«Pronto congeniamos. Ella era mucho más abierta y simpática de lo que aparentaba. Lo que no quiere decir que me atrajera sexualmente. Yo solo quería hablar con una persona cualquiera y de cualquier cosa. Y lo que necesitaba, además, era una charla inofensiva, absurda».
HARUKI MURAKAMI,
Al sur de la frontera, al oeste del sol
Camino despacio por el barrio de Chueca y contemplo los escaparates. Me asombra cómo se ha ido transformando progresivamente la zona, casi de forma imperceptible, desde aquella marginalidad sombría y tenebrosa a la pulcritud más reluciente. Es de agradecer que la comunidad gay haya rehabilitado el barrio con más eficacia que el Ayuntamiento. Da gusto ver impolutas las aceras, las casas restauradas con los balcones repletos de flores y las contraventanas pintadas de verde. Me gusta especialmente una de las tiendas de abalorios que están en la calle Barquillo donde Benjamín me compró una boina gris muy de moda por aquellos años. No era como la del guerrillero Che Guevara en la mítica foto de Korda, sino tan provocativa y sensual como la de Faye Dunaway en Bonnie and Clyde, la primera película que vimos juntos muy amartelados. Me la regaló envuelta en el poema de Neruda («Te recuerdo como eras en el último otoño. Eras la boina gris y el corazón en calma (…) Tu recuerdo es de luz, de humo, de estanque en calma, más allá de tus ojos ardían los crepúsculos. Hojas secas de otoño giraban en tu alma»). Pero, afortunadamente, no es otoño, así que reprimiré la nostalgia. Quiero disfrutar de estos primeros días soleados de la primavera.
No evito, sin embargo, entrar en la tienda de la boina para comprarme un largo collar de falso coral que he visto en el escaparate y que entona a la perfección con mi rojo blusón de seda. Sí, voy de rojo y negro, llevo un nuevo corte de pelo y me he puesto unas cuantas mechas cobrizas estratégicamente situadas. Creo que me favorecen. La verdad es que estoy más flaca, tengo buen aspecto y la mejor disposición para afrontar la noche que me espera. Parezco un poco engreída, pero la intuición me sugiere que Gorka está decidido a avanzar en nuestra relación. Ni siquiera me atrevo a imaginar en qué consiste ese paso y cómo lo voy a afrontar, pero algo me dice que cuando salga de casa de Gorka mi vida habrá dado un vuelco. ¿Por qué si no me llama con tanta insistencia? ¿Por qué complace todos mis deseos? ¿Por qué hace que me encuentre bien a su lado? Me siento tan halagada que no pienso en mis sentimientos, sino en los suyos, como si fuera a aceptar con total normalidad cualquier propuesta. ¿Cómo no voy a aceptarla? En ese caso, ¿por qué la primera noche huí de su casa precipitadamente, cuando me dio un beso en la frente, casto pero al mismo tiempo apasionado, y me abrazó con tal fuerza al despedirse que me cortó por un instante la respiración? Tengo la certeza de que me quiere. ¿Y yo a él? Solo le necesito, pero me agradan tanto sus desvelos que con tal de no perderle simularía una pasión, si es eso lo que desea.
Voy tan absorta en mis preocupaciones que ni siquiera escucho pronunciar mi nombre a alguien que va detrás de mí. Soy consciente cuando me sujeta por el brazo.
—Carlota, ¿no me oías?
Es Margarita. Hace tiempo que no coincido con ella en el trabajo. La última vez que nos vimos, creo recordar, fue en el estudio donde crucé esas estúpidas frases con Gorka que terminaron en insultos de los que tanto me arrepentí posteriormente. ¡Llamarle gilipollas! No es extraño que nadie me aguante.
—Pues no, la verdad, es que no me he dado cuenta —le digo a Margarita, contrariada por encontrármela en este preciso momento.
—¿Cómo te va? Vaya, qué pregunta más tonta. Parece que te va de cine, porque me caen todos los contratos que rechazas.
—Bueno, no creas… es que no he podido ir a un par de cosas…
—Oye, te veo estupenda —me interrumpe con un soniquete que anuncia segundas intenciones.
—Gracias, tú sí que estás bien —le devuelvo el cumplido.
—Por cierto, ¿qué tal Gorka? Tampoco coincido con él desde hace tiempo.
—Bien, está bien… supongo —digo, tratando de desviar la conversación.
—¿Vas a su casa?
—¿Por qué crees que voy a su casa? —pregunto entre la sorpresa y el fastidio.
—No seas tonta, conmigo no tienes que disimular.
—¿Qué estás insinuando?
—Carlota, vivo en Barquillo esquina a Piamonte, al lado de Gorka, y es la tercera vez que te veo por aquí.
—¿Y qué?
—Pues que hace un tiempo os vi despediros cariñosamente en la puerta de su casa. Te subiste a un taxi y…
—¿Nos vigilas? —interrumpí con indignación.
—No, mujer, ni se me ocurre. ¡Qué tontería! Es tan fácil encontrarse por aquí. Hasta comparto con Gorka el mismo restaurante.
—Bueno, te dejo, que tengo prisa. Hasta la vista.
Sin darle opción a continuar, me voy a toda velocidad, en sentido contrario a la casa de Gorka, tomo la calle Almirante y trato de huir de esta entrometida que ha descubierto mi secreto. No me considero tímida. Tengo, sin embargo, un enorme pudor y la dosis justa de vergüenza para no mostrar mi intimidad a miradas ajenas. A nadie le gusta que metan las narices en sus entrañas o que husmeen en las profundidades de su espíritu. Quizá sea demasiado categórica. ¿Qué hay de malo en observar la vida como es? De todos modos, no quiero testigos de lo que tal vez suceda esta noche. Temo que alguien se interponga en nuestra relación y comente con desdén lo grotesco que resulta ver a una mujer de mi edad colgada del brazo del joven Gorka. Que no es tan joven, ya lo sé, apenas existe entre nosotros una diferencia de diez años. Aun siendo injusta, sé que la gente no lo acepta con naturalidad. Qué mal le sentaría a mi hija ver, de pronto, a su madre haciendo patéticos esfuerzos por rejuvenecer. ¿Y Benjamín? ¿Qué diría mi exmarido? «Pobre Carlota, está tan sola y tan necesitada. No ha logrado encontrar a uno de su edad». No debería importarme, pero me importa mucho formar una pareja tan descompensada.
¿Por qué me preocupo por semejante estupidez? ¿Cómo es posible que me haya vuelto convencional y cobarde a estas alturas de mi vida? Yo, que caigo rendida a los pies de la sesentona Susan Sarandon, doce años mayor que su adorado Tim Robbins. La diferencia es que se conocieron hace tiempo, cuando ella estaba en todo el esplendor de su madurez. Me viene a la imaginación la calamitosa Edith Piaf, entregada a toda clase de excesos y devoradora insaciable de hombres como Yves Montand, Gilbert Bécaud, Georges Moustaki, Charles Aznavour y tantos otros siempre más jóvenes que ella. Así murió la pobrecita, en brazos de Theo Sharapo, un veinteañero que heredó sus deudas y que poco después se suicidó.
Pienso en otras parejas. La mía podía tener alguna posibilidad, como la de Diane Keaton con Keanu Reeves. Ella debe de andar por los sesenta y uno y él creo que tiene cuarenta y tres años. En la diferencia de edad es en lo único que nos podíamos comparar, porque respecto a todo lo demás no hay comparación posible. Ya me gustaría haber sido la musa de Woody Allen y tener el aire de la divina Keaton. Respecto a Gorka debo admitir que, en tamaño reducido, me parece tan atractivo o más que la belleza insustancial de Keanu Reeves. Como poco lo tengo más cercano y es más manejable. ¿Qué me sucede? Estoy vendiendo la piel del oso antes de cazarlo. Me puedo llevar un gran chasco. Me avergüenzo de mis pensamientos.
Ni siquiera entiendo por qué debería avergonzarme. Pienso, y nada más, que me ilusiona la idea de que un hombre joven y atractivo se fije en mí y quiera seducirme. Eso es todo. Pero me espanta la idea de iniciar una relación diferente a la que hemos tenido hasta ahora. No la cambiaría por nada del mundo. Es más, cuando llegue a casa de Gorka (si es que no me lo impide algún que otro incidente tan insustancial como el encuentro con Margarita) a la menor insinuación por su parte, dejaré claras las cosas. «Mi querido Gorka», le diré, «te quiero mucho pero ni un paso más». De veras. No tengo ganas de remplazar nuestra valiosa amistad por una relación sexual que no nos llevaría a ninguna parte. Me da una pereza insuperable desnudarme físicamente y revolcarme contigo en la cama; es más, me espanta la idea de que acabemos mal por caer en la tentación de un gozo tan precario. No quiero perder el valioso tiempo que nos queda (me refiero al mío más que al tuyo, porque tú tienes toda la vida por delante) en simular falsas pasiones o en realizar esfuerzos físicos que no me corresponden. Y no me digas que el amor no tiene edad, porque la tiene. Llega un momento en el que dejamos de ser jóvenes y no es que seamos otra cosa peor, pero a mi edad se tiene más conciencia de la finitud de las cosas y se aprende que es mejor mirar hacia delante que empeñarse obstinada y, sobre todo, inútilmente en echar la vista atrás. Estoy convencida de que somos más biología que cualquier otra cosa. Las hormonas, al final, logran imponerse sobre las neuronas. «El cuerpo tiene más memoria que el cerebro», le dijo Philip Roth a Isabel Coixet cuando estaba preparando el guión de la película basada en su novela El animal moribundo. Nos envolvemos en una fina capa de cultura; sin embargo, por más que nos empeñemos en forzar el cuerpo intelectualmente, la biología se impone con toda su fuerza. No tengo la ilusión de rejuvenecer a tu lado, todo lo contrario, prefiero compartir contigo el paso inexorable del tiempo. En definitiva, me harías un gran favor si dejases las cosas como están.
Me encontré, por fin, ante la puerta de Gorka aturdida por mis pensamientos. Me abrió sonriente y cuando pretendió darme un beso me aparté con la intención de dejar las cosas claras desde el principio. Ésa era mi decisión y no quería cambiarla por nada del mundo. Estaba tensa, obsesionada con la idea de pararle los pies de la forma menos ofensiva posible. En ningún momento pensé que las cosas fueran a ser de otra manera a como las había imaginado, que yo estuviera equivocada, que Gorka no tuviera el menor interés en seducirme.
—¿Quieres una copa? Tengo en la nevera el champán que te gusta —me ofreció amablemente—, y también un blanco muy frío.
—No, gracias, esta noche no quiero beber ni una gota de alcohol.
—¿Por qué? ¿Te encuentras mal? —me preguntó con dulzura y sin la menor suspicacia.
—No, pero quiero estar lúcida.
—Bueno, se trata solo de un aperitivo antes de la cena. No nos vamos a emborrachar por tomar una copa.
—Te lo agradezco, de verdad, pero no me apetece.
—¡Cómo te favorece el rojo!, y ese pelo te sienta muy bien, pero que muy bien…
En ese instante me arrepentí de haberme esmerado tanto en elegir la ropa, en comprar el collar y en cambiar mi peinado. Pensé que me había traicionado el subconsciente, porque mi nueva imagen podía fomentar el equívoco.
—¿Nos sentamos? —me sugirió.
Yo seguía tensa, de pie, con el bolso colgado del hombro, dispuesta a aclarar la situación, sin darme cuenta de que no había nada que aclarar. No obstante, pensé que debía advertirle, contarle mi decisión antes de que diera un solo paso en el sentido que mi mente calenturienta había imaginado.
—Verás, Gorka, tengo algo importante que decirte.
En ese momento, al notar la gravedad de mi tono de voz, dejó de sonreír.
—Está bien. De todos modos, vamos a sentarnos.
Seguía envarada, tiesa como un palo, sin pensar ni un solo instante que me estaba precipitando. Me senté en una esquina del sofá y él se puso a mi lado. Rodeó mis hombros con su brazo y me deslicé para evitar el contacto.
—Empiezas a preocuparme. ¿Es algo serio? ¿Se trata de Claudia? ¿Estás enferma? ¡Por el amor de Dios! Dime de una vez por todas qué te pasa.
Ya estaba arrepentida y aún no había dicho una palabra, pero era imposible echar marcha atrás y con una ridícula solemnidad comencé el monólogo más grotesco de mi vida.
—Verás, Gorka, hace poco tiempo que nos conocemos, a pesar de lo cual te tengo un enorme cariño y me siento muy bien a tu lado, pero mi exceso de confianza quizá haya provocado una situación un tanto extraña. No quiero hacer más preámbulos. Iré al grano. Es cierto que estoy sola, soy muy mayor y tengo necesidad de afecto, pero no quiero crear en ti falsas expectativas. Por eso me siento obligada a decirte que, si quieres que sigamos manteniendo esta amistad, tenemos que detenernos en este punto.
—No te entiendo, Carlota —me interrumpió, lleno de perplejidad.
Me di cuenta de que, en efecto, por una malentendida delicadeza, no estaba hablando con toda la claridad que requería la situación. Así que me armé de valor y decidí terminar el discurso.
—Intentaba ser un poco menos brusca. No sé hasta qué punto he sido la culpable de este equívoco, pero no quiero acostarme contigo. Lo siento, Gorka, me es imposible. Estoy convencida de que esa relación no nos llevaría a ninguna parte.
—¿Cómo dices? —exclamó con asombro.
Por una parte, sentí un gran alivio tras descargar semejante parrafada, pero enseguida me di cuenta de que había sido demasiado explícita.
—Lo siento, lo siento, lo siento… —se lamentó Gorka—. Siento muchísimo haber sido tan estúpido.
Y aún pensé que estaba en lo cierto, hasta escuchar lo que me dijo a continuación. Nunca he deseado tanto que me tragase la tierra.
—Los dos nos hemos confundido. Perdóname, la culpa es absolutamente mía. Estaba convencido de que lo sabías.
—Ahora soy yo la que no te entiendo —dije con voz trémula, consciente, por primera vez, de que Gorka no tenía la menor intención de seducirme.
—Soy homosexual, Carlota, y en ningún momento pude imaginar que no lo supieras. Jamás he intentado ocultarlo. No soy consciente, al menos, de haber contribuido a tu error.
Estaba abochornada, ruborizada, avergonzada de haber hecho el ridículo más grande de mi vida. Me quedé muda, mientras él añadía detalles a su confesión.
—No debe resultarte extraño el hecho de que quiera estar contigo. Me he sentido muy solo en los últimos tiempos. Mi pareja murió hace menos de un año. Ahí están sus cenizas todavía —dijo señalando al baúl que estaba al lado de la cama, junto a la pipa de agua—. Tengo que llevarlas a Menorca, pero me ha faltado el ánimo en todos estos meses. Por nada del mundo quisiera iniciar otra relación hasta que termine el duelo y cicatricen las heridas. Imanol y yo vivimos juntos quince años. Fue el gran amor de mi vida. Perdóname si me confundo, Carlota, pero creo que nos hemos juntado dos almas solitarias en un momento crucial. Todo el mundo sabe que soy gay, bueno, es un modo de hablar. No es que lo vaya pregonando por ahí. Me refiero a que actuó con tanta naturalidad que no creí necesario hacértelo saber de un modo explícito. Creo que he jugado limpio contigo en todo momento. ¿Te acuerdas cuando te dije que sabía lo que era tener un hijo?
Estaba petrificada, desfallecida, extenuada… No podía articular palabra.
—No pretendía ocultártelo, pero tampoco quería contagiarte mi abatimiento. Te dije que ya hablaríamos de esa historia en el momento oportuno. Pues bien, veo que ha llegado la hora de contarte que cuando le conocí, Imanol acababa de tener un hijo. Pronto cumplirá los dieciséis años y, en cierto modo, lo hemos criado entre los dos. Ha crecido con nosotros, bueno, y con su madre, pero ahora ella le ha separado de mí. Le ha contado mil patrañas, le ha convencido de que soy el culpable de todas sus desdichas y el chico está hecho un lío y huye de mí. Desde la muerte de Imanol no he vuelto a verle y te juro que le quiero como si fuera mi propio hijo. En la casa de Menorca están mis libros, mis películas, mis muebles, mis cuadros… todo lo que tengo. Antes de recuperarlos, de encerrarme allí con mis recuerdos más queridos, quiero superar esta situación. Aún no he perdido la esperanza de que, a medida que pase el tiempo, las cosas se vayan calmando y pueda restablecer la relación con el chico o, al menos, hablar con él sobre su padre. Era el hombre más generoso, inteligente y sensible del mundo. Por eso sigo aquí, viviendo en precario, con esta sensación de provisionalidad.
—¿De qué murió? —se me ocurrió preguntar con un hilo de voz.
—De un aneurisma de aorta. Le estalló la cabeza. Murió en mis brazos y no pude hacer nada por evitarlo.
—Lo siento —dije.
—Gracias —me respondió—. En cuanto a lo nuestro, quiero decir, a nuestra amistad, me encantaría que no se destruyera. Sí, en cierto modo, tienes motivos para pensar que te he seducido, porque ésa fue mi intención desde el primer momento. Entiéndeme, seducirte como amiga. Me hacía gracia que fueras tan arisca. Estaba seguro de que en momentos como estos, nos vendría bien estar el uno al lado del otro. Y sigo convencido de que así será. Eres estupenda, Carlota, y si me perdonas y no te importa lo que te he contado, me gustaría que continuásemos siendo amigos.
—Perdóname… —mascullé—. Eres tú el que tienes que perdonarme. He sido una estúpida.
—En absoluto, he aprendido la lección. Quizá sea un error dar por hecho ciertas cosas.
—¡Qué vergüenza! Cómo pude pensar…
—¿Qué?
—Que a estas alturas de mi vida…
Rompí a llorar como una niña. No pude evitarlo. Gorka me secó las lágrimas, me acarició la cara y me besó con tal ternura que me estremecí.
—Vamos, no seas tonta. Olvídalo. Te lo ruego.
—Te aseguro que nunca me importó cambiar de década, pero… —le dije entre sollozos—. Me asustan tanto los sesenta.
—Estás espléndida, Carlota.
—Eres muy amable, aunque no puedes imaginarte lo humillante que ha sido para mí creerme que…
—Creerte qué…
—Que un hombre como tú…
—Soy marica, querida. ¿Es que no te das cuenta?
—Y yo una vieja tonta.
—No vuelvas a decirlo. Tú y yo nunca seremos viejos.
—Abrázame otra vez, lo necesito.
—Claro que sí. Ven aquí, cariño. No tienes que preocuparte por nada. Yo te cuidaré.
—Te quiero mucho, Gorka.
—Y yo a ti, preciosa mía. ¡Vamos a celebrarlo!
—Me apetece emborracharme.
—¡Qué gran idea! Abre la botella que está en el congelador. Mientras tanto, iré calentando la cena.
Tenía razón al intuir que, tras el encuentro con Gorka, mi vida iba a dar un vuelco. Recuerdo vagamente la sensación de plenitud que tuve entre sus brazos, el aroma que desprendía el arroz caliente, el postre de tiramisú, la mezcolanza de alcoholes, el piano, la voz y, a veces, la trompeta triste de Chet Baker. Después de todo aquello era incapaz de mantenerme en pie, así que Gorka me tumbó en su cama y él se fue a dormir al sofá, tras una intensa charla sobre nuestras respectivas vidas que debió de prolongarse hasta el amanecer. Me despertó el ruido de un teléfono que tenía cerca de la oreja. Olía a café. Gorka estaba sentado sobre un puf de cuero de color granate, leía el periódico y tenía delante una bandeja con el desayuno preparado.
—Buenos días, princesa.
—¿Qué hora es? —pregunté sobresaltada.
—Un poco tarde para desayunar. Son las dos.
—¡Es imposible! —grité—. Tengo que ir corriendo a mi casa.
Me puse en pie, cogí el teléfono y, en efecto, vi que la llamada era de Claudia.
—Toma un café. Te sentará bien.
—No puedo, no puedo. Tengo que irme rápidamente.
Llamé a Claudia, mientras buscaba los zapatos y el bolso. Había dormido vestida.
—Lo siento… perdona, hija… Estoy en casa de un amigo. No, no, no os vayáis. Estaré ahí en quince minutos… Ya te explicaré.
—¿Qué pasa? —preguntó Gorka alarmado
—¡Qué locura! Había invitado a mi hija y a Mario a comer.
—Tranquilízate. No pasa nada.
—Están esperándome en casa.
—Que esperen un poco. Te acompaño.
—Será mejor que vaya sola. Gracias por todo.
Me atusé el pelo, le di un beso y salí corriendo, otra vez, en busca de un taxi, mientras pensaba cómo explicarle a Claudia que me olvidé de la cita, porque había dormido en casa de… de aquel compañero de trabajo ¿Te acuerdas del imbécil que ponía la voz a Sam Gillman en Jail? Pues bien, el imbécil al que odiaba tanto se ha convertido en el ser más adorable que se ha cruzado en mi camino. Pero la cosa, hija mía, no termina aquí. No creas que ha habido algo entre nosotros, es decir, no me he acostado con él, porque resulta que Gorka (así se llama mi amigo) es un homosexual diez años más joven que yo. ¡Qué importaba la edad en estos momentos! Era imposible entrar en tal cúmulo de detalles. Necesitaría mucho tiempo para explicarle de qué manera el azar había irrumpido súbitamente en mi vida.
Temía que mi hija me echase una bronca delante de Mario. Era una cita importante para las dos y yo lo había estropeado por mi mala cabeza. Cómo iba a decirle que después de una borrachera en casa de un desconocido (para ella lo era) me había quedado tirada en su cama. Una madre como yo no puede perder hasta ese punto la dignidad. Se pondría hecha una fiera. ¡Qué bajo has caído, mamá!, me diría. ¿Cómo iba a pedirle perdón por algo de lo que no estaba arrepentida? En eso consiste la madurez, en conquistar el derecho a ser como una es, aceptarme de ese modo y mostrarme ante mi hija sin artificio. No creo que sea grave llegar media hora más tarde, pero es que me dan tanto miedo los enfados de mi hija. A raíz del último no me habló durante una semana, ni siquiera se ponía al teléfono, y me produjo, además, una alarmante subida de tensión. Tuve incluso que ir al médico porque me dolía terriblemente la nuca y estuve preocupada por si tenía algo en la cabeza. Me dijo el médico que, aunque una mujer haya sido toda su vida hipotensa, a partir de la menopausia, es normal que una situación estresante o un disgusto o, simplemente, por cuestiones de la edad, le suba la tensión.
A pesar de mis miedos y el respeto reverencial que me infunde mi hija, llegué a casa dispuesta a aguantar el chaparrón. No quería perder, por nada del mundo, la sensación de placidez de la noche anterior. Así que traté de relajarme y de plantarle cara. Le diría que también tengo derecho a divertirme. ¡Qué expresión tan ridícula! Cómo iba a soltarle semejante tontería. Durante el trayecto en el taxi no se me ocurrieron más que estupideces. Poco antes de llegar a mi destino, recibí otra llamada de Claudia para decirme que me esperaban directamente en el restaurante. Aún tuve tiempo de decirle al taxista que cambiara de ruta.
Al entrar en El Puerto y verlos juntos por primera vez, pensé que hacían una estupenda pareja. No quedaba ni rastro de mis viejos rencores. Mi hija estaba deslumbrante con un escotado vestido blanco que resaltaba aún más su piel morena, unos enormes pendientes de aro, el pelo recogido en una trenza y una dulzura en la mirada como no le había visto desde hacía mucho tiempo. Mario, desde luego, no se parecía lo más mínimo a su madre. Era alto, rubio, con la cara angulosa y los ojos rasgados. Andrea era morena, de cara redonda, ojos grandes y almendrados, más bien chaparrita, aunque proporcionada. Quizá tuviera rasgos de su padre.
Se levantaron ambos para darme un beso. Cuando me senté a la mesa, dispuesta a ofrecer toda clase de disculpas y explicaciones, Claudia se anticipó y, cogiendo ostentosamente la mano de su chico, me dijo con cierto aire de solemnidad:
—Mamá, te presentó oficialmente a Mario. Y antes de que nos hables de tu nuevo amigo, quiero comunicarte que vas a ser abuela.
—¿Qué has dicho? —pregunté aturdida.
—Que Mario y yo vamos a tener un hijo. Y hemos pensado que si es niña se llamará Carlota. A los dos nos gusta ese nombre.
No lo pude evitar. Volví a soltar la lágrima por segunda vez en veinticuatro horas. Pero, en esta ocasión, no era una reacción frente a la impotencia, sino un estallido de pura alegría.
—Me alegro mucho, hija.
—¿De verdad te alegras?
—Hace mucho tiempo que no estaba tan feliz.
—Tenía miedo a disgustarte.
—Enhorabuena, Mario —le dije—. Dadme otro beso.
—No llores, mamá, nos está mirando todo el mundo.
—¡Qué importa!
Del desierto emocional de los últimos meses había pasado a una maravillosa sensación de plenitud. La idea de ser abuela me parecía fascinante. Cómo no me había dado cuenta de que mi hija estaba embarazada. No había tenido ni la más leve corazonada. Tanto presumir de mis dotes intuitivas, de ese sexto sentido que me hacía vislumbrar las cosas sin necesidad de reflexionar, y me había fallado de nuevo con mi propia hija. Quizá me había volcado excesivamente en mí misma, en el torbellino de mis propios sentimientos, y no era capaz de captar los cambios decisivos que se estaban produciendo a mi alrededor. De pronto, me sentía acompañada por personas muy queridas que me transmitían su energía. La voz de Claudia me sacó de mi ensimismamiento.
—Ahora nos tienes que contar quién ese amigo con el que has dormido esta noche.
—Oh, no, cariño, no he dormido con él.
—Vamos, mamá… Me has dicho que te habías quedado dormida en casa de un amigo.
—Sí, pero, insisto, no he dormido con él. Quiero decir que he dormido en su casa, pero…
—Está bien, no me des explicaciones, si no quieres.
—Es que no sé cómo explicártelo. Sí, es un amigo, pero me da mucha vergüenza decirte que se trata de un amor platónico.
—Me cuesta creerlo.
—Pues es cierto.
—Espero que hayas aprendido a cuidarte, mamá. En cualquier caso, me alegro de verte contenta.
—Lo estoy, Claudia, estoy feliz por vosotros.
No era toda la verdad. En ese instante, me alegraba sobre todo por mí misma.