«Coged las rosas mientras podáis, veloz el tiempo vuela. La misma flor que hoy admiráis, mañana estará muerta…».
WALT WHITMAN
Mi madre murió a la misma edad que yo tengo ahora. Lo recuerdo como si fuera ayer y, sin embargo, han pasado cuatro décadas. A estas alturas de mi vida de todo hace ya cuarenta años.
En aquella época veía a mi madre como una señora mayor, casi como una anciana, aunque se fue de este mundo con la piel tersa, apenas sin canas y sin una sola pata de gallo. Las mujeres de mi familia han lucido siempre un cutis excelente. Yo tampoco aparento la edad que tengo. Si hay una frase que me saca de quicio es precisamente ésa, «pareces más joven de lo que eres», y si hay una expresión que detesto es «¡qué cutis!», porque todo el que intenta adularme hace referencia a su tersura. No se les ocurre nada mejor. La piel es algo más que el envoltorio del cuerpo. Para los orientales es el reflejo del espíritu. Sé bien que si algún día logro adelgazar, me quedaré con la cara tan arrugada como un pergamino. De joven era muy flaca, pero engordé desmesuradamente a raíz de un viaje que hice a Londres donde pasé tres meses alimentándome de mala manera, a base de los restos de bollos y mantequilla que se dejaban en las bandejas los clientes del hotel donde trabajaba un par de horas diarias. Me costó mucho tiempo y un enorme esfuerzo perder aquellos kilos que recuperé cuando dejé de fumar bien entrada en la cuarentena. Una de las pocas veces que me quedé en los huesos fue después de la muerte de mi madre. Solo estuve verdaderamente flaca en dos ocasiones más, siempre a raíz de alguna enfermedad o una muerte cercana. Esa clase de desgracia es lo único que me quita el hambre.
Ahora mismo estoy rebañando los restos de besamel que han quedado pegados en la sartén donde he hecho la pasta de las croquetas que tanto le gustan a mi hija. Cocino, sobre todo, los fines de semana, cuando puedo prolongar la sobremesa con ella y, a veces, con sus amigos y sus parejas que, por cierto, se suceden con demasiada frecuencia. Entonces hago las mismas comidas que solía hacer mi madre los domingos: las famosas albóndigas de solomillo, las croquetas de jamón, la consabida paella de verduras y los postres de chocolate o de yogur con limón. A todo le echo un poco de fantasía que consiste escuetamente en añadir curry, azafrán o cilantro a los platos salados y vinos o licores a los dulces. El cuscús es la única novedad culinaria que he añadido al menú.
Mientras doy forma a la masa de las croquetas me veo como lo que soy: una divorciada gorda al borde de los sesenta, como Marianne Faithfull en Irina Palm, aquella película tremenda donde la protagonista se ve obligada a prostituirse para pagar el costoso tratamiento de su nieto enfermo. Ya me gustaría ser así, no como Irina Palm, naturalmente, sino como Marianne Faithfull hace cuarenta años, cuando cantaba Something better y era una joven hermosa de rubia melena y mirada seductora, nada menos que la chica de Mick Jagger. También yo era atractiva en aquellos años, aunque jamás tuve relación con los Rolling Stones, Anthony Hopkins o Alain Delon. Pensándolo bien, prefiero no meterme en la piel de una mujer adicta a la heroína que superó un coma por sobredosis, perdió la custodia de sus hijas, tuvo algún intento de suicidio y un cáncer de mama. Todo eso le pasó a la Faithfull, pero lo cierto es que resucitó y ahí está caminando erguida a los sesenta y tantos años. Aunque me azoto frecuentemente con la nostalgia, no hubiera soportado tantas dosis de autodestrucción.
Nunca me hubiera imaginado tal y como me encuentro en estos momentos: fondona, desgreñada, con la dentadura teñida por el café y el humo de los cigarrillos, siempre vestida de negro, no tanto porque los colores alegres me hacen más voluminosa sino por pura desidia. De negro o de blanco, quizá para camuflarme con la noche o el día. ¿Cuántos cigarrillos, por cierto, habré fumado para tener los dientes tan amarillentos?
He perdido un poco la cabeza y, si quiero recuperarla, no debo desperdiciar una sola oportunidad de entrenar mis neuronas, así que abandonaré por unos momentos los fogones y me iré en busca de la calculadora. Lo malo es no saber cuándo se empieza a fumar o, para mayor precisión, cuándo se compra la primera cajetilla. Me veo fumando un Pall Mall largo sin filtro en la cama de una habitación en un calle de París. Hago recuento de los lugares donde he dormido, y aunque no fueron muchos, sí los suficientes para confundir las camas de los hoteles con las habitaciones de mis amigos. Comprendo la confusión en determinadas situaciones, porque Guido era portero de noche en un hotel y me prestaba la cama que tenía en la buhardilla con la condición de que la dejase libre por la mañana cuando él subía de la recepción. No siempre cumplí mi palabra, pero no quiero distraerme ahora con los recuerdos de Guido, sino averiguar cuántos cigarrillos habré fumado a lo largo de mi vida.
Mi memoria, sin embargo, es tozuda, tiene vida propia y se queda ensimismada en algo que querría olvidar. Me niego a detenerme en la historia de Guido, éramos muy jóvenes y él no estaba enamorado de mí, sino de Blanca, una aristócrata sin fortuna recién casada con un viejo multimillonario que resultó ser impotente. El pobre hombre creía que su joven esposa era virgen, pero lo cierto es que perdió la virginidad con Guido, al que visitaba durante el día en la buhardilla del hotel, por eso yo tenía que desalojar la cama muy temprano. El caso es que por entonces solo fumaba ocasionalmente y debía de tener unos diecisiete o dieciocho años. Tal vez lo del Pall Mall sin filtro fuera después, en la cama de Nicolá, un actor rubio de ojos intensamente azules que por amor al arte participaba en la compañía de Savary y después se ganaba unos francos trabajando los fines de semana en un taxi. En aquel coche me paseó por todos los barrios de París.
Quiero quitarme de encima esas imágenes absolutamente nítidas, pero la memoria me lo impide. Creía haber borrado determinados nombres de mi biografía y, sin embargo, al cabo de un cúmulo de años se presentan como si hubieran tenido alguna importancia en mi vida. Juro que no la tienen, pero reaparecen como fantasmas inoportunos, ignominiosos, indeseables. El caso es que ya entonces fumaba, aunque fuera ocasionalmente o inducida por las malas compañías. Lo más probable es que antes de los veinticinco años fuese ya adicta en alguna medida, de modo que, calculando por lo bajo una media de una cajetilla diaria durante más de tres décadas, habré encendido unos 300.000 cigarrillos, quizá, más de medio millón, porque hubo temporadas de mayor intensidad. Nadie sabe qué cantidad de nicotina garantiza un cáncer de pulmón. Mi padre fumaba Record y yo empecé con Rex, Ducados (Gitanes o Gauloise cuando estaba en París), luego me pasé al rubio, Camel, Pall Mall kingsize (de manera excepcional como se ha visto), Lucky Strike, LM, Chesterfield, Winston, Marlboro y, definitivamente, Marlboro light. Puedo reproducir con precisión la imagen de cada marca. ¿Qué necesidad tendrá mi cerebro de conservar tanta futilidad?
Dejé de fumar en el 93, el mismo año que lo dejó el pintor Antonio López, según he leído en los periódicos. Fue tal el esfuerzo que casi pierdo la memoria. Lo mismo le sucedió a Norman Mailer. Describe el proceso con precisión en la novela Los tipos duros no bailan, a través del personaje de Tim Madden, expresidiario de mediana edad, escritor fracasado, alcohólico y amnésico por culpa del tabaco, mejor dicho, porque abandonar el hábito supone un grave quebranto en su capacidad creadora. Era tal el mono que tuvo que reaprender a escribir desde el principio, y cuando consiguió la proeza de redactar un párrafo seguido, no pudo resistir el esfuerzo de contención y volvió a llenarse de nicotina. Mis ídolos infantiles siempre fumaban: comanches, pistoleros, gánsteres, detectives y las actrices más provocadoras de Hollywood.
Siempre lo echaré de menos y, a veces, sueño que fumo, sobre todo, cuando lo asocio a las escenas de placer que no quiero recordar en estos momentos de soledad.
En febrero de 1993 estaba convencida de que fumaba el último Marlboro de mi vida. Acosada por las incipientes prohibiciones, la intolerancia de algunos amigos exfumadores y mi propia tos, decidí abandonarlo definitivamente. Me sentía tan perseguida que si mantenía una conversación prolongada y acumulaba más de cuatro o cinco colillas en el cenicero, metía alguna en el bolso disimuladamente para borrar las huellas de mi vergonzante adicción. Como me impedían fumar en ascensores, aviones, taxis, librerías y supermercados, pedí a mi amigo Stephen que me trajera unos parches de nicotina que vendían en Nueva York, pero antes de utilizarlos, la mezcla explosiva del parche y las caladas furtivas causaron varios infartos en enfermos coronarios por exceso de nicotina y cundió la alarma. Así que probé otros métodos peregrinos e ineficaces, tales como mascar la raíz de una planta usada como afrodisíaco en la India que dejaba en la boca un sabor insoportable, amargo y nauseabundo, un costoso mes de acupuntura con un presunto médico chino, un largo tratamiento de bolitas de homeopatía, una pitillera automática que dosificaba la frecuencia de cada cigarrillo, infusiones de hierbas aromáticas, chicles de nicotina… todo fue inútil. Hasta que un buen día me hice fuerte, el cerebro me hizo click y tuve la voluntad de abandonar el vicio.
Vuelvo a las croquetas ya casi dispuestas para la comida, mientras desfilan por mi mente marcas de cigarrillos mezclados con personas que creía definitivamente olvidadas. Son recuerdos, sobre todo, de carácter visual. Soy muy presuntuosa con mi memoria fotográfica. Me creo capaz de reproducir los bordados de las sábanas e incluso el dibujo del cabecero de la cuna en la que dormí hasta los cuatro años. Mi duda es si lo recuerdo realmente de aquel momento o es que he vuelto a ver esas reliquias que han permanecido almacenadas desde tiempo inmemorial en el altillo de un armario. Siempre que se me aparece nítidamente una evocación tan temprana sospecho que es una reconstrucción posterior.
Con el delantal y la cuchara de palo en la mano, me lanzo sobre mi hija Claudia que acaba de llegar de la calle.
—Hola, Claudia. ¿Por casualidad tú has visto alguna vez en esta casa una sábana bordada con el dibujo de Bambi en el embozo?
—¿Qué dices, mamá? ¿De qué me estás hablando? —me responde con evidente irritación.
No insistiré. La relación con mi hija es manifiestamente mejorable. No podemos vivir la una sin la otra, como lo demuestran las astronómicas facturas de teléfono que pago solo de las continuas conversaciones que mantenemos en cuanto nos alejamos unos kilómetros. Los problemas surgen con el roce, la cercanía, la interpretación de los gestos, los portazos, los silencios elocuentes, las preguntas inoportunas como la del dibujo de Bambi o cualquier otra que revele una obsesión agazapada o una curiosidad malsana. Nos conocemos demasiado bien como para disimular nuestros pensamientos. Claudia sabe que estoy obsesionada con el paso del tiempo y no soporta mis lamentos sobre la vejez, la pérdida de memoria y la soledad, aunque me limite a expresarlos a través de insinuaciones maliciosas o de lágrimas contenidas. Mi hija dice que no soy vieja, tampoco amnésica y que si estoy sola es porque me da la gana.
Es cierto que hace un par de años voy hecha una facha. Me podía arreglar un poco más y comprarme ropa adecuada y tirar todas esas camisetas de H&M que me pongo como un hábito debajo de cualquier chaqueta negra, y los sempiternos pantalones anchos que voy renovando, idénticos unos a otros, a medida que se desgastan. Parezco esas antiguas abuelas de pueblo que, a partir de cierta edad, no se desprendían del delantal y la pañoleta en la cabeza. Tengo una disculpa, mi trabajo me lo permite porque nadie me ve entre las cuatro paredes del estudio. Poco les importa mi aspecto a mis compañeros de doblaje, si ni siquiera me miran cuando se acaba la proyección y encienden las luces.
Tampoco la memoria me funciona de un modo prodigioso, aunque, por otra parte, no es imprescindible para mi trabajo. Me acuerdo, eso sí, de cómo iba vestido el padre de Claudia, mi exmarido, el día que nos invitó el capitán del barco a comer en el puerto de Estambul durante aquel crucero por el Mediterráneo que hicimos cuando ni siquiera había nacido nuestra hija. Olvidé por completo la conversación, aunque puedo describir con absoluta precisión el aspecto del capitán, pero soy incapaz de saber cuánto tiempo hace, si no es recurriendo a invocaciones tales como «aquel viaje lo hicimos poco después de la muerte de mi madre y antes de que naciera mi hija, de manera que yo tenía más de veinte y menos de treinta, luego debió de ser a finales de los setenta. Lo que sí recuerdo es que ya había muerto Franco, porque coincidimos en el barco con un tal Leónidas, un dominicano que regresaba a su país tras terminar sus estudios en Odessa y…».
Así puedo ir tirando del hilo hasta averiguar fechas de los sucesos, nombres de personas, e incluso museos, monumentos y estatuas cuya situación geográfica confundo constantemente. Cada día estoy más obsesionada por la reconstrucción de unos recuerdos que a nadie le importan. Ni siquiera a mí. Cualquiera sabe si es verdad que mi exmarido llevaba una camisa blanca de algodón y un cinturón granate con una gran hebilla, ambos de la marca Levi’s, o la realidad se ha ido adaptando al relato de aquel viaje que he contado reiteradas veces desde que sucedió. «Recuerdo aquella cena como si fuera anoche», repito una y otra vez cuando lo cuento. Hay más probabilidades, sin embargo, de que sea capaz de recordar lo que hice entonces que lo que cené anoche.
En cuanto a mi soledad, Claudia tiene razón. Habría que determinar hasta qué punto es obligada o más bien voluntaria. La mayoría de la gente me aburre o quizá no quiero verla porque me encuentro en inferioridad de condiciones, con escaso entusiasmo y este aspecto deplorable. Presuntos amigos no me faltan, aunque, en realidad, más que míos son los que me dejó mi exmarido, porque amigos propios no me quedan. Los amigos de Benjamín solo cuentan conmigo para las fiestas y, sin embargo, se olvidan de mí en el día a día. Como son bastantes y tienen continuos motivos de celebración, voy de casa en casa, de estreno en estreno y de fiesta en fiesta, siempre con mis dos botellas de cava en la mano, dando la falsa impresión de que gozo de una intensa vida social y de que soy una de esas personas privilegiadas rodeada de una extensa red de amigos dispuestos a acompañarme en cualquier momento y a cualquier lugar. Es cierto que están ahí si los reclamo en caso de penuria, pero soy yo la que debe tomar la iniciativa y buscar una disculpa consistente para disfrutar de su compañía. Por otra parte, entiendo que estén cansados de soportar mi negrura vital y me hayan dejado de llamar.
El teléfono suena únicamente por error o bien porque se trata de ofertas comerciales o de asuntos de trabajo que, afortunadamente, no me faltan. El trabajo es lo que me alimenta y, en el fondo, me entretiene. Suerte que hay escasez de voces como la mía y, además, a la gente le gusta que las actrices estén siempre dobladas con la misma voz, porque les parecen más cercanas y familiares. Me indigna que mi hija y sus amigos prefieran ver las películas en versión original, incluso las que emiten por televisión. No es consciente de lo que hubiera sido de su madre si en España no existiera la bendita tradición del doblaje, porque el hecho de oír la voz del protagonista en su propio idioma o la de un buen actor de doblaje solo es cuestión de rutina. Lo que no tiene mucho sentido es que una rutina excluya la otra, pero así es. Los espectadores que son partidarios acérrimos de la versión original ridiculizan el doblaje, por muy logrado que esté. La verdad es que lo entiendo algunas veces, porque adoro la auténtica voz de Clint Eastwood y no puedo soportar que me la alteren. Me pasa lo mismo con Marlene Dietrich; prefiero oír su voz, aunque no entienda una sola palabra de lo que dice, porque los subtítulos son confusos en esas viejas copias. La Dietrich, a pesar de ser una diva, en la vida real era una mujer demasiado autocrítica. Odiaba doblarse a sí misma. «Cuando el sonido se graba en directo —escribía en su diario— no tienes oportunidad de ver una y otra vez las escenas encadenadas. Pero durante el doblaje, puedo observarme repetidamente y veo todos los defectos, y si una cadencia es mala, tengo que acoplarme a ella. Es una tortura tener que repetir el mismo error solo porque hay que seguir el movimiento de los labios».
Curioso fenómeno el de la voz. Yo la considero causa definitiva de seducción o de rechazo. Me olvido de que un hombre es feo si posee una voz seductora y, si tiene un tono grave y profundo, apenas doy importancia a su estatura física. Por no hablar de otras apariencias aún más engañosas como la inteligencia y la estupidez o la maldad y la bondad. Una voz potente y bien modulada la asocio con el talento. Nunca pienso, al menos inicialmente, que el propietario de esa voz pueda ser un cretino. Se supone que las personas bondadosas tienen voces cálidas y melodiosas; sin embargo, una arpía no puede tener una voz suave y delicada. Las voces gordas son apabullantes, pero despiertan suspicacias, al menos en mí, que me fío poco de los que se empeñan en lograr una vocalización perfecta. Suelen dar mal resultado y ser tipos demasiado fríos. Me gustan más las voces que se escapan, se desbordan, se dejan llevar por los matices de un estado de ánimo, en vez de ocultarlo. Me refiero a las personas que no la utilizan como instrumento. La de los profesionales sería otra historia larga de contar.
Me dicen que tengo la misma voz que mi madre. Todavía recuerdo su aspecto, lo que decía, cómo iba vestida, pero olvidé su voz. Nunca olvidaré, sin embargo, el nauseabundo jarabe de cebolla que me daba para curar la tos, ni las gárgaras con bicarbonato que me obligaba a hacer cuando tenía irritada la garganta, ni el pañuelo de seda en el cuello para mejorar la afonía, ni el ladrillo caliente para calentar la cama. El único remedio que me compensaba era, cuando tenía jaqueca, el pañuelo atado alrededor de la cabeza porque me encantaba parecerme a la india de Flecha rota, con mi pelo negro y mis trenzas largas.
Han pasado tantos años desde que desapareció mi madre, que me cuesta trabajo reconstruir algunos detalles, como la forma de sus manos o la de sus orejas o su manera de caminar. Hace unos días que me encontré en la calle con una vecina del barrio donde pasé mi infancia y me soltó de sopetón:
—¡Qué barbaridad! ¡Es impresionante! ¡Cómo te pareces a tu madre!
Cuando regresé a casa, lo primero que hice fue buscar una de sus últimas fotos y mirarme en el espejo para encontrar las similitudes. No veo el menor parecido. Mi madre aparentaba más edad de la que tengo en estos momentos. O eso, al menos, es lo que creo. No obstante, si me acerco mucho al espejo noto la falta de brillo en la piel, los poros abiertos, algunas manchas sospechosas y pequeñas arrugas diseminadas por toda la cara. De lejos, sin embargo, no soy consciente de tanto deterioro.
Recuerdo levemente lo mucho que me impresionó ver de cerca la piel de mi madre cuando enfermó por primera y última vez. Es posible que tuviera entonces la misma sensación que tengo ahora frente al espejo. La enfermedad la fulminó en poco más de cuatro semanas, durante las cuales se le marchitó la piel, se quedó mustia, ajada y envejeció súbitamente. Hice grandes esfuerzos por olvidar aquellos días tristes, pero me quedan sombras en la memoria, como los trazos originales que reaparecen al cabo del tiempo en algunos cuadros. Lillian Hellman lo describió primorosamente en Pentimento, un libro de vivencias personales que me dejó marcada desde que lo leí, en 1977, un año demasiado intenso por el que siento añoranza. «La antigua pintura al óleo —escribe Hellman— al correr del tiempo, en ocasiones pasa a ser transparente. Cuando esto sucede, es posible, en algunos cuadros, ver los trazos originales: aparecerá un árbol a través del vestido de una mujer, un niño abre paso a un perro, un barco grande ya no se ve en un mar abierto. A esto se le llama porque el pintor se “arrepintió”, cambió de idea. Quizá también sería correcto decir que la primitiva concepción, reemplazada por una preferencia posterior, es una manera de ver y luego ver una vez más».
Me veo poniendo en la frente de mi madre una toallita con alcohol para aliviar los efectos de la fiebre y una gasa empapada en agua para humedecerle los labios, porque no le dejan beber. Detalles como estos, y otros peores, son los que quiero borrar, pero renacen con obstinación cada vez que evoco su memoria. Cuando me siento sola y triste, me asaltan con especial saña recuerdos antiguos que refuerzan mi soledad y mi tristeza.
Leo en el periódico que unos cuantos científicos visionarios intentan conseguir la financiación necesaria para «curar» el envejecimiento. Tienen en contra a buena parte de la comunidad científica que considera la vejez una situación irreversible. Estos últimos se dedican fundamentalmente a prevenir las enfermedades asociadas a la vejez y, en el caso de que aparezcan inevitablemente, a combatirlas con nuevos fármacos. Es posible que en un futuro los biogerontólogos puedan evitar que la edad nos convierta en seres frágiles, decrépitos y dependientes. Es horrible pensar que a partir de cierta edad tendremos que usar, probablemente, aparatos para abrocharnos un botón de la camisa, abrir una botella de vino, levantarnos de una silla, ponernos los zapatos… y no sigo para evitar el pánico que provocan las incapacidades más leves, me refiero a actividades sencillas y cotidianas que la mayor parte de la vida practicamos sin el menor esfuerzo, de manera automática, y que a partir de la edad fatal se convierten en obstáculos insalvables. No quiero ni mencionar los trastornos más graves que afectan al cerebro.