A unos veinte kilómetros al oeste de Estambul, más allá de los suburbios de la ciudad, en medio de los campos cultivados, cercanos a la costa, se encuentra el Aeropuerto Internacional de Yesilkoy. Cada mediodía llega de Teherán el vuelo No. 1 de la Pan American.
Descienden algunos pasajeros, otros suben y el avión despega nuevamente a la una, para continuar su viaje a Francfort, Londres y Nueva York. El 6 de octubre de 1970, sintiéndome como un personaje de Ian Fleming, cubiertos los ojos con grandes gafas oscuras y con el cuello de mi impermeable levantado hasta las orejas, observé cómo el vuelo No. 1, un Boeing 707, aterrizaba en la pista de hormigón. Bajé el ala de mi sombrero hasta casi cubrirme los ojos y me apoyé contra la pared próxima al mostrador donde se registran los pasajeros.
Un hombre bajo y regordete pasó frente a mí y puso su maleta sobre la balanza. La bonita muchacha de cabellos oscuros que estaba detrás del mostrador rotuló el bolso de mano que llevaba el pasajero, selló su pasaje y le indicó que atravesara una puerta. Desde donde me encontraba vi que la coronilla pelada del individuo se ponía roja por el esfuerzo mientras caminaba por el largo corredor. Allá, en el extremo, un aburrido policía turco de uniforme arrugado revisó de mala gana el bolso de mano y le dio una mirada al pasaporte del hombre. Con tos provocada por el cigarrillo que estaba fumando, el agente le indicó que avanzara. Observé cómo el hombre regordete desaparecía en la sala de pasajeros de la Pan Am.
Sí, sí, me dije. Así hay que hacerlo. Parece fácil…
Caminé hacia el mostrador y con el dinero que me quedaba compré un pasaje a Nueva York para el día siguiente.
Había planeado observarlo todo hasta que el avión partiera, pero, ¿qué más había qué ver? ¿Realmente necesitaba ser tan minucioso? Allí la vigilancia parecía una broma. Si me apresuraba a coger un taxi podía volver al Pudding Shoppe a tiempo para mi cita con una chica inglesa que había conocido durante el desayuno. Me había comentado que estaba en Estambul para escribir una tesis sobre la danza del vientre.
¿Quién oyó hablar alguna vez de una tesis sobre la danza del vientre?
Pero en verdad no me importaba si su historia era falsa o verdadera.
Todo lo que deseaba era estar acompañado antes de mi aventura. Esa tarde, esa noche, esa mañana, parecían escenas de una película. Yo, un tanto inquieto pero esforzándome por mantener la calma, era el actor principal.
Olvidé por media hora mis cuidadosos planes y subí a un taxi. Ese día el vuelo No. 1 de la Pan Am se marcharía sin que yo lo despidiera.
Durante mis diez días en Estambul, el Pudding Shoppe había pasado a ser casi mi hogar. En toda Europa había oído hablar de ese ruidoso local turco donde se reunían los hippies viajeros. Yo no me consideraba un hippie ni mi corte de pelo era adecuado para el Pudding Shoppe, pero allí podía alternar tranquilamente con los otros extranjeros.
Sentado junto a una pequeña mesa, en la acera, bebía el dulce té turco mientras aguardaba a la inglesa. A mi alrededor la gente conversaba, reía, gritaba. Mendigos y vendedores ambulantes caminaban entre la multitud multicolor. Un vendedor callejero cocinaba shishkebab. El aroma de la carne se mezclaba con el olor del estiércol de la calzada. Un muchachito de ojos picaros surgió desde la esquina conduciendo con una cuerda a un oso de enorme hocico. Allí me quedé sentado. Anhelante y nervioso aguardaba el peligro del próximo día.
La muchacha de la tesis sobre la danza del vientre no apareció. Tal vez debí considerarlo un presagio.
Llegué temprano. Fui al baño del aeropuerto y me encerré en un compartimiento. Levanté mi grueso suéter de cuello alto. Todo estaba en orden. Acomodé otra vez el suéter debajo de la chaqueta de pana y miré el reloj. El momento se acercaba.
Ya era hora. Sería fácil. Lo había controlado todo el día anterior.
Cerré los ojos y relajé los músculos. Respiré profundamente. La presión de la cinta que rodeaba mi pecho me provocó dolor. Salí del baño tratando de aparentar naturalidad. Ya no me podía volver atrás.
La misma joven sonriente de pelo oscuro estaba detrás del mostrador.
—Buenas tardes, señor Hayes —me saludó en inglés con acento extranjero mientras miraba mi pasaje—. Que tenga un buen viaje. Por aquí, por favor.
Señaló el mismo corredor que yo había observado el día anterior.
El agente de tez olivácea y expresión aburrida esperaba en su puesto de control. Traté de no mirar el arma que pendía de su cinturón cuando me acerqué.
—Pasaporte —pidió.
Lo saqué del bolsillo de la chaqueta y se lo di. Lo miró por un momento y me lo devolvió.
—Bolso —indicó.
Abrí mi bolso de mano para que él pudiese revisarlo. Hizo a un lado los libros y sacó un disco blanco de plástico.
—¿Nebú?— preguntó, usando una expresión turca que yo no conocía. Significaba: «¿Qué es esto?»
—Es un juego.
—¿Nebu?
—Un juego. Un juego. Uno lo lanza al aire y lo recoge. Es un juego.
—¡Aaaaah! —volvió a colocar el disco en el bolso y sacó una pelotita amarilla.
—Es una pelotita para hacer juegos de malabarismo —le expliqué.
Frunció el entrecejo. Luego aspiró el humo de su cigarrillo, tosió y entrecerró los ojos por un instante.
—¡Aaaaah! —me indicó con un gesto que avanzara.
Caminé por el corredor hasta la escalera que llevaba a la sala de pasajeros, en el piso inferior.
¡La sala de pasajeros! Había conseguido pasar por la aduana. Ningún problema.
Una azafata me preguntó si deseaba beber algo y acepté una gaseosa. Elegí un rincón de la sala donde podía estar con la espalda contra la pared. Durante unos veinte minutos permanecí sentado en ese lugar, simulando leer el International Herald Tribune. Parecía que mis planes marchaban perfectamente.
Los altavoces interrumpieron mis pensamientos. Una voz de mujer anunció en turco y después en inglés que era el momento de embarcar.
Los pasajeros se incorporaron y salieron del salón. Caminé bajo el sol junto con los otros pasajeros hacia un destartalado ómnibus verdoso que esperaba para conducirnos al avión. Tomé un asiento junto al pasillo central, en la mitad del ómnibus.
—Vine a visitar a mi hijo —dijo una voz a mi lado.
Asentí con la cabeza cortésmente y la mujer de cabellos grises interpretó mi gesto como una respuesta amistosa. Ella era de Chicago. Su hijo era mecánico de aviones de jet. Le iba muy bien en la Fuerza Aérea.
Viajaba por todo el mundo. Había sido promovido al cargo técnico de «no sé qué». Sonreí. Me recordaba un poco a mi madre. Cerré los ojos y concentré mis pensamientos en una chica, Sharon. Nos habíamos despedido en Amsterdam y planeábamos volver a encontrarnos en Norteamérica. Me sentía bien.
El ómnibus se detuvo y los pasajeros cogieron su equipaje de mano.
El chofer empujó una palanca que abría la puerta delantera y un policía turco subió al vehículo. Habló en inglés:
—Atención, por favor. Las mujeres y los niños permanecerán en sus puestos. Todos los hombres deben salir por la puerta posterior, por favor.
Miré hacia fuera a través de las sucias ventanillas. ¡Oh, no! El ómnibus y el avión estaban rodeados por barricadas de madera, unidas entre sí con cuerdas. De veinte a treinta soldados turcos cubrían el área apuntando con sus rifles. Una larga mesa de madera bloqueaba el camino hacia la escalerilla de ascenso al avión. Había hombres en traje de calle que esperaban en calma junto a la mesa.
Durante varios segundos miré a través de la ventanilla sin poder creer lo que veía. Me dije que debía conservar la calma. El pánico no me ayudaría en nada. Era necesario que elaborara un plan.
Dentro del ómnibus se percibían los murmullos de fastidio y de preocupación. Tal como se les había ordenado, los hombres del pasaje empezaron a descender por la puerta posterior. Me arrodillé en el pasillo y traté de arrastrarme debajo del asiento. ¡Debía pensar, pensar!
—¿Qué le ocurre? —me preguntó la señora de cabellos grises—. ¿Se siente mal?
—Yo… no puedo encontrar el pasaporte.
—Pero si lo tiene allí —replicó triunfante, señalando el bolsillo superior de mi chaqueta.
Ahí estaba, por cierto, enfrentando los problemas hacia los que me había lanzado en los últimos años de aventuras. No podía convencerme de que mis elaborados planes se estuviesen derrumbando. Creí haber pensado en todas las posibilidades. Me consideraba demasiado inteligente para que me atraparan. Había pasado por las aduanas de toda Europa sin encontrarme nunca con un problema de ese tipo. Luché con desesperación por conservar lo que quedaba de mi autocontrol.
Respiré profundamente, con dolor. Quedaba una última probabilidad.
Hice un esfuerzo para que mi voz no temblara, le agradecí a la señora de Chicago y descendí lentamente del ómnibus.
Me encontré en el último lugar de una de las filas que los pasajeros formaban a cada lado de la mesa de inspección. Miré a mi alrededor el amplio espacio abierto del aeropuerto. No había lugar alguno donde pudiera meterme, ningún agujero en el cual esconderme. Iba a necesitar muchísima suerte.
Dos agentes vestidos de civil estaban a cada lado de la mesa revisando a los pasajeros. Estos se arremolinaban, empujándose entre sí. Saqué algunos libros del bolso de mano y esperé hasta que el primer agente de la izquierda empezó a palpar a un hombre. Pasé rozando a ese pasajero por el costado de la fila. El otro agente aún estaba ocupado con otro individuo. Volví a guardar los libros en el bolso, como si ya me hubiesen revisado y me dirigí a ocupar mi asiento en el avión.
Pasé con rapidez junto al segundo agente y me acerqué a la escalerilla.
Uno de mis pies se apartó del suelo.
Una mano me tocó suavemente en el codo.
La mano me aferró por el brazo.
Me volví y con naturalidad, me pareció, hice un gesto para indicar al primer agente. En ese preciso momento el agente miró casualmente hacia mí.
—¿Nebu? —preguntó el hombre que me tenía del brazo.
El primer agente le contestó en turco y la mano que me aferraba se cerró con más fuerza sobre mi brazo.
Me llevó hacia la mesa. Era joven y no parecía experimentado. Dudó por un momento. Luego sus ojos castaño oscuros se empequeñecieron porque comprendió que yo acababa de mentirle.
Gruñó una orden y me indicó con un gesto que extendiera los brazos hacia fuera. Empezó a palpar mi cuerpo cuidadosamente. Cuando sus manos pasaron por mis axilas dieron con algo duro. Increíblemente, pareció no advertirlo. Continuó su exploración por mis caderas y piernas. Entonces se detuvo.
Me encontré rezando. Dios mío, haz que la revisión haya terminado.
No permitas que se acerque de nuevo a mi cuerpo.
Lentamente sus manos volvieron a subir por la parte interior de mis piernas hasta el vientre. Los dedos tocaron el bulto duro que estaba debajo de mi ombligo. Estuve a punto de dar un respingo pero una vez más, increíblemente, sus manos no lo advirtieron.
Los dedos exploradores continuaron su búsqueda y no había modo de detenerlos. Me hallaba indefenso mientras sus manos se asentaron con firmeza sobre los paquetes sujetos debajo de mis brazos.
Por un instante nuestros ojos se encontraron.
De repente el hombre saltó hacia atrás y sacó una pistola de un bolsillo interior de su chaqueta. Se acuclilló sobre una rodilla y apuntó con el cañón del arma a mi vientre con manos temblorosas. A mi alrededor oí gritos y el ruido que hacían los otros pasajeros al tratar de ponerse a resguardo. Levanté los brazos y cerré los ojos con fuerza.
Traté de no respirar.
Una calma de muerte invadió el Aeropuerto Internacional de Yesilkoy.
Pasaron cinco, tal vez diez segundos. Me parecieron una eternidad.
Sentí que una mano tiraba de la parte inferior de mi suéter. El cañón de un arma se apoyó contra mi vientre. Abrí un ojo y vi el brilloso pelo negro del joven oficial, que se inclinaba hacia adelante para mirar debajo de mi suéter. Actuaba con lentitud, sin saber qué encontraría.
Detrás de él vi que todos los soldados que estaban en la pista apuntaban con sus rifles hacia mi cabeza. La mano del agente tembló cuando levantó la prenda sobre el borde de uno de los paquetes. Se detuvo un momento y luego lo subió un poco más.
Su rostro se distendió. El alivio que experimentó fue evidente. No había bomba, ni granadas, ni dinamita. Dejó caer el suéter y gritó algo en turco. Sólo entendí una palabra: hashish.
El vuelo No. 1 de la Pan Am se elevó en el cielo azul y despejado.
Mientras lo miraba alejarse sentí repentinamente una gran nostalgia de Nueva York. Me preguntaba cuánto tiempo pasaría hasta que volviese a ver esa ciudad.