«¿Y los años sesenta? […] No fue aquella una bonita revolución que tuviera lugar elevado en el plano teórico. Fue un lío pueril, ridículo, incontrolado y drástico, una enorme pendencia en la que participó la sociedad entera […]. No obstante, el impacto fue revolucionario. Las cosas cambiaron para siempre».
PHILIP ROTH,
El animal moribundo
El teléfono me anuncia que tengo un mensaje. Lo saco del bolso con nerviosismo. No se trata de un mensaje, sino el aviso de tres llamadas desde el número de Gorka. No tengo ganas de hablar con él. Le llamaré en otro momento. Voy a la cocina para calentar un vaso de leche y tomarme el orfidal, así me hará un efecto rápido y me quedaré dormida inmediatamente.
Vuelve a sonar el teléfono y regreso al dormitorio para ver quién es. Gorka, otra vez. Dudo un instante, pero me intriga su insistencia y le respondo.
—¿Por qué no me has devuelto las llamadas?
—No me encuentro bien, Gorka. Me iba a dormir.
—¿A dormir a las nueve de la noche?
—Me duele la cabeza.
—Quería decirte que nos ha salido una publicidad.
—No tengo ganas de trabajar.
—¿Qué me estás contando? Me dijiste que te interesaba y me he comprometido a que lo haremos mañana.
—Imposible, de verdad, no me encuentro con ánimo.
—Pagan bien y será solo un par de horas por la mañana. No me dejes colgado con esta gente. Ya sabes cómo son.
—Lo siento, Gorka.
—¿Puedo saber qué te pasa? ¿Estás molesta conmigo?
—No, no es por tu culpa.
—¿Entonces quién es el culpable?
—Es un asunto de mi hija.
—¿Le ha sucedido algo?
Se me escapó un sollozo inoportuno. Tenía que salir la tensión por alguna parte.
—¿Carlota?
Tardé unos segundos en contestarle.
—¿Carlota? Dime qué pasa —preguntó alarmado.
—No es nada, perdóname, es que he tenido un día horrible.
—¿Quieres que tomemos algo?
Pienso que me vendría bien hablar con él, pero no me siento con ánimo de salir.
—No, gracias.
—Por favor. Déjame que vaya a verte.
—No, de verdad. Tengo la casa hecha un asco.
—Te voy a buscar con el coche. Tardaré diez minutos en llegar. Te llamo desde abajo.
Me rindo y acepto. Tiene gran poder de convicción y, además, hace tanto tiempo que nadie me insiste de ese modo. Gorka es la única persona en este mundo que se preocupa por mí y se lo agradezco desde el fondo de mi alma.
Nadie conocía mi relación con Gorka, cualquiera que fuese. La verdad es que tampoco quería darle una consideración especial. Era un compañero de trabajo, un amigo reciente y nada más, así que no tenía motivos para compartirlo con las pocas personas a quien podía interesarles mi vida. Por cierto, ¿a quién le interesa? ¿Quién se preocupaba por mí? Absolutamente nadie. No exagero. Sé que a unas cuantas personas, entre las que está mi hija, les importa mi bienestar, mi salud y poco más, pero les son indiferentes los detalles de mi vida cotidiana: si duermo bien o mal, si estoy contenta o triste, cuánto me duele un pie o con quién entro y salgo. Quizá sea la clase de incidencias que puedo compartir con Gorka, al menos, él me escucha con atención, se conmueve, me consuela y me reanima.
Cuando me metí en su coche, por cierto, un coche demasiado caro y lujoso para lo que yo suponía que eran sus posibilidades, Gorka bajó el volumen de la música, paró el motor y me dijo:
—Cuéntame. Aquí no nos molestará nadie.
¿Qué podía contarle? Traté de abreviar para no aburrirle, pero era imposible transmitirle mi padecimiento si no le ponía en antecedentes. No tenía ganas de remontarme a treinta años atrás, así que me limité a transmitirle someramente mi malestar con mi hija, su falta de confianza para contarme sus inquietantes relaciones con los hombres, la complicidad con su padre y lo marginada que me sentía del mundo de ambos.
Lo único que intuía sobre la vida de Gorka es que no tenía hijos ni pareja. Quizá la hubiera tenido, pero nunca me habló de su pasado ni de sus amigos o familiares, si es que le quedaba alguno. Tampoco habíamos tenido demasiadas ocasiones para contarnos nuestras respectivas vidas. ¿Llegaría pronto ese momento? Mientras tanto, me sorprendían cada vez más gratamente sus detalles sensibles, la elegancia de sus gestos, su conocimiento de las cosas. Parecía un hombre con más experiencia de la que le correspondía por su edad y su actual situación en el mundo. Con su enorme sentido común, me expuso, a propósito de los hijos, teorías admirables que me tranquilizaron.
La idea es que los padres, y más aún las madres de mi generación, tenemos un afán hiperprotector que suele irritar a los hijos, pero tampoco aceptan que les dejemos de la mano de Dios, porque entonces se sienten terriblemente vulnerables y desprotegidos.
Así es. Claudia no puede soportar que, cuando sale de viaje para rodar en otra ciudad, le dé consejos tales como que no beba con el estómago vacío, no mezcle distintos tipos de alcohol, que se abrigue en las madrugadas frías porque lo peor para las gripes son los cambios bruscos de temperatura. Soy una madre demasiado agobiante, pero tampoco puedo dejar de serlo.
Mi insufrible afán protector nace de la contradicción que comparto con la mayoría de mis coetáneos. Hemos sido tolerantes en exceso, porque odiábamos el autoritarismo y la disciplina férrea de nuestros padres. Creemos firmemente que para vivir en paz es indispensable hacer constantes y recíprocas concesiones. Teorías idílicas que quisimos aplicar a nuestros propios hijos.
La nuestra fue, sin duda, una generación afortunada. Hasta hace poco presumíamos de tener una trayectoria impecable, sobre todo, los que nacimos en España a mediados del pasado siglo y nos libramos por los pelos de padecer grandes tragedias históricas. No vivimos la guerra civil, ni la persecución nazi, ni los campos de exterminio, ni la Siberia de Stalin, ni la guerra de Vietnam, ni grandes cataclismos… Nos dedicamos a protestar contra todas las crueldades de las que nos libró el azar. La única excepción fue la dictadura franquista, cuyas secuelas afrontamos dignamente porque nos defendimos con la energía y la potencia de la juventud. Es cierto que no había libertad, y no utilizo un término grandilocuente, sino el relacionado con los asuntos domésticos y cotidianos. Conozco a muchos de los que sufrieron la represión de un modo brutal y se vieron en el exilio o fueron encarcelados, torturados e incluso asesinados. Los combatientes de primera línea no presumen de privilegios, pero nosotros sí, los que estábamos en la retaguardia, aunque nos privasen de decir lo que pensábamos, hacer lo que queríamos o leer a nuestros poetas favoritos.
A propósito de lecturas prohibidas, recuerdo la costumbre de visitar todos los sábados por la mañana la librería Cuatro Caminos. No puedo evitar la nostalgia de pensar en Rita, experta librera, voraz lectora y mujer cultivada que poseía una intuición prodigiosa para percibir mi estado de ánimo y sugerirme los libros más oportunos. Sus consejos cubrían toda clase de necesidades; lo mismo si le pedía sugerencias para superar una pena, que las últimas tendencias narrativas o ensayos sobre los asuntos más insólitos. Sabía prestar la ayuda adecuada y jamás me hizo perder el tiempo con una sugerencia literaria inconveniente. Tengo hacia esta persona inolvidable una gratitud inmensa y estoy segura de que los lectores que conocieron su librería guardan tan buen recuerdo como el mío, porque las personas que te enseñan a valorar las cosas no se olvidan jamás.
La pena es que Rita dejó de existir y la librería también, pero me queda la felicidad de aquellos tiempos y algunos ejemplares dedicados que conservo entre mis reliquias más queridas. Fue ella quien me descubrió a Clive Staples Lewis, eminente profesor de Oxford, autor de Una pena en observación, cuyo personaje interpretó magistralmente Anthony Hopkins junto a Debra Winger en Tierras de penumbra. O la estremecedora denuncia contra el nazismo, sugerente correspondencia sobre las librerías y los libros, 84, Charing Cross Road, de Helene Hanff, que pasó sin pena ni gloria en el momento de su publicación y más tarde causó furor. Y junto a ellos, deterioradas por el uso, sendas ediciones de Ecos de Egipto, de mi autor preferido, Naguib Mahfuz; y de Pentimento, el maravilloso libro de recuerdos de Lilian Hellman, que siempre me viene a la memoria, porque la vida de Rita tuvo muchas similitudes con la Julia de Hellman. Las dos lucharon contra sus respectivos regímenes dictatoriales, fueron perseguidas y acabaron prematuramente mal después de un largo exilio.
Por suerte, superamos pronto los funestos tiempos de la dictadura y empezamos a conquistar derechos constitucionales, civiles, laborales y profesionales que nos dieron un exceso de confianza. Disfrutábamos de nómina, trabajo estable, seguridad social, ahorros, propiedades y pensiones. Las mujeres, de manera particular, presumíamos hasta hace bien poco de tener una trayectoria impecable. Gracias a las diversas rebeliones sesentayochistas cambiaron radicalmente la vida cotidiana y las relaciones entre hombres y mujeres, padres e hijos, empresarios y trabajadores, jefes y empleados. En cuanto a nuestros contactos con los hombres se desarrollaban, al fin, de plena libertad. Fueron tiempos de un enorme desorden amoroso, en los que disfrutamos por primera vez, entre otras muchas ventajas, de la píldora anticonceptiva, el derecho a la interrupción del embarazo y la posibilidad de divorciarnos. Nuestros hijos no soportan ni una palabra más el autobombo generacional, les resulta tan tedioso como las hazañas bélicas de nuestros abuelos.
El mundo se ha transformado radicalmente y los jóvenes de ahora lo tienen más difícil. El sueño comenzaba a presagiar la pesadilla, y entonces quisimos garantizar una infancia maravillosa para nuestros hijos. Surgieron los problemas cuando los niños felices traspasaron la acogedora barrera de la infancia y tuvieron que afrontar la hostilidad que les esperaba al otro lado. Rigor en los estudios, competencia feroz, futuro laboral incierto, sueldos de miseria, el peligro del sida, la degradación climática y tantos fantasmas que en nuestra época no existían. No supimos encontrar el justo medio entre el «prohibido prohibir» y la «mano de hierro», entre nuestra permisividad y el autoritarismo de nuestros abuelos.
Queremos que los hijos vivan en un mundo estable, avanzado, justo y digno; en definitiva, les pedimos que remedien los problemas que nosotros no fuimos capaces de resolver.
Han puesto en evidencia nuestras contradicciones. No quieren ser como nosotros, porque nos han escuchado predicar sobre la dignidad y el hedonismo, pero nos han visto trabajar a destajo; porque les enseñamos la libertad y, a veces, por miedo, pretendemos cortarles las alas; porque les rodeamos de caprichos, les dimos todo hecho y ahora les pedimos que sean austeros y aprendan a valorar la voluntad y el esfuerzo.
Recuerdo de nuevo que de todo han pasado ya cuarenta años y aquella heterodoxa generación de encanecidos estamos al borde del crematorio, pero antes del declive final, no permitiré que nos roben la memoria.
—Nadie quiere robarte la memoria, Carlota. No eres un residuo histórico, sino una madre demasiado indulgente, como tantas otras —me dijo Gorka después de escuchar mis lamentos.
—Acepto tus críticas, pero no trates de apabullar.
—Solo he dicho que eres una madre quejosa.
—Mi hija dice que soy una impostora.
—Es una acusación muy recurrente. Los hijos quieren una infancia entre algodones y cuando la vida les pasa factura reprochan a los padres que no hayan sido más rigurosos con ellos, que no les hayan educado con firmeza para llegar donde se propongan.
—No puedes saber lo que me pasa —respondí con cariño—. Tú no tienes un hijo.
—En cierto modo, lo tuve.
—¿Lo tuviste? —le pregunté sorprendida—. ¿Qué quieres decir?
—Ésa es otra historia que ya te contaré cuando lo considere oportuno. Solo quiero decirte que es más importante el bienestar emocional de tu hija que cualquier otra consideración. No te engañes. Si el novio de tu hija se dedicase a la física cuántica, a la biología molecular o al derecho internacional, tú estarías más contenta. Pero como es un joven actor sin garantías, te asusta que no sepa cuidar a Claudia, a pesar de que tú te has sabido cuidar sola.
—Supongo que no lo dices en serio.
—Totalmente. Si un hijo logra un éxito arrollador ante la mirada de los otros, los padres creen que le han dado la mejor educación del mundo y él lo ha sabido aprovechar, por eso sienten recompensados sus esfuerzos y optan por ignorar todo lo demás. Somos así de incoherentes. Preferimos dejarlos «bien situados» aunque vivan insatisfechos. Un chico feliz, si carece de éxito profesional, le consideramos un fracasado.
—Me importa poco que triunfe o no.
—No es cierto. Lo que te preocupa es que sea un actor mediocre.
—Bueno, es una maldición que me persigue a donde quiera que vaya. Pero lo que más me preocupa es que sea lo peor para mi hija.
—No intentes engañarte, no servirá de nada. Le aceptarías sin vacilación si tuviera la fortuna de Brad Pitt.
—Como no es Brad Pitt, temo que Claudia se equivoque una vez más y no tenga arreglo.
—Tu hija no tiene necesidad de «arreglo». No quisiera ofenderte, pero tus ansias de perfección son patológicas.
—Más que molesta estoy confusa. No entiendo tu empeño en llevarme la contraria.
Puso todo su afán en convencerme de que somos imperfectos y por eso tropezamos siempre con el mismo muro. La sabiduría y la belleza se encuentran en los detalles imperfectos. Le comprendí algo mejor cuando me contó que los escasos indios hopi, supervivientes en una reserva de Arizona, cada vez que hacen un collar, insertan una cuenta defectuosa (la cuenta del espíritu) para lograr la belleza de la imperfección. También las hermosas alfombras iraníes de la tribu de los qashqai se tejen con errores intencionados, para que la vista no se canse de tanto esmero. Los japoneses dicen que la perfección carece de alma, porque la vida se caracteriza por el continuo e incompleto movimiento. Nada ni nadie es completo y mucho menos perfecto. Así que ese afán que tenemos todos por controlar y arreglar las vidas ajenas es una torpeza. Lo que se debe hacer por los otros y, en especial por los hijos, es estar con ellos, ofrecerles tu compañía sin condiciones ni peticiones, sin querer arreglar, controlar, cambiar, manipular o salvar.