«Cuando los días son semejantes entre sí, no constituyen más que un solo día, y con una uniformidad perfecta la vida más larga sería vivida como muy breve y pasaría en un momento».
THOMAS MANN,
La montaña mágica
No llegué a ninguna conclusión, pero aquel parloteo incoherente dentro de un coche, con una persona insólita cuya vida resultaba cada vez más misteriosa, me quitó unos cuantos años de encima. Cuando le pregunté a qué se refería con lo del hijo, se negó a responderme, insistió en que no tenía importancia y me juró que me daría algunos detalles en un momento más propicio. No le interrogué más. Necesitaba desahogarme sin llegar al fondo del asunto. Y eso es lo que hice.
Me negaba a criticar a mi hija y a su padre con un desconocido. A Gorka, en realidad, le conozco hace pocas semanas. Tampoco me apetecía contar intimidades sobre la vida de Mario, ni ponerle al corriente de mi última obsesión: averiguar si mi exmarido era el padre de este chico. Pasé toda la noche pensando en cómo hacer la prueba de paternidad. No era fácil. Tenía que conseguir nada menos que una muestra de ADN de Benjamín, otra de Mario y enviarlas a un laboratorio. Encontré en Internet varias empresas que lo realizaban de modo confidencial. Te envían un kit gratuito de toma de muestras con las correspondientes instrucciones. Es suficiente un poco de saliva o un pelo.
Cuando lo tienes, lo remites a una dirección en un sobre acolchado, pagas 390 euros y al cabo de un tiempo te dan los resultados con un 99,9 por ciento de fiabilidad. Así de fácil. ¿Cómo demonios iba a conseguir un pelo? Los restos de una colilla en un cenicero. Benjamín no fuma, así que tendría que descartar esa posibilidad. Tampoco era difícil conseguir la huella de sus labios en un vaso o el pelo dejado en un peine o en una camisa. Con Benjamín no era totalmente imposible, pero en el caso de Mario, tenía que contar con la complicidad de mi hija y eso era impensable. Las noches de insomnio son propicias para imaginar toda clase de estupideces. En las horas nocturnas la mente se afloja y los pensamientos se confunden. La idea de encontrar el método más adecuado me producía una extraña agitación mental, como una borrachera con su correspondiente resaca e intenso dolor de cabeza. Tuve que presionar las sienes con mis dedos para aliviar la jaqueca. Estaba desvariando. Tenía que interrumpir ese estado de excitación. Me levanté de la cama y fui a la cocina para tomar un vaso de leche caliente con un analgésico. Estaba agotada y me acosté de nuevo. Esta vez puse la radio para evitar los malos pensamientos, pero los programas nocturnos emiten mensajes que no contribuyen precisamente a la calma. Por más que rastreaba emisoras, solo escuchaba sesiones de noctámbulos empeñados en hacer una grotesca terapia colectiva. No quería saber de horóscopos, ni de conjunciones de estrellas, ni de confidencias parapsicológicas. Una mujer lloriqueaba al contar que estaba sumida en la más profunda depresión porque su marido era camionero y no la rozaba desde hacía seis meses. A pesar de la evidencia, ella sospechaba que era marica. Me decidí, al fin, por la voz de un argentino que programa tangos antiguos y, gracias a su cadencia, pude controlar mis negros pensamientos. Me puse a cavilar sobre las nuevas tonalidades de las paredes. No hay nada más relajante que pensar en cambiar los muebles de sitio. Con el sonido de fondo de los tangos y mis coloridos pensamientos, me quedé dormida hasta que amaneció.