fin.

—Tome asiento. —Tomé asiento.

Me ofreció un cigarrillo norteamericano, que acepté nerviosamente. En la cárcel había adquirido el hábito de fumar cigarrillos ininterrumpidamente.

—El cónsul norteamericano me ha contratado. He venido a verlo de inmediato. ¿Cómo andan las cosas?

—¿Qué es lo que sucede? ¿Qué va a suceder?

—No se preocupe —me tranquilizó—. Si actuamos de inmediato, podemos obtener el tribunal adecuado, el juez adecuado, arreglar todo para que resulte bien. Creo que podemos obtener su libertad bajo fianza. En el peor de los casos, tal vez una condena de veinte meses de prisión. Pero creo que podremos obtener la libertad bajo fianza.

—No quiero una condena a veinte meses de cárcel. Quiero salir.

—Lo sé, lo sé. Creo que conseguiremos su libertad bajo fianza. —Yesil hizo una pausa para causar impresión—. ¿Puede reunir el dinero?

Claro que podía. ¿No? Se lo pediría a papá. ¿Me lo prestaría? Temblé ante el recuerdo de nuestra última discusión. Yo había deseado tanto mi independencia y tal vez mi padre ya me hubiera dejado para que me las arreglase por mí mismo.

—¿Cuánto va a costar?

—Tal vez veinticinco mil libras.

—¿Cuánto es en dólares?

—Dos mil, tal vez tres mil dólares.

De alguna manera conseguiría el dinero. Lo sabía. Le haría toda clase de promesas a mi padre con tal que me diera el dinero. Se lo devolvería después, por supuesto. Incluso aceptaría reanudar mis estudios o conseguirme un empleo. Haría cualquier cosa con tal de salir de ese embrollo.

—Eh… ¿Cuánto dinero tiene aquí? —me preguntó Yesil—. Debemos empezar ahora mismo.

—Tengo unos 300 dólares. Eran para mi pasaje, pero me han informado que han puesto ese dinero en el banco de la cárcel.

—Necesito 250 dólares —exigió con aspereza. Acercó un papel hacia mí.

Mi mente volaba ante la idea de salir bajo fianza. Firmé.

—¿Quién era tu visitante? —me preguntó Johann cuando volví al kogus.

—Mi abogado. Creo que puedo conseguir la libertad bajo fianza.

—Ajá. —Johann parecía impresionado—. ¿Quién es tu abogado?

—Se llama Yesil.

—Yesil… Yesil. Creo que fue el abogado de Max.

—¿Quién es Max?

—¿Notaste ese olor espantoso que viene de arriba? Ese es Max.

Johann me condujo, en la segunda hilera del kogus, a una celda que se hallaba sobre la mía. Estaba oscura, ya que sólo llegaba la luz de un rayo de sol que se filtraba por la ventana del corredor. La lamparita de la celda y la del corredor estaban rotas. Johann me presentó a Max van Pelt, un huesudo holandés. Me observó a través de gruesos anteojos montados de cualquier manera sobre su nariz. Lo había visto alguna vez por el kogus, pero nunca en el patio. Parecía preocupado, poco interesado en charlar. Johann nos presentó y le pidió a Max que me hablara de Yesil.

Max se acercó al armario. Retiró una cuchara, una botella que contenía un líquido oscuro, una vela y una jeringa hipodérmica.

Encendió la vela. Luego llenó la cuchara de líquido. Miré a Johann, quien me hizo señas de que debía esperar.

Max sostuvo la cuchara sobre la vela hasta que el líquido empezó a hervir. Reconocí el olor acre y denso que se filtraba a menudo en mi celda.

—¿Qué es eso? —pregunté.

«Gastro» —replicó Max—. Un remedio para el estómago que contiene codeína. Es lo mejor que tengo aquí. A veces consigo morfina, pero no muy a menudo.

Johann y yo observamos en silencio, mientras Max terminaba de hervir el medicamento. En la cuchara quedó un delgado residuo negro bajo el líquido. El olor me dio náuseas. Con cuidado, para no derramar una gota, Max aspiró el líquido con la aguja hipodérmica.

—Fui apresado con una chica norteamericana —Max habló en tono calmo—. Intentábamos cruzar la frontera de Edirna, hacia el oeste. Cerca de Grecia. Teníamos diez kilos de hash en el automóvil. Yesil fue nuestro abogado.

Max manipuló con un trozo de hilo, que ató alrededor de su brazo a modo de torniquete. Buscó un lugar sano entre las marcas sucias e infectadas de su piel y por último hundió la aguja en un antebrazo e inyectó el líquido negro en su cuerpo. Luego aflojó el torniquete. Me miró a los ojos.

—Vino el padre de la chica… de Norteamérica —susurró—. Le pagó a Yesil una suma grande. Yesil dijo que todo andaría bien.

Max hizo una pausa. Sus ojos adquirieron una expresión distante.

—¿Qué? —Parecía confundido.

—Yesil —lo ayudó Johann.

—Yesil —repitió Max—. Yesil dijo que todo andaría bien. Fuimos… al tribunal. Yesil… maldito… se puso de pie… dijo que la chica era inocente… que todo había sido idea mía. —La cabeza de Max empezó a oscilar hacia atrás y hacia adelante—. La chica salió en libertad.

—¿Qué paso contigo? —repetí.

—¿Qué?

—¿Cuál es tu sentencia?

Max fue bajando la cabeza lentamente hasta que la apoyó sobre las rodillas. Su voz sonaba apagada cuando habló.

—Treinta años —respondió.