«Todo nos dijo adiós, todo se aleja. La memoria no acuña su moneda. Y sin embargo hay algo que se queda y sin embargo hay algo que se queda».
JORGE LUIS BORGES,
Los conjurados
Repaso las teorías de Gorka sobre la imperfección y, en cierto modo, me las puedo aplicar mejor a mí que a mi hija. Creo que ayer no estuve a su altura y me comporté como una vieja histérica y celosa. Me he limitado a tapar agujeros, a poner parches aquí y allá, a resolver provisionalmente los problemas. Me temo que estoy muy lejos de la perfección y que realmente nunca la he buscado, no por madurez intelectual, sino por ser consciente de mi incapacidad. Por culpa de mis limitaciones he tenido siempre poca confianza en mí misma, ahora se diría tener la autoestima por los suelos, y, además, a medida que el pasado es cada vez más largo y el futuro cada vez más corto, me siento más incompleta. La vida es una apuesta a ciegas. La experiencia siempre llega tarde. Vivimos intentando esquivar las trampas que nosotros mismos nos tendemos, pero solo se aprende a través de la propia experiencia del error. Cuando eres joven desprecias los consejos, necesitas tu descubrimiento personal, solo aprendes en circunstancias dolorosas, cuando tocas fondo y algo se ilumina dentro de ti y te das cuenta de que te faltaba la energía suficiente para verlo.
No se ha demostrado todavía en qué proporción influyen la genética, el entorno y la experiencia en nuestras vidas. De qué me vale suponer a estas alturas que por muy definidos que estemos genéticamente podemos moldear el destino, progresar y ser autores de nuestra propia biografía. Cuando eres joven no te imaginas ni siquiera a los cuarenta, así que cómo vas a suponer que la vejez puede ocupar más de un tercio de tu vida. Crees, en todo caso, que es una etapa demasiado fugaz, que está en la antesala de la muerte, así que no merece la pena pensar en ella ni mejorar su condición.
Los pasajeros más jóvenes de aquel crucero que hicimos hasta el Mar Negro éramos Benjamín y yo. Conservo una polaroid desvaída donde aparecemos en el puerto de Odessa, con todo el esplendor de nuestra juventud, altivos y orgullosos en lo alto de la famosa escalinata de El acorazado Potemkin, donde Eisenstein rodó una de las secuencias más famosas de la historia del cine, cuando los cosacos disparan contra el pueblo, asesinan a una madre y el cochecito de su bebé cae rodando y se estampa contra el suelo. Escena que copiaron, en señal de admiración, Coppola en El Padrino, Brian De Palma en Los intocables de Elliot Ness y algún otro que no recuerdo en este momento.
Al menor descuido, me meto en inaguantables vericuetos mentales. Lamento la dispersión de mi pensamiento. He aquí una prueba inequívoca de que mi cerebro está reblandecido. Los relatos de los viejos se pierden siempre en interminables digresiones. Intentaré abandonar el Potemkim y regresar al punto de partida.
Teníamos poco más de veinte años y no éramos capaces de ponernos en la piel de un grupo de vejestorios que, a pesar de sus achaques, participaba en todos los festejos. «¿Cómo les compensa enrolarse en esta aventura?», nos preguntábamos, compadecidos de sus múltiples y evidentes dolencias y de sus llamativos esfuerzos por resistir como si fueran jóvenes. La mayoría pedían las comidas sin sal y subían a cubierta con una lentitud exasperante, se fatigaban en las caminatas por el puerto y era dramático ver cómo perdían los papeles haciéndose impúdicos arrumacos. Era aborrecible contemplarlos beber y comer en exceso, jugar al póquer distraídos y bailar por encima de sus posibilidades, sobre todo, cuando les llegaba la hora del mareo y teníamos que sujetarles para que no cayeran al suelo sobre sus propios vómitos. «¿Para qué habrán venido en estas condiciones?», nos repetíamos una y otra vez Benjamín y yo.
La artificiosa vitalidad de aquellos seres desvencijados nos parecía patética. Habíamos puesto motes a casi todos los pasajeros y recuerdo de manera especial a una anciana de porte aristocrático, instalada permanentemente en una silla de ruedas, que empujaba una enfermera y, en ocasiones, su esposo, aún más carcamal que ella. La pareja tenía un extraordinario parecido con los marqueses de Urquijo, cuyo crimen estaba tan reciente que salía a relucir casi a diario en los periódicos de la época. Una noche de farra el presunto marqués había tomado una copa de más, acercó su cara a la mía y me farfulló con voz lasciva: «El mar lo cambia todo. Las amistades que se hacen a bordo se prolongan en tierra. Estás muy hermosa. ¡Que suerte tiene ese hombre!», me dijo señalando a Benjamín con la mirada. Pegué un respingo y me aparte de él.
Lo recuerdo con estupor, no por lo repugnante que me resultó su cercanía ni por la atrocidad del crimen de los marqueses de Urquijo, sino por la edad que tenían los difuntos. Cuando les asesinaron, me parecían unos viejitos decrépitos, pero, muchos años después, revisando un libro sobre el caso, comprobé que en aquella imagen reproducida en las páginas de toda la prensa, la marquesa había cumplido los cuarenta y cinco y su marido diez años más. Aquellos a quienes yo consideraba unos viejos desvalidos eran mucho más jóvenes de lo que soy yo en este momento. Fue un duro golpe comprobar que ya no me parecían tan viejos.
A medida que cumplo años me fijo en personas cuyas vidas alcanzaron el esplendor al llegar a la vejez. No en vano, me fascina el personaje de Clint Eastwood. Los prejuicios juveniles me impidieron descubrirle en sus primeras películas, aunque es probable que tras el rostro del inspector Callahan, apodado Harry el sucio, no se escondiera el hombre fascinante que aparenta ser a los setenta y ocho años. Se encuentra en ese momento culminante en el que no tiene nada que perder y, sin embargo, quiere seguir creciendo. Me deslumbró, como a la mayoría de sus conversos seguidores, a partir de Sin perdón (1992), o tal vez antes, cuando llevó a la pantalla la vida de Charlie Parker en Bird, o hizo aquel extraño homenaje a John Huston en Cazador blanco, corazón negro. Nadie ha sabido mezclar con tanta perfección la rudeza de un hombre con su propia ternura como hizo en Los puentes de Madison. Las lágrimas de Robert Kincaid, el fotógrafo de National Geographic que vive una inesperada historia de amor con la pueblerina y seductora ama de casa llamada Francesca (Meryl Streep), conmovieron a todas las mujeres y a la mitad de los hombres de este mundo.
¿Cómo se puede realizar una obra maestra en treinta y nueve días?, le preguntaron a propósito del tiempo empleado en rodar Million dollar baby, la maravillosa historia de amor, sueños y esperanzas de Frankie Duna (Clint Eastwood), un viejo y atormentado entrenador de boxeo, en cuyo camino se cruza una tal Maggie Fitzgerald (Hilary Swank), ansiosa por pelear en el ring. «Dicen que me muevo demasiado rápido cada vez que dirijo una película —responde—. No es que me mueva rápido, simplemente, es que no paro ni un solo instante cada día que llego al set. Amo este trabajo». ¿Por qué y cuándo cambió de rumbo? Su vida sentimental ha sido tan compleja y laberíntica como su obra. Ha tenido siete hijos con cinco mujeres diferentes. ¿Dónde empieza el hombre nuevo? Él dice que fue su última y definitiva mujer quien le convirtió en el hombre que ha llegado a ser.
Si pronto lograsen descubrir algún método para regenerar las células nerviosas, la vida de Clint Eastwood se podría prolongar más tiempo todavía. No estaría mal, sobre todo, si echamos la vista atrás, no demasiado, cuando apenas hace un siglo que la esperanza media de vida era de treinta años y ahora es de ochenta y tres para las mujeres y de setenta y siete para los hombres. Aseguran que a partir de los sesenta, si la salud no lo impide, se produce el momento de mayor lucidez; ya no eres joven, pero no eres torpe todavía y puedes divertirte porque conservas aún la capacidad de comer, beber, cantar, leer y pensar. Me encantaría vivir lo suficiente para comprobarlo.