III

—Fuma. Fuma —era la invitación que me hacía.

Volví la cabeza hacia la puerta un poco atemorizado. Los hombres que estaban sentados alrededor de la manta se echaron a reír. Por un momento fijé la vista en el cigarrillo, sorprendido. Ese mismo día me habían arrestado por tener hashish, motivo por el cual me encerraron en un calabozo, donde lo primero que encontraba era más hashish.

Todo me parecía una paradoja; sin embargo ahí estaba el hashish en mi mano y no creí oportuno desairar a quien me lo ofrecía; por eso, mientras aquellos hombres me enseñaban a fumar, aspiré el humo del cigarrillo y reprimí el deseo de toser. Estaba acostumbrado a fumar trocitos de hashish en pipa, pero los turcos mezclaban la droga con un tabaco fuerte y liaban todo con un papel marrón. Aspiré cuidadosamente varias veces y luego entregué el cigarrillo al hombre que estaba a mi lado.

Todos conversaban animadamente en voz alta y mientras comían, con sus manos hacían gestos ampulosos en el aire y parecía no importarles el lugar donde se hallaban. Uno de ellos vociferó una orden a un hombre harapiento que estaba cerca y de inmediato éste le sirvió una taza de agua de una jarra plástica. Parecía un sirviente atento y deseoso de satisfacer a su amo.

Me quedé ahí sentado tratando de comprender lo que ocurría, preguntándome quiénes eran esos hombres, que comían y fumaban hashish en el calabozo. Sin entender cómo podían hacer todo lo que querían, ni por qué los otros presos los respetaban.

Desde la oscuridad unos ojos, penetrantes e interesados me observaban, no obstante los demás reclusos no se animaban a acercarse mientras yo gozara de la hospitalidad de mis anfitriones.

El turco bien vestido me señaló y sonrió, a la vez que enseñaba dos dedos.

—Dos kilos —dijo a sus amigos y, señalando su propio pecho levantó las dos manos, abriéndolas y cerrándolas por seis veces.

Él tenía sesenta kilos… Todos sus amigos rompieron a reír.

Comieron, fumaron, charlaron y rieron durante horas. Yo, aunque no me sentía con ánimo de fiesta, tampoco deseaba abandonar la seguridad de ese círculo cuyas risas eran contagiosas y, a pesar mío, me uní a ellos. El humo me hacía arder los ojos, pero al menos disimulaba el hedor que provenía del otro extremo del calabozo.

Terminada la comida los hombres se incorporaron eructando y pedorreando, como si eso fuera el summum del buen gusto. Mi anfitrión gruñó y el sirviente se apresuró a quitar los restos de la manta. En seguida se inició una pelea por los huesos de pollo y las cáscaras de naranja, pero a ninguno de los hombres del grupo pareció importarle.

En cambio, caminaron hacia el ángulo del calabozo donde había una plataforma de madera podrida contra la pared, sostenida por gruesos pilares de madera. Una escalera corta llevaba al camastro. Allí había hombres desparramados que dormían unos junto a otros para darse calor. Mis amigos treparon por la escalera y con indiferencia tiraron al suelo a los que dormían.

¡Alá!— gritaban los hombres al caer contra el suelo de baldosas. Pero se alejaban dócilmente cuando veían quiénes eran los que les habían desalojado.

El sirviente llevó la manta y la tendió sobre las tablas. El turco más corpulento se sentó y los integrantes del grupo, sacando periódicos de algún lugar, cubrieron las tablas. Por señas me ofrecieron un buen sitio para subir sobre aquel papel. El turco gruñó y me hizo una seña para que me uniera a él sobre la manta. Sonreí cortésmente, sacudí la cabeza y señalé un punto en el extremo del territorio que ellos ocupaban. No deseaba dormir demasiado cerca de aquellos hombres.

Me senté en el angosto camastro de madera, con la espalda apoyada en la fría pared de cemento. Mis amigos se estiraron, bostezaron, gruñeron y se durmieron casi en seguida. Sus ronquidos de tranquilidad indicaban que estaban acostumbrados a todo eso. Pero, yo no lo estaba. La cabeza me daba vueltas, en parte por efecto del hashish, pero mucho más aún por mis problemas. Por primera vez en todo el día estaba a solas con mis pensamientos, que por supuesto no eran nada agradables. El tejano había dicho que tal vez me condenarían a veinte años de prisión. ¡No! Sólo veinte días conseguirían volverme loco.

—¡Eh! ¡Eh!, Joe —susurró alguien. Vislumbré a un joven turco de pelo untuoso vestido con un traje cruzado demasiado grande para él—. Ven. Ven aquí.

Volví la cabeza. El joven siguió susurrando, pero lo ignoré. Ni él ni los otros presos se atrevían a acercarse demasiado. Incluso dormidos, mis protectores seguían teniendo una poderosa influencia.

Mi vejiga estaba por estallar. El hedor que procedía del otro lado del calabozo, demasiado distante, me advertía dónde estaba el baño. Me limité a apretar los dientes. Aguantaría hasta por la mañana.

El cuerpo me dolía por el contacto con la madera dura y el frío húmedo. Necesitaba dormir, pero el dolor de cabeza me lo impedía.

Todo era tan difícil de creer. ¿Podría enfrentarlo? No tenía elección posible. Me había metido en problemas. Ahora debía resistir hasta superarlos. ¿Podría hacerlo? ¿Tendría fuerzas suficientes para sobrevivir a la cárcel turca? Una oscuridad densa y sofocante me rodeó.

Tuve deseos de gritar. ¡Dios, debía salir de allí!

Al final me quedé dormido. Durante la noche me desperté sobresaltado por la suave presión de una mano sobre mi muslo. Una figura pequeña y oscura se alejó rápidamente. Saltó del camastro al suelo entre los gritos y los gemidos de los hombres que dormían y a los que pisó en su huida.

Uno de mis amigos se despertó.

¿Noldu? —preguntó con voz adormilada.

Con un esfuerzo sonreí y me encogí de hombros. El hombre volvió a dormirse enseguida. Pero a mi ya se me había quitado el sueño.

En la distancia, un perro gemía.

A pesar del frío, estaba transpirando. Un mosquito se posó sobre mi cuello. No me moví. Había tantos que era inútil ahuyentarlos. Me quedé con los ojos cerrados y fue pasando el tiempo. De pronto tuve el recuerdo de una mañana lejana.

Estaba sentado en la cocina de nuestra casa. La luz amarilla entraba por las ventanas y relucían las cortinas de una fina tela blanca. Mi madre canturreaba suavemente mientras preparaba el desayuno y su felicidad llenaba la cocina. Su rostro era tan joven. Sus ojos brillaban cuando se volvió hacia mí.

—Billy, no sé qué hacer contigo. Ya te tomaste todo ese vaso de leche. Es lógico que tu pelo sea tan rubio. Voy a tener que comprar una vaca para que puedas tomar toda la leche que desees.

—¿La podemos tener en la parte de atrás de la casa, mamá?

—Claro. Y tú y Bobby podrán jugar con ella.

—¡Oh, qué bien! ¡Comprémosla hoy!

Mamá rió y me oprimió contra su delantal.

—Creo que primero deberíamos hablar con tu padre.

—No… Compremos una y démosle la sorpresa.

—No… —me imitó ella—. Terminemos nuestro desayuno y vete a jugar. Tu padre no necesita ese tipo de sorpresas.

—Bueno —repliqué mientras salía corriendo para reunirme con mis amigos Lillian y Patrick—. Pero vamos a hablar de la vaca después, cuando vuelva a casa…

Cuando vuelva a casa… Cuando vuelva a casa…

El mosquito terminó de alimentarse con mi sangre y se retiró de mi cuello. Yo estaba despierto de nuevo. Abrí los ojos y miré la pared.

Hasta ahora, las cosas siempre me habían resultado fáciles. Mamá y papá me habían proporcionado una existencia cómoda. La casa de North Babylon, en Nueva York, era modesta pero cálida. Desde mis primeros días de vida, el curso de mi existencia había parecido estar programado. Iría a buenas escuelas católicas, obtener buenas notas, más tarde inscribirme en una buena universidad, casarme con una hermosa muchacha, encontrar un buen empleo y vivir feliz por el resto de mis días.

Bien. No objeté nada.

En la escuela las monjas elogiaban mis esfuerzos, pero en realidad yo no hacía mayores esfuerzos. En los deportes fui la figura descollante de los equipos escolares, sin tampoco esforzarme en absoluto.

Cuando llegó la época de la instrucción superior, papá quiso que entrara en Marquette, una universidad que regentaban los jesuítas en Milwaukee. No discutí: él pagaba las cuentas. El año de mi ingreso, 1964, fue el primero que pasé lejos de mi hogar. De pronto me encontré entre otras personas que me hacían preguntas. Yo también empecé a preguntar: ¿Debía dejar que mi vida estuviese ya programada? La vida parecía tan llena de posibilidades, más allá de lo que mi familia consideraba normal.

El surf, por ejemplo. Después de mi primer año decidí tomarme unas largas vacaciones para despejar mis confusos pensamientos. Viajé en auto-stop a México, a la costa del Pacífico, donde trabajé en distintos oficios para sobrevivir. Las horas de ocio las pasaba practicando surf en la costa. Me quedé allí durante lo que debió ser el primer semestre de mi segundo año. Mamá y papá estaban alarmados. Era la primera vez que me rebelaba abiertamente a sus deseos.

Pero la guerra en el sudeste asiático se impuso. Me vi obligado a volver a Marquette, de lo contrario perdería el privilegio de estudiante que me permitía retrasar mi ingreso en el ejército. Cuando volví a Milwaukee mis amigos me iniciaron en algo nuevo, algo que había reemplazado la costumbre de beber cerveza como esparcimiento. Fumé mi primer cigarrillo de marihuana, luego me pasé al hashish.

Los años siguientes fueron aún más turbulentos. Continué en la Universidad para eludir el ejército, pero no me interesaban los estudios.

Mis notas, que habían sido buenas, se volvieron regulares. Pasé buena parte del tiempo vagando por Milwaukee en lugar de asistir a clase.

Durante un tiempo intenté con seriedad escribir cuentos. Pronto las paredes de mi cuarto se cubrieron con las notas de rechazo que me enviaban los editores y entonces abandoné el intento.

De regreso al hogar, mis padres se quedaron desconcertados por mis bajas calificaciones. No me podían entender cuando les decía y les repetía que no sabía qué hacer con una educación universitaria, de modo que no tenía sentido que me siguiera esforzando. Mamá y papá crecieron en una época en que la educación universitaria era un privilegio. Pero a mí, en la década de los 60 me parecía algo normal.

Incitado por amigos, me uní a algunas marchas de protesta contra la guerra, pero nunca pensé seriamente en esas cuestiones. Me gustaba el clima festivo de las marchas. La vida que recordaba había sido una gran fiesta.

Mis ojos todavía estaban abiertos cuando los primeros tenues rayos de sol atravesaron las pequeñas ventanas cubiertas de barrotes, situadas en la parte superior de la sucia pared. Los rayos amarillos se filtraban lentamente a través del aire espeso y cargado de humo. Miré la luz del sol; estaba contento de que la noche hubiese terminado, pero temía lo que el nuevo día me podía traer.

El hombre que estaba más cerca de mí se estiró y bostezó, emitiendo un prolongado «¡Aaaaalá!» al final. Luego eructó, hecho una ventosidad y se rascó los genitales. Después tosió y escupió al suelo sustancias rancias. Encendiendo un cigarrillo turco lanzó lo que parecía una sucesión de blasfemias para saludar la mañana. En todo el calabozo se repitió el mismo ritual. El nivel del ruido se convirtió en un enorme rugido cuando los cien hombres, aproximadamente, se unieron en un coro de toses.

El que estaba cerca de mí descendió del camastro. Fue caminando hasta el lado más apartado del recinto. Alcancé a ver varios agujeros cavados en el suelo. Mi vecino se detuvo frente a un agujero, se bajó los pantalones y se acuclilló mientras dos hombres se reunían frente a él para mirarlo, cosa que no pareció importarle.

Gruñó en respuesta al llamado de la naturaleza. Pero no acertó el agujero.

—«Turista». Vi-liam. Viliam Hi-yes.

Me dirigía hacia la puerta. Un policía me condujo al piso superior, a una habitación reducida y tranquila. Sólo había una mesa baja y dos sillas. Esperé sólo por un momento. Entró un turco delgado y apuesto, que lucía un traje de calle.

—Mi nombre es Erdogan —anunció en buen inglés mientras me estrechaba la mano—. Llámame Erdu. Trabajo para el consulado norteamericano.

¡Qué alivio! Por fin venía la ayuda.

—Lamento mucho lo que le ocurre, William. Trataré de ayudarlo en todo lo que pueda.

—¿Qué van a hacer conmigo?

Erdu repasó nerviosamente un montón de papeles.

—En verdad no lo sabemos. Pero vamos a necesitar un abogado. En Turquía, el suyo es un delito muy grave.

Extrajo una lista de nombres turcos. Eran abogados. Aparecían en orden alfabético, con sus datos respectivos.

—¿Cuál me aconseja? —pregunté.

Erdu se encogió de hombros.

—No puedo hacer una recomendación. Usted debe elegir uno.

—¿Hablan inglés?

—Sí, varios de ellos.

Miré la lista hasta que mis ojos cayeron sobre el nombre Yesil, quien se había graduado en la Universidad de Maryland, y había sido profesor de la Universidad de Michigan.

—Elegiré a Yesil. ¿Usted lo conoce?

Erdu asintió con la cabeza.

—Me comunicaré con él. Vendrá a verlo dentro de pocos días. Esta tarde los soldados lo llevarán a la cárcel de Sagmacilar. Está en el otro lado de la ciudad. Yesil irá a verlo allí. También el cónsul irá a visitarlo dentro de unos días.

Luego siguió con la pregunta que temía.

—¿Quiere que nos comuniquemos con sus padres?

—No. Preferiría escribirles una carta antes.

Erdu me dio un bolígrafo y papel blanco. Luego me dejó solo en la habitación.

8 de octubre de 1970

Mamá y Papá:

Sé que os resultará penoso leer esta carta. Para mí es penoso escribirla. Sufro porque sé que os causará dolor. Me encuentro en un problema. Tal vez en un gran problema. Por el momento estoy bien. Estoy sentado, escribiendo en una pequeña sala cerrada con llave, en una cárcel de Estambul. Es tan extraño el lugar. No intentaré explicarlo todo ahora. Sólo que ayer fui arrestado en el aeropuerto cuando intentaba subir a un avión con una pequeña cantidad de hashish. Acabo de hablar con un funcionario del consulado norteamericano. Me conseguirán un abogado. Existe la posibilidad de que salga en libertad, pero puede que me condenen a unos pocos años de prisión. En verdad no puedo saber qué va a ocurrir. Tal vez tenga que quedarme aquí por un tiempo. Lamento tener que escribiros para contaros todo esto. Sé la pena y el desconcierto que os causará. Y la decepción. Sé que me queréis. Pero sé que no estáis orgullosos de mí. Siempre creí saber lo que hacía con mi vida. Ahora no estoy tan seguro. Había esperado salir de esto rápidamente para que nunca os enterarais. Ya no es posible. De modo que ahora estoy en la cárcel, en Turquía, al otro lado del mundo. Al otro lado de muchos mundos. ¿Qué puedo deciros? ¿Tiene sentido que ahora diga «lo siento mucho»? ¿Acaso podría así calmar el dolor, la vergüenza que os causo? Me siento tan estúpido por haber caído en esto. Lloro al pensar cómo os hiero. Perdón.

Escribiré pronto.

Besos

Billy

Los soldados llegaron en las primeras horas de la tarde y nos llamaron a unos quince por el nombre. Nos alineamos de a dos y nos esposaron unidos por las muñecas. Marchamos hacia la calle y subimos a un camión rojo, cerrado por la puerta posterior. Adentro nos sentamos en bancos de madera. Nos llevaron a través de la ciudad y nos descargaron en la parte posterior de un gran edificio de piedra.

Entramos en una sala rectangular, larga y de cielo raso cercano al subsuelo. Como el calabozo, ese lugar estaba muy sucio. Las deslucidas paredes encaladas se veían de un color verde claro a la luz de una lamparita desnuda. Cuando nos quitaron las cadenas, todos los prisioneros formamos una fila y luego me deslicé hasta un lugar en el extremo más alejado de la hilera.

Los otros permanecían de pie, con la cabeza gacha. Sus brazos pendían flojos a los costados del cuerpo. El corpulento sargento que estaba de guardia le espetó una pregunta al primero de la fila. El hombre le contestó con humildad, pero el sargento le dio un bofetón sobre la boca con el revés de la mano. Otra pregunta. Otra humilde respuesta. Otro bofetón, más cruel. La boca del hombre sangraba.

Gimoteó. El sargento le dirigió palabras duras y se volvió hacia el segundo prisionero.

Más preguntas. Más bofetones. El segundo hombre intentó levantar el brazo para detener los golpes, con lo que consiguió enfurecer más al sargento que lo golpeó más fuerte.

Siguió por la fila, gritándole y pegándole a cada uno. Parecía encolerizarse a medida que avanzaba. Yo estaba al final. Traté desesperadamente de imitar la actitud humilde de los turcos.

El sargento ya había llegado casi a la mitad de la fila cuando un preso, que pareció responderle de un modo particularmente inconveniente, recibió un tremendo golpe en la cara y un empellón que lo hizo aplastarse contra la pared. Se llevó la mano a la nariz, que sangraba. El sargento volvió a pegarle, pero esta vez le agarró por el pelo y le arrastró al centro del salón.

El pobre hombre trató de huir arrastrándose, cuando otros soldados llegaron para ocuparse de él. Gritó, se disculpó e imploró piedad mientras los soldados golpeaban despiadadamente sus vértebras, riñones y piernas con sus porras. El hombre se revolcaba en el suelo intentando cubrirse. Uno de los soldados no perdía oportunidad de golpearlo en la ingle. El hombre aullaba de dolor y de miedo.

El resto de nosotros estábamos de pie, en fila, esperando en silencio.

Todo mi cuerpo se bañó con una transpiración helada. ¿Qué va a ocurrir cuando lleguen al extremo de la fila y encuentren allí a un estúpido turista?

Por último los soldados arrastraron al hombre ensangrentado a un rincón, donde se desplomó gimiendo. Luego se acercaron a la fila y se dedicaron a golpear y abofetear a los otros. Las maldiciones y los gritos resonaron en el reducido lugar. Ya se acercaba mi turno.

Se me aproximó un enorme soldado de tez cetrina. Se inclinó y me miró como si quisiera leer dentro de mí.

¿Nebu? —gruñó mientras recogía dos pequeñas pelotitas amarillas.

¿Nebu? ¿Nebu?

Con un gesto le pedí que me las devolviera y lentamente para no alarmarlo, busqué en mi bolso la tercera pelotita.

¿Nebu? ¿Nebu? —insistió el soldado. ¡Manos mías no tembléis! Empecé a jugar.

¿Nebu? ¿Nebu? —preguntó otro soldado que se acercó rápidamente a mirar.

Me detuve.

¡Yap! ¡Yap! —me insistieron para que siguiera.

Seguí jugando, con las coloreadas pelotitas.

En seguida se reunieron otros soldados a mi alrededor. Estaban fascinados con el movimiento y la destreza. El sargento se acercó y gritó algo. Dejé caer una pelotita. Él se estiró rápidamente, la alcanzó y me la arrojó.

¡Yap!

Seguí jugando. ¿Qué más podía hacer? Mientras los soldados estuviesen mirándome no le pegarían a nadie, y menos a mí. De modo que continué con el juego con el que tantas veces había entretenido a mis amigos de Nueva York y Milwaukee. Era un juego muy simple que se jugaba con tres pelotas. Dos en una mano, y la tercera en la otra. Un rápido pase medio. Hacer saltar una y recoger dos y al revés.

Me detuve.

¡Yap! ¡Yap! —me gritaron voces en todo el salón.

Seguí.

Jugué durante quince minutos o tal vez más. Mis brazos me pesaban. Dejé caer una de las pelotitas. El sargento la agarró, pero en lugar de devolvérmela me tendió la otra mano para pedirme las otras dos.

Se las di. Lanzó una al aire y luego las otras dos. Las tres cayeron al suelo. El sargento dio una orden y de inmediato las volvió a tener en sus manos. Las sostuvo por un momento. Tímidamente, me indicó con un gesto que le enseñara. Fuimos hacia un rincón, donde traté de aleccionarlo. Su coordinación era buena, pero no encontré manera de explicarle que se requería muchísima práctica. No podía hacerlo como yo y eso le ponía nervioso. Yo también lo estaba, pero no quería que me volviera a interrogar y que castigase a los presos.

Con un gesto amable le pedí las pelotitas. Levanté una mano. Los soldados me observaban con aire de sospecha. Con movimientos lentos, tomé una silla y la coloqué debajo de la lamparita. Entonces me subí a la silla y le indiqué al sargento con un gesto que ordenase apagar la luz. Sus ojos se entrecerraron. Luego les gritó algo a los soldados. Dos de ellos se apostaron al lado de cada puerta. Otro accionó el interruptor de la luz.

Reanudé mi juego. Ahora las pelotitas habían adquirido pálido color verde azulado mientras giraban en la oscuridad. Todos los presentes me observaban absortos.

De pronto se escuchó fuera el ruido de un camión que se ponía en marcha. El sargento dio una orden y los presos formaron en fila.

Algunos ayudaban a los otros a ponerse de pie. Guardé las pelotitas. Me esposaron con un anciano canoso que también parecía haberse salvado de los golpes. Quizás, gracias a su edad. Aparte de nosotros dos, todos los demás se veían lastimados y ensangrentados.

Una extraña sensación, casi de buen humor, se apoderó de mí mientras viajábamos en el camión. Había tenido suerte y esperaba seguir teniéndola. Sin embargo la primera visión de las grandes paredes grises de la prisión me volvió a la realidad. El camión descendió a un plano inferior y se detuvo. Los soldados bajaron, abrieron las puertas posteriores y nos hicieron marchar hacia un amplio recinto de cemento y acero, recubierto con un encalado escamoso. Nos quitaron las esposas y nos entregaron a los guardias de la cárcel, vestidos con uniformes arrugados y todos con un cigarrillo en la boca. Un guardia de baja estatura y de aspecto furioso se me acercó y me preguntó algo en turco. Me encogí de hombros. Rápidamente sus ojos se entrecerraron y llevando un puño…

De repente se abrió una puerta y entraron dos hombres. Vestían el mismo uniforme que los otros guardias, pero el de ellos se veía limpio y cuidado. Cuatro galones en las mangas parecían indicar cierta jerarquía.

Todos los presos adoptaron una actitud de respeto.

El más joven y corpulento de los dos guardias, recorrió la fila de los presos, moviéndose pausadamente y con cierta arrogancia. Se detuvo ante un preso al que pareció reconocer. Con lentitud movió una de sus pesadas manos, como si estuviese esgrimiendo un arma. De pronto le propinó al hombre un revés en la cara que lo hizo chocar contra la pared. Sin hablar siguió recorriendo la fila.

El segundo guardia era de más edad. Tenía el cabello entrecano, cara larga y delgada y ojos castaños de expresión dura. Estaba de pie, erguido. Me pareció el tipo de turco al que hacían referencia los libros de historia, uno de los que habían echado a los griegos hacia el mar.

Se detuvo frente a mí. Miró con frialdad mi cabello y luego clavó su mirada en mis ojos.

A mi vez le devolví la mirada, pero comprendiendo que tal vez no era así como debía reaccionar un preso, aparté la vista, para volver de nuevo a mirarlo. Una tenue sonrisa arrugó su rostro de halcón. Le devolví la sonrisa.

¡Gower! —explotó salpicándome la cara con saliva. Ahora mi sonrisa desapareció. Miré el suelo de baldosas.

Contuve la respiración. El guardia le gritó una pregunta al anciano que se encargaba de los registros y oí que éste le respondía:

—Viliam Hiyes.

—Viliam Hi-yes —repitió el guardia de rostro torvo—, Viliam Hi-yes, —y siguió recorriendo la fila.

Nos raparon. Nos fotografiaron y tomaron nuestras huellas digitales. Luego me separaron de los otros y me llevaron a un corredor de hormigón, largo y angosto, que daba hacia una puerta de barrotes de acero. Un guardia la abrió, me hizo entrar y después cerró.

Estaba en mi nuevo hogar…