II

Los agentes de la aduana me llevaron de regreso a la terminal en el mismo ómnibus verdoso. Me hicieron entrar en una salita cercana a la sala de pasajeros. Me senté en silencio en una silla, mientras varios agentes tomaban asiento en una hilera ordenada cerca de un escritorio.

De inmediato todos encendieron cigarrillos y empezaron a conversar entre sí. El jefe se sentó detrás del escritorio e hizo algunas llamadas telefónicas. Era extraño. Parecían no advertir mi presencia.

¿Qué estaba ocurriendo? Eso no era lo que yo había planeado. Se suponía que debía estar viajando en ese avión que volaba hacia Nueva York. ¿Era verdad que me habían arrestado? ¿Tendría que ir a la cárcel?

¡La cárcel! No, yo no.

Los turcos eran tan lentos y desorganizados que llegué a desear que ocurriera algo, aunque sabía que probablemente no me gustaría. Por último el jefe colgó el receptor del teléfono y me hizo una seña para que me acercara.

Estudió mi rostro, abrió la boca para decir algo y pareció buscar con dificultad la palabra adecuada.

—… ¿Nombre?

—William Hayes.

—Vil… Viliam… Viliam…

—Hayes.

—Hai… yes.

Lo escribió en un formulario oficial.

—¿Norteamericano?

Asentí con la cabeza.

—Nueva York.

Pareció desconcertado.

—Nueva York, Nueva York —repetí.

Pensó un momento.

—Ah… Nueva York. —Lo anotó en el formulario. Sonrió y me ofreció un cigarrillo.

Yo no fumaba pero quise mostrarme amable, de modo que acepté su cigarrillo. Era de fabricación turca. Cuando el jefe me lo encendió aspiré un humo más fuerte y áspero que el de cualquier cigarrillo norteamericano que hubiese probado alguna vez. Tosí y la presión de la cinta adhesiva del pecho me hizo doblarme de dolor. No podía volver a toser.

El jefe me indicó que me pusiera de pie. Dos de los agentes se acercaron y me quitaron la chaqueta, el suéter y la camiseta, para poner al descubierto los abultados paquetes sujetos con cinta adhesiva sobre las axilas. Cortaron la cinta y separaron los paquetes.

Salté de dolor. El hashish, comprimido en láminas delgadas y duras, resonó al dar contra el suelo de baldosas.

Otra vez el jefe pareció buscar una palabra.

—¿Más?

Asentí con la cabeza y descorrí el cierre de mis pantalones para mostrar unas pocas láminas más, sujetas debajo de mi ombligo. Uno de los policías se acercó dispuesto a ayudar, pero lo detuve tímidamente y yo mismo corté la cinta.

Las láminas, que eran alrededor de cuarenta, formaron una pequeña pila en el suelo. Sin duda se pudieron dar cuenta de que, como contrabandista, yo no era más que un aprendiz. En Estambul el hashish me había resultado más barato de lo que pensaba. Los dos kilos me habían costado solamente doscientos dólares. Vendido en las calles de Nueva York me reportaría unos cinco mil dólares. Sin embargo no tenía intención de venderlo de esa manera. Pensaba fumarlo en parte y vender el resto a mis amigos. La mayoría de mis amigos fumaban marihuana y hashish. Pero ahora mi astuta aventura se había convertido en un desastre. Apiladas en el suelo de la oficina de seguridad del aeropuerto, las láminas de hashish eran todo un problema.

La puerta de la oficina se abrió de repente y entró otro policía. Era un individuo de vientre abultado y el bigote fino. Se hizo un silencio y el hombre que me había estado interrogando se puso de pie rápidamente y saludó con una pequeña inclinación de cabeza. El nuevo jefe devolvió el saludo y tomé el asiento que el otro dejaba libre. El agente que acababa de levantarse empujó a otro que estaba sentado en la primera silla de la hilera y se sentó en su lugar. Se repitió el gesto a lo largo de la hilera y al que estaba sentado en la última silla le tocó quedarse de pie junto a la pared.

—¿Nombre? —preguntó el nuevo jefe.

—William Hayes.

—Vil… Villiam.

—Hayes —repetí.

Se repitió el interrogatorio al que ya me había sometido el jefe anterior. Mientras el nuevo funcionario inspeccionaba el hashish entró otro que también parecía ser importante. Otra vez se repitió el cambio de sillas hasta que el hombre sentado en la última se vio también obligado a ponerse de pie. El nuevo jefe me preguntó mi nombre. Le señalé la hoja de papel que estaba sobre el escritorio, pero pareció molesto.

—William Hayes —le contesté—. Nueva York.

En el momento en que aparecieron un cuarto y también un quinto jefe comencé a entender la importancia de la jerarquía en el policíaco sistema turco. Cada funcionario debía establecer su posición. Aquél era un día importante: un estúpido chico neoyorquino había sido sorprendido con dos kilos de hashish. A pesar de las circunstancias el juego de los funcionarios me hizo sonreír.

La puerta volvió a abrirse y entraron precipitadamente dos hombres, uno de los cuales llevaba una gran cámara. Hablaron de manera animada con el último policía que había entrado. Este agarró del brazo a su primer ayudante y me indicó que recogiera el hashish. Levanté las láminas y las sostuve con aire embarazado. Los dos funcionarios me cercaron y pusieron sus brazos sobre mis hombros, listos para una fotografía de caza mayor. La oficina parecía llena de agentes turcos, de fotógrafos y de humo. Y ahí estaba yo, de pie en el centro, con los brazos cargados de drogas. Los dos funcionarios, que en realidad no tenían nada qué ver con el verdadero arresto, me rodeaban con sus brazos y sonreían a la cámara. Tal vez fue una reacción nerviosa, pero no pude creer en la seriedad de todo el episodio. Sonreí.

El jefe que estaba a mi izquierda me dio un rápido puñetazo en la ingle.

Las láminas golpearon contra el suelo y yo caí de rodillas, casi sin poder respirar.

¡Gel! ¡Gel! —gruñó uno de los policías mientras me aferraba del brazo. Me indicó que volviera a recoger el hashish. Lo hice con manos temblorosas y el hombre me obligó a ponerme de pie. Los dos funcionarios volvieron a poner sus brazos sobre mis hombros. Esta vez mi rostro mostraba la adecuada expresión dolorida y sumisa que esperaban los fotógrafos.

Los policías me obligaron a tirar el hashish al suelo y me empujaron hacia una silla. Estaba mareado y sentía náuseas. Me era difícil respirar.

Estaba sentado ahí, descansando, esperando el próximo cambio en la hilera de agentes, cuando me asaltó un pensamiento inquietante.

Tenía más hashish. Había deslizado dos láminas dentro de cada bota y las había olvidado por completo. Sabía que antes o después los turcos me iban a revisar cuidadosamente y las hallarían, de modo que me pareció preferible dar yo la información.

Me quedé ahí, sentado, hasta que me calmé. Entonces levanté una mano para indicar que solicitaba permiso para hablar. El jefe asintió con la cabeza y los otros volvieron su mirada hacia mí. Con movimientos lentos, en parte por cautela y en parte por el dolor, me quité una de las botas, la golpeé contra el suelo y cayeron dos láminas. Todos abrieron la boca, asombrados. Me observaron mientras repetía la operación con la otra bota.

Hubo un momento de silencio embarazoso. Ya hacía varias horas que estaba detenido y se suponía que me habían revisado exhaustivamente. Se habían producido varios cambios en el asiento del jefe, los fotógrafos habían venido a tomar fotos… ¿Cómo entender que aún pudiera sacar hashish de mis botas?

El policía que ocupaba el asiento principal se volvió hacia el hombre que estaba en el segundo puesto. Su voz se alzó airada. El hombre del segundo puesto se volvió al tercero y dio curso a su mal humor. El proceso se repitió hasta que las quejas llegaron a la última silla. El funcionario que la ocupaba se encolerizó. Les gritó algo a los dos policías que estaban de pie contra la pared. Estos se abalanzaron hacia mí y me quitaron toda la ropa, a pesar de mis afirmaciones de que ya no encontrarían nada. Los dos hombres revisaban mi cuerpo mientras los otros se ocupaban de mis ropas. Cuando terminaron me encontré desnudo, de pie, sumamente turbado. Desde que llegué a Turquía empecé a sospechar que muchos turcos tienden a la bisexualidad.

Cada chofer de taxi, cada mozo, cada vendedor de bazar, me habían mirado de una manera especial. Ahora, desnudo y de pie frente a los funcionarios de la aduana, sentí las mismas miradas hambrientas. No hicieron esfuerzo alguno para ocultar su interés. Tomé mis ropas y me las puse rápidamente.

Más conversaciones, más llamadas telefónicas, más cigarrillos. El ambiente era sofocante y lleno de humo. Sentí que me iba a marear si no salía pronto de esa salita.

La puerta se abrió una vez más y entró un hombre alto, rubio y delgado vestido con traje de calle. Su aspecto indicaba sin ninguna duda que era norteamericano. Se acercó a mí sin dirigirles una sola palabra a los turcos. Con un perfecto acento tejano me saludó.

—¿Cómo está? ¿Está bien? Asentí con la cabeza.

Se acercó al escritorio, habló en turco con el jefe y firmó unos papeles.

—Bien, sígame —me indicó. Salimos juntos de la salita, seguidos por un par de agentes turcos. Afuera el aire era fresco y limpio y me reanimó un poco. El norteamericano me hizo sentar en el asiento delantero de su automóvil y dio la vuelta para ocupar el puesto del conductor. Antes de subir conversó un instante con los turcos.

¡Me había salvado! El tejano estaba de mi lado. Tal vez me llevaría al consulado norteamericano.

De repente comprendí que estaba muy próximo a la libertad. Nadie se había molestado en esposarme. Estaba solo en el asiento delantero y daba la impresión de que sería muy fácil saltar del vehículo una vez que estuviese en marcha y correr hacia algún callejón. Me mantendría alerta durante el viaje a… donde fuese que íbamos.

El tejano subió al automóvil y puso en marcha el motor. Yo me preguntaba si me vigilaría mucho. Giré la cabeza para mirarlo pero sentí la presión de algo metálico contra la sien. Era la segunda vez en mi vida y la segunda vez ese día, que me apuntaban con un arma.

—Lamento mucho lo que te ocurre, William —dijo el tejano arrastrando las palabras—. Pareces un buen muchacho. Pero si tratas de escapar de este automóvil tendré que volarte los sesos.

—¿Adónde vamos? —pregunté cuando el coche empezó a rodar.

—A la comisaría de Sirkeci. Está en la sección del puerto de Estambul.

—¿Qué me va a ocurrir allí?

—Allí… te registrarán… te harán algunas preguntas. Probablemente saldrás mañana hacia la cárcel.

—¿Usted es de la Interpol o algo así?

—Algo así —contestó el tejano. No me dio su nombre.

—¿Puedo llamar al cónsul norteamericano? ¿Me dejarán hacer una llamada telefónica? ¿Pedir un abogado?

—Todo eso después —replicó el tejano—. Te dejarán hacer todo eso, pero después.

Observé la cinta de la carretera que me llevaba de regreso a Estambul. Toda idea de huida quedó anulada por el arma del tejano.

Iba a ir a la cárcel, sin duda alguna.

—¿Qué entonces? —pregunté dubitativo.

El tejano consideró la pregunta antes de responder con lentitud.

—Es difícil saberlo. Tal vez te den un par de años. Tal vez te den veinte.

—¡Veinte años!

—Es un delito muy grave, William. Especialmente en Turquía.

—¡Veinte años! No es más que hashish —comenté—. No es heroína ni opio. Es sólo yerba… marihuana… hashish. Es todo lo mismo.

—William, no entiendo mucho de todo eso. Una droga es una droga, me parece. Pero lo que sé es que te has metido en problemas.

La cabeza empezó a latirme y cerré los ojos. ¡Veinte años! No podía ser. Traté de decirle al tejano que el hashish es el aceite de la planta de marihuana. No crea hábito ni es peligroso a menos que, como con todo, se abuse. Pero él no me escuchaba.

Nos quedamos en silencio y por primera vez todo empezó a tornarse real. Me encontraba en apuros. Esta iba a ser una experiencia muy mala, y no sólo para mí. A mis padres les resultaría muy duro. Cuando abandoné Marquette en el último año, mi padre me advirtió que estaba cometiendo un gran error del que me arrepentiría después.

Él había trabajado mucho toda su vida para forjarse una carrera sólida y respetable como gerente de personal de la Compañía Metropolitana de Seguros de Vida. No había tenido la oportunidad de alcanzar una educación superior y una de sus más grandes esperanzas era ver graduarse a sus tres hijos. Yo debía ser el primero y casi lo consigo, sin embargo no lograba interesarme por un diploma.

Quería viajar por el mundo, vivir todo tipo de experiencias.

Viajar es bueno, dijo papá. Las experiencias son buenas. Pero me aconsejó que primero terminara mis estudios. Me negué a seguir su consejo.

Ese fue el golpe número uno. El número dos se produjo pocos meses después cuando recibí una citación del ejército para el examen físico previo a la incorporación. Papá advirtió que no comí los dos días anteriores y supo que durante el examen representé el papel de loco ante los médicos del ejército. Me calificaron no apto para el servicio por problemas psicológicos. Papá estaba furioso. ¿Cómo podía negarme a servir a mi país? Para él, servir en el Ejército de los Estados Unidos era un honor. Discutimos con violencia esa noche. Mamá se marchó a la iglesia con aire de preocupación. El rostro de papá se arrebató y bajo su pelo nevado salió a relucir su temperamento irlandés. Las palabras subieron de tono. Fue evidente que ninguno de los dos podía entender el punto de vista del otro. Por último papá me señaló con un dedo.

—Está bien. Abandonas tus estudios. Te consigues una calificación de enfermo mental para tu servicio militar. Ve a rodar por el mundo. Adelante. Pero te digo una cosa: vas a terminar metiéndote en un lío.

Papá, tenías tanta razón.

¿Sería éste el golpe número tres? ¿Se desentendería papá del problema? De verdad no lo sabía. Papá y yo nunca habíamos conversado acerca de las drogas. Estoy seguro de que creía que el hashish y la heroína eran casi lo mismo. Si me hubiesen sorprendido contrabandeando heroína, se hubiera justificado que me dejara que me pudriera en la cárcel… Pero ¿entendería él la diferencia? Y a mamá, a Rob y a Peggy… ¿Cómo les caería el asunto? ¿Los volvería a ver?

—¡Tengo que comunicarme con el cónsul! —le dije de repente al tejano.

—Tendrás tiempo para eso. Puedes hablar con ellos después.

—Después… ¿de qué?

El tejano me observó por el rabillo del ojo. Tal vez tuviera un hermano de mi edad. Tal vez fuera mi pelo rizado o mis claros ojos irlandeses. Yo era un joven norteamericano, delgado, bien afeitado, limpio. No tenía el aspecto de un contrabandista y la cantidad relativamente pequeña de hashish que llevaba demostraba que no formaba parte de una gran banda.

Sin duda que había hecho algo sucio, pero empecé a sentir que me tenía lástima.

—¿Tienes familia allí, en Nueva York? —me preguntó.

Asentí con la cabeza.

—En Long Island.

—… Va a ser duro para ellos.

—Sí. ¡Oh Dios!

—Ahora bájate —me indicó el tejano.

El automóvil se había detenido en una calle angosta y empedrada, en la que en todas partes se alineaban edificios viejos. Apenas traspuesta la puerta observé una fila de andrajosas campesinas vestidas de negro que tenían de la mano a sus hijos. Gemían y conversaban en susurros entre ellas, mientras esperaban allí por un motivo u otro. Me miraron con desconfianza.

El sucio recinto hedía a transpiración y a colillas. Los policías turcos arrastraban prisioneros de un lado a otro. En su mayoría tenían cadenas alrededor de las muñecas.

El tejano me llevó hacia el escritorio, donde habló en turco con un par de policías. Luego se volvió hacia mí.

—Ya está. Ellos se encargarán de ti.

No quería que se marchara. Ni siquiera sabía su nombre. Ignoraba si pertenecía al consulado, a la Interpol, a la CIA… Pero era un norteamericano, hablaba inglés.

—¿Puede llamar al cónsul norteamericano de mi parte? —le pregunté.

—No es necesario. Podrás comunicarte con ellos. Te dejarán hablar por teléfono.

—¿Quiere llamarlo usted? Por favor.

El tejano pensó un instante.

—Está bién.

Saludó a los policías con la cabeza y se marchó.

Los dos turcos me miraron y luego me empujaron hacia una escalera.

Dudé. Me gritaron una orden y me dieron un empellón para que avanzara. En el primer rellano había un prisionero con la boca ensangrentada arrinconado contra la pared, implorándoles a sus torturadores. El hombre gimió cuando ellos lo rodearon y volvieron a pegarle.

Me llevaron a un pequeño cuarto situado debajo de la sala en que había estado antes. Aún podía oír los gritos de lo que ahora parecían ser varios hombres. Mis ojos se pasearon lentamente alrededor del cuarto, temeroso ante la idea de llegar a ser el próximo preso que gritase.

Estaba sentado frente al escritorio de un detective turco que hablaba un inglés discreto. Junto a él había un hombre grande y moreno en traje de calle. No tenía bigote, lo que es inusitado en un turco. A diferencia de todos los que estaban en el edificio, tanto policías como presos, se le veía aseado. Sonrió en silencio.

—¿Dónde obtuvo el hashish? —preguntó el detective con lentitud.

Recordé al chofer de taxi que me lo había vendido. Tal vez él había alertado a la policía, pero no me pareció. En apariencia se trataba de un hombre verdaderamente amistoso, que inclusive me había presentado a su familia. No quería que lo trajeran allí, que lo golpearan, pero tampoco deseaba buscarme más problemas. De pronto tuve una inspiración.

Inventé una historia acerca de dos jóvenes hippies turcos que tenían un amigo mayor a quien yo había encontrado en un bazar. Le di al detective la descripción de esas personas.

—Ellos me vendieron el hashish.

—¿Volvería a reconocerlos?

—No estoy seguro… Creo que sí.

El hombre corpulento que estaba sentado junto al detective habló en turco.

—Pregunta si tiene miedo —tradujo el policía.

—No tengo miedo —mentí.

Se miraron y sonrieron.

—Bueno, tal vez un poco —admití.

—El dice: «No se asuste» —tradujo el policía.

—¿Quién es él?

El detective señaló unas grandes latas redondas, de color bronce, que estaban sobre un escritorio. Una se hallaba destapada. El detective metió la mano y sacó una bolsa de hashish en polvo, aún no comprimido en láminas como el mío. Miró dentro de la lata. Estaba llena de droga. Debía haber cinco o seis kilos. El detective señaló ocho o diez latas similares que había en un lado de la sala.

—Son de él —indicó, señalando al turco sonriente—. También a él lo arrestaron, pero con sesenta kilos. Es mucho, ¿no?

—Sí es mucho —respondí.

Acepté por amabilidad un cigarrillo al detective, pero aspiré el humo con cuidado. Luego el detective propuso un acuerdo. Si yo iba con la policía a Sultán Admet, el distrito donde se suponía que había adquirido las drogas, y les señalaba a los vendedores, al día siguiente estaría a bordo de un avión con destino a Nueva York. Sospeché que el hombre mentía, pero no tenía nada qué perder. Al menos tendría unas pocas horas más para estar fuera. Y tal vez, por qué no, la posibilidad de escapar.

De modo que esa noche me encontré caminando hacia el Pudding Shoppe, rodeado por cuatro detectives. Ellos hacían lo posible por pasar inadvertidas. Vi que los hippies se apartaban de la acera mientras nuestro pequeño pelotón se acercaba. Todos los clientes del Pudding Shoppe desaparecieron en el momento en que llegamos. Me senté junto a una mesa. No había probado comida alguna desde la mañana y de pronto sentí mucha hambre. Recuperé mi coraje y pedí huevos revueltos y té. Me deleité con cada bocado y me demoré hasta que los detectives perdieron la paciencia y ya no les importó mostrar lo que eran: me sacaron de la mesa por la fuerza y me llevaron de regreso a la comisaría.

Al llegar descendí por la sucia escalera hacia el subsuelo. Ya era de noche y la oscuridad se cerraba sobre mí. El juego había terminado.

Ahora estaba asustado, muy asustado.

En una reducida antesala los detectives me entregaron a un viejo y hosco carcelero. Este miró de soslayo los papeles oficiales, a la luz tenue que arrojaba una lamparita desnuda que colgaba del cielo raso alto y lleno de telarañas. Oí gruñidos y me volví para ver una enorme puerta de barrotes. Desde la oscuridad, detrás de la puerta, me espiaban rostros barbudos y morenos. El hedor de residuos humanos era abrumador. Con desesperación intentaba no vomitar frente a esos hombres. Debía parecer vigoroso. Tuve más conciencia que nunca de mi pelo rubio y mi físico delgado. Delgado, pero fuerte, me recordé a mí mismo. Era vigoroso y estaba en buenas condiciones después de mis prácticas de boxeo y todos esos veranos en que trabajé de salvavidas en Long Island. Pero, ¿por qué habría dejado las lecciones de karate?

El carcelero cogió sus llaves.

¡Git! —les gritó a los reclusos, quienes se retiraron de la puerta de barrotes.

Hizo girar una llave enorme en la cerradura, empujó una pesada puerta, me metió dentro y los barrotes golpearon a mis espaldas. El ruido de la puerta al cerrarse resonó dentro de mi cabeza.

Estaba con la espalda contra la puerta. Seis o siete turcos curiosos se reunieron a mi alrededor en semicírculo. Estaban mal vestidos, sucios.

Uno de ellos se rascó el rostro barbudo y sonrió mostrando todos sus dientes. Otro eructó. El recinto estaba muy oscuro, casi negro. El hedor era insoportable.

¿Qué iban a hacer los prisioneros? Allí podía ocurrir cualquier cosa.

Los policías estaban todos arriba y no parecía importarles. Hacia la derecha había un hombre corpulento que se destacaba. Me pregunté si debía pegarle con todas mis fuerzas. De esa manera, tal vez los otros se darían por aludidos y me dejarían en paz. Si iba a haber pelea, al menos deseaba ser el que diera el primer golpe.

El hombre de la sonrisa se acercó y me tocó suavemente el pelo.

¿Nebu?— preguntó.

Los compañeros lanzaron risotadas.

De pronto se oyó desde el fondo:

¡Rrragghh!

Los presos se dispersaron. De la oscuridad llegó una voz ronca pero tranquilizadora.

¡Eh! Eh, Joe. Gel. Gel.

Miré en la dirección de la voz, pero no vi nada.

Gel. Gel.

Tropecé con algunos cuerpos que dormían roncando y me acerqué a la voz. Parecía como si me estuviese alejando del lugar donde el hedor era más intenso. Cuando mis ojos se adaptaron a la penumbra, pestañeé. No podía creer lo que veía.

Allí, sobre el suelo sucio, entre la mugre, alguien había tendido una manta limpia. Sobre la manta había un festín de pollo asado, naranjas, uvas y pan. Sentado como un rey sobre la manta, rodeado por una media docena de amigos sonrientes, estaba el corpulento turco que había conocido antes en la oficina del detective.

Sonrió y me ofreció una pata de pollo.

—Siéntate —me invitó, haciendo un gesto con la mano.

Me quité las botas y lentamente me acomodé sobre la manta. Aún antes que me hubiese sentado, alguien me alcanzó un gran cigarrillo encendido.

Sentí el inconfundible olor del hashish.