Deseo, peligro

«La amistad entre los dos muchachos era tan seria y tan callada como cualquier sentimiento importante que dura toda una vida. Y como todos los sentimientos grandiosos, también contenía elementos de pudor y de culpa. Uno no puede apropiarse de una persona y alejarla de todos los demás sin tener remordimientos».

SANDOR MARAI,

El último encuentro

Pasé la tarde en casa de Gorka. Sí, ya sé que he dado un salto en el vacío. Mi mente va un poco acelerada, así que intentaré controlar mi excitación. Tendré que admitir una extraña coincidencia y es que me siento mejor desde que estoy en paro. La serie se acabó hace una semana y ¡quién me lo iba a decir!, cuando pensé que ya no volvería a coincidir con Gorka y que, inevitablemente, perdería a mi nuevo y misterioso amigo, recibo un e-mail, que decía lo siguiente: «Te invito a ver una peli en mi casa y luego podemos cenar. ¿Te gusta la pastela? Aquí abajo hay un cocinero marroquí que guisa de maravilla y nos la sube calentita. Me encanta el hummus. ¿Te apetece? Te espero en la calle Piamonte, 12, el portal de al lado del Arabian Restaurante, entras al fondo a la izquierda y ahí está tu casa. En fin, te ofrezco un buen plan. No me lo rechaces. Besos. Gorka».

La boca se me hacía agua según lo iba leyendo. ¡Qué comida tan deliciosa! Tardé un segundo en decirle que sí. «Llevaré cava o, mejor, un par de botellitas de Moët & Chandon. Aunque no sea una bebida muy magrebí, la ocasión lo merece. ¡Viva el mestizaje!».

Hay quien tiene el don de sacar el máximo partido a nuestras posibilidades. Gorka hace que me sienta ocurrente. ¡Dios, cómo he podido equivocarme tanto! Creía que era un misógino agresivo y resulta que sabe cómo tratar a las mujeres. Y no solo eso. Es atento, considerado, cariñoso y divertido, de los que pasan delante de ti en el taxi para que no te arrastres por el asiento hasta el extremo opuesto. ¡Dios mío, qué persona más encantadora! He mencionado dos veces seguidas a la divinidad. ¿Por qué me acuerdo de Dios después de tanto tiempo? ¿Qué me está pasando? Me sentía totalmente abandonada de la mano de la divina providencia y, ahora, de pronto, parece que me toca con su dedo todopoderoso.

Corrí hacia el armario en busca de ropa un poco más alegre de lo habitual. Tenía que deshacerme de toda la negrura que colgaba de las perchas y rebosaba en los cajones. ¡Se acabó el luto! Daré un salto desde el alivio a los colores del parchís. Me vestiré de rojo, amarillo, verde y azul, incluso violeta y naranja si es preciso. Dejaré el negro para la ropa interior, eso sí, con encajes y puntillas. Aunque, pensándolo bien, podría fabricarme una silueta postiza, como los vendajes que Marlene Dietrich se ponía bajo el vestido de lentejuelas y las plumas de cisne para dar forma a su divino cuerpo desvencijado por la edad y mostrarse como una diosa sobre el escenario a los setenta y tantos años.

Me dejó marcada la biografía que escribió su hija, donde afirma que tenía todos los vicios, pero los que más le gustaban de todos ellos era comer y beber. Fue una enferma de gula que cuando se ponía ciega de foie gras, salchichas con choucroute y champán francés, tomaba grandes dosis de magnesia para vaciarse y perder unos cuantos kilos.

Después de semejantes excesos, en varias ocasiones terminó en urgencias porque no había manera de cortarle la diarrea. ¡Qué locura de mujer!

Llegué a casa de Gorka bastante calmada y más discretamente vestida de lo que me había propuesto. Al fin y al cabo, no era para tanto. Ni por un instante confundí mi desmedida exaltación, la euforia que me produjo su llamada, con el menor deseo sexual. Solo buscaba compartir mi soledad con un amigo que parecía estar tan solo como yo. Soy una de esas mujeres que, según Margaret Mead, en las primeras relaciones buscan sexo, en la segunda, hijos, y en la tercera, solo una buena compañía. Eso es todo lo que esperaba de él, buena compañía.

Su recibimiento fue cordial, pero en algún momento me hizo pensar que no era su única invitada; que esperaba a alguien más. Todo en la casa tenía un inquietante aspecto de provisionalidad. Los objetos sugerían una vida ajena a aquel espacio diáfano con aspecto de loft poco luminoso. Tenía tres grandes ventanales abiertos de suelo a techo, pero daban a un patio sombrío, de ladrillos enmohecidos, donde guardaba una impecable bicicleta de aluminio, otra vieja muy deteriorada y unos cacharros con agua y restos de comida.

—¿Tienes perro?

—No, es para dos gatos del barrio que vienen a verme de vez en cuando.

El tono ocre de las paredes se confundía con el terroso de un largo sofá desvaído. Los escasos muebles parecían camuflados entre la gama de colores rojizos de las alfombras que cubrían gran parte del suelo. Tenía un narguile junto a la cabecera de una cama de gran tamaño, cubierta con una manta marroquí y un mosquitero recogido en el techo. Sí, aquello parecía una jaima aristocrática venida a menos, decadente, elegante, pero sin pretensiones. La sensación es que se había instalado transitoriamente en mitad del desierto. Aún más cuando metió mi botella de champán en la nevera y, como si fuera un beduino, se le ocurrió ofrecerme un té con menta.

—Así estará frío para la cena.

No me atreví a decirle que ya estaba frío y que prefería el champán para entonarme un poco.

—¿Te gusta el cine español?

—Depende.

—¿Y el cine asiático? —me preguntó.

—También depende.

—¿Has visto Brokeback Mountain?

—Sí, y la verdad es que no me apetece verla otra vez.

—No es esa la que quiero ver. Te iba a ofrecer Deseo, peligro, la última de Ang Lee, porque se me pasó en los cines y, si te parece bien, me encantaría verla contigo.

—Yo tampoco la he visto —dije sin excesivo entusiasmo.

—Me gusta su cine. Me asombra que afronte bien todos los géneros.

—No he visto todas sus películas. ¿Cuántos años tendrá Ang Lee? —se me ocurrió preguntarle.

—No sé, es difícil saber la edad de un chino, y menos en el caso de Ang Lee. Se sabe poco de su vida, pero será, más o menos, como tú o como yo.

—No es lo mismo —intenté precisar.

—Bueno, calculo que estará rondando los cincuenta.

—O sea, ni la tuya ni la mía.

—Año más, año menos, ¿qué importa?

Parecía sincero al tratar de quitarle importancia a la edad, o quizá fue otro detalle de cortesía. Con esa frase quedó zanjada la conversación.

Acto seguido, me preguntó que si estaba cómoda y si quería un puf para poner los pies. Apagó la luz, pulsó un botón de un mando a distancia, bajó una gran pantalla del techo y, antes de comenzar la proyección, me hizo otra pregunta.

—¿Doblada o en versión original?

—¡Estás loco! La duda ofende.

—Como quieras, pero seguro que doblada pierde.

¡Qué extraña situación! Me vi en silencio, a oscuras, en casa de un hombre al que apenas conocía, contemplando una secuencia interminable de unas chinas jugando al mah-jong y parloteando sin parar, mientras mis pensamientos se desbocaban. No podía concentrarme en la película. ¿Qué sentido tenía aquella invitación? A qué tipo de hombre se le ocurre compartir con una extraña una historia tan sofisticada, sugerente y llena de segundas intenciones. Seguro que la elección de la película era una indudable coartada cuyo objetivo oculto me resultaba de lo más inquietante. ¿Se trataba de una encerrona para hablarme de la pasión y el amor? ¿Pretendía insinuarme algo a través de la belleza, la traición, la deslealtad, la violencia…? ¿Quería comprobar algo que, previamente, le habían contado de mí? Estaba segura de que me había mentido, porque daba la impresión de haberla visto previamente. Escuchaba su respiración, el sonido que hacía el líquido al caer en el vaso de té, el ruido de la tetera cuando la depositaba sobre la bandeja metálica. No me atrevía a mirarle.

Pasado un buen rato y terminada la minuciosa partida de mahjong, logré controlar mis pensamientos y me dejé arrastrar por la intriga. Quedé atrapada por la belleza de los actores, sus miradas, la suntuosidad del vestuario, la lograda atmósfera de una ciudad china (así sería Shanghai en los años cuarenta) y, sobre todo, las escenas eróticas de dos cuerpos hermosos, sublimes, perfectos, entregados violentamente al placer sexual.

Al cabo de las dos horas y media, casi había olvidado que estaba compartiendo aquel regodeo estético con un desconocido. Finalizados los títulos de crédito, permanecimos ambos unos instantes en silencio.

—¡Espléndida! —dijo al fin—. ¡Qué belleza de película!

—Sí, realmente, es una historia conmovedora —farfullé con un hilo de voz.

—Me parece brutal la secuencia en la que aparece él vestido con un traje impecable y los zapatos ensangrentados. —Se quedó un buen rato meditando y luego añadió—: Bueno, voy a llamar. Seguro que ya tenemos la cena preparada.

Encendió la luz, apagó el proyector, subió la pantalla, se puso en pie y telefoneó al Arabian.

—¿Quieres una copa de champán? —me preguntó muy resuelto—. Estará bien frío.

—Sí, gracias —respondí con dificultad.

—Me gusta, me gusta mucho esta pareja. Jamás he visto cuerpos más perfectos.

Un par de minutos después llamaron a la puerta. La comida estaba dispuesta, pero yo no lograba salir de mi mutismo. Me dio una copa, abrió la botella, me sirvió champán y brindó.

—¡Por la belleza!

—¡Por Ang Lee! —dije, intentando deshacer el nudo que tenía en la garganta.

—Es un tipo espléndido, desde luego. ¿Nos sentamos a la mesa? —Como mi mudez persistía, no tuvo más remedio que continuar el monólogo—: Hummus con champán ¡Vaya mezcla!

—¿No te gusta? —pregunté con timidez.

—¡Me encanta! Pero nos vamos a inflar como dos globos.

—Me da la impresión de que es algo obsesivo —me arranqué, al fin.

—¿A qué te refieres?

—A los deseos reprimidos de Ang Lee. Todos sus personajes son unos reprimidos que logran romper la contención y siempre lo acaban pagando. Es insistente, en el fondo, trata de advertirnos siempre: «Cuidado con lo que deseas… todo tiene su castigo».

—Más bien creo que dice: «No dejes nunca de desear; no te reprimas; abandónate y olvida el peligro, a pesar de las consecuencias».

Durante las pausas, me rellenaba una y otra vez la copa de champán.

—¿Es gay? —pregunté, de pronto, arrepentida de mi súbita locuacidad.

—No, en absoluto. Tiene mujer y un par de hijos. Apenas sé más de él.

—Pues parece que le obsesiona la homosexualidad.

—No lo creo —me respondió con naturalidad—. ¿Quieres un poco de ensalada? Está deliciosa.

—Sí, gracias… No sé… Tanta represión emocional…

¿Viste El banquete de boda, la del tipo que oculta a sus padres que es marica? Lo mismo en Brokeback Mountain y ahora en esta.

—Creo que ésta es diferente.

—Hasta cierto punto.

¿Por qué me había enredado yo solita en una conversación tan embarazosa? Quizá me cayó mal beberme de un trago la primera copa con el estómago vacío, o quizá las muchas que siguieron, aunque fueran envueltas en placenteros bocados de comida. Lejos de mi intención sacar a relucir mis sospechas sobre la condición sexual de Gorka o sobre el peligro de los excesos pasionales, pero me había metido en un embrollo del que no tenía más remedio que salir.

—¿Te incomodan las secuencias eróticas? —me devolvió el guante.

—No, en absoluto… Aunque, en realidad, las de los vaqueros rozaban la pornografía.

—Pues a mí me parecieron tan imprescindibles como estas. Un amigo mío, director de cine, me cuenta que las escenas de sexo quedan mejor cuando son reales.

—¿Quieres decir que los chinos fueron capaces de follar delante de todos los mirones del rodaje? —exclamé.

—En ésta no lo sé, pero me consta que, a veces, en algunas secuencias de sexo explícito… Y no me refiero solo a los actores porno.

—Tenías razón —comenté en un intento desesperado de cambiar de rumbo—, la pástela estaba deliciosa.

—Hay una diferencia fundamental entre las dos —continuó, haciendo oídos sordos a mi comentario—. El sexo en Brokeback Mountain transcurre en un lugar paradisíaco y en esta, sin embargo, el ambiente es opresivo, cerrado, asfixiante…

No le respondí. Estaba entregada a la gula.

—¿Te estoy aburriendo?

—No, no, en absoluto.

—Está bien. Dejemos la película y hablemos de ti.

—Uff, estoy tan impresionada que no me resulta fácil hablar de otra cosa.

—¿Quieres una copa de algo?

—¡Qué dices! Me he bebido yo sola botella y media de champán.

—Hemos bebido los dos.

—No me encuentro bien. Estoy un poco mareada.

—Échate un rato en el sofá o en la cama.

—No, no, muchas gracias —dije, volviéndome súbitamente precavida—. Es tarde. Será mejor que me vaya a casa.

Era cierto que estaba muy alterada, no tanto por los efectos del alcohol como de una conversación que podía tener un desenlace inquietante. No quería llegar más lejos en ningún sentido. Rescaté el bolso y me puse de pie a toda velocidad.

—Está bien, te acompañaré a casa.

—No te molestes.

—¡Cómo! Iré a buscar el coche al aparcamiento. ¿Te importa esperarme en la puerta? Solo son cinco minutos.

—No, de verdad, gracias.

—Tres minutos. Voy corriendo.

—No, ya he dicho que no —dije bruscamente—. Prefiero ir en taxi.

Salimos a la calle, dimos unos pasos y la divina providencia de la que me acuerdo tanto recientemente, quiso que apareciese un taxi libre. Antes de abrirme la puerta, me abrazó con fuerza y me besó tiernamente en la frente y en las dos mejillas.

—Cuídate mucho y descansa, Carlota. Mañana te llamo.