«Sentía a mi alrededor el tumulto de mi futuro, la promesa de los días que me aguardaban, los años emocionantes que tenía ante mí. A los grandes hombres les ha ocurrido siempre así, una agitación interior, una energía misteriosa que los separa del resto de la humanidad».
JOHN FANTE,
Un año pésimo
Me he levantado tarde, pero, antes de ponerme a cocinar, salgo a la terraza para tomar los primeros rayos de sol de este largo invierno desapacible, mientras escucho la música de Amy Winehouse que me ha pasado Claudia desde su iPod. Se lo pedí el otro día porque me cautivó cuando la vi actuar por primera vez en un concierto que emitieron en televisión. Me agobia ver su imagen autodestructiva, pero me entusiasma escucharla. La pena es que no sobreviva demasiado tiempo.
Como soy tan obsesiva con las comparaciones, me evoca las noches en las que Benjamín repetía hasta el aburrimiento las canciones de Billie Holiday, una vida igual de perturbada y caótica que la de Amy, solo que entonces los trapos sucios se lavaban en casa. Pocos sabían que fue víctima de hombres violentos y que cantaba bajo los efectos de las drogas y el alcohol. Ahora conocemos al detalle sus tropiezos y fatalidades.
Cuanto más talento tiene un artista, más susceptible es de desmitificación. Los viejos mitos han sido aniquilados. Descubrir que la gente no es como parece produce un enorme placer entre mi generación de iconoclastas. Hemos bajado de su pedestal a la mayor parte de las leyendas de Hollywood; acusados de psicópatas, como Marión Brando, pervertidos, como Burt Lancaster, viciosas como Marlene Dietrich o delatores, como Elia Kazan. Hay matices, de todos modos, entre despellejar a un músico como Elvis Presley o a una estrella cinematográfica como Ava Gardner, que viven de su imagen y están expuestos permanentemente a las miradas de todo el mundo, que hacerlo con un escritor como Simenon, un afamado filósofo como Jean Paul Sartre o un científico como Einstein. Sacar a relucir las miserias de los famosos se ha convertido en uno de los más prósperos negocios. Ahora dicen que Malraux era un megalómano, ignorante y manipulador que se inventó falsas hazañas. Qué decir sobre las rarezas patológicas que se cuentan sobre mi admirado Truman Capote. Indagar en las entrañas de los ganadores es un enorme placer de comadres, porque a todo fracasado le alivia saber que detrás de una gran fortuna suele haber un gran delito, igual que tras un éxito arrollador se esconde algún truco.
A las mujeres se las tritura con mayor facilidad: si tienen éxito con las novelas se dice que han sido escritas por sus maridos; si ocupan un puesto político es porque forman parte de la cuota; y si mantienen un físico espléndido, a pesar de los años, se le atribuye el mérito al cirujano de moda. Los triunfadores son carne de diván. Pobre Amy Winehouse, tiene veinticuatro años y una voz maravillosa, pero está plagada de defectos que excitan el olfato de los paparazzi. Están dispuestos a descuartizarla y enterrarla.
Mientras escucho Rehab, su éxito más rotundo, veo en YouTube fragmentos de su anatomía captados con potentes teleobjetivos. Los orificios de su nariz con residuos del polvo blanco, su boca desdentada por los estragos de la droga, las huellas que la mala vida va dejando sobre su piel castigada por una desagradable dermatitis. They tried to make me go to rehab but I said “no, no, no” («Intentaron hacerme ir a rehabilitación pero dije “no, no, no”») repite el estribillo con su voz sorprendentemente limpia de toda sospecha. Ya sé. Es una chica mala que embiste contra el mundo para destruirse a sí misma, pero tiene talento. No hay ser humano que resista semejante trato y yo solo quiero escuchar su canción. «Prefiero estar en casa con Ray». Habla de Ray Charles, uno de sus ídolos, depredado también por los carroñeros. I don’t ever wanna drink again («No quiero volver a beber»). I just, ooh, I just need a friend («Simplemente necesito un amigo»).
¿Quién no necesita un amigo, querida Amy? Me voy a cumplir con mi deber. Entro en la cocina, pelo la cebolla, corto las verduras y deshueso el pollo. Me concentro en el guiso mientras sigo con la música pegada a la oreja. Al cabo de los tres cuartos de hora tengo preparado el pollo al curry que me pidió ayer Claudia. Cuando ella viene se me abre el apetito. No es que los demás días deje de comer, pero mis menús solitarios son limitados e hipercalóricos: bocadillos, huevos, patatas, salsas, latas, chocolate y restos del fin de semana acumulados en el frigorífico. Debo de tener disparado el colesterol, la glucemia y la grasa. Me debato entre la privación y los excesos. La gula nunca fue un placer solitario.
Me inquieta asociar ideas entre comer, beber y amar. Vázquez Montalbán sostenía que quien se guisa un plato y se lo come en soledad es un onanista. Hace años leí su divertido relato La gula, donde mezcla gastronomía, teología y marxismo a través del monólogo de un exquisito gourmet que naufraga en una isla desierta. Este robinson, que ha sido obispo en el Vaticano, se ve obligado a reinventar sus propias teorías gastronómicas, en las que adquiere un simbólico protagonismo el bacalao que Dios le envía. Gracias a su ingenio culinario convierte el bacalao, una momia conservada en salazón, en un alimento prodigioso, como si fuera el maná caído del cielo. «Solo a un genio —decía Vázquez Montalbán— se le ocurre remojar la momia, utilizar el agua del hervor, moverlo con un poco de aceite y ajos para convertirlo en bacalao al pil pil. De ahí se desprende todo un discurso teológico».
Claudia es mi particular discurso teológico. Solo ella logra encerrarme en la cocina toda la mañana para hacer cebolla caramelizada e incluso el auténtico dulce de leche como el que elaborábamos lentamente su padre y yo, vuelta tras vuelta con la cuchara de palo, mientras caía una botella de Sauternes acompañada de tostadas con foie. Me hace daño echar de menos aquel tiempo placentero.
Ha llegado Claudia y aún no he puesto la mesa.
—Las paredes están llenas de mugre, mamá.
—Lo sé, hija.
—¿Has pensado en pintarlas?
—Me da tanta pereza…
—Siento decírtelo, pero es que dan asco.
—Tiene fácil arreglo; no las mires.
—¿Sabes que te picas por nada? Eres una cascarrabias.
—No me llames eso. Es la segunda vez que me insultan en una semana.
—Pues siento coincidir con tus enemigos.
Estoy al borde de la lágrima. Los ataques de mi hija me bajan las defensas.
—Vamos, mamá, no dramatices. No es para tanto.
—Estoy tan cansada de todo, hija.
—¿Has probado a poner otra cara?
—No sé cómo se pone otra cara.
—Mira, yo te enseño…
Hace una mueca exagerada con los labios.
—Venga, mamá, copia mis gestos. Abre la boca. Estira los labios, enseña los dientes y di conmigo «ja, ja, ja…». Anímate, mamá. Es divertido.
Me veo como una payasa copiando sus gestos, pero logra arrancarme una sonrisa.
—¡Ánimo, mamá! La vida te sonríe. Estás sana, tienes trabajo, tienes dinero y una hija que te quiere… ¿Qué más puedes pedir?
Puedo pedir que no me den estos ataques de melancolía, pero es como pedir la luna. Claudia tiene razón; no debo quejarme, pero me quejo. Hay cosas que solo se hacen un número limitado de veces en la vida y tengo la amarga sensación de que jamás encontraré un lugar como La Vecchia Roma, ni repetiré el placer del Sauternes con foie, ni siquiera la voz de Billie Holiday me sonará como aquella noche en la playa cuando nos quedamos dormidos esperando contemplar el eclipse de luna. Entonces todo parecía ilimitado y, sin embargo, ahora sé definitivamente las cosas que ya no haré más. Es la diferencia entre la ilusión de entonces y la desesperanza de ahora.