«Pero ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma: envejecer, morir, es el único argumento de la obra». |
JAIME GIL DE BIEDMA,
«No volveré a ser joven»,
Poemas póstumos
Los sueños de juventud me llevan indefectiblemente a calcular lo poco que me queda para entrar de lleno en la vejez. Lo que me aterra verdaderamente es padecer alguna enfermedad que me afecte a la cabeza. Hace tiempo que anunciaron la aparición de una píldora para prevenir la amnesia, pero los avances científicos trascienden con demasiada antelación y crean falsas expectativas. No existe, hasta el momento, un medicamento que actúe de modo eficiente contra la pérdida de memoria, a pesar de que un afamado neurólogo neoyorquino declaró que había aplicado un remedio para el cerebro de unos ratones afectados por una enfermedad neurodegenerativa. Los laboratorios farmacéuticos calculaban que, tras el éxito de la fase experimental, habría que esperar cinco años para comercializar el producto, pero del invento nunca más se supo.
Soy adicta a la revista Nature y, a propósito de adicciones, también he seguido, infructuosamente, el rastro de otro presunto descubrimiento, según el cual, en determinada zona del cerebro tenemos un grupo de neuronas que reacciona cuando somos conscientes de haber cometido un error. También en este caso llevaban muy avanzada la experimentación con simios. El hallazgo sería muy útil para evitar los desórdenes obsesivo-compulsivos que tanto me afectan últimamente. De todos modos, por el momento, debo olvidarme de tanta promesa científica.
Mi única terapia para evitar el pánico que tengo a la ofuscación y a la desmemoria consiste en recordar a ancianos insignes y venerables como la escritora Doris Lessing, la científica Rita Levi o mi antiguo vecino Miguel. Hace tiempo que la juventud se vende en bruto como si fuera el tesoro más valioso, y ese afán por sobrevalorar algo tan fugaz, que se pierde inexorablemente con los años, nos lleva a realizar esfuerzos patéticos para mantener una apariencia juvenil.
Es imposible disimular el paso del tiempo por más que luzcas una hermosa melena, vayas enfundada en un traje primoroso, con la dentadura completamente blanca y reluciente, y el ánimo esforzado al que se enfrentan algunas mujeres retocadas, solo para escuchar que se conservan bastante bien para su edad. Cometo una grave discriminación al referirme solo a las mujeres, pero es que somos nosotras las que nos entregamos con ardor a la tortura de la eterna juventud. Una vez más, para animarme, repasaré la lista de mis sexagenarias míticas: Jane Fonda, Susan Sarandon, Meryl Streep, Glenn Close, Dominique Sanda y Jessica Lange. A ninguna he tenido el placer de doblarlas. Todas ellas hablan del poder liberador de la edad y de cómo el paso del tiempo, a pesar de los surcos que va dejando en el rostro, les redime de la esclavitud, aunque acaban confesando que se han hecho algún retoque, mediante anestesia o sin ella, con avanzados tratamientos de estética.
Como a mí no me lo exige el guión, soy incapaz de mantenerme como ellas. Aun así, quiero reivindicar los valores de la senectud y soñar con la posibilidad de ser una vieja alegre y satisfecha y, por encima de todo, que no se me encoja más el cerebro aunque mi cara se convierta en una pasa. Sigo buscando obsesivamente los avances científicos que prometen píldoras para prevenir la amnesia. El cerebro decrece progresivamente cuando entramos en la cincuentena y, a partir de ese momento, cada año que cumplimos, su volumen disminuye un uno por ciento y aparecen a una velocidad galopante síntomas avanzados de la desmemoria. Me inquieta todavía más saber que el cerebro encierra enigmas psicoanalíticos que no se han logrado descifrar a lo largo de los siglos. Nadie sabe dónde situar físicamente la fuerza de ciertas ideas que no tienen proyección espacial, ni referente empírico, no se pueden ver, medir o pesar, pero dirigen los conceptos. Por eso en la ciencia existen grandes márgenes de error. Surge, de repente, un elemento caótico que desbarata todos los razonamientos. La teoría del caos es la única explicación para entender las cosas absurdas que nos suceden.
¿Qué me impulsa a creer que la vida merece la pena, cuando hace una semana estaba al borde de la derrota? ¿Dónde nace la ilusión? Rita Levi-Montalcini (Turín 1909) neuróloga, premio Nobel de Medicina, sostiene que la razón es hija de la imperfección. «En los invertebrados todo está programado: son perfectos. Nosotros, no. Y, al ser imperfectos, hemos recurrido a la razón, a los valores éticos: discernir entre el bien y el mal es el más alto grado de la evolución darwiniana».
A raíz de los homenajes que le ofrecieron para celebrar sus inminentes cien años de vida dijo que mantenía la misma ilusión y capacidad de cuando tenía veinte años, y debe de ser cierto, porque aún sigue pensando y trabajando cada día. «Mi cerebro no conoce la senilidad —respondía en una entrevista publicada en La Vanguardia en diciembre de 2005—, el cuerpo se me arruga, es inevitable, pero no el cerebro. Gozamos de gran plasticidad neuronal: aunque mueran neuronas, las restantes se reorganizan para mantener las mismas funciones. Por eso conviene estimularlas. Mantén tu cerebro ilusionado, activo, hazlo funcionar, y nunca se degenerará. Vivirás mejor los años que vivas. Eso es lo interesante. La clave es mantener curiosidades y tener pasiones».
Se expresa de un modo tan elemental y con tanta humildad que nadie diría que esta mujer centenaria ha dedicado su vida precisamente a investigar cómo crecen y se renuevan las células. En 1947 trabajó como neuróloga en la Universidad Washington de San Luis (EEUU), donde descubrió la proteína NGF, estimuladora del crecimiento de las fibras nerviosas. Tuvo que esperar varias décadas hasta que se reconociera la validez de su hallazgo y, al fin, en 1986 le concedieron el premio Nobel.
Dicen los brahmanes que cuando el hombre pone el pie sobre la tierra pisa cien caminos. Solo los sabios saben elegir el más conveniente. Cuenta Rita Levi que de niña se empeñó en estudiar, aunque su padre quería que se casara y, como todas las mujeres, fuera una buena esposa y una buena madre. Se negó a casarse y a tener hijos, porque entró en la jungla del sistema nervioso y quedó tan fascinada por su belleza que le entregó todo el tiempo de su vida. Cuando Mussolini emprendió la persecución de los judíos en Italia, Rita Levi tuvo que ocultarse para evitar la deportación, pero no dejó de investigar. Montó su laboratorio en la misma habitación donde permaneció escondida y allí inició la investigación que le llevó a descubrir la apoptosis, la muerte programada de las células. Durante la guerra trabajó como médica para la Resistencia y las tropas aliadas. Su teoría es que existen muchos premios Nobel entre los judíos porque la persecución nazi fomentó en ellos el trabajo intelectual; podían prohibirles todo, menos pensar. La necesidad de superarse fue para ella un estímulo y, sobre todo, el ejemplo del doctor Albert Schweitzer, que dedicó todos sus esfuerzos y conocimientos a curar la lepra en África.
Quiso el azar y la necesidad que los pasos de Rita Levi recorrieran el mismo camino que el doctor Schweitzer y hoy trabaja para que las niñas africanas tengan becas y puedan prosperar en sus estudios. Su deseo es que salgan muchas científicas, a las que llama herederas de Hipatia de Alejandría, una joven y bella astrónoma, matemática y filósofa que vivió en el siglo IV. Fue admirada por la magnitud de sus conocimientos y su muerte violenta marcó un punto de inflexión entre la racionalidad de la cultura griega y el fanatismo religioso de la Edad Media. Hipatia de Alejandría era pagana y se negó a convertirse al cristianismo. Fue la causa de que unos religiosos fanáticos la asesinaran en el centro de Alejandría. Ya no acabaremos asesinadas en la calle, como ella, por unos monjes misóginos. Algo ha mejorado el mundo para las mujeres.
En cuanto a mi vecino Miguel, al que he aludido al principio, yo le consideraba un sabio. Se quedó ciego a los setenta años, pero tuvo la fortuna de vivir alegre hasta los noventa y siete. Algunas noches me detenía ante su puerta para rogarle que me contagiase parte de su alegría. Cuando intuía que iba a salir a su paseo diario, me hacía la encontradiza para darle un beso.
—Hola, Miguel, ¿cómo te encuentras hoy?
—Sano y contento.
La mayoría de las veces le comentaba cualquier tontería, pero otras le pedía consejos de vital importancia para mí. En cierta ocasión le pregunté cómo debía educar a mi hija. Él tenía cuatro hijos varones ya mayores, que parecían felices y bien educados.
—Dale mucho cariño —me respondió—, es bueno que se sienta muy querida. Pero cuando haya crecido lo suficiente ya solo puedes hacer dos cosas: dar ejemplo y rezar. —Y, después de una pausa, añadió—: No sé si crees en la oración, pero de lo que no te libras es de dar ejemplo. La oración te da esperanza y el ejemplo es un compromiso que tenemos todos los seres humanos. Todos vivimos en una sociedad de influencias mutuas, somos ejemplo para los demás y los demás son un ejemplo para nosotros.
—Te agradezco mucho el consejo, Miguel.
—¿Te puedo sugerir algo más?
—Siempre me interesa lo que dices.
—¿Sabes que soy cristiano?
—Sí, claro que lo sé.
—No te pregunto por tus creencias o por tu fe.
—No sabría qué contestarte. Creo en demasiadas cosas que no entiendo, pero no tengo una fe determinada.
—Me alegro de que seas creyente, sean cuales sean tus dudas. El hecho de tener mi propia religión no me impide respetar a las otras. Tengo un enorme respeto por el Dalai Lama y me gustaría regalarte la oración, un mantra dicen los budistas, que él ha difundido para meditar sobre la llegada del nuevo milenio.
—A mí también me parece un personaje admirable.
—Cógelo, está en la mesa, bajo la lámpara. Dáselo a Claudia, pero a ti también te vendría bien leerlo.
En la mesa, efectivamente, encontré una hoja escrita con el siguiente texto:
Instrucciones para una vida
Ten en cuenta que tus grandes amores y logros entrañan un gran riesgo.
Si pierdes, no pierdas la lección.
Aplica las tres «r»: respétate a ti mismo, respeta a los demás y responsabilízate de tus acciones.
Recuerda que, a veces, no conseguir lo que quieres es un maravilloso golpe de suerte.
Aprende las reglas para que sepas incumplirlas cuando conviene.
No permitas que una pequeña discusión empañe una gran relación.
Cuando te des cuenta de que has cometido un error, toma inmediatamente las medidas necesarias para corregirlo.
Pasa algún tiempo solo todos los días.
Abre tus brazos al cambio, pero no abandones tus valores.
Recuerda que, a veces, el silencio es la mejor respuesta.
Vive una buena vida ordenada. Después, cuando seas mayor y mires hacia atrás, serás capaz de disfrutar de nuevo.
Un entorno de amor en tu hogar es la base de tu vida.
Cuando no estés de acuerdo con tus seres queridos preocúpate únicamente por la situación actual. No hagas referencias a anteriores disputas.
Comparte tus conocimientos. Es la forma de lograr la inmortalidad.
Sé bueno con la madre Tierra.
Una vez al año acude a un lugar al que nunca hayas ido antes.
Recuerda que la mejor relación es aquella en la que el amor mutuo es mayor que la necesidad mutua.
Juzga tu éxito en función de aquello a lo que has renunciado para conseguirlo.
Ama y cocina con absoluto derroche.
Medita sobre todo lo anterior y tu vida mejorará.
Fue la última conversación que tuvimos antes de despedirnos. Miguel murió el último verano del siglo XX, y aunque yo no estaba con él, la persona que le acompañó en los últimos momentos me dijo que se quedó dormido a la hora de la siesta, mientras le leía un texto que dejó subrayado, porque fue lo último que le leyó en su vida: Nuevamente la eterna cuestión: «¿Dónde termina el cuerpo y dónde empieza el alma? El cuerpo pertenece a la descripción del alma. Ésta no se halla dentro de él como el vino en la botella, sino como el alcohol en el vino. Yo no tengo un cuerpo, soy un cuerpo. El hombre entero es todo el cuerpo no menos que alma…». Y al llegar este momento se dio cuenta de que ya no respiraba. El texto referido pertenece a Feria de Utopías. Estudio sobre la felicidad humana, de José María Cabodevilla, libro que me dejó en herencia y que guardo como oro en paño. Tenía una dedicatoria: «A mi querida Carlota, este libro de un hombre esencial. Espero que te guste (ver página 123). Con el cariño eterno de Miguel». Fui ansiosa a consultar dicha página, donde había marcado un párrafo que dice así: «En dieciséis siglos, por lo visto, la doctrina agustiniana de la felicidad no ha perdido adeptos. Y María tiene una camiseta con ese letrero, negro sobre fondo rojo: Happiness is having a friend…» (Y en estos puntos suspensivos había añadido con su letra: Carlota).
La muerte de mi amigo es la que todos deseamos. Tuvo una buena muerte y una buena vida. Ahora que inicio el camino hacia la vejez pienso más en él. Me pueden quedar todavía muchos años antes de morir, pero si quiero seguir su ejemplo y vivir plenamente, tengo que esperar contra toda esperanza. Aún recuerdo sus consejos. Cuando te encuentres exhausta y desengañada de todo, no te abandones. Tirar la toalla es una tentación irresistible, porque implica dejar de luchar, tomarse una tregua, encontrar un descanso. No deja de ser una decisión patológica, porque ese presunto bálsamo se transforma en un veneno que te destruye.
El desaliento y la falta de ganas de vivir son el preludio de diversas enfermedades orgánicas que conducen inexorablemente a la muerte. No son simples frases retóricas, sino experimentos biológicos realizados con animales. Cuando encerramos a una mosca, una avispa, un escarabajo, un saltamontes, una rana o una rata en un lugar del que le impedimos salir, el pobre bicho se desasosiega e intenta desesperadamente buscar una salida, y si no la encuentra se rinde y muere. Pero no muere por falta de aire, de alimento o por agotamiento, sino por desesperación. Es una prueba triste y cruel.
Recuerdo con entusiasmo a los ancianos venerables, porque vivieron con alegría todos sus ciclos vitales, desde la infancia a la ancianidad, y por eso resultan ejemplos tan estimulantes, al menos, para mí. No digo que tuvieran una existencia fácil. Quizá lo pasaron mal en muchos momentos, pero lo importante es salvar la memoria, mantener la esperanza y poder dormir en la almohada rellena de buenos recuerdos.