Todo era piedra fría y acero gris. Frente a mí se extendía un corto tramo de corredor. A la izquierda había una serie de ventanas con barrotes que limitaban con la oscuridad. A la derecha había una hilera de diez o doce celdas pequeñas. Unos escalones de cemento llevaban a lo que parecía otra hilera de celdas en la parte superior.
Reinaba una gran tranquilidad. Por el momento, el corredor estaba desierto. De alguna parte llegaba música, pero muy tenue. Las voces resonaban con suavidad en el cemento.
Alguien salió de una celda que estaba en la mitad del corredor y se quedó de pie mirándome. Una cabeza se asomó en otra celda, me echó una mirada y volvió a desaparecer. El sonido de la puerta debió alertar a los reclusos. Aparecieron otros que me observaron con gran curiosidad.
Caminé un poco y me detuve ante la puerta de la primera celda. Era un lugar reducido, una caja de hormigón de un metro ochenta por dos metros cuarenta. El lado que daba al corredor estaba abierto, salvo por un conjunto de barrotes grises que se extendían del cielo raso al suelo. La puerta era una sección de barras que se deslizaba hacia uno y otro lado sobre un riel. Dentro vi a tres presos que estaban sentados juntos, tomando algo que parecía sopa.
—¡Eh, hombre, mira esto! —gritó un recluso de aspecto rudo, sentado en el extremo de la cama. Sus brazos fuertes y velludos estaban cubiertos de tatuajes—. ¿Cómo estás muchacho? —Se incorporó y fue a abrir la puerta—. ¿De dónde eres? ¿Por qué te metieron aquí? ¿Cómo te llamas?
Hablaba en inglés con fluidez, pero con un acento que me resultaba difícil de ubicar. Sus ojos oscuros brillaban. Me sonrió y siguió hablando.
—Eh, muchachos, miren esto, un nuevo macum. ¿Cómo te llamas, muchacho? —Volvió a preguntar mientras me estrechaba la mano.
—William… —empecé, pero me interrumpió.
—William. ¡Loco! Mi nombre es Popeye y éstos son Charles y Arne. —Indicó a los otros dos, el uno negro y el otro blanco, que tomaban sopa en silencio—. ¿Por qué no te sientas aquí, William? —me invitó Popeye mientras buscaba algo debajo de la cama.
Me adelanté para sentarme en el extremo de la cama, pero Popeye me agarró del brazo. Arne pareció alarmado.
—¡No! Aquí muchacho —me indicó Popeye mientras se apresuraba a colocar una gran lata sobre el suelo. La cama parecía más cómoda, pero entendí lo que él quería significar. Me senté sobre la lata.
Popeye, de un salto se sentó sobre la cama.
—¿De dónde eres, William?
—Nueva York. —Miré a mi alrededor, sorprendido. La celda era casi hermosa. En la pared, sobre un escritorio, había una delicada tela japonesa con un paisaje montañoso. Por todas partes se veían tallas en jabón e intrincadas figuras de papel que representaban pájaros y animales. Una sábana había sido cuidadosamente pintada con los signos del Zodíaco. Cubría la pared detrás de la cama. Después de los acontecimientos de los últimos días, la celda me pareció cálida y confortable.
—Eh, Charles, tenemos otro norteamericano —gritó Popeye.
—Charles es de Chicago; es el héroe de la Ciudad Ventosa. ¡Oh, sí! Ahora tenemos al norteamericano negro y al norteamericano blanco. Todo lo que nos falta es la… —Y Popeye empezó a cantar una canción rock—, mujer norteamericana… da da da da…
Tuve que sonreír a Popeye.
Luego miré a Charles.
—Hola, ¿cómo te va?
—Bien —replicó. Estrechó con renuencia la mano que le tendía y en seguida me soltó.
—Hola Willie —me saludó Arne con una voz suave y baja—. Bienvenido a mi celda. —Parecía escandinavo: alto, delgado y pálido, con penetrantes ojos celestes muy serenos.
Me sentía sorprendido de encontrarme entre tres muchachos de mi edad que hablaban inglés. Además, uno de ellos era norteamericano.
—Este lugar es bastante bonito —comenté.
Charles frunció el ceño y sacudió la cabeza.
Popeye empezó a reír.
—Uuuh, el nuevo tipo norteamericano. Eres exagerado, William. «Este es un bonito lugar», dice. ¡Huu! —se rió y siguió tomando su sopa.
Arne se limitó a sonreír con cortesía. Me dio una taza de sopa con lentejas y se quedó mirando cómo la devoraba.
—¿William? —una voz tranquila interrumpió mi comida.
Levanté la mirada y vi dos hombres de pie, en la puerta de la celda de Arne. Uno de ellos era un hombre robusto, de edad mediana y delgadas franjas de pelo negro cruzaban su cabeza redonda y calva. Me observó con sus sombríos ojos castaño oscuro y se dirigió a mí en inglés.
—Este es Emin —me dijo mientras señalaba al hombre menor—. Mi nombre es Walter. Emin es nuestro memisir. Es el recluso a cargo del pabellón de celdas de extranjeros, el kogus. Venga. Emin lo acompañará a su celda.
—Puedes terminar tu comida más tarde —me tranquilizó Arne.
En actitud obediente, seguí a Walter y a Emin. Me llevaron a una celda vacía, cercana al extremo del corredor. Emin murmuró unas pocas palabras en turco, babeando un poco mientras hablaba. Señaló el interior. Asentí con la cabeza. Emin pareció satisfecho y se marchó.
La celda era idéntica a la de Arne, sólo que estaba vacía. Hacía frío. El polvo lo cubría todo. Un camastro angosto de metal gris estaba sujeto al suelo. Tenía un colchón apelmazado que parecía estar allí desde hacía mucho tiempo. El relleno se salía por un extremo y en el centro se veían manchas oscuras. Había un banco de madera y una mesa destartalada que se plegaba contra la pared. En la parte posterior de la celda había un tabique que llegaba a la altura de la cintura, detrás del cual se hallaba un agujero practicado en el suelo y que servía de letrina y hedía a orina. Un armario metálico llenaba el espacio entre las barras y el extremo de la cama.
No era la clase de lugar en el que me interesaría pasar mucho tiempo.
Pero con seguridad no tendría que estar ahí demasiado. ¿Veinte años?
Eso no era más que una táctica para atemorizarme. Nadie iba a sentenciarme a veinte años de prisión por dos kilos de hashish. Yo no tendría necesidad de decorar mi celda, como Arne. Era obvio que él había estado allí mucho tiempo. ¿Por qué?, me pregunté.
Volví por el corredor para terminar mi sopa. Popeye había vuelto.
—¿Quiénes son esos tipos? —pregunté.
—Hijos de puta —replicó Popeye—. Emin es turco. Ha estado dentro desde hace mucho, de modo que lo han puesto a cargo del kogus. Walter no es más que un pequeño besaculos que habla unos seis idiomas diferentes. Y todos a traición.
—Ah, ¿sí?
—Ah, ¿sí? —imitó Popeye—. ¿Te piensas que estás en la universidad William? Esta es la cárcel, muchacho. La cárcel. ¿Viste ya tu celda?
—Sí.
—¿Qué te pareció tu nuevo hogar?
—Está bien —comenté sin mucho entusiasmo.
—Bueno, es que éste es un lugar realmente magnífico —comentó Charles.
Cambié de tema.
—¿Por qué estás aquí? —le pregunté a Arne.
—Hash.
—¿Cuánto te dieron?
—Doce años y medio.
—Caramba. ¿Cuánto hashish tenías?
—Cien gramos.
—¡Cómo! ¡Doce años y medio por cien gramos! ¡Imposible!
Eso era sólo la décima parte de un kilo. Yo tenía veinte veces más en el momento en que me apresaron.
—¿Por qué te metieron a ti, William? —me preguntó Popeye.
Había tensión en su voz.
—Hash —repliqué.
—¿Cuánto?
—Dos kilos.
—¿Dónde?
—En el aeropuerto. Intentaba subir al avión.
—¡Hum! Va a ser difícil. ¿Pasaste por la aduana?
—Sí, pasé. Me apresaron al ir a subir al avión.
Popeye silbó como Harpo Marx y sacudió las dos manos en el aire.
—Pesado, pesado. Podrían ser diez o quince. Incluso hasta veinte.
—Veinte… ¿qué?
—Años, muchacho, años. Te aseguro que por lo menos serán diez.
No podía creerlo. Debían estar bromeando.
Arne se puso de pie. Se lo veía sociable e indemne ante la depravación que nos rodeaba. Pasó junto a mí y agarró algo que estaba sobre el armario.
—No lo escuches, Willie. Está tratando de asustarte. Nunca se sabe cuál va a ser la sentencia aquí en Turquía. Cualquier cosa es posible.
De la parte superior del armario cogió un pequeño bol de madera que contenía manzanas. Me ofreció una y pasó el bol a los otros. Yo confiaba en él. Resultaba tranquilizador… De inmediato me sentí unido a él.
—Eh, no juegues con él, Arne —protestó Popeye—. Será mejor que espere lo peor desde ahora, así estará preparado. Insisto en que al muchacho le esperan por lo menos diez o quince años.
—¿Hablas en serio? —pregunté—. ¿Doce y medio o veinte años por hash? Estáis locos.
Se produjo un silencio embarazoso.
Charles, que había estado comiendo sin hablar, levantó la mirada.
—Todo el mundo está loco aquí dentro —dijo.
Todos nos dedicamos a nuestra comida. Apenas probé la mía. Traté de aclarar mis pensamientos. Popeye tenía que estar loco; ningún país del mundo, por malo que fuese, podía dar una sentencia de veinte años por dos kilos.
A mí no me podía pasar eso; además, yo era un norteamericano y todos sabían que los norteamericanos reciben un trato especial.
—¿Cuánto te dieron a ti? —le pregunté a Charles.
Frunció el entrecejo.
—Cinco. Todavía me faltan diez malditos meses.
Cinco años. A un norteamericano. Bueno, eso sin duda era mejor que la predicción de Popeye. Ahora me di cuenta que el acento de Popeye era israelí. Seguro. Tenía que sentirse pesimista en un país musulmán, pero yo era norteamericano; además, siempre había tenido suerte y me las ingeniaría para salir pronto.
Arne pareció leer mis pensamientos.
—Podrías salir en libertad bajo fianza —dijo en tono calmado.
Popeye frunció el entrecejo y exclamó:
—¡Tonterías!
—¿Bajo fianza?
El rostro de Arne se puso grave, como si pensara profundamente.
Luego me miró y agregó:
—Los turcos saben que si te dejan en libertad bajo fianza te escaparás del país para no volver más. Así, se quedan con el dinero. Si te dan libertad bajo fianza, significa que esperan que te vayas.
Eso parecía interesante.
—Pero, ¿cómo haría para salir del país?
—Fácilmente —replicó Arne—. Cualquier abogado turco medianamente deshonesto puede conseguirte un pasaporte falso. Ninguno de ellos es honesto. De lo contrario podrías intentar el cruce de la frontera con Grecia. Grecia es el país ideal. Odian tanto a los turcos que de ninguna manera te devolverían. Si los turcos te dan libertad bajo fianza, saben que te escaparás. Y si consigues llegar a Grecia, eres libre.
—Eso me parece magnífico. ¿Crees que tengo probabilidades de obtener la libertad bajo fianza?
—En fin, todo depende —dijo Arne—. Sí, tienes probabilidades si cuentas con cierta cantidad de dinero y un buen abogado.
—¡Lo conseguiré! —exclamé—. ¡Tengo que conseguirlo!
—¡Mierda! —exclamó Popeye. Su modo jovial había desaparecido—. ¿Por qué no te das un baño y te callas la boca? Te sacas esos podridos piojos de encima.
—No tengo ningún piojo, Popeye —afirmé, sorprendido de su acusación.
—¿Dónde estuviste anoche? —me preguntó.
—En el calabozo de la comisaría.
—Entonces tienes piojos, muchacho. ¿Por qué crees que no te dejamos sentarte en la cama? Date un baño y luego hierve tus ropas.
Arne asintió con la cabeza para expresar que estaba de acuerdo.
En realidad, un baño me sonaba a cosa terrible, pero no quería que Popeye siguiera importunándome.
—Una ducha me parece mejor —comenté.
Charles dejó escapar un silbido y se levantó de su asiento.
—Ya me harté de tanta estupidez —gruñó y salió de la celda.
Arne me llevó aparte.
—No hay duchas aquí —me informó—. Tendrás que bañarte con el agua del lavaplatos de la cocina.
Me llevó a la celda que estaba junto a la suya y me prestó una toalla, una jarra plástica y un pedacito de jabón. Me explicó que muy pronto abrirían el agua caliente durante media hora. Me llevó a la zona de la cocina, más allá de las escaleras y me enseñó cómo debía bloquear el grifo con un trapo. Para bañarme me debería enjabonar todo el cuerpo y luego verter agua caliente con la jarra. Decidí lavar primero el lavaplatos. Estaba mugriento.
—No dejes que Popeye y Charles te molesten —me aconsejó Arne con su voz suave—. Los dos han estado aquí mucho tiempo. La gente nueva… no entiende lo que ocurre. Cada tipo nuevo que llega pone nervioso a los demás.
—¿Por qué le llaman «Popeye»?
—Es marinero. Lo apresaron cuando intentaba pasar de contrabando cuarenta kilos en su barco.
—¿Cuánto tiempo le dieron?
—Quince años.
—Con razón está así.
Arne quedó en silencio por un momento.
—Sí —agregó finalmente—. Pero de verdad es un buen tipo.
El agua caliente sonó en herrumbrosas cañerías. Arne sonrió y me dejó solo para que me bañara. Mientras iba llegando el agua caliente, me quité mis arrugadas ropas. Tenían mal olor. Luego desnudo, me enjaboné la cara y la cabeza. Resultaba extraño no tener pelo. La pelusa pegajosa del cuero cabelludo me recordó el corte de marinero que usaba en la época en que practicaba boxeo. Con la vieja jarra de Arne saqué agua y la vertí sobre mi cabeza. Me dio placer sentirla correr sobre mis hombros. Me enjaboné el resto del cuerpo con lentitud.
Luego, recordando lo que Popeye había dicho, revisé mi pubis en busca de piojos.
De pronto me di cuenta de que no estaba solo. Me di vuelta y vi un hombre que parecía árabe parado frente a la puerta. Observó mi cuerpo desnudo con una sonrisa en el rostro. Barbotó excitadamente algo en turco. Me encogí de hombros para indicar que no entendía.
El árabe desapareció pero volvió enseguida con Arne. Los miré confundido, mientras la espuma de mi cuerpo se escurría hacia el suelo.
—No te puedes bañar así —me advirtió Arne—. No te puedes bañar desnudo.
—¿Qué? ¿Y cómo debo bañarme?
—Debes dejarte puesta la ropa interior. Nunca debes estar desnudo en el kogus.
—¿Qué estás diciendo? ¿Cómo voy a lavarme con la ropa puesta?
Arne insistió.
—No puedes, muchacho. Los turcos son muy estrictos con todo lo que puede parecer sexo entre los prisioneros.
—¿Qué sexo? Me estoy dando un baño. Váyanse y déjenme terminar.
Arne se encogió de hombros.
—Está bien. Pero será mejor que te apures. Pronto será la hora de Sayim.
No me importó saber qué era Sayim. El agua me daba mucho placer.
Arne me dejó solo. Mientras vertía sobre mi cuerpo otra jarra de agua caliente, recordé la tarde. Qué suerte había tenido al poder eludir los golpes.
Se oyó un ruido de llaves. Se abrió la puerta que daba al conjunto de celdas.
Una voz turca gritó «Sayim. Sayim». Alcancé a ver parte del brazo del guardia cuando se hallaba junto a la puerta abierta.
Arne llegó corriendo.
—Te dije que te apuraras muchacho. Van a hacer Sayim.
No tenía idea de qué era Sayim, pero me estaba fastidiando con tantas órdenes. Seguí enjabonándome las piernas.
—¿Estás loco? —me preguntó en un susurro violento—. Si te encuentran desnudo te van a golpear.
Esta vez sus palabras penetraron en mi mente, recordé al pobre prisionero tendido en el suelo sobre su propia sangre, mientras los guardias lo pateaban y lo golpeaban con sus porras. Rápidamente me envolví la toalla alrededor de la cintura. Salí corriendo de la cocina y mis pies mojados resbalaban sobre las baldosas.
Me crucé con Emin quien ahora iba vestido con traje y corbata. Me gruñó algo pero seguí corriendo.
Charles y Popeye estaban hacia el final de la fila. Los dos me echaron una mirada reprobatoria. Popeye me agarró del brazo y me empujó para ocultarme detrás de Charles y de sí mismo. Charles se quitó su suéter blanco y me lo pasó. Me lo puse por la cabeza. Los dos eran altos y con sus cuerpos impedían que se viera la parte de mi cuerpo envuelto en una toalla.
Todos los reclusos estaban de pie, firmes, mientras un guardia caminaba a lo largo de la fila y contaba. Le gritó algo a otro guardia que revisó unos papeles. Aparentemente, la cuenta era correcta.
—¡Alá kutarsink! —gritó el guardia.
—¡Sowul! —replicaron los prisioneros.
—¡Mierda! —susurró Popeye con fastidio.
Más tarde Arne sacó su guitarra. Alguien trajo una flauta y Charles sus bongos. Me senté contento a escuchar su música. Arne me explicó que a los turcos les encanta la música, por eso permiten a los presos que tengan instrumentos musicales.
Sentí una extraña felicidad. El kogus de los extranjeros parecía relativamente civilizado y sin duda era un lugar mucho mejor, para pasar unos pocos días o tal vez unas semanas, que la comisaría de Sintreci.
Mi imaginación se echó a volar con la música y pensé en la posibilidad de salir en libertad bajo fianza. Tal vez pudiese estar de regreso en mi hogar dentro de unas pocas semanas.
La música se interrumpió un rato y Charles empezó a escribir en un papel. Le pregunté qué escribía.
—Un poema —me contestó rápidamente.
—¿Escribes mucho?
—Sí, Tengo que hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque si tienes que estar aquí, es necesario que hagas algo.
—Sí, claro. Yo soy escritor, también. Me dediqué al periodismo en Marquette.
Charles me dirigió una mirada de conocedor.
—Ajá. ¿Nunca te publicaron nada?
—… No. Pero envié una historia a una revista y me contestaron diciéndome que de verdad les gustaba y…
—¡Mierda! —exclamó Charles. Recogió sus papeles, sus bongos y se marchó.
A las 9 de la noche se acercó Emin, seguido por Walter.
—Saat dokus —gritó el hombre más joven por el corredor—. Son las nueve —me dijo.
—La hora de encerrarnos, Willie. Buenas noches.
—Buenas noches, Arne. Gracias.
Me sonrió.
Fui caminando hacia mi celda. Detrás de mi, Emin y el hombre más joven encerraban a cada hombre en la suya. Me estremecí con el aire de la noche. La ventana con barrotes que había enfrente tenía un cristal roto. Afuera había tormenta y por el agujero se colaba el aire frío hasta mi celda.
Cuando Emin se acercó le pedí a Walter sábanas y mantas. Este tradujo mi pedido, pero Emin se limitó a encogerse de hombros.
—Tengo frío. Necesito sábanas y mantas.
—Mañana —tradujo Walter—. Dice que se las dará mañana.
La puerta de barrotes se cerró frente a mi rostro. Emin buscó en su enorme llavero. Parecía no poder encontrar la llave que correspondía a mi celda. Observé que el hombre simulaba cerrarla.
Caminé por el minúsculo recinto, abrazándome para entrar en calor. Escuché que Emin cerraba las celdas del otro lado del pabellón, y subía para hacer lo mismo con las del piso superior. Yo sentía mucho frío. No podía pasar así toda una noche. Silenciosamente abrí mi puerta.
¿Dónde podría encontrar una manta?
—Pssss. —Una mano me hacía señas desde los barrotes de la celda próxima a la mía. Me acerqué y vi un hombre alto y corpulento, tal vez alemán o australiano, de cabellos rubios; estaba sin camisa y se advertían los grandes músculos de sus hombros y brazos. Me tendió una vara larga, que yo tomé. En un extremo tenía un clavo doblado que formaba un gancho.
—Por ahí —murmuró. Señaló en dirección de la puerta de entrada—. Dos o tres celdas hacia el lado.
Caminé por el corredor con curiosidad. A través de las puertas de las celdas me observaban hombres sorprendidos pero tranquilos. Llegué a la puerta de una celda cerrada con llave sobre cuyo camastro había sábanas, mantas y almohadas apiladas. Metí la vara a través de las barras y con gran esfuerzo conseguí enganchar una sábana y dos mantas. Las saqué al corredor. Caminé con cuidado de regreso a mi celda y le di la vara a su dueño. Luego le ofrecí una de las mantas.
—Gracias —murmuró.
Noté que en su celda la luz estaba apagada. En la mía había una lamparita encendida que pendía del centro del cielo raso.
—La luz. ¿Cómo la apago?
—Se supone que no hay que hacerlo —replicó—. Pero no dicen nada. Súbete a la cama y estírate. Puedes desenroscarla.
Me metí en mi celda. Sentí que el cansancio me iba invadiendo. Había pasado ya más de cuarenta horas casi sin dormir. Ahora, con el estómago bastante lleno, el cuerpo limpio, un cuarto privado y una manta delgada pero suficiente, me sentí muy cansado. Tendí la sábana y la manta en la cama. Luego desenrosqué la lamparita y me acosté.
Debí quedarme dormido de inmediato y no sé cuánto tiempo pasó pero de repente dos manos rudas me sacudieron para despertarme.
Emin me clavaba la mirada, furioso, y gritando algo en turco. Me levanté de un salto, aún confundido. Airado, Emin agarró la manta de mi cama y la tiró al suelo. Luego sacó la sábana. Todavía medio dormido, agarré un extremo de la sábana. Él tironeó pero yo la sujetaba con firmeza. Dio un grito y tiró con más fuerza. Enloquecido de ira, arrojé la sábana contra su rostro y Emin se tambaleó hacia atrás.
Con furia, corrió hacia mí y me gritó fuerte junto a la cara. Para dar más énfasis a sus palabras, con un dedo me golpeaba el pecho.
Reaccioné sin pensar. Antes de darme cuenta de lo que había hecho, Emin estaba tendido en el suelo. De su nariz brotaba bastante sangre.
Por un momento me miró aterrorizado. Luego se incorporó de un salto y corrió por el corredor. Gritaba como si lo estuviesen matando.
¿Qué había hecho ahora? Sin duda, me había buscado más problemas.
Fui hasta la puerta y miré. Emin estaba en el extremo del corredor, golpeando la puerta de barrotes.
—Es loco. —El que hablaba era el recluso de la celda próxima a la mía—. Está aquí desde hace nueve años. Asesinó a su esposa con una navaja.
¡Dios mío! Un asesino. Eché una mirada a la celda para tratar de hallar algo con lo que pudiera defenderme. Antes de que tuviera tiempo de ordenar mis pensamientos, oí un gran tumulto. Se escuchó un rechinar de llaves. Rápidamente me puse mis pantalones y zapatos.
No sabía qué podía ocurrir, pero había que estar preparado.
Los guardias entraron en la celda mientras me gritaban. Me arrastraron por el corredor. Emin parloteaba enfurecido. Traté de explicar las cosas pero fue inútil. Los guardias no me entendían. La sangre en el rostro de Emin era prueba suficiente de que lo había golpeado.
Me sacaron del pabellón y me arrastraron por la escalera hasta una sala del subsuelo. Los dos guardias principales, a quienes había conocido antes, estaban sentados en sillas metálicas plegadizas, fumando cigarrillos. Levantaron la vista cuando entramos. El que tenía cabello canoso se paró frente a mí. Entrelazó las manos a sus espaldas.
—Viliam Hiyes —dijo mientras me miraba a los ojos—. Viliam Hiyes.
Sin quitar sus ojos de mí, formuló rápidas preguntas a los guardias.
Con lentitud levantó el brazo derecho y me dio un golpe en el rostro con la mano abierta. Caí hacia atrás, en brazos de los guardias. Abrí la boca para protestar.
¡Otro golpe! Una ola de dolor recorrió mi pierna izquierda. Mientras caía al suelo sentí un enorme dolor y me oí gritar. Giré la cabeza para ver al enorme guardia, semejante a un oso gris parado junto a mí. Me miraba con ojos negros y fríos. En la mano tenía un grueso palo de más de un metro de largo y de seis o siete centímetros de ancho, que parecía un listón.
Traté de escaparme. El «oso» volvió a blandir el palo y me alcanzó sobre las nalgas. El golpe me hizo caer de nuevo al suelo. El dolor era terrible. Otro golpe cayó sobre mi pierna y me hizo estremecer. Traté de parar el próximo y el palo dio contra mi pulgar. La mano quedó insensible.
Los otros guardias se abalanzaron sobre mí. Me quitaron los zapatos, luego los pantalones. Yo regaba patadas y gritaba, pero me sostenían con fuerza. Tomaron una cuerda gruesa y la anudaron alrededor de mis tobillos. Dos guardias sostenían cada extremo de la cuerda, separaron los extremos y levantaron mis pies en el aire. Me encontré acostado sobre el frío suelo de baldosas y aterrado, miré los oscuros ojos del corpulento guardia que sostenía el palo.
Se tomó su tiempo. Con lentitud movió el palo hacia atrás, apuntó y golpeó con toda su fuerza contra las plantas de mis pies descalzos.
Primero fue como si me hubieran dormido. Luego el dolor se extendió en una agónica oleada por las piernas y la espina dorsal. Grité de dolor.
El guardia volvió a apuntar con su palo. Traté de retirar los pies. El golpe me alcanzó en el tobillo. Vi luces enceguecedoras frente a los ojos.
Estuve a punto de desvanecerme. Intenté desmayarme pero no pude.
Lenta, lentamente, continuaron los golpes. Me retorcía sacudido por el dolor. Cada golpe parecía más fuerte. Lloré, grité y los insulté, pero no conseguí detenerlos. Sólo veía sus rostros agolpados a mi alrededor.
Los golpes continuaron… diez, doce, tal vez quince en total. No pude contarlos. Giré y me aferré al tobillo de uno de los guardias. El hombre corpulento golpeó con el palo entre mis piernas. Me doblé en dos y vomité sobre mi propio cuerpo.
—Yetair —gruñó el guardia que me golpeaba.
Los otros soltaron la cuerda.
Mis pies, que ardían, golpearon contra el suelo en un estallido final de dolor.
Sin miramiento alguno desataron la cuerda. Casi no lo advertí, ni ya me importaba. El dolor me envolvía. Dos guardias me obligaron a incorporarme, pero me volví a caer al suelo. Otra vez me levantaron.
Mis pies ardían. Otra vez vomité. Los guardias me insultaron y soltaron mis brazos. Caí al suelo nuevamente. Me dejaron allí por un momento.
Después consiguieron arrastrarme de alguna manera escaleras arriba y me arrojaron en mi celda. Caí sobre la cama, donde aún estaban las preciosas mantas y la sábana.
Quedé tendido, jadeando, tratando de controlar mis músculos. El aguijón de los golpes se convirtió en un latido; el dolor en el pubis era penosísimo.
¡Oh, Dios! Permíteme salir de esta pesadilla.
El pabellón estaba en silencio, sólo se oían mis gemidos. Cada uno de los reclusos sabía lo que había ocurrido. Lo lamentaban por mí, pero estaban contentos de que no les hubiese pasado a ellos.
El ardor de mis pies no disminuía. No podía dormir y no podía soportar seguir despierto.
—Pssss, —llegó un chistido de la celda de al lado.
Una vez más:
—Pssss, William.
Levanté la cabeza para mirar. Mi vecino había pasado una mano entre los barrotes de su celda y la tendió hasta que quedó visible entre los barrotes de la mía. Arrojó un cigarrillo encendido que cayó sobre mi cama; lo tomé y aspiré una larga bocanada.
—Gracias —susurré.
Era hashish, la causa de todos mis problemas. Me sentí agradecido por sus efectos sedantes. Seguí fumando y lenta y gradualmente, sentí que mi cuerpo se distendía. El dolor se suavizó un poco.
Después de un rato caí en un piadoso sueño.